amor
conyugal a imagen del amor divino
Audiencia General 10 de
octubre de 1984
1. Continuamos
delineando la espiritualidad conyugal a la luz de la Encíclica «Humanæ
vitæ».
Según la doctrina contenida en ella, en conformidad con las fuentes
bíblicas y con toda la Tradición, el amor es -desde el punto de
vista subjetivo- «fuerza», es decir, capacidad del espíritu humano,
de carácter «teológico» (o mejor, «teologal»). Esta es, pues, la
fuerza que se le da al hombre para participar en el amor con que
Dios mismo ama en el misterio de la creación y de la redención. Es
el amor que «se complace en la verdad» (1 Cor 13, 6), esto es, en el
cual se expresa la alegría espiritual (el «frui» agustiniano) de
todo valor auténtico: gozo semejante al gozo del mismo Creador, que
al principio vio que «era muy bueno» (Gén 1, 31).
Si las fuerzas de la concupiscencia intentan separar el «lenguaje»
del cuerpo de la verdad, es decir, tratan de falsificarlo, en cambio,
la fuerza del amor lo corrobora siempre de nuevo en esa verdad, a
fin de que el misterio de la redención del cuerpo pueda fructifican
en ella.
2. El mismo amor, que hace posible y hace ciertamente que el diálogo
conyugal se realice según la verdad plena de la vida de los esposos,
es, a la vez, fuerza, o sea, capacidad de carácter moral, orientada
activamente hacia la plenitud del bien y, por esto mismo, hacia todo
verdadero bien. Por lo cual, su tarea consiste en salvaguardar la
unidad indivisible de los «dos significados del acto conyugal, de
los que trata la Encíclica (Humanæ vitæ, 12), es decir, en proteger
tanto el valor de la verdadera unión de los esposos (esto es, de la
comunión personal), como el de la paternidad y maternidad
responsables (en su forma madura y digna del hombre).
3. Según el lenguaje tradicional, el amor, como «fuerza» superior,
coordina las acciones de la persona, del marido y de la mujer, en el
ámbito de los fines del matrimonio. Aunque ni la Constitución
conciliar, ni la Encíclica, al afrontar el tema, empleen el lenguaje
acostumbrado en otro tiempo, sin embargo, tratan de aquello a lo que
se refieren las expresiones tradicionales.
El amor, como fuerza superior que el hombre y la mujer reciben de
Dios, juntamente con la particular «consagración» del sacramento del
matrimonio, comporta una coordinación correcta de los fines, según
los cuales -en la enseñanza tradicional de la Iglesia- se constituye
el orden moral (o mejor, «teologal y moral») de la vida de los
esposos.
La doctrina de la Constitución «Gaudium et spes», igual que la de la
Encíclica «Humanæ vitæ», clarifican el mismo orden moral con
referencia al amor, entendido como fuerza superior que confiere
adecuado contenido y valor a los actos conyugales según la verdad de
los dos significados, el unitivo y el procreador, respetando su
indivisibilidad.
Con este renovado planteamiento, la enseñanza tradicional sobre los
fines del matrimonio (y sobre su jerarquía) queda confirmada y a la
vez se profundiza desde el punto de vista de la vida interior de los
esposos, o sea, de la espiritualidad conyugal y familiar.
4. La función del amor, que es «derramado en los corazones» (Rom 5,
5) de los esposos como fundamental fuerza espiritual de su pacto
conyugal, consiste -como se ha dicho- en proteger tanto el valor de
la verdadera comunión de los cónyuges, como el de la
paternidad-maternidad verdaderamente responsable. La fuerza del amor
-auténtica en el sentido teológico y ético- se manifiesta en que el
amor une correctamente «los dos significados del acto conyugal»,
excluyendo no sólo en la teoría, sino sobre todo en la práctica, la
«contradicción» que podría darse en este campo. Esta «contradicción»
es el motivo más frecuente de objeción a la Encíclica «Humanæ vitæ»
y a la enseñanza de la Iglesia. Es necesario un análisis bien
profundo, y no sólo teológico, sino también antropológico (hemos
tratado de hacerlo en toda la presente reflexión), para demostrar
que en este caso no hay que hablar de «contradicción», sino sólo de
«dificultad». Ahora bien, la Encíclica misma subraya esta «dificultad»
en varios pasajes.
Y ésta se deriva del hecho de que la fuerza del amor está injertada
en el hombre insiado por la concupiscencia: en los sujetos humanos
el amor choca con la triple concupiscencia (cf. 1 Jn 2, 16), en
particular con la concupiscencia de la carne, que deforma la verdad
del «lenguaje del cuerpo». Y, por esto, tampoco el amor está en
disposición de realizarse en la verdad del «lenguaje del cuerpo», si
no es mediante el dominio de la concupiscencia.
5. Si el elemento clave de la espiritualidad de los esposos y de los
padres -esa «fuerza» esencial que los cónyuges deben sacar
continuamente de la «consagración» sacramental- es el amor, este
amor, como se deduce del texto de la Encíclica (cf. Humanæ vitæ,
20), está por su naturaleza unido con la castidad que se manifiesta
como dominio de sí, o sea, como continencia: en particular, como
continencia periódica. En el lenguaje bíblico, parece aludir a esto
el autor de la Carta a los Efesios, cuando en su texto «clásico»
exhorta a los esposos a estar «sujetos los unos a los otros en el
temor de Cristo» (Ef 5, 21).
Puede decirse que la Encíclica «Humanæ vitæ» es precisamente el
desarrollo de esta verdad bíblica sobre la espiritualidad cristiana
conyugal y familiar. Sin embargo, para hacerlo aún más claro, es
preciso un análisis más profundo de la virtud de la continencia y de
su particular significado para la verdad del mutuo «lenguaje del
cuerpo» en la convivencia conyugal e (indirectamente) en la amplia
esfera de las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer.
Emprenderemos este análisis en las sucesivas reflexiones.
Esta página es obra
de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
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