el signo del
matrimonio como sacramento de la iglesia
Audiencia General 26 de
enero de 1983
1. El signo del
matrimonio como sacramento de la Iglesia se constituye cada vez
según esa dimensión que le es propia desde el «principio», y al
mismo tiempo se constituye sobre el fundamento del amor nupcial de
Cristo y de la Iglesia, como la expresión única e irrepetible de la
alianza entre «este» hombre y «esta» mujer, que son ministros del
matrimonio como sacramento de su vocación y de su vida. Al decir que
el signo del matrimonio como sacramento de la Iglesia se constituye
sobre la base del «lenguaje del cuerpo», nos servimos de la analogía
(analogía attibutionis), que hemos tratado de esclarecer ya
anteriormente. Es obvio que el cuerpo, como tal, no «habla», sino
que habla el hombre, releyendo lo que exige ser expresado
precisamente, basándose en el «cuerpo», en la masculinidad o
femineidad del sujeto personal, más aún, basándose en lo que el
hombre puede expresar únicamente por medio del cuerpo.
En este sentido, el hombre -varón o mujer- no sólo habla con el
lenguaje del cuerpo, sino que en cierto sentido permite al cuerpo
hablar «por él» y «de parte de él»: diría en su nombre y con su
autoridad personal. De este modo, también el concepto de «profetismo
del cuerpo», parece tener fundamento: el «profeta», efectivamente,
es aquel que habla «por» y «de parte de»: en nombre y con la
autoridad de una persona.
2. Los nuevos esposos son conscientes de esto cuando, al contraer
matrimonio, realizan su signo visible. En la perspectiva de la vida
en común y de la vocación conyugal, ese signo inicial, signo
originario del matrimonio como sacramento de la Iglesia, será
colmado continuamente por el «profetismo del cuerpo». Los cuerpos de
los esposos hablarán «por» y «de parte de» cada uno de ellos,
hablarán en el nombre y con la autoridad de la persona, de cada una
de las personas, entablando el diálogo conyugal, propio de su
vocación y basado en el lenguaje del cuerpo, releído a su tiempo
oportuna y continuamente, ¡y es necesario que sea releído en la
verdad! Los cónyuges están llamados a construir su vida y su
convivencia como «comunión de las personas» sobre la base de ese
lenguaje. Puesto que al lenguaje corresponde un conjunto de
significados, los esposos -a través de su conducta y comportamiento,
a través de sus acciones y expresiones («expresiones de ternura»:
cf. Gaudium et spes, 49)- están llamados a convertirse en los
autores de estos significados del «lenguaje del cuerpo», por el cual,
en consecuencia, se construyen y profundizan continuamente el amor,
la fidelidad, la honestidad conyugal y esa unión que permanece
indisoluble hasta la muerte.
3. El signo del matrimonio como sacramento de la Iglesia se forma
cabalmente por esos significados, de los que son autores los esposos.
Todos estos significados dan comienzo y, en cierto sentido, quedan «programados»
de modo sintético en el consentimiento matrimonial, a fin de
construir luego -de modo más analítico, día tras días- el mismo
signo, identificándose con él en la dimensión de toda la vida. Hay
un vínculo orgánico entre el releer en la verdad el significado
integral del «lenguaje del cuerpo» y el consiguiente empleo de ese
lenguaje en la vida conyugal. En este último ámbito el ser humano -varón
y mujer- es el autor de los significados del «lenguaje del cuerpo».
Esto implica que tal lenguaje, del que él es autor, corresponda a la
verdad que ha sido releída. Basándonos en la tradición bíblica,
hablamos aquí del «profetismo del cuerpo». Si el ser humano -varón y
mujer- en el matrimonio (e indirectamente también en todos los
sectores de la convivencia mutua) confiere a su comportamiento un
significado conforme a la verdad fundamental del lenguaje del cuerpo,
entonces también él mismo «está en la verdad». En el caso contrario,
comete mentira y falsifica el lenguaje del cuerpo.
