Audiencia General
"Con la imposición de
las cenizas renovamos nuestro compromiso de seguir a Jesús"
S.S. Benedicto XVI
Febrero 17, 2010
www.zenit.org
Queridos hermanos y
hermanas
iniciamos hoy, Miércoles de Ceniza, el camino cuaresmal: un
camino que se extiende durante cuarenta días y que nos lleva a
la alegría de la Pascua del Señor. En este itinerario espiritual
no estamos solos, porque la Iglesia nos acompaña y nos sostiene
desde el principio con la Palabra de Dios, que encierra un
programa de ida espiritual y de compromiso penitencial, y con la
gracia de los Sacramentos.
Son las palabras del apóstol Pablo las que nos ofrecen una
consigna precisa: “os exhortamos a que no recibáis en vano la
gracia de Dios. Pues dice él: 'En el tiempo favorable te escuché
y en el día de salvación te ayudé'. Mirad ahora el momento
favorable; mirad ahora el día de salvación” (2Cor 6,1-2). En
verdad, en la visión cristiana de la vida cada momento debe
decirse favorable y cada día debe llamarse día de salvación,
pero la liturgia de la Iglesia refiere estas palabras de modo
muy particular al tiempo de la Cuaresma. Y que los cuarenta días
de preparación de la Pascua sean un tiempo favorable y de gracia
lo podemos entender precisamente en la llamada que el austero
rito de la imposición de las cenizas nos dirige y que se
expresa, en la liturgia, con dos fórmulas: “Convertíos y creed
en el Evangelio”, y “Recuerda que eres polvo, y al polvo
volverás”.
La primera llamada es a la conversión, palabra que hay que tomar
en su extraordinaria seriedad, descubriendo la sorprendente
novedad que encierra. La llamada a la conversión, de hecho, pone
al desnudo y denuncia la fácil superficialidad que caracteriza
muy a menudo nuestro modo de vivir. Convertirse significa
cambiar de dirección en el camino de la vida: pero no para un
pequeño ajuste, sino con una verdadera y total inversión de la
marcha. Conversión es ir contracorriente, donde la “corriente”
es el estilo de vida superficial, incoherente e ilusorio, que a
menudo nos arrastra, nos domina y nos hace esclavos del mal o en
todo caso prisioneros de la mediocridad moral. Con la
conversión, en cambio, se apunta a la medida alta de la vida
cristiana, se nos confía al Evangelio vivo y personal, que es
Cristo Jesús. Su persona es la meta final y el sentido profundo
de la conversión, él es el camino sobre el que estamos llamados
a caminar en la vida, dejándonos iluminar por su luz y sostener
por su fuerza que mueve nuestros pasos. De esta forma la
conversión manifiesta su rostro más espléndido y fascinante: no
es una simple decisión moral, que rectificar nuestra conducta de
vida, sino que es una decisión de fe, que nos implica
enteramente en la comunión íntima con la persona viva y concreta
de Jesús. Convertirse y creer en el Evangelio no son dos cosas
distintas o de alguna forma sólo cercanas entre sí, sino que
expresan la misma realidad. La conversión es el "sí" total de
quien entrega su propia existencia al Evangelio, respondiendo
libremente a Cristo, que primero se ofreció al hombre como
camino, verdad y vida, como aquel que lo libera y lo salva.
Precisamente este es el sentido de las primeras palabras con las
que, según el evangelista Marcos, Jesús abre la predicación del
“Evangelio de Dios”: “"El tiempo se ha cumplido y el Reino de
Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc
1,15).
El "convertíos y creed en el Evangelio" no está solo en el
inicio de la vida cristiana, sino que acompaña todos sus pasos,
permanece renovándose y se difunde ramificándose en todas sus
expresiones. Cada día es momento favorable de gracia, porque
cada día nos invita a entregarnos a Jesús, a tener confianza en
Él, a permanecer en Él, a compartir su estilo de vida, a
aprender de Él el amor verdadero, a seguirle en el cumplimiento
cotidiano de la voluntad del Padre, la única gran ley de vida.
