vocacion original
al matrimonio
Audiencia General del 13 de febrero de 1980
1. La meditación siguiente presupone cuanto ya se sabe por los
diversos análisis hechos hasta ahora. Estos brotan de la respuesta
que dio Jesús a sus interlocutores (Evangelio de San Mateo, 19, 3-9
y de San Marcos, 10, 1-12), que le habían presentado una cuestión
sobre el matrimonio, sobre su indisolubilidad y unidad. El Maestro
les había recomendado considerar atentamente lo que era «desde el
principio». Y precisamente por esto, en el ciclo de nuestras
meditaciones hasta hoy, hemos intentado reproducir de algún modo la
realidad de la unión, o mejor, de la comunión de personas, vivida
«desde el principio» por el hombre y por la mujer. A continuación
hemos tratado de penetrar en el contenido del conciso versículo 25
del Génesis 2: «Estaban ambos desnudos, el hombre y la mujer, sin
avergonzarse de ello».
Estas palabras hacen referencia al don de la inocencia originaria,
revelando su carácter de manera, por así decir, sintética. La
teología, basándose en esto, ha construido la imagen global de la
inocencia y de la justicia originaria del hombre, antes del pecado
original, aplicando el método de la objetivación, específico de la
metafísica y de la antropología metafísica. En el presente análisis
tratamos más bien de tomar en consideración el aspecto de la
subjetividad humana; ésta, por lo demás, parece encontrarse más
cercana a los textos originarios, especialmente al segundo relato de
la creación, esto es, al yahvista.
2. Independientemente de una cierta diversidad de interpretación,
parece bastante claro que «la experiencia del cuerpo», como podemos
deducir del texto arcaico del Gén 2, 23, y más aún del Gén 2, 25,
indica un grado de «espiritualización» del hombre, diverso del de
que habla el mismo texto después del pecado (cf. Gén 3) y que
nosotros conocemos por la experiencia del hombre «histórico». Es una
medida diversa de «espiritualización», que comporta otra composición
de las fuerzas interiores del hombre mismo, como otra relación
cuerpo-alma, otras proporciones internas entre la sensitividad, la
espiritualidad, la afectividad, es decir, otro grado de sensibilidad
interior hacia los dones del Espíritu Santo. Todo esto condiciona el
estado de inocencia originaria del hombre y a la vez lo determina,
permitiéndonos también comprender el relato del Génesis. La teología
y también él Magisterio de la Iglesia han dado una forma propia a
estas verdades fundamentales (1).
3. Al emprender el análisis del «principio» según la dimensión de la
teología del cuerpo, lo hacemos basándonos en las palabras de
Cristo, con las que El mismo se refirió a ese «principio». Cuando
dijo: «¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y
mujer?» (Mt 19, 4), nos mandó y nos manda siempre retornar a la
profundidad del misterio de la creación. Y lo hacemos teniendo plena
conciencia del don de la inocencia originaria, propia del hombre
antes del pecado original. Aunque una barrera insuperable nos aparte
de lo que el hombre fue entonces como varón y mujer, mediante el don
de la gracia unida al misterio de la creación, y de lo que ambos
fueron el uno para el otro, como don recíproco, sin embargo,
intentamos comprender ese estado de inocencia originaria en conexión
con el estado histórico del hombre después del pecado original:
«status naturæ lapsæ simul et redemptæ».
Por medio de la categoría del «a posteriori histórico», tratamos de
llegar al sentido originario del cuerpo, y de captar el vínculo
existente entre él y la índole de la inocencia originaria en la
«experiencia del cuerpo», como se hace notar de manera tan
significativa en el relato del libro del Génesis.
Llegamos a la conclusión de que es importante y esencial precisar
este vínculo, no sólo en relación con la «prehistoria teológica» del
hombre, donde la convivencia del varón y de la mujer estaba casi
completamente penetrada por la gracia de la inocencia originaria,
sino también en relación a su posibilidad de revelarnos las raíces
permanentes del aspecto humano y sobre todo teológico del ethos del
cuerpo.
