matrimonio
sacramental y la vida según el espíritu
Audiencia General 1 de
diciembre de 1982
1. Hemos analizado la
Carta a los Efesios, y sobre todo el pasaje del capítulo 5, 22-33,
en la perspectiva de la sacramentalidad del matrimonio. Ahora
trataremos de considerar, una vez más, el mismo texto a la luz de
las palabras del Evangelio y de las Cartas paulinas a los Corintios
y a los Romanos.
El matrimonio -como sacramento que nace del misterio de la redención
y que renace, en cierto modo del amor nupcial de Cristo y de la
Iglesia- es una expresión eficaz de la potencia salvífica de Dios,
que realiza su designio eterno incluso después del pecado y a pesar
de la triple concupiscencia, oculta en el corazón de cada hombre,
varón y mujer. Como expresión sacramental de esa potencia salvífica,
el matrimonio es también una exhortación a dominar la concupiscencia
(tal como de ella habla Cristo en el sermón de la montaña). Fruto de
este dominio es la unidad e indisolubilidad del matrimonio, y además
el sermón de la montaña). Fruto de ese dominio es la unidad e
indisolubilidad del matrimonio, y además el profundo sentido de la
dignidad de la mujer en el corazón del hombre (como también de la
dignidad del hombre en el corazón de la mujer), tanto en la
convivencia conyugal, como en cualquier otro ámbito de las
relaciones recíprocas.
2. La verdad, según la cual, el matrimonio, como sacramento de la
redención, es concedido «al hombre de la concupiscencia», como
gracia y a la vez como ethos, encuentra particular expresión también
en la enseñanza de San Pablo, especialmente en el capítulo 7 de la
primera Carta a los Corintios. El Apóstol, comparando el matrimonio
con la virginidad (o sea, con la «continencia por el reino de los
cielos») y declarándose por la «superioridad» de la virginidad,
constata igualmente que «cada uno tiene de Dios su propio don: éste,
uno, aquel, otro» (1 Cor 7, 7). En virtud del misterio de la
redención, corresponde, pues, al matrimonio un «don» particular, o
sea, la gracia. En el mismo contexto el Apóstol, a dar consejos a
sus destinatarios, recomienda el matrimonio «por el peligro de la
incontinencia» (ib., 7, 2), y, luego, recomienda a los esposos que
«el marido otorgue lo que es debido a la mujer, e igualmente la
mujer al marido» (ib., 7, 3). Y continúa así: «Mejor es casarse que
abrasarse» (ib., 7, 9).
3. Basándose en estas fórmulas paulinas, se ha formado la opinión de
que el matrimonio constituye un específico remedium concupiscentiæ.
Sin embargo, San Pablo, que, como hemos podido constatar, enseña
explícitamente que el matrimonio corresponde un «don» particular y
que en el misterio de la redención el matrimonio es concedido al
hombre y a la mujer como gracia, expresa en sus palabras, sugestivas
y a la vez paradójicas, sencillamente el pensamiento de que el
matrimonio es asignado a los esposos como ethos. En las palabras
paulinas «Mejor es casarse que abrasarse», el verbo «abrasarse»
significa el desorden de las pasiones, proviniente de la misma
concupiscencia de la carne (de manera análoga presenta la
concupiscencia el Sirácida en el Antiguo Testamento: cf. Sir 23,
17). En cambio, el «matrimonio» significa el orden ético,
introducido conscientemente en este ámbito. Se puede decir que el
matrimonio es lugar de encuentro del eros con el ethos y de su
recíproca compenetración en el «corazón» del hombre y de la mujer,
como también en todas sus relaciones recíprocas.
4. Esta verdad -es decir, que el matrimonio, como sacramento que
brota del misterio de la redención, es concedido al hombre «histórico»
como gracia y a la vez como ethos- determina además el carácter del
matrimonio como uno de los sacramentos de la Iglesia. Como
sacramento de la Iglesia, el matrimonio tiene índole de
indisolubilidad. Como sacramento de la Iglesia, es también palabra
del Espíritu, que exhorta al hombre y a la mujer a modelar toda su
convivencia sacando fuerza del misterio de la «redención del cuerpo».
