"La
justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo" (cf.
Rm 3,21-22)
Mensaje de cuaresma
S.S. Benedicto XVI
Febrero 4, 2010
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Queridos hermanos y hermanas:
Cada año, con ocasión de la Cuaresma, la Iglesia nos invita a
una sincera revisión de nuestra vida a la luz de las enseñanzas
evangélicas. Este año quiero proponeros algunas reflexiones
sobre el vasto tema de la justicia, partiendo de la afirmación
paulina: «La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en
Jesucristo» (cf. Rm 3,21-22).
Justicia: “dare cuique suum”
Me detengo, en primer lugar, en el significado de la palabra
“justicia”, que en el lenguaje común implica “dar a cada uno lo
suyo” - “dare cuique suum”, según la famosa expresión de
Ulpiano, un jurista romano del siglo III. Sin embargo, esta
clásica definición no aclara en realidad en qué consiste “lo
suyo” que hay que asegurar a cada uno. Aquello de lo que el
hombre tiene más necesidad no se le puede garantizar por ley.
Para gozar de una existencia en plenitud, necesita algo más
íntimo que se le puede conceder sólo gratuitamente: podríamos
decir que el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha
creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle. Los bienes
materiales ciertamente son útiles y necesarios (es más, Jesús
mismo se preocupó de curar a los enfermos, de dar de comer a la
multitud que lo seguía y sin duda condena la indiferencia que
también hoy provoca la muerte de centenares de millones de seres
humanos por falta de alimentos, de agua y de medicinas), pero la
justicia “distributiva” no proporciona al ser humano todo “lo
suyo” que le corresponde. Este, además del pan y más que el pan,
necesita a Dios. Observa san Agustín: si “la justicia es la
virtud que distribuye a cada uno lo suyo... no es justicia
humana la que aparta al hombre del verdadero Dios” (De Civitate
Dei, XIX, 21).
¿De dónde viene la injusticia?
El evangelista Marcos refiere las siguientes palabras de Jesús,
que se sitúan en el debate de aquel tiempo sobre lo que es puro
y lo que es impuro: “Nada hay fuera del hombre que, entrando en
él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo
que contamina al hombre... Lo que sale del hombre, eso es lo que
contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los
hombres, salen las intenciones malas” (Mc 7,15. 20-21). Más allá
de la cuestión inmediata relativa a los alimentos, podemos ver
en la reacción de los fariseos una tentación permanente del
hombre: la de identificar el origen del mal en una causa
exterior. Muchas de las ideologías modernas tienen, si nos
fijamos bien, este presupuesto: dado que la injusticia viene “de
fuera”, para que reine la justicia es suficiente con eliminar
las causas exteriores que impiden su puesta en práctica. Esta
manera de pensar ―advierte Jesús― es ingenua y miope. La
injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente
externas; tiene su origen en el corazón humano, donde se
encuentra el germen de una misteriosa convivencia con el mal. Lo
reconoce amargamente el salmista: “Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre” (Sal 51,7). Sí, el hombre es
frágil a causa de un impulso profundo, que lo mortifica en la
capacidad de entrar en comunión con el prójimo. Abierto por
naturaleza al libre flujo del compartir, siente dentro de sí una
extraña fuerza de gravedad que lo lleva a replegarse en sí
mismo, a imponerse por encima de los demás y contra ellos: es el
egoísmo, consecuencia de la culpa original. Adán y Eva,
seducidos por la mentira de Satanás, aferrando el misterioso
fruto en contra del mandamiento divino, sustituyeron la lógica
del confiar en el Amor por la de la sospecha y la competición;
la lógica del recibir, del esperar confiado los dones del Otro,
por la lógica ansiosa del aferrar y del actuar por su cuenta
(cf. Gn 3,1-6), experimentando como resultado un sentimiento de
inquietud y de incertidumbre. ¿Cómo puede el hombre librarse de
este impulso egoísta y abrirse al amor?
Justicia y Sedaqad
En el corazón de la sabiduría de Israel encontramos un vínculo
profundo entre la fe en el Dios que “levanta del polvo al
desvalido” (Sal 113,7) y la justicia para con el prójimo. Lo
expresa bien la misma palabra que en hebreo indica la virtud de
la justicia: sedaqad,. En efecto, sedaqad significa, por una
parte, aceptación plena de la voluntad del Dios de Israel; por
otra, equidad con el prójimo (cf. Ex 20,12-17), en especial con
el pobre, el forastero, el huérfano y la viuda (cf. Dt
10,18-19). Pero los dos significados están relacionados, porque
dar al pobre, para el israelita, no es otra cosa que dar a Dios,
que se ha apiadado de la miseria de su pueblo, lo que le debe.
