"La Eucaristía, corazón de
la Iglesia"
Homilía en la catedral de Westminster
S.S. Benedicto XVI
Septiembre 18, 2010
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Queridos amigos en Cristo
Os saludo a todos con alegría en el Señor y os doy las gracias por
vuestra calurosa acogida. Agradezco al Arzobispo Nichols sus
palabras de bienvenida de vuestra parte. Verdaderamente, en este
encuentro entre el Sucesor de Pedro y los fieles de Gran Bretaña,
"el corazón habla al corazón", gozándonos en el amor de Cristo y en
la común profesión de la fe católica que nos viene de los Apóstoles.
Me alegra especialmente que nuestro encuentro tenga lugar en esta
catedral dedicada a la Preciosísima Sangre, que es el signo de la
misericordia redentora de Dios derramada en el mundo por la pasión,
muerte y resurrección de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo. De
manera particular, saludo al Arzobispo de Canterbury, quien nos
honra con su presencia.
Quien visita esta Catedral no puede dejar de sorprenderse por el
gran crucifijo que domina la nave, que reproduce el cuerpo de
Cristo, triturado por el sufrimiento, abrumado por la tristeza,
víctima inocente cuya muerte nos ha reconciliado con el Padre y nos
ha hecho partícipes en la vida misma de Dios. Los brazos extendidos
del Señor parecen abrazar toda esta iglesia, elevando al Padre a
todos los fieles que se reúnen en torno al altar del sacrificio
eucarístico y que participan de sus frutos. El Señor crucificado
está por encima y delante de nosotros como la fuente de nuestra vida
y salvación, "sumo sacerdote de los bienes definitivos", como lo
designa el autor de la Carta a los Hebreos en la primera lectura de
hoy (Hb 9,11).
A la sombra, por decirlo así, de esta impactante imagen, deseo
reflexionar sobre la palabra de Dios que se acaba de proclamar y
profundizar en el misterio de la Preciosa Sangre. Porque ese
misterio nos lleva a ver la unidad entre el sacrificio de Cristo en
la cruz, el sacrificio eucarístico que ha entregado a su Iglesia y
su sacerdocio eterno. Él, sentado a la derecha del Padre, intercede
incesantemente por nosotros, los miembros de su cuerpo místico.
Comencemos con el sacrificio de la Cruz. La efusión de la sangre de
Cristo es la fuente de la vida de la Iglesia. San Juan, como
sabemos, ve en el agua y la sangre que manaba del cuerpo de nuestro
Señor la fuente de esa vida divina, que otorga el Espíritu Santo y
se nos comunica en los sacramentos (Jn 19,34; cf. 1 Jn 1,7; 5,6-7).
La Carta a los Hebreos extrae, podríamos decir, las implicaciones
litúrgicas de este misterio. Jesús, por su sufrimiento y muerte, con
su entrega en virtud del Espíritu eterno, se ha convertido en
nuestro sumo sacerdote y "mediador de una alianza nueva" (Hb 9,15).
Estas palabras evocan las palabras de nuestro Señor en la Última
Cena, cuando instituyó la Eucaristía como el sacramento de su
cuerpo, entregado por nosotros, y su sangre, la sangre de la alianza
nueva y eterna, derramada para el perdón de los pecados (cf. Mc
14,24; Mt 26,28; Lc 22,20).
Fiel al mandato de Cristo de "hacer esto en memoria mía" (Lc 22,19),
la Iglesia en todo tiempo y lugar celebra la Eucaristía hasta que el
Señor vuelva en la gloria, alegrándose de su presencia sacramental y
aprovechando el poder de su sacrificio salvador para la redención
del mundo. La realidad del sacrificio eucarístico ha estado siempre
en el corazón de la fe católica; cuestionada en el siglo XVI, fue
solemnemente reafirmada en el Concilio de Trento en el contexto de
nuestra justificación en Cristo. Aquí en Inglaterra, como sabemos,
hubo muchos que defendieron incondicionalmente la Misa, a menudo a
un precio costoso, incrementando la devoción a la Santísima
Eucaristía, que ha sido un sello distintivo del catolicismo en estas
tierras.
El sacrificio eucarístico del Cuerpo y la Sangre de Cristo abraza a
su vez el misterio de la pasión de nuestro Señor, que continúa en
los miembros de su Cuerpo místico, en la Iglesia en cada época. El
gran crucifijo que aquí se yergue sobre nosotros, nos recuerda que
Cristo, nuestro sumo y eterno sacerdote, une cada día a los méritos
infinitos de su sacrificio nuestros proprios sacrificios,
sufrimientos, necesidades, esperanzas y aspiraciones. Por Cristo,
con Él y en Él, presentamos nuestros cuerpos como sacrificio santo y
agradable a Dios (cf. Rm 12,1). En este sentido, nos asociamos a su
ofrenda eterna, completando, como dice San Pablo, en nuestra carne
lo que falta a los dolores de Cristo en favor de su cuerpo, que es
la Iglesia (cf. Col 1,24). En la vida de la Iglesia, en sus pruebas
y tribulaciones, Cristo continúa, según la expresión genial de
Pascal, estando en agonía hasta el fin del mundo (Pensées, 553, ed.
Brunschvicg).
