la transmisión de
la vida
Audiencia General 22 de
agosto de 1984
1. ¿Cuál es la esencia
de la doctrina de la Iglesia acerca de la transmisión de la vida en
la comunidad conyugal, de esa doctrina que nos ha recordado la
Constitución pastoral del Concilio «Gaudium et spes» y la Encíclica
«Humanæ vitæ» del Papa Pablo VI?
El problema está en mantener la relación adecuada entre lo que se
define «dominio... de las fuerzas de la naturaleza» (Humanæ vitæ, 2)
y el «dominio de sí» (Humanæ vitæ, 21), indispensable a la persona
humana. El hombre contemporáneo manifiesta la tendencia a transferir
los métodos propios del primer ámbito a los de segundo. «El hombre
ha llevado a cabo progresos estupendos en el dominio y en la
organización racional de las fuerzas de la naturaleza -leemos en la
Encíclica-, de modo que tiende a extender ese dominio a su mismo ser
global: al cuerpo, a la vida psíquica, a la vida social y hasta las
leyes que regulan la transmisión de la vida» (Humanæ vitæ, 2).
Esta extensión de la esfera de los medios de «dominio... de las
fuerzas de la naturaleza» amenaza a la persona humana, para la cual
el método del «dominio de sí» es y sigue siendo específico.
Efectivamente, el dominio de sí corresponde a la constitución
fundamental de la persona: es precisamente un método «natural». En
cambio, la transferencia de los «medios artificiales» rompe la
dimensión constitutiva de la persona, priva al hombre de la
subjetividad que le es propia y hace de él un objeto de manipulación.
2. El cuerpo humano no es sólo el campo de reacciones de carácter
sexual, sino que es, al mismo tiempo, el medio de expresión del
hombre integral, de la persona, que se revela a sí misma a través
del «lenguaje del cuerpo». Este «lenguaje» tiene un importante
significado interpersonal, especialmente cuando se trata de las
relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer. Además, nuestros
análisis precedentes muestran que en este caso el «lenguaje del
cuerpo» debe expresar, a un nivel determinado, la verdad del
sacramento. Efectivamente, al participar del eterno plan de amor («Sacramentum
absconditum in Deo»), el «lenguaje del cuerpo» se convierte en un «profetismo
del cuerpo».
Se puede decir que la Encíclica «Humanæ vitæ» lleva a las últimas
consecuencias, no sólo lógicas y morales, sino también prácticas y
pastorales, esta verdad sobre el cuerpo humano en su masculinidad y
feminidad .
3. La unidad de los dos aspectos del problema -de la dimensión
sacramental (o sea, teológica) y de la personalística- corresponde a
la global «revelación del cuerpo». De aquí se deriva también la
conexión de la visión estrictamente teológica con la ética, que nace
de la «ley natural».
En efecto, el sujeto de la ley natural es el hombre no sólo en el
aspecto «natural» de su existencia, sino también en la verdad
integral de su subjetividad personal. El señor manifiesta, en la
Revelación, como hombre y mujer, en su plena vocación temporal y
escatológica. Es llamado por Dios para ser testigo e intérprete del
eterno designio del amor, convirtiéndose en ministro del sacramento
que, «desde el principio», se constituye en el signo de la «unión de
la carne».
4. Como ministros de un sacramento que se realiza por medio del
consentimiento y se perfecciona por la unión conyugal, el hombre y
la mujer están llamados a expresar ese misterioso «lenguaje» de sus
cuerpos en toda la verdad que les es propia. Por medio de los gestos
y de las reacciones, por medio de todo el dinamismo, recíprocamente
condicionado, de la tensión y del gozo -cuya fuente directa es el
cuerpo en su masculinidad y feminidad, el cuerpo en su acción e
interacción- a través de todo esto «habla» el hombre, la persona.
El hombre y la mujer con el «lenguaje del cuerpo» desarrollan ese
diálogo que -según el Génesis 2, 24-25- comenzó el día de la
creación. Y precisamente a nivel de este «lenguaje del cuerpo» -que
es algo más que la sola reactividad sexual y que, como auténtico
lenguaje de las personas, está sometido a las exigencias de la
verdad, es decir a normas morales objetivas-, el hombre y la mujer
se expresan recíprocamente a sí mismos del modo más pleno y más
profundo, en cuanto les es posible por la misma dimensión somática
de la masculinidad y femineidad: el hombre y la mujer se expresan a
sí mismos en la medida de toda la verdad de su persona.
5. El hombre es persona precisamente porque es dueño de sí y se
domina a sí mismo. Efectivamente, en cuanto que es dueño de sí mismo
puede «donarse» al otro. Y ésta es una dimensión -dimensión de la
libertad del don que se convierte en esencial y decisiva para ese «lenguaje
del cuerpo», en el que el hombre y la mujer se expresan
recíprocamente en la unión conyugal. Dado que esta comunión es
comunión de personas, el «lenguaje del cuerpo» debe juzgarse según
el criterio de la verdad. Precisamente la Encíclica «Humanæ vitæ»
presenta este criterio, como confirman los pasajes antes citados.
6. Según el criterio de esta verdad, que debe expresarse con el «lenguaje
del cuerpo», el acto conyugal «significa» no sólo el amor, sino
también la fecundidad potencial, y por esto no puede ser privado de
su pleno y adecuado significado mediante intervenciones artificiales.
En el acto conyugal no es lícito separar artificialmente el
significado unitivo del significado procreador, porque uno y otro
pertenecen a la verdad íntima del acto conyugal: uno se realiza
justamente con el otro y, en cierto sentido, el uno a través de otro.
Así enseña la Encíclica (cf. Humanæ vitæ, 12). Por lo tanto en este
caso el acto conyugal, privado de su verdad interior, al ser privado
artificialmente de su capacidad procreadora, deja también de ser
acto de amor.
7. Puede decirse que en el caso de una separación artificial de
estos dos significados, en el acto conyugal se realiza una real
unión corpórea, pero no corresponde a la verdad interior ni a la
dignidad de la comunión personal: communio personarum. Efectivamente
esta comunión exige que el «lenguaje del cuerpo» se exprese
recíprocamente en la verdad integral de su significado. Si falta
esta verdad, no se puede hablar ni de la verdad el dominio de sí, ni
de la verdad del don recíproco y de la recíproca aceptación de sí
por parte de la persona. Esta violación del orden interior de la
comunión conyugal, que hunde sus raíces en el orden mismo de la
persona, constituye el mal esencial del acto anticonceptivo.
8. Tal interpretación de la doctrina moral, expuesta en la Encíclica
«Humanæ vitæ», se sitúa sobre el amplio trasfondo de las reflexiones
relacionadas con la teología del cuerpo. Resultan especialmente
válidas para esta interpretación las reflexiones sobre el «signo» en
conexión con el matrimonio, entendido como sacramento. Y la esencia
de la violación que perturba el orden interior del acto conyugal no
puede entenderse de modo teológicamente adecuado, sin las
reflexiones sobre el tema de la «concupiscencia de la carne».
Esta página es obra
de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
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