No es casualidad que el don de las tablas de la Ley a Moisés, en
el monte Sinaí, suceda después del paso del Mar Rojo. Es decir,
escuchar la Ley presupone la fe en el Dios que ha sido el
primero en “escuchar el clamor” de su pueblo y “ha bajado para
librarle de la mano de los egipcios” (cf. Ex 3,8). Dios está
atento al grito del desdichado y como respuesta pide que se le
escuche: pide justicia con el pobre (cf. Si 4,4-5.8-9), el
forastero (cf. Ex 20,22), el esclavo (cf. Dt 15,12-18). Por lo
tanto, para entrar en la justicia es necesario salir de esa
ilusión de autosuficiencia, del profundo estado de cerrazón, que
es el origen de nuestra injusticia. En otras palabras, es
necesario un “éxodo” más profundo que el que Dios obró con
Moisés, una liberación del corazón, que la palabra de la Ley,
por sí sola, no tiene el poder de realizar. ¿Existe, pues,
esperanza de justicia para el hombre?
Cristo, justicia de Dios
El anuncio cristiano responde positivamente a la sed de justicia
del hombre, como afirma el Apóstol Pablo en la Carta a los
Romanos: “Ahora, independientemente de la ley, la justicia de
Dios se ha manifestado... por la fe en Jesucristo, para todos
los que creen, pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y
están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el
don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo
Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por
su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia (Rm
3,21-25).
¿Cuál es, pues, la justicia de Cristo? Es, ante todo, la
justicia que viene de la gracia, donde no es el hombre que
repara, se cura a sí mismo y a los demás. El hecho de que la
“propiciación” tenga lugar en la “sangre” de Jesús significa que
no son los sacrificios del hombre los que le libran del peso de
las culpas, sino el gesto del amor de Dios que se abre hasta el
extremo, hasta aceptar en sí mismo la “maldición” que
corresponde al hombre, a fin de transmitirle en cambio la
“bendición” que corresponde a Dios (cf. Ga 3,13-14). Pero esto
suscita en seguida una objeción: ¿qué justicia existe dónde el
justo muere en lugar del culpable y el culpable recibe en cambio
la bendición que corresponde al justo? Cada uno no recibe de
este modo lo contrario de “lo suyo”? En realidad, aquí se
manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la
humana. Dios ha pagado por nosotros en su Hijo el precio del
rescate, un precio verdaderamente exorbitante. Frente a la
justicia de la Cruz, el hombre se puede rebelar, porque pone de
manifiesto que el hombre no es un ser autárquico, sino que
necesita de Otro para ser plenamente él mismo. Convertirse a
Cristo, creer en el Evangelio, significa precisamente esto:
salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y
aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios,
exigencia de su perdón y de su amistad.
Se entiende, entonces, como la fe no es un hecho natural,
cómodo, obvio: hace falta humildad para aceptar tener necesidad
de Otro que me libere de lo “mío”, para darme gratuitamente lo
“suyo”. Esto sucede especialmente en los sacramentos de la
Penitencia y de la Eucaristía. Gracias a la acción de Cristo,
nosotros podemos entrar en la justicia “más grande”, que es la
del amor (cf. Rm 13,8-10), la justicia de quien en cualquier
caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha
recibido más de lo que podía esperar.
Precisamente por la fuerza de esta experiencia, el cristiano se
ve impulsado a contribuir a la formación de sociedades justas,
donde todos reciban lo necesario para vivir según su propia
dignidad de hombres y donde la justicia sea vivificada por el
amor.
Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma culmina en el Triduo
Pascual, en el que este año volveremos a celebrar la justicia
divina, que es plenitud de caridad, de don y de salvación. Que
este tiempo penitencial sea para todos los cristianos un tiempo
de auténtica conversión y de intenso conocimiento del misterio
de Cristo, que vino para cumplir toda justicia. Con estos
sentimientos, os imparto a todos de corazón la bendición
apostólica.
Vaticano, 30 de octubre de 2009
BENEDICTUS PP. XVI
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