CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES
PARA EL JUEVES SANTO DE 2005
Carta que SS Juan Pablo II envía a los sacerdotes de todo el
mundo para
el Jueves Santo de 2005, presentada este viernes, 18 de marzo, en la
Santa Sede.
Queridos sacerdotes:
1. En el Año de la Eucaristía, me es particularmente grato el anual
encuentro espiritual con vosotros con ocasión del Jueves Santo, día
del amor de Cristo llevado « hasta el extremo » (Jn 13, 1), día de
la Eucaristía, día de nuestro sacerdocio.
Os envío mi mensaje desde el hospital, donde estoy algún tiempo con
tratamiento médico y ejercicios de rehabilitación, enfermo entre los
enfermos, uniendo en la Eucaristía mi sufrimiento al de Cristo. Con
este
espíritu deseo reflexionar con vosotros sobre algunos aspectos de
nuestra espiritualidad sacerdotal.
Lo haré dejándome guiar por las palabras de la institución de la
Eucaristía, las que pronunciamos cada día in persona Christi, para
hacer presente sobre nuestros altares el sacrificio realizado de una
vez por todas en el Calvario. De ellas surgen indicaciones
iluminadoras para la espiritualidad sacerdotal: puesto que toda la
Iglesia vive de la Eucaristía, la existencia sacerdotal ha de tener,
por un título especial, «forma eucarística». Por tanto, las palabras
de la institución de la Eucaristía no deben ser para nosotros
únicamente una fórmula
consagratoria, sino también una «fórmula de vida».
Una existencia profundamente «agradecida»
2. «Tibi gratias agens benedixit...». En cada Santa Misa
recordamos y revivimos el primer sentimiento expresado por Jesús en
el momento de partir el pan, el de dar gracias. El agradecimiento es
la actitud que
está en la base del nombre mismo de «Eucaristía». En esta expresión
de gratitud confluye toda la espiritualidad bíblica de la alabanza
por los mirabilia Dei. Dios nos ama, se anticipa con su Providencia,
nos
acompaña con intervenciones continuas de salvación.
En la Eucaristía Jesús da gracias al Padre con nosotros y por
nosotros. Esta acción de gracias de Jesús ¿cómo no ha de plasmar la
vida del sacerdote? Él sabe que debe fomentar constantemente un
espíritu de
gratitud por tantos dones recibidos a lo largo de su existencia y,
en particular, por el don de la fe, que ahora tiene el ministerio de
anunciar, y por el del sacerdocio, que lo consagra completamente al
servicio del Reino de Dios. Tenemos ciertamente nuestras cruces -y
¡no somos los únicos que las tienen!-, pero los dones recibidos son
tan grandes que no podemos dejar de cantar desde lo más profundo del
corazón nuestro Magnificat.
Una existencia «entregada»
3. «Accipite et manducate... Accipite et bibite...». La
autodonación de Cristo, que tiene sus orígenes en la vida trinitaria
del Dios-Amor, alcanza su expresión más alta en el sacrificio de la
Cruz, anticipado sacramentalmente en la Última Cena. No se pueden
repetir las palabras de la consagración sin sentirse implicados en
este movimiento espiritual. En cierto sentido, el sacerdote debe
aprender a decir también de sí mismo, con verdad y generosidad,
«tomad y comed». En efecto, su vida tiene sentido si sabe hacerse
don, poniéndose a disposición de la comunidad y al servicio de todos
los necesitados.
Precisamente esto es lo que Jesús esperaba de sus apóstoles, como lo
subraya el evangelista Juan al narrar el lavatorio de los pies. Es
también lo que el Pueblo de Dios espera del sacerdote. Pensándolo
bien,
la obediencia a la que se ha comprometido el día de la ordenación y
la promesa que se le invita a renovar en la Misa crismal, se ilumina
por esta relación con la Eucaristía. Al obedecer por amor,
renunciando tal
vez a un legítimo margen de libertad, cuando se trata de su adhesión
a las disposiciones de los Obispos, el sacerdote pone en práctica en
su propia carne aquel « tomad y comed », con el que Cristo, en la
última
Cena, se entregó a sí mismo a la Iglesia.
