inocencia,
felicidad, pureza de corazón
Audiencia General del 30 de enero de 1980
1. La realidad del don y del acto de donar, delineada en los
primeros capítulos del Génesis, como de la creación, confirma que la
irradiación del amor es parte integrante de este mismo misterio.
Sólo el amor crea el bien y, en definitiva, sólo puede ser percibido
en todas sus dimensiones y perfiles a través de las cosas creadas y
sobre todo del hombre. Su presencia es como el resultado final de la
hermenéutica del don que aquí estamos realizando. La felicidad
originaria, el «principio» beatificante del hombre a quien Dios creó
«varón y mujer» (Gén 1, 27), el significado esponsalicio del cuerpo
en su desnudez originaria: todo esto expresa el arraigo en el amor.
Este donar coherente, que se remonta hasta las raíces más profundas
de la conciencia y de la subconciencia, a los últimos estratos de la
existencia subjetiva de ambos, varón y mujer, y que se refleja en su
recíproca «experiencia del cuerpo», da testimonio del arraigo en el
amor. Los primeros versículos del la Biblia hablan tanto de ello,
que disipan toda duda. Hablan no sólo de la creación del mundo, sino
también de la gracia, esto es, de la comunicación de la santidad, de
la irradiación del Espíritu, que produce un estado especial de
«espiritualización» en ese hombre, que de hecho fue el primero. En
el lenguaje bíblico, esto es, en el lenguaje de la revelación, la
calificación de «primero» significa precisamente «de Dios»: «Adán,
hijo de Dios» (cf. Lc 3, 38).
2. La felicidad es el arraigarse en el amor. La felicidad originaria
nos habla del «principio» del hombre, que surgió del amor y ha dado
comienzo al amor. Y esto sucedió de modo irrevocable, a pesar del
pecado sucesivo y de la muerte. A su tiempo, Cristo será testigo de
este amor irreversible del Creador y Padre, que ya se había
manifestado en el misterio de la creación y en la gracia de la
inocencia originaria. Y por esto también el «principio» común del
varón y de la mujer, es decir, la verdad originaria de su cuerpo en
la masculinidad y feminidad, hacia el que dirige nuestra atención el
Génesis 2, 25, no conoce la vergüenza. Este «principio» se puede
definir también como inmunidad originaria y beatificante de la
vergüenza por efecto del amor.
3. Esta inmunidad nos orienta hacia el misterio de la inocencia
originaria del hombre. Es un misterio de su existencia, anterior a
la ciencia del bien y del mal, y como «al margen» de ésta. El hecho
de que el hombre exista en este mundo, antecedentemente a la ruptura
de la primera Alianza con su Creador, pertenece a la plenitud del
misterio de la creación. Si, como hemos dicho antes, la creación es
un don hecho al hombre, entonces su plenitud es la dimensión más
profunda y determinada de la gracia, esto es, de la participación en
la vida íntima de Dios, en su santidad. Esta es también en el hombre
fundamento interior y fuente de su inocencia originaria. Con este
concepto -y más precisamente con el de «justicia originaria»-, la
teología define el estado del hombre antes del pecado original. En
el presente análisis del «principio», que nos allana los caminos
indispensables para la comprensión de la teología del cuerpo,
debemos detenernos sobre el misterio del estado originario del
hombre. En efecto, precisamente esa conciencia del cuerpo -más aún,
la conciencia del significado del cuerpo-, que tratamos de iluminar
a través del análisis del «principio», revela la peculiaridad de la
inocencia originaria.
Lo que se manifiesta quizá mayormente en el Génesis 2, 25, es
precisamente el misterio de esta inocencia, que tanto el hombre como
la mujer llevan desde los orígenes, cada uno en sí mismo. Su mismo
cuerpo es testigo, en cierto sentido, «ocular» de esta
característica. Es significativo que la afirmación encerrada en el
Génesis 2, 25 -acerca de la desnudez recíprocamente libre de
vergüenza-, sea una enunciación única en su género dentro de toda la
Biblia, tanto, que no se repetirá jamás. Al contrario, podemos citar
muchos textos en los que la desnudez está unida a la vergüenza, o
incluso, en sentido todavía más fuerte, a la «ignominia» (1). En
este amplio contexto son mucho más claras las razones para descubrir
en el Génesis 2, 25 una huella particular del misterio de la
inocencia originaria y un factor especial de su irradiación en el
sujeto humano. Esta inocencia pertenece a la dimensión de la gracia
contenida en el misterio de la creación, es decir, a ese misterioso
don hecho a lo más íntimo del hombre -al «corazón» humano- que
permite a ambos, varón y mujer, existir desde el «principio» en la
recíproca relación del don desinteresado de sí. En esto está
encerrada la revelación y a la vez el descubrimiento del significado
«esponsalicio» del cuerpo en su masculinidad y feminidad. Se
comprende por qué hablamos, en este caso, de revelación y a la vez
del descubrimiento. Desde el punto de vista de nuestro análisis, es
esencial que el descubrimiento esponsalicio del cuerpo, que leemos
en el testimonio del libro del Génesis, se realice a través de la
inocencia originaria; más aún, este descubrimiento es quien la
revela y la hace patente.
