en el jardín del
edén
Audiencia General del 9 de enero de 1980
1. Releyendo y analizando el segundo relato de la creación, esto es,
el texto yahvista, debemos preguntarnos si el primer «hombre»
(‘adam), en su soledad originaria, «viviría» el mundo realmente como
don, con actitud conforme a la condición efectiva de quien ha
recibido un don, como consta por el relato del capítulo primero.
Efectivamente, el segundo relato nos presenta al hombre en el jardín
del Edén (cf. Gén 2, 8); pero debemos observar que, incluso en esta
situación de felicidad originaria, el Creador mismo (Dios Yahvé), y
después también él «hombre», en vez de subrayar el aspecto del mundo
como don subjetivamente beatificante, creado para el hombre (cf. el
primer relato y en particular Gén 1, 26-29), ponen de relieve que el
hombre esta «solo». Hemos analizado ya el significado de la soledad
originaria; pero ahora es necesario observar que por vez primera
aparece claramente una cierta carencia de bien: «No es bueno que el
hombre (varón) esté solo -dice Dios Yahvé-, voy a hacerle una
ayuda...» (Gén 2, 18). Lo mismo afirma el primer «hombre»; también
él, después de haber tomado conciencia hasta el fondo de la propia
soledad entre todos los seres vivientes sobre la tierra, espera una
«ayuda semejante a él» (cf. Gén 2, 20). Efectivamente, ninguno de
estos seres (animales) ofrece al hombre las condiciones básicas que
hagan posible existir en una relación de don recíproco.
2. Así, pues, estas dos expresiones, esto es, el adjetivo «solo» y
el sustantivo «ayuda» parecen ser realmente la clave para comprender
la esencia misma del don a nivel de hombre, como contenido
existencial inscrito en la verdad de la «imagen de Dios».
Efectivamente, el don revela, por decirlo así, una característica
especial de la existencia personal, más aún, de la misma esencia de
la persona. Cuando Dios Yahvé dice que «no es bueno que el hombre
esté solo» (Gén 2,18), afirma que el hombre por sí «solo» no realiza
totalmente esta esencia. Solamente la realiza existiendo «con
alguno», y aún más profundamente y más completamente: existiendo
«para alguno». Esta norma de existir como persona se demuestra en el
libro del Génesis como característica de la creación, precisamente
por medio del significado de estas dos palabras: «solo» y «ayuda».
Ellas indican precisamente lo fundamental y constitutiva que es para
el hombre la relación y la comunión de las personas. Comunión de las
personas significa existir en un recíproco «para», en una relación
de don recíproco. Y esta relación es precisamente el complemento de
la soledad originaria del «hombre».
3. Esta realización es, en su origen, beatificante. Está implícita
sin duda en la felicidad originaria del hombre, y constituye
precisamente esa felicidad que pertenece al misterio de la creación
hecha por amor, es decir, pertenece a la esencia misma del donar
creador. Cuando el «hombre-varón», al despertar del sueño genesíaco,
ve al «hombre-mujer», tomado de él, dice: «esto sí que es ya hueso
de mis huesos y carne de mi carne» (Gén 2, 3); estas palabras
expresan, en cierto sentido, el comienzo subjetivamente beatificante
de la existencia del hombre en el mundo. En cuanto se ha verificado
al «principio», esto confirma el proceso de individuación del hombre
en el mundo, y nace, por así decir, de la profundidad misma de su
soledad humana, que él vive como persona frente a todas las otras
criaturas y a todos los seres vivientes (animalia). También este
principio, pues, pertenece a una antropología adecuada y puede ser
verificado siempre según ella. Esta verificación puramente
antropológica nos lleva, al mismo tiempo, al tema de la «persona» y
al tema del «cuerpo sexo». Esta simultaneidad es esencial.
Efectivamente, si tratáramos del sexo sin la persona, quedaría
destruida toda la adecuación de la antropología que encontramos en
el libro del Génesis.
Y entonces estaría velada para nuestro estudio teológico la luz
esencial de la revelación del cuerpo, que se transparenta con tanta
plenitud en estas primeras afirmaciones.
4. Hay un fuerte vínculo entre el misterio de la creación, como don
que nace del amor, y ese «principio» beatificante de la existencia
del hombre como varón y mujer, en toda la realidad de su cuerpo y de
su sexo, que es simple y pura verdad de comunión entre las personas.
Cuando el primer hombre, al ver a la primera mujer exclama: «Es
carne de mi carne y hueso de mis huesos» (Gén 2, 23), afirma
sencillamente la identidad humana de ambos. Exclamando así, parece
decir: ¡He aquí un cuerpo que expresa la «persona»! Atendiendo a un
pasaje precedente del texto yahvista, se puede decir también: este
«cuerpo» revela al «alma viviente», tal como fue el hombre cuando
Dios Yahvé alentó la vida en él (cf. Gén 2, 7), por la cual comenzó
su soledad frente a todos los seres vivientes.