Una existencia «salvada» para salvar
4. «Hoc est enim corpus meum quod pro vobis tradetur». El
cuerpo y la sangre de Cristo se han entregado para la salvación del
hombre, de todo el hombre y de todos los hombres. Es una salvación
integral y al mismo tiempo universal, porque nadie, a menos que lo
rechace libremente, es excluido del poder salvador de la sangre de
Cristo: «qui pro vobis et pro multis effundetur». Se trata de un
sacrificio ofrecido por «muchos», como dice el texto bíblico (Mc 14,
24; Mt 26, 28; cf. Is 53, 11-12), con una expresión típicamente
semítica, que indica la multitud a la que llega la salvación lograda
por el único Cristo y, al mismo tiempo, la
totalidad de los seres humanos a los que ha sido ofrecida: es sangre
«derramada por vosotros y por todos», como explicitan acertadamente
algunas traducciones. En efecto, la carne de Cristo se da « para la
vida
del mundo » (Jn 6, 51; cf. 1 Jn 2, 2). Cuando repetimos en el
recogimiento silencioso de la asamblea litúrgica las palabras
venerables de Cristo, nosotros, sacerdotes, nos convertimos en
anunciadores privilegiados de este misterio de salvación. Pero ¿cómo
serlo eficazmente sin sentirnos salvados nosotros mismos? Somos los
primeros a quienes llega en lo más íntimo la gracia que, superando
nuestras fragilidades, nos hace clamar «Abba, Padre» con la
confianza propia de los hijos (cf. Ga 4, 6; Rm 8, 15). Y esto nos
compromete a progresar en el camino de perfección. En efecto, la
santidad es la expresión plena de la salvación. Sólo viviendo como
salvados podemos ser anunciadores creíbles de la salvación. Por otro
lado, tomar conciencia cada vez de la voluntad de Cristo de ofrecer
a todos la salvación obliga a reavivar en nuestro ánimo el ardor
misionero, estimulando a cada uno de nosotros a hacerse « todo a
todos, para ganar, sea como sea, a algunos » (1 Co 9, 22).
Una existencia que «recuerda»
5. «Hoc facite in meam commemorationem». Estas palabras de
Jesús nos han llegado, tanto a través de Lucas (22, 19) como de
Pablo (1 Co 11, 24). El contexto en el que fueron pronunciadas -hay
que tenerlo bien
presente- es el de la cena pascual, que para los judíos era un «
memorial » (zikkarôn, en hebreo). En dicha ocasión los hebreos
revivían ante todo el Éxodo, pero también los demás acontecimientos
importantes
de su historia: la vocación de Abraham, el sacrificio de Isaac, la
alianza del Sinaí y tantas otras intervenciones de Dios en favor de
su pueblo. También para los cristianos la Eucaristía es el «
memorial »,
pero lo es de un modo único: no sólo es un recuerdo, sino que
actualiza sacramentalmente la muerte y resurrección del Señor.
Quisiera subrayar también que Jesús ha dicho: « Haced esto en
memoria mía ». La Eucaristía no recuerda un simple hecho; ¡recuerda
a Él! Para el sacerdote, repetir cada día, in persona Christi, las
palabras del «
memorial » es una invitación a desarrollar una « espiritualidad de
la memoria ». En un tiempo en que los rápidos cambios culturales y
sociales oscurecen el sentido de la tradición y exponen,
especialmente a las
nuevas generaciones, al riesgo de perder la relación con las propias
raíces, el sacerdote está llamado a ser, en la comunidad que se le
ha confiado, el hombre del recuerdo fiel de Cristo y todo su
misterio: su prefiguración en el Antiguo Testamento, su realización
en el Nuevo y su progresiva profundización bajo la guía del Espíritu
Santo, en virtud de aquella promesa explícita: «Él será quien os lo
enseñe todo y os vaya
recordando todo lo que os he dicho» (Jn 14, 26).
Una existencia «consagrada»
6. «Mysterium fidei!». Con esta exclamación el sacerdote
manifiesta, después de la consagración del pan y el vino, el estupor
siempre nuevo por el prodigio extraordinario que ha tenido lugar
entre sus manos. Un
prodigio que sólo los ojos de la fe pueden percibir. Los elementos
naturales no pierden sus características externas, ya que las
especies siguen siendo las del pan y del vino; pero su sustancia,
por el poder de
la palabra de Cristo y la acción del Espíritu Santo, se convierte en
la sustancia del cuerpo y la sangre de Cristo. Por eso, sobre el
altar está presente «verdadera, real, sustancialmente» Cristo muerto
y resucitado
en toda su humanidad y divinidad. Así pues, es una realidad
eminentemente sagrada. Por este motivo la Iglesia trata este
Misterio con suma reverencia, y vigila atentamente para que se
observen las
normas litúrgicas, establecidas para tutelar la santidad de un
Sacramento tan grande.
Nosotros, sacerdotes, somos los celebrantes, pero también los
custodios de este sacrosanto Misterio. De nuestra relación con la
Eucaristía se desprende también, en su sentido más exigente, la
condición «sagrada» de nuestra vida. Una condición que se ha de
reflejar en todo nuestro modo de ser, pero ante todo en el modo
mismo de celebrar. ¡Acudamos para ello a la escuela de los Santos!