4. La inocencia originaria pertenece al misterio del humano, del que
se separó después el hombre «histórico» cometiendo el pecado
original. Pero esto no significa que no esté en disposición de
acercarse a ese misterio mediante su ciencia teológica. El hombre
«histórico» trata de comprender el misterio de la inocencia
originaria cómo a través de un contraste, esto es, remontándose a la
experiencia de la propia culpa y del propio estado pecaminoso (2).
Trata de comprender la inocencia originaria como característica
esencial para la teología del cuerpo, partiendo de la experiencia de
la vergüenza; efectivamente, el mismo texto bíblico lo orienta así.
La inocencia originaria es, pues, lo que , esto es, en sus mismas
raíces, excluye la vergüenza del cuerpo en la relación varón-mujer,
elimina su necesidad en el hombre, en su corazón, o sea, en su
conciencia. Aunque la inocencia originaria hable sobre todo del don
del Creador, de la gracia que ha hecho posible al hombre vivir el
sentido de la donación primaria del mundo, y en particular el
sentido de la donación recíproca del uno al otro a través de la
masculinidad y feminidad en este mundo, sin embargo esta inocencia
parece referirse ante todo al estado interior del humano, de la
voluntad humana. Al menos indirectamente, en ella está incluida la
revelación y el descubrimiento de toda la dimensión de la conciencia
-obviamente, antes del conocimiento del bien y del mal-. En cierto
sentido, se entiende como rectitud originaria.
5. En el prisma de nuestro «a posteriori histórico» tratamos de
reconstruir, en cierto modo, la característica de la inocencia
originaria, entendida cual contenido de la experiencia recíproca del
cuerpo como experiencia de su significado esponsalicio (según el
testimonio del Génesis 2, 23-25). Puesto que la felicidad y la
inocencia están inscritas en el marco de la comunión de las
personas, como si se tratase de dos hilos convergentes de la
existencia del hombre en el mismo misterio de la creación, la
conciencia beatificante del significado del cuerpo -esto es, del
significado esponsalicio de la masculinidad y feminidad humanas-
está condicionada por la inocencia originaria. No parece que haya
impedimento alguno para entender aquí esa inocencia originaria como
una particular , que conserva una fidelidad interior al don según el
significado esponsalicio del cuerpo. Por consiguiente, la inocencia
originaria, concebida así, se manifiesta como un testimonio
tranquilo de la conciencia que (en este caso) precede a cualquier
experiencia del bien y del mal; y sin embargo este testimonio sereno
de la conciencia es algo mucho más beatificante. Efectivamente, se
puede decir que la conciencia del significado esponsalicio del
cuerpo, en su masculinidad y feminidad, se hace beatificante sólo
por medio de este testimonio.
Dedicaremos a la próxima meditación a este tema, esto es, al vínculo
que, en el análisis del hombre, se delinea entre su inocencia
(pureza de corazón) y su felicidad.
Notas
(1) La «desnudez», en el sentido de «falta de vestido», en el antiguo
Oriente Medio significaba el estado de abyección de los hombres privados de
libertad: esclavos, prisioneros de guerra o condenados, los que no gozaban
de la protección de la ley. La desnudez de las mujeres se consideraba
deshonor (cf., por ejemplo, las amenazas de los Profetas: Oseas 1, 2, y
Ezequiel 23, 26. 29).
El hombre libre, atento a su dignidad, debía vestirse suntuosamente: cuanta
mayor cola tengan los vestidos, tanto más alta era la dignidad (cf., por
ejemplo, el vestido de José, que inspiraba celos en sus hermanos; o de los
fariseos, que alargaban sus franjas).
El segundo significado de la «desnudez» , en sentido eufemístico, se refería
al acto sexual. La palabra hebrea cerwat significa un vacío espacial (por
ejemplo, del paisaje), falta de vestido, expolio, pero no comportaba nada de
oprobioso.
(2) «Sabemos que la ley es espiritual, pero yo soy carnal, vendido por
esclavo al pecado. Porque no sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que
quiero, sino lo que aborrezco, eso hago... Pero entonces ya no soy yo quien
obra esto, sino el pecado, que mora en mí. Pues yo sé que no hay en mí, esto
es, en mi carne, cosa buena. Porque el querer el bien que está en mí, pero
el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero, sino el mal que no
quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el
pecado, que habita en mí. Por consiguiente, tengo en mí esta ley: que,
queriendo hacer el bien, es el mal el que se me apega; porque me deleito en
la ley de Dios según el hombre interior, pero siento otra ley en mis
miembros que repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado,
que está en mis miembros.
¡Desdichado de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rom 7,
14-15. 17-24; cf.: «Video meliora proboque; deteriora sequor», Ovidio,
Metamorph. VII, 20).
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