4. Si nos situamos en la línea de perspectiva del consentimiento
matrimonial que -como ya hemos dicho- ofrece a los esposos una
participación especial en la misión profética de la Iglesia,
transmitida por Cristo mismo, podemos servirnos, a este propósito,
también de la distinción bíblica entre profetas «verdaderos» y
profetas «falsos». A través del matrimonio como sacramento de la
Iglesia, el hombre y la mujer están llamados de modo explícito a dar
-sirviéndose correctamente del «lenguaje del cuerpo»- el testimonio
del amor nupcial y procreador, testimonio digno de «verdaderos
profetas». En esto consiste el significado justo y la grandeza del
consentimiento matrimonial en el sacramento de la Iglesia.
5. La problemática del signo sacramental del matrimonio tiene
carácter profundamente antropológico. La formamos basándonos en la
antropología teológica y en particular sobre lo que, desde el
comienzo de las presentes consideraciones precedentes, que se
refieren al análisis de las palabras-clave de Cristo (decimos «palabras-clave»
porque nos abren -como la llave- cada una de las dimensiones de la
antropología teológica, especialmente de la teología del cuerpo). Al
formar sobre esta base el análisis del signo sacramental del
matrimonio, del cual -incluso después del pecado original- siempre
son partícipes el hombre y la mujer, como «hombre histórico»,
debemos recordar constantemente el hecho de que el hombre «histórico»,
varón y mujer, es, al mismo tiempo, el «hombre de la concupiscencia»;
como tal, cada hombre y cada mujer entran en la historia de la
salvación y están implicados en ella mediante el sacramento, que es
signo visible de la alianza y de la gracia.
Por lo cual, en el contexto de las presentes reflexiones sobre la
estructura sacramental del signo del matrimonio, debemos tener en
cuenta no sólo lo que Cristo dijo sobre la unidad e indisolubilidad
del matrimonio, haciendo referencia al «principio», sino también (y
todavía más) lo que expresó en el sermón de la montaña, cuando apeló
al «corazón humano».
6. Y ahora, otra idea.
La primera lectura sacada del libro de Nehemías nos recuerda la
veneración con que el Pueblo de Dios escuchaba las palabras de la
Sagrada Escritura, mientras las leía el sacerdote Esdras el día «consagrado
a Dios»: «Esdras abrió el libro a vista del pueblo... y cuando lo
abrió el pueblo entero se puso en pie. Esdras pronunció la bendición
del Señor Dios grande y el pueblo entero alzando las manos respondió
‘Amén, amén’» (Neh 8, 5-6).
El Evangelio de San Lucas nos habla del episodio en que Jesús en la
sinagoga de Nazaret, al principio de su actividad mesiánica, lee un
pasaje del Profeta Isaías que precisamente se refería a EL.
Sea esto para nosotros una indicación de cómo debemos leer la
Palabra divina, con qué predisposición debemos escucharla y cómo la
hemos de aplicar a nosotros mismos: «Tus palabras, Señor, son
espíritu y vida» (cf. Jn 6, 23).
Si las recibimos con el corazón dispuestos a que lleguen a ser vida
de nuestras almas, se cumplirá en nosotros lo que expresa con tanto
entusiasmo el Salmo de la liturgia de hoy:
«La ley del Señor es perfecta / y es descanso del alma; / el
precepto del Señor es fiel / e instruye al ignorante. / Los mandatos
del Señor son rectos / y alegran el corazón; / la norma del Señor es
límpida / y da luz a los ojos» (Sal 19 [18], 8-9).
Así sea, amados hermanos y hermanas, en cada uno de nosotros. La
escucha de la Palabra de Dios nos alegre el corazón y guíe nuestra
conducta en el año del Señor 1983 y durante toda nuestra vida. Amén.
Esta página es obra
de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
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