El Año de la Eucaristía nos invita a fijarnos en los Santos que con
mayor vigor han manifestado la devoción a la Eucaristía (cf. «Mane
nobiscum Domine», 31). En esto, muchos sacerdotes beatificados y
canonizados han dado un testimonio ejemplar, suscitando fervor en
los fieles que participaban en sus Misas. Muchos se han distinguido
por la prolongada adoración eucarística. Estar ante Jesús
Eucaristía, aprovechar, en cierto sentido, nuestras «soledades» para
llenarlas de esta Presencia, significa dar a nuestra consagración
todo el calor de la intimidad con Cristo, el cual llena de gozo y
sentido nuestra vida.
Una existencia orientada a Cristo
7. «Mortem tuam annuntiamus, Domine, et tuam resurrectionem
confitemur, donec venias». Cada vez que celebramos la Eucaristía, la
memoria de Cristo en su misterio pascual se convierte en deseo del
encuentro pleno y definitivo con Él. Nosotros vivimos en espera de
su venida. En la espiritualidad sacerdotal, esta tensión se ha de
vivir en la forma propia de la caridad pastoral que nos compromete a
vivir en medio del
Pueblo de Dios para orientar su camino y alimentar su esperanza.
Ésta es una tarea que exige del sacerdote una actitud interior
similar a la que el apóstol Pablo vivió en sí mismo: «Olvidándome de
lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro
hacia la meta» (Flp 3, 13-14). El sacerdote es alguien que, no
obstante el paso de los años, continua irradiando juventud y como
«contagiándola » a las personas que encuentra en su camino. Su
secreto reside en la « pasión » que tiene por Cristo. Como decía san
Pablo: « Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21).
Sobre
todo en el contexto de la nueva evangelización, la gente tiene
derecho a dirigirse a los sacerdotes con la esperanza de « ver » en
ellos a Cristo (cf. Jn 12, 21). Tienen necesidad de ello
particularmente los jóvenes, a los cuales Cristo sigue llamando para
que sean sus amigos y para proponer a algunos la entrega total a la
causa del Reino. No faltarán ciertamente vocaciones si se eleva el
tono de nuestra vida sacerdotal, si fuéramos más santos, más
alegres, más apasionados en el ejercicio de nuestro ministerio. Un
sacerdote « conquistado » por Cristo (cf. Flp 3, 12) « conquista »
más fácilmente a otros para que se decidan a compartir la misma
aventura.
Una existencia «eucarística» aprendida de María
8. Como he recordado en la Encíclica «Ecclesia de
Eucharistia» (cf. nn. 53-58), la Santísima Virgen tiene una relación
muy estrecha con la Eucaristía. Lo subrayan, aun en la sobriedad del
lenguaje litúrgico, todas las Plegarias eucarísticas. Así, en el
Canon romano se dice: «Reunidos en comunión con toda la Iglesia,
veneramos la memoria, ante todo, de la gloriosa siempre Virgen
María, Madre de Jesucristo, nuestro
Dios y Señor». En las otras Plegarias eucarísticas, la veneración se
transforma en imploración, como, por ejemplo, en la Anáfora II: «Con
María, la Virgen Madre de Dios [...], merezcamos [...] compartir la
vida
eterna».
Al insistir en estos años, especialmente en la «Novo millennio
ineunte» (cf. nn. 23 ss.) y en la «Rosarium Virginis Mariae» (cf. nn.
9 ss.), sobre la contemplación del rostro de Cristo, he indicado a
María como la
gran maestra. En la encíclica sobre la Eucaristía la he presentado
también como «Mujer eucarística» (cf. n. 53). ¿Quién puede hacernos
gustar la grandeza del misterio eucarístico mejor que María? Nadie
cómo
ella puede enseñarnos con qué fervor se han de celebrar los santos
Misterios y cómo hemos estar en compañía de su Hijo escondido bajo
las especies eucarísticas. Así pues, la imploro por todos vosotros,
confiándole especialmente a los más ancianos, a los enfermos y a
cuantos se encuentran en dificultad. En esta Pascua del Año de la
Eucaristía me complace hacerme eco para todos vosotros de aquellas
palabras dulces y confortantes de Jesús: « Ahí tienes a tu madre » (Jn
19, 27).
Con estos sentimientos, os bendigo a todos de corazón, deseándoos
unaintensa alegría pascual.
Policlínico Gemelli, Roma, 13 de marzo, V domingo de Cuaresma, de
2005,
vigésimo séptimo de Pontificado.
JUAN PABLO II