Cada día, aún cuando no faltan las dificultades y las fatigas,
los cansancios y las caídas, aún cuando estamos tentados de
abandonar el camino de seguimiento de Cristo y de cerrarnos en
nosotros mismos, en nuestro egoísmo, sin darnos cuenta de la
necesidad que tenemos de abrirnos al amor de Dios en Cristo,
para vivir la misma lógica de justicia y de amor. En el reciente
Mensaje para la Cuaresma he querido recordar que “se necesita
humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de
lo 'mío', para darme gratuitamente lo 'suyo'. Esto sucede
particularmente en los sacramentos de la Penitencia y de la
Eucaristía. Gracias al amor de Cristo, podemos entrar en la
justicia 'más grande', que es la del amor (cfr Rm 13,8-10), la
justicia de quien se siente en todo momento más deudor que
acreedor, porque ha recibido más de cuanto podía esperar"
(L'Oss. Rom. 5 de febrero de 2010, p. 8).
El momento favorable y de gracia de la Cuaresma nos muestra el
propio significado espiritual también a través de la antigua
fórmula: “Recuerda que eres polvo y al polvo volverás”, que el
sacerdote pronuncia cuando impone sobre nuestra cabeza un poco
de ceniza. Somos así remitidos a los inicios de la historia
humana, cuando el Señor dijo a Adán tras la culpa de los
orígenes: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que
vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y
al polvo tornarás" (Gen 3,19). Aquí, la palabra de Dios nos
recuerda nuestra fragilidad, incluso nuestra muerte, que es su
forma extrema. Frente al innato miedo del fin, y aún más en el
contexto de una cultura que de tantas formas tiende a censurar
la realidad y la experiencia humana del morir, la liturgia
cuaresmal, por un lado, nos recuerda la muerte invitándonos al
realismo y a la sabiduría, pero, por otro lado, nos empuja sobre
todo a coger y a vivir la novedad inesperada de que la fe
cristiana libera de la realidad de la misma muerte.
El hombre es polvo y al polvo volverá, pero es polvo precioso a
los ojos de Dios, porque Dios ha creado al hombre destinándolo a
la inmortalidad. Así la fórmula litúrgica “Recuerda que eres
polvo y al polvo volverás” encuentra la plenitud de su
significado en referencia al nuevo Adán, Cristo. También el
Señor Jesús quiso libremente compartir con cada hombre la suerte
de a fragilidad, en particular a través de su muerte en cruz;
pero precisamente esta muerte, llena de su amor por el Padre y
por la humanidad, ha sido el camino para la resurrección
gloriosa, a través de la cual Cristo se ha convertido en fuente
de una gracia dada a cuantos creen en Él y son hechos partícipes
de la misma vida divina. Esta vida que no tendrá fin está ya
presente en la fase terrena de nuestra existencia, pero será
llevada a cumplimiento tras la “resurrección de la carne” El
pequeño gesto de la imposición de las cenizas nos revela la
singular riqueza de su significado: es una invitación a recorrer
el tiempo de Cuaresma como una inmersión más consciente y más
intensa en el misterio pascual de Cristo, en su muerte y su
resurrección, mediante la participación en la Eucaristía y en la
vida de caridad, que de la Eucaristía nace y en la que encuentra
su cumplimiento. Con la imposición de las cenizas renovamos
nuestro compromiso de seguir a Jesús, de dejarnos transformar
por su misterio pascual, para vencer el mal y hacer el bien, ara
hacer morir nuestro “hombre viejo” ligado al pecado y hacer
nacer al “hombre nuevo” transformado por la gracia de Dios.
¡Queridos amigos! Mientras nos apresuramos a emprender el
austero camino cuaresmal, queremos invocar con particular
confianza la protección y el auxilio de la Virgen María. Que sea
Ella, la primera creyente en Cristo, quien nos acompañe en estos
cuarenta días de intensa oración y de sincera penitencia, para
llegar a celebrar, purificados y completamente renovados en la
mente y en el espíritu, el gran misterio de la Pascua de su
Hijo.
¡Buena Cuaresma a todos!
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
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