"Lo que nos
une es más que lo que nos separa"
Discurso a los líderes cristianos británicos
S.S. Benedicto XVI
Septiembre 18, 2010
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Vuestra Gracia, Señor Deán,
Queridos amigos en Cristo
Os agradezco vuestra amable acogida. Este noble edificio evoca la
larga historia de Inglaterra, tan profundamente impregnada de la
predicación del Evangelio y la cultura cristiana que este alumbró.
Vengo hoy aquí desde Roma como peregrino, para rezar ante la tumba
de San Eduardo, Confesor, y unirme a vosotros para implorar el don
de la unidad de los cristianos. Que estos momentos de oración y
amistad nos confirmen en el amor a Jesucristo, nuestro Señor y
Salvador, y en el testimonio común de la constante capacidad del
Evangelio para iluminar el futuro de esta gran Nación.
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[Tras el rezo de los himnos]
Queridos amigos en Cristo
Doy gracias al Señor por esta oportunidad de unirme a vosotros,
representantes de las confesiones cristianas presentes en Gran
Bretaña, en esta magnífica iglesia de la abadía de San Pedro, cuya
arquitectura e historia hablan de manera tan elocuente de nuestra
herencia común de fe. No podemos dejar de recordar aquí en qué gran
medida la fe cristiana configuró la unidad y la cultura de Europa y
el corazón y el espíritu del pueblo inglés. Aquí también se nos
recuerda necesariamente que lo que nos une a Cristo es más que lo
que aún nos separa.
Agradezco a Su Gracia el Arzobispo de Canterbury su amable saludo, y
al Deán y al Cabildo de esta venerable Abadía su cordial bienvenida.
Doy gracias al Señor por permitirme, como Sucesor de San Pedro en la
Sede de Roma, realizar esta peregrinación a la tumba de San Eduardo,
el Confesor. Eduardo, rey de Inglaterra, sigue siendo un modelo de
testimonio cristiano y un ejemplo de la verdadera grandeza a la que
el Señor llama a sus discípulos, tal y como acabamos de escuchar en
la Escritura: la grandeza de una humildad y obediencia fundadas en
el propio ejemplo de Cristo (cf. Flp 2,6-8), la grandeza de una
fidelidad que no duda en abrazar el misterio de la cruz por amor
eterno al divino Maestro y la inquebrantable esperanza en sus
promesas (cf. Mc 10,43-44).
Como sabéis, este año se cumple el centenario del movimiento
ecuménico moderno, que comenzó con el llamamiento de la Conferencia
de Edimburgo a la unidad cristiana como condición previa para un
testimonio creíble y convincente del Evangelio en nuestro tiempo. Al
conmemorar este aniversario, debemos dar gracias por los notables
progresos realizados en este noble objetivo a través de los
esfuerzos de cristianos comprometidos de todas las confesiones. Al
mismo tiempo, sin embargo, somos conscientes de lo mucho que todavía
queda por hacer. En un mundo caracterizado por una creciente
interdependencia y solidaridad, tenemos el desafío de proclamar con
renovada convicción la realidad de nuestra reconciliación y
liberación en Cristo, y proponer la verdad del Evangelio como la
clave de un desarrollo humano auténtico e integral. En una sociedad
cada vez más indiferente o incluso hostil al mensaje cristiano,
todos estamos obligados a dar una explicación convincente de la
alegría y la esperanza que hay en nosotros (cf. 1 P 3,15), y a
presentar al Señor Resucitado como respuesta a los interrogantes más
profundos y las aspiraciones espirituales de los hombres y las
mujeres de nuestro tiempo.
En la procesión al presbiterio, al comienzo de esta celebración, el
coro ha cantado que Cristo es nuestro "seguro fundamento". Él es el
Hijo eterno de Dios, de la misma naturaleza del Padre, que se
encarnó, como dice el Credo, "por nosotros, los hombres, y por
nuestra salvación". Sólo Él tiene palabras de vida eterna. Como
enseña el Apóstol, «todo se mantiene en él» ... «porque en él quiso
Dios que residiera toda la plenitud» (Col 1,17.19).
Nuestro compromiso por la unidad de los cristianos nace nada menos
que de nuestra fe en Cristo, en este Cristo, resucitado de entre los
muertos y sentado a la derecha del Padre, que de nuevo vendrá con
gloria para juzgar a vivos y muertos. Es la realidad de la persona
de Cristo, su obra de salvación y sobre todo el hecho histórico de
su resurrección, lo que configura el contenido del kerigma
apostólico y las fórmulas del credo que, a partir del Nuevo
Testamento mismo, han garantizado la integridad de su transmisión.
En una palabra, la unidad de la Iglesia jamás puede ser otra cosa
que la unidad en la fe apostólica, en la fe confiada a cada nuevo
miembro del Cuerpo de Cristo durante el rito del Bautismo. Ésta es
la fe que nos une al Señor, que nos hace partícipes de su Espíritu
Santo, y por lo tanto, incluso ahora, partícipes de la vida de la
Santísima Trinidad, el modelo de la koinonía de la Iglesia en este
mundo.
Queridos amigos, todos somos conscientes de los retos, las
bendiciones, las decepciones y los signos de esperanza que han
marcado nuestro camino ecuménico. Esta noche, encomendamos todo esto
al Señor, confiando en su providencia y el poder de su gracia.
Sabemos que la amistad que hemos forjado, el diálogo que hemos
iniciado y la esperanza que nos guía nos dará fuerza y orientación,
para que perseveramos en nuestro camino común. Al mismo tiempo, con
realismo evangélico, también debemos reconocer los retos a que nos
enfrentamos, no sólo en el camino de la unidad de los cristianos,
sino también en nuestra tarea de anunciar a Cristo en nuestros días.
La fidelidad a la palabra de Dios, precisamente porque es una
palabra verdadera, nos exige una obediencia que nos lleve juntos a
una comprensión más profunda de la voluntad del Señor, una
obediencia que debe estar libre de conformismo intelectual o
acomodación fácil a las modas del momento. Ésta es la palabra de
aliento que deseo dejaros esta noche, y lo hago con fidelidad a mi
ministerio de Obispo de Roma y Sucesor de San Pedro, encargado de
cuidar especialmente de la unidad del rebaño de Cristo.
Reunidos en esta antigua iglesia monástica, recordamos el ejemplo de
un gran inglés y hombre de Iglesia, a quien honramos en común: San
Beda el Venerable. En los albores de una nueva era para la sociedad
y la Iglesia, Beda comprendió tanto la importancia de ser fiel a la
palabra de Dios transmitida por la tradición apostólica, como la
necesidad de apertura creativa a los nuevos desarrollos y exigencias
de una adecuación correcta del Evangelio al lenguaje contemporáneo y
a la cultura.
Esta nación, y la Europa que Beda y sus contemporáneos ayudaron a
construir, una vez más se sitúa en el umbral de una nueva etapa. Que
el ejemplo de San Beda inspire a los cristianos de estas tierras a
redescubrir su herencia común, a reforzar lo que tienen en común y a
proseguir en el esfuerzo de crecer en la amistad. Que el Señor
Resucitado dé vigor a nuestros esfuerzos para reparar las rupturas
del pasado y afrontar los retos del presente con esperanza en el
futuro que, en su providencia, depara a nosotros y nuestro mundo.
Amén.
[©Copyright 2010 - Libreria Editrice Vaticana]