4. El hombre entra en el mundo y casi en la trama íntima de su
porvenir y de su historia, con la conciencia del significado
esponsalicio del propio cuerpo, de la propia masculinidad y
feminidad. La inocencia originaria dice que ese significado está
condicionado «étnicamente» y además que, por su parte, constituye el
porvenir del ethos humano. Esto es muy importante para la teología
del cuerpo: es la razón por la que debemos construir esta teología
«desde el principio», siguiendo cuidadosamente las indicaciones de
las palabras de Cristo.
En el misterio de la creación, el hombre y la mujer han sido «dados»
por el Creador, de modo particular, el uno al otro, y esto no sólo
en la dimensión de la primera pareja humana y de la primera comunión
de personas, sino en toda la perspectiva de la existencia del género
humano y de la familia humana. El hecho fundamental de esta
existencia del hombre en cada una de las etapas de su historia es
que Dios «los creó varón y mujer»; efectivamente, siempre los crea
de este modo y siempre son así. La comprensión de los significados
fundamentales, encerrados en el misterio mismo de la creación, como
el significado esponsalicio del cuerpo (y de los condicionamientos
fundamentales de este significado) es importante e indispensable
para conocer quién es el hombre y quién debe ser, y por lo tanto
cómo debería plasmar la propia actividad. Es cosa esencial e
importante para el porvenir del ethos humano.
5. El Génesis 2, 24 constata que los dos, varón y mujer, han sido
creados para el matrimonio: «Por eso dejará el hombre a su padre y a
su madre, y se unirá a su mujer, y vendrán a ser los dos una sola
carne». De este modo se abre una gran perspectiva creadora: que es
precisamente la perspectiva de la existencia del hombre, que se
renueva continuamente por medio de la «procreación» (se podría decir
de la «autorreprodución»). Esta perspectiva está profundamente
arraigada en la conciencia de la humanidad (cf. Gén 2, 23) y también
en la conciencia particular del significado esponsalicio del cuerpo
(cf. Gén 2, 25). El varón y la mujer, antes de convertirse en marido
y esposa (en concreto hablará de ello a continuación el Gén 4, 1)
surgen del misterio de la creación ante todo como hermano y hermana
en la misma humanidad. La comprensión del significado esponsalicio
del cuerpo en su masculinidad y feminidad revela lo íntimo de su
libertad, que es libertad de don. De aquí arranca esa comunión de
personas, en la que ambos se encuentran y se dan recíprocamente en
la plenitud de su subjetividad. Así ambos crecen como
personas-sujetos, y crecen recíprocamente el uno para el otro,
incluso a través de su cuerpo y a través de esa «desnudez» libre de
vergüenza. En esta comunión de personas está perfectamente asegurada
toda la profundidad de la soledad originaria del hombre (del primero
y de todos) y, al mismo tiempo, esta soledad viene a ser penetrada y
ampliada de modo maravilloso por el don del «otro». Si el hombre y
la mujer dejan de ser recíprocamente don desinteresado, como lo eran
el uno para el otro en el misterio de la creación, entonces se da
cuenta de que «están desnudos» (cf. Gén 3). Y entonces nacerá en sus
corazones la vergüenza de esa desnudez, que no habían sentido en el
estado de inocencia originaria.
Volveremos todavía sobre este tema.
Notas
(1) «Si quis non confitetur primun hominem Adam, cum mandatum Dei in
paradiso fuisset transgressus, statim sanctitatem et justitiam, in qua
constitutus fuerat, amisisse... anathema sit» (Conc Trident., sess V, cap.
1, 2; DB 788, 789).
«Protoparentes in statu sanctitatis et justitiæ constituti fuerunt (...).
Status justitiæ originalis protoparentibus collatus, erat gratuitus et vere
supernaturalis (...). Protoparentes constituti sunt in statu naturæ integræ,
id est, immunes a concupiscentia, ignorantia, dolore et morte...
singularique felicitate gaudebant (...). Dona integritatis protoparentibus
collata, erant gratuita et præternaturalia» (A. Tanquerey, Synopsis
Theologiæ Dogmaticæ, Parisiis 194324, pp. 534-549).
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de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
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