De este modo, ellos están llamados a la castidad como al estado de
vida «según el Espíritu» que les es propio (cf. Rom 8, 4-5; Gál 5,
25). La redención del cuerpo significa, en este caso, también esa «esperanza»
que, en la dimensión del matrimonio, puede ser definida esperanza de
cada día, esperanza de la temporalidad. En virtud de esta esperanza
es dominada la concupiscencia de la carne como fuente de la
tendencia a una satisfacción egoísta y la misma «carne», en la
alianza sacramental de la masculinidad y feminidad, se convierte en
el «sustrato» específico de una comunión duradera e indisoluble de
las personas (communio personarum) de manera digna de las personas.
5. Los que, como esposos, según el eterno designio divino se unen de
manera que, en cierto sentido, se hacen «una sola carne», están
llamados también, a su vez, mediante el sacramento, a una vida «según
el Espíritu», capaz de corresponder al «don» recibido en el
sacramento. En virtud de ese «don», llevando como esposos una vida «según
el Espíritu», con capaces de volver a descubrir la gratificación
particular de la que han sido hechos participes. En la medida en que
la «concupiscencia» ofusca el horizonte de la visual interior, quita
a los corazones la limpidez de deseos y aspiraciones, del mismo modo
la vida «según el Espíritu» (o sea, la gracia del sacramento del
matrimonio) permite al hombre y a la mujer volver a encontrar la
verdadera libertad del don, unida a la conciencia del sentido
nupcial del cuerpo en su masculinidad y feminidad.
6. La vida «según el Espíritu» se manifiesta, pues, también en la «unión»
recíproca (cf. Gén 4, 1), por medio de la cual los esposos, al
convertirse en «una sola carne», someten su feminidad y masculinidad
a la bendición de la procreación: «Conoció Adán a su mujer, que
concibió y parió..., diciendo: He alcanzado de Yahvé un varón» (Gén
4, 1). La «vida según el Espíritu» se manifiesta también en la
conciencia de la gratificación, a la que corresponde la dignidad de
los mismos esposos en calidad de padres, esto es, se manifiesta en
la conciencia profunda de la santidad de la vida (sacrum), a la que
los dos han dado origen, participando -como padres-, en las fuerzas
del misterio de la creación. A la luz de la esperanza, que está
vinculada con el misterio de la redención del cuerpo (cf. Rom 8,
19-23), esta nueva vida humana, el hombre nuevo concebido y nacido
de la unión conyugal de su padre y de su madre, se abre a las «primicias
del Espíritu» (ib., 8, 23) «para participar en la libertad de la
gloria de los hijos de Dios» (ib., 8, 21). Y si «la creación entera
hasta ahora gime y siente dolores de parto» (ib 8, 22), una
esperanza especial acompaña a los dolores de la madre que va a dar a
luz, esto es, la esperanza de la «manifestación de los hijos de Dios»
(ib., 8, 19), la esperanza de la que todo recién nacido que viene al
mundo trae consigo un destello.
7. Esta esperanza que está «en el mundo», impregnando -como enseña
San Pablo- toda la creación, al mismo tiempo, no es «del mundo». Más
aún: debe combatir en el corazón humano con lo que es «del mundo»,
con lo que hay «en el mundo». «Porque todo lo que hay en el mundo,
concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de
la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo» (1 Jn 2,
16). El matrimonio, como sacramento primordial y a la vez como
sacramento que brota en el misterio de la redención del cuerpo del
amor nupcial de Cristo y de la Iglesia, «viene del Padre». No
procede «del mundo», sino «del Padre». En consecuencia, también el
matrimonio, como sacramento, constituye la base de la esperanza para
la persona, esto es, para el hombre y para la mujer, para los padres
y para los hijos, para las generaciones humanas. Efectivamente, por
una parte, «pasa el mundo y también sus concupiscencias», por otra
parte, «el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (ib.,
2, 17). Con el matrimonio, como sacramento, está vinculado el origen
del hombre en el mundo, y en él está también grabado su porvenir, y
esto no sólo en las dimensiones históricas, sino también en las
escatológicas.
