llamados a la
santidad y a la gloria
Audiencia General del 20 de febrero de 1980
1. El libro del Génesis pone de relieve que el hombre y la mujer han
sido creados para el matrimonio: «...Por eso dejará el hombre a su
padre y a su madre; y se adherirá a su mujer; y vendrán a ser los
dos una sola carne» (Gén 2, 24). De este modo se abre la gran
perspectiva creadora de la existencia humana, que se renueva
constantemente mediante la «procreación» que es «autorreproducción».
Esta perspectiva está radicada en la conciencia de la humanidad y
también en la comprensión particular del significado esponsalicio
del cuerpo, con su masculinidad y feminidad. Varón y mujer, en el
misterio de la creación, son un don recíproco. La inocencia
originaria manifiesta y a la vez determina el ethos perfecto del
don.
Hablamos de esto durante el encuentro precedente. A través del ethos
del don se delinea en parte el problema de la «subjetividad» del
hombre, que es un sujeto hecho a imagen y semejanza de Dios. En el
relato de la creación (particularmente en el Gén 2, 23-25), «la
mujer» ciertamente no es sólo «un objeto» para el varón, aun
permaneciendo ambos el uno frente a la otra en toda la plenitud de
su objetividad de criaturas, como «hueso de mis huesos y carne de mi
carne», como varón y mujer ambos desnudos. Sólo la desnudez que hace
«objeto» a la mujer para el hombre, o viceversa, es fuente de
vergüenza. El hecho de que «no sentían vergüenza» quiere decir que
la mujer no era un «objeto» para el varón, ni él para ella. La
inocencia interior como «pureza de corazón», en cierto modo, hacía
imposible que el uno fuese reducido de cualquier modo por el otro al
nivel de mero objeto. Si «no sentían vergüenza» quiere decir que
estaban unidos por la conciencia del don, tenían recíproca
conciencia del significado esponsalicio de sus cuerpos, en lo que se
expresa la libertad del don y se manifiesta toda la riqueza interior
de la persona como sujeto. Esta recíproca compenetración del «yo» de
las personas humanas, del varón y de la mujer, parece excluir
subjetivamente cualquiera «reducción a objeto». En esto se revela el
perfil subjetivo de ese amor, del que se puede decir, sin embargo,
que «es objetivo» hasta el fondo, en cuanto que se nutre de la misma
recíproca «objetividad» del don.
2. El hombre y la mujer, después del pecado original, perderán la
gracia de la inocencia originaria. El descubrimiento del significado
esponsalicio del cuerpo dejará de ser para ellos una simple realidad
de la revelación y de la gracia. Sin embargo, este significado
permanecerá como prenda dada al hombre por el ethos del don,
inscrito en lo profundo del corazón humano, como eco lejano de la
inocencia originaria. De ese significado esponsalicio se formará el
amor humano en su verdad interior y en su autenticidad subjetiva. Y
el hombre -aunque a través del velo de la vergüenza- se descubrirá
allí continuamente a sí mismo como custodio del misterio del sujeto,
esto es, de la libertad del don, capaz de defenderla de cualquier
reducción a posiciones de puro objeto.
3. Sin embargo, por ahora, nos encontramos ante los umbrales de la
historia terrena del hombre. El varón y la mujer no los han
atravesado todavía hacia la ciencia del bien y del mal. Están
inmersos en el misterio mismo de la creación, y la profundidad de
este misterio escondido en su corazón es la inocencia, la gracia, el
amor y la justicia: «Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho»
(Gén 1, 31). El hombre aparece en el mundo visible como la expresión
más alta del don divino, porque lleva en sí la dimensión interior
del don. Y con ella trae al mundo su particular semejanza con Dios,
con la que trasciende y domina también su «visibilidad» en el mundo,
su corporeidad, su masculinidad o feminidad, su desnudez. Un reflejo
de esta semejanza es también la conciencia primordial del
significado esponsalicio del cuerpo, penetrada por el misterio de la
inocencia originaria.
4. Así, en esta dimensión, se constituye un sacramento primordial,
entendido como signo que transmite eficazmente en el mundo visible
el misterio invisible escondido en Dios desde la eternidad. Y éste
es el misterio de la verdad y del amor, el misterio de la vida
divina, de la que el hombre participa realmente. En la historia del
hombre, es la inocencia originaria la que inicia esta participación
y es también fuente de la felicidad originaria. El sacramento, como
signo visible, se constituye con el hombre, en cuanto «cuerpo»,
mediante su «visible» masculinidad y feminidad. En efecto, el
cuerpo, y sólo él, es capaz de hacer visible lo que es invisible: lo
espiritual y lo divino. Ha sido creado para transferir a la realidad
visible del mundo el misterio escondido desde la eternidad en Dios,
y ser así su signo.
5. Por lo tanto, en el hombre creado a imagen de Dios se ha
revelado, en cierto sentido, la sacramentalidad misma de la
creación, la sacramentalidad del mundo. Efectivamente, el hombre,
mediante su corporeidad, su masculinidad y feminidad, se convierte
en signo visible de la economía de la verdad y del amor, que tiene
su fuente en Dios mismo y que ya fue revelada en el misterio de la
creación. En este amplio telón de fondo comprendemos plenamente las
palabras que constituyen el sacramento del matrimonio, presentes en
el Génesis 2, 24 («Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre;
y se adherirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne»).
En este amplio telón de fondo, comprendemos además que las palabras
del Génesis 2, 25 («Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer,
sin avergonzarse de ello»), a través de toda la profundidad de su
significado antropológico, expresan el hecho de que juntamente con
el hombre entró la santidad en el mundo visible, creado para él. El
sacramento del mundo, y el sacramento del hombre en el mundo,
proviene de la fuente divina de la santidad, y simultáneamente está
instituido para la santidad. La inocencia originaria, unida a la
experiencia del significado «esponsalicio del cuerpo, es la misma
santidad que permite al hombre expresarse profundamente con el
propio cuerpo, y esto precisamente mediante el «don sincero» de sí
mismo. La conciencia del don condiciona, en este caso, «el
sacramento del cuerpo»: el hombre se siente, en su cuerpo, de varón
o de mujer, sujeto de santidad.
6. Con esta conciencia del significado del propio cuerpo, el hombre,
como varón y mujer, entra en el mundo como sujeto de verdad y de
amor. Se puede decir que el Génesis 2, 23-25 relata como la primera
fiesta de la humanidad en toda la plenitud originaria de la
experiencia del significado esponsalicio del cuerpo: y es una fiesta
de la humanidad, que trae origen de las fuentes divinas de la verdad
y del amor en el misterio mismo de la creación. Y aunque, muy
pronto, sobre esta fiesta originaria se extienda el horizonte del
pecado y de la muerte (cf. Gén 3), sin embargo, ya desde el misterio
de la creación sacamos una primera esperanza: es decir, que el fruto
de la economía divina de la verdad y del amor, que fue revelada
desde «el principio», no es la muerte, sino la vida, y no es tanto
la destrucción del cuerpo del hombre creado «a imagen de Dios»,
cuanto más bien la «llamada a la gloria» (cf. Rom 8, 30).
Esta página es obra
de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
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