Precisamente atravesando la profundidad de esta soledad originaria,
surge ahora el hombre en la dimensión del don recíproco, cuya
expresión -que por esto mismo es expresión de su existencia como
persona- es el cuerpo humano en toda la verdad originaria de su
masculinidad y feminidad. El cuerpo, que expresa la feminidad «para»
la masculinidad, y viceversa, la masculinidad «para» la feminidad,
manifiesta la reciprocidad y la comunión de las personas. La expresa
a través del don como característica fundamental de la existencia
personal. Este es el cuerpo: testigo de la creación como de un don
fundamental, testigo, pues, del Amor como fuente de la que nació
este mismo donar. La masculinidad-feminidad -esto es, el sexo- es el
signo originario de una donación creadora y de una toma de
conciencia por parte del hombre, varón-mujer, de un don vivido, por
así decirlo, de modo originario. Este es el significado con el que
el sexo entra en la teología del cuerpo.
5. Ese «comienzo» beatificante del ser y del existir del hombre,
como varón y mujer, está unido con la revelación y con el
descubrimiento del significado del cuerpo, que conviene llamar
«esponsalicio». Si hablamos de revelación y a la vez de
descubrimiento, lo hacemos en relación a lo específico del texto
yahvista, en el que el hilo teológico es también antropológico, más
aún, aparece como una cierta realidad conscientemente vivida por el
hombre. Hemos observado ya que a las palabras que expresan la
primera alegría de la aparición del hombre en la existencia como
«varón y mujer» (Gén 2, 23), sigue el versículo que establece su
unidad conyugal (cf. Gén 2, 24), y luego el que testifica la
desnudez de ambos, sin que tengan vergüenza recíproca (cf. Gén 2,
25). Precisamente esta confrontación significativa nos permite
hablar de la revelación y a la vez del descubrimiento del
significado «esponsalicio» del cuerpo en el misterio mismo de la
creación. Este significado (en cuanto revelado e incluso consciente,
«vivido» por el hombre) confirma hasta el fondo que el donar
creador, que brota del Amor, alcanzó la conciencia originaria del
hombre, convirtiéndose en experiencia de don recíproco, como se
percibe ya en el texto arcaico. De esto parece dar testimonio
también -acaso hasta de modo específico- esa desnudez de ambos
progenitores, libre de vergüenza.
6. El Génesis 2, 24 habla del sentido o finalidad que tiene la
masculinidad y feminidad del hombre, en la vida de los
cónyuges-padres. Al unirse entre sí tan íntimamente, que se
convierten en «una sola carne» someten, en cierto sentido, su
humanidad a la bendición de la fecundidad, esto es, de la
«procreación», de la que habla el primer relato (Gén 1, 28). El
hombre comienza «a ser» con la conciencia de esta finalidad de la
propia masculinidad-feminidad, esto es, de la propia sexualidad. Al
mismo tiempo, las palabras del Génesis 2, 25: «Estaban ambos
desnudos sin avergonzarse de ello», parecen añadir a esta verdad
fundamental del significado del cuerpo humano, de su masculinidad y
feminidad, otra verdad no menos esencial y fundamental. El hombre,
consciente de la capacidad procreadora del propio cuerpo y del
propio sexo, está al mismo tiempo libre de la «coacción» del propio
cuerpo y sexo. Esa desnudez originaria, recíproca y a la vez no
gravada por la vergüenza, expresa esta libertad interior del hombre.
¿Es ésta la libertad del «instinto sexual»? El concepto de
«instinto» implica ya una coacción interior, analógicamente al
instinto que estimula la fecundidad y la procreación en todo el
mundo de los seres vivientes (animalia). Pero parece que estos dos
textos del libro del Génesis, el primero y segundo relato de la
creación del hombre, vinculen suficientemente la perspectiva de la
procreación con la característica fundamental de la existencia
humana en sentido personal. En consecuencia, la analogía del cuerpo
humano y del sexo en relación al mundo de los animales -a la que
podemos llamar analogía «de la naturaleza»- en los dos relatos
(aunque en cada uno de modo diverso), se eleva también, en cierto
sentido, a nivel de «imagen de Dios», y a nivel de persona y de
comunión entre las personas.
Será conveniente dedicar todavía otros análisis a este problema
esencial. Para la conciencia del hombre -incluso para el hombre
contemporáneo- es importante saber que en esos textos bíblicos que
hablan del «principio» del hombre, se encuentra la revelación del
«significado esponsalicio del cuerpo». Pero es todavía más
importante establecer lo que expresa propiamente este significado.
Esta página es obra
de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
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