8. A esto se refieren las palabras en las que Cristo se remite a la
resurrección de los cuerpos, palabras que traen los tres sinópticos
(cf. Mt 22, 23-32; Mc 12, 18-27; Lc 20, 34-39). «Porque en la
resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento, sino que serán
como ángeles en el cielo»: así dice Mateo y de modo parecido Marcos;
y Lucas: «Los hijos de este siglo toman mujeres y maridos. Pero los
juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección
de los muertos, ni tomarán mujeres ni maridos, porque ya no pueden
morir y son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, hijos de la
resurrección» (Lc 20, 34-36). Estos textos ya han sido sometidos
anteriormente a un análisis detallado.
9. Cristo afirma que el matrimonio -sacramento del origen del hombre
en el mundo visible temporal- no pertenece a la realidad
escatológica del «mundo futuro». Sin embargo, el hombre, llamado a
participar de este futuro escatológico mediante la resurrección del
cuerpo, es el mismo hombre, varón y mujer, cuyo origen en el mundo
visible temporal está unido al matrimonio como sacramento primordial
del misterio mismo de la creación. Más aún, cada hombre, llamado a
participar de la realidad de la resurrección futura, trae al mundo
esta vocación, por el hecho de que en el mundo visible temporal
tienen su origen por obra del matrimonio de sus padres. Así, pues,
las palabras de Cristo, que excluyen el matrimonio de la realidad
del «mundo futuro», al mismo tiempo desvelan indirectamente el
significado de este sacramento para la participación de los hombres,
hijos e hijas, en la resurrección futura.
10. El matrimonio, que es sacramento primordial -renacido, en cierto
sentido, del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia- no pertenece a
la «redención del cuerpo» en la dimensión de la esperanza
escatológica (cf. Rom 8, 23). El mismo matrimonio, concedido al
hombre como gracia, como «don», destinado por Dios precisamente a
los esposos, y a la vez asignado a ellos, con las palabras de Cristo,
como ethos, ese matrimonio sacramental se cumple y se realiza en la
perspectiva de la esperanza escatológica. Tiene un significado
esencial para la «redención del cuerpo» en la dimensión de esta
esperanza. De hecho, proviene del Padre y a El se debe su origen en
el mundo. Y si este «mundo pasa», y si con el pasan también la
concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el
orgullo de la vida, que proceden «del mundo», el matrimonio como
sacramento sirve inmutablemente para que el hombre, varón y mujer,
dominando la concupiscencia, cumpla la voluntad del Padre. Y «el que
hace la voluntad de Dios, permanece para siempre». (1 Jn 2, 17).
11. En este sentido, el matrimonio, como sacramento, lleva consigo
también el germen del futuro escatológico del hombre, esto es, la
perspectiva de la «redención del cuerpo» en la dimensión de la
esperanza escatológica, a la que corresponden las palabras de Cristo
acerca de la resurrección: «En la resurrección... ni se casarán ni
se darán en casamiento» (Mt 22, 30): sin embargo, también lo que, «siendo
hijos de la resurrección... son semejantes a los ángeles y... son
hijos de Dios» (Lc 20, 36), deben su propio origen en el mundo
visible temporal al matrimonio y a la procreación del hombre y de la
mujer. El matrimonio, como sacramento del «principio» humano, como
sacramento de la temporalidad del hombre histórico, realiza de este
modo un servicio insustituible respecto a su futuro extra-temporal,
respecto al misterio de la «redención del cuerpo» en la dimensión de
la esperanza escatológica.
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de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
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