Vemos este aspecto del misterio de la Sangre Preciosa de Cristo
actualizado de forma elocuente por los mártires de todos los
tiempos, que bebieron el cáliz que Cristo mismo bebió, y cuya propia
sangre, derramada en unión con su sacrificio, da nueva vida a la
Iglesia. También se refleja en nuestros hermanos y hermanas de todo
el mundo que aun hoy sufren discriminación y persecución por su fe
cristiana. También está presente, con frecuencia de forma oculta, en
el sufrimiento de cada cristiano que diariamente une sus sacrificios
a los del Señor para la santificación de la Iglesia y la redención
del mundo. Pienso ahora de manera especial en todos los que se unen
espiritualmente a esta celebración eucarística y, en particular, en
los enfermos, los ancianos, los discapacitados y los que sufren
mental y espiritualmente.
Pienso también en el inmenso sufrimiento causado por el abuso de
menores, especialmente por los ministros de la Iglesia. Por encima
de todo, quiero manifestar mi profundo pesar a las víctimas
inocentes de estos crímenes atroces, junto con mi esperanza de que
el poder de la gracia de Cristo, su sacrificio de reconciliación,
traerá la curación profunda y la paz a sus vidas. Asimismo,
reconozco con vosotros la vergüenza y la humillación que todos hemos
sufrido a causa de estos pecados; y os invito a presentarlas al
Señor, confiando que este castigo contribuirá a la sanación de las
víctimas, a la purificación de la Iglesia y a la renovación de su
inveterado compromiso con la educación y la atención de los jóvenes.
Agradezco los esfuerzos realizados para afrontar este problema de
manera responsable, y os pido a todos que os preocupéis de las
víctimas y os compadezcáis de vuestros sacerdotes.
Queridos amigos, volvamos a la contemplación del gran crucifijo que
se alza por encima de nosotros. Las manos de Nuestro Señor,
extendidas en la Cruz, nos invitan también a contemplar nuestra
participación en su sacerdocio eterno y por lo tanto nuestra
responsabilidad, como miembros de su cuerpo, para que la fuerza
reconciliadora de su sacrificio llegue al mundo en que vivimos. El
Concilio Vaticano II habló elocuentemente sobre el papel
indispensable que los laicos deben desempeñar en la misión de la
Iglesia, esforzándose por ser fermento del Evangelio en la sociedad
y trabajar por el progreso del Reino de Dios en el mundo (cf. Lumen
gentium, 31; Apostolicam actuositatem, 7). La exhortación conciliar
a los laicos, para que, en virtud de su bautismo, participen en la
misión de Cristo, se hizo eco de las intuiciones y enseñanzas de
John Henry Newman. Que las profundas ideas de este gran inglés sigan
inspirando a todos los seguidores de Cristo en esta tierra, para que
configuren su pensamiento, palabra y obras con Cristo, y trabajen
decididamente en la defensa de las verdades morales inmutables que,
asumidas, iluminadas y confirmadas por el Evangelio, fundamentan una
sociedad verdaderamente humana, justa y libre.
Cuánto necesita la sociedad contemporánea este testimonio. Cuánto
necesitamos, en la Iglesia y en la sociedad, testigos de la belleza
de la santidad, testigos del esplendor de la verdad, testigos de la
alegría y libertad que nace de una relación viva con Cristo. Uno de
los mayores desafíos a los que nos enfrentamos hoy es cómo hablar de
manera convincente de la sabiduría y del poder liberador de la
Palabra de Dios a un mundo que, con demasiada frecuencia, considera
el Evangelio como una constricción de la libertad humana, en lugar
de la verdad que libera nuestra mente e ilumina nuestros esfuerzos
para vivir correcta y sabiamente, como individuos y como miembros de
la sociedad.
Oremos, pues, para que los católicos de esta tierra sean cada vez
más conscientes de su dignidad como pueblo sacerdotal, llamados a
consagrar el mundo a Dios a través de la vida de fe y de santidad. Y
que este aumento de celo apostólico se vea acompañado de una oración
más intensa por las vocaciones al orden sacerdotal, porque cuanto
más crece el apostolado seglar, con mayor urgencia se percibe la
necesidad de sacerdotes; y cuanto más profundizan los laicos en la
propia vocación, más se subraya lo que es propio del sacerdote. Que
muchos jóvenes en esta tierra encuentren la fuerza para responder a
la llamada del Maestro al sacerdocio ministerial, dedicando sus
vidas, sus energías y sus talentos a Dios, construyendo así un
pueblo en unidad y fidelidad al Evangelio, especialmente a través de
la celebración del sacrificio eucarístico.
Queridos amigos, en esta catedral de la Preciosísima Sangre, os
invito una vez más a mirar a Cristo, que inicia y completa nuestra
fe (cf. Hb 12,2). Os pido que os unáis cada vez más plenamente al
Señor, participando en su sacrificio en la cruz y ofreciéndole un
"culto espiritual" (Rm 12,1) que abrace todos los aspectos de
nuestra vida y que se manifieste en nuestros esfuerzos por
contribuir a la venida de su Reino. Ruego para que, al actuar así,
os unáis a la hilera de los creyentes fieles que a lo largo de la
historia del cristianismo en esta tierra han edificado una sociedad
verdaderamente digna del hombre, digna de las más nobles tradiciones
de vuestra nación.
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