Jueves Santo;
Carta de Juan Pablo II a los Sacerdotes
Queridos hermanos en el
sacerdocio:
1. En el día en que
el Señor Jesús hizo a la Iglesia el don de la Eucaristía,
instituyendo con ella nuestro sacerdocio, no puedo dejar de dirigiros
__como ya es tradición__ unas reflexiones que quieren ser de amistad
y, casi diría, de intimidad, con el deseo de compartir con vosotros
la acción de gracias y la alabanza.
«¡Lauda Sion,
Salvatorem, lauda ducem et pastorem, in hymnis et canticis!». En
verdad es grande el misterio del cual hemos sido hechos ministros.
Misterio de un amor sin límites, ya que «habiendo amado a los suyos
que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1);
misterio de unidad, que se derrama sobre de nosotros desde la fuente
de la vida trinitaria, para hacernos «uno» en el don del Espíritu (cf.
Jn 17); misterio de la divina «diaconía», que lleva al Verbo hecho
carne a lavar los «pies» de su criatura, indicando así en el
servicio la clave maestra de toda relación auténtica entre los
hombres: «os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como
yo he hecho con vosotros» (Jn 13, 15).
Nosotros hemos sido
hechos, de modo especial, testigos y ministros de este gran misterio.
2. Este Jueves
Santo es el primero después del Gran Jubileo. La experiencia que
hemos vivido con nuestras comunidades, en esta celebración especial
de la misericordia, a los dos mil años del nacimiento de Jesús, se
convierte ahora en impulso para avanzar en el camino. «¡Duc in altum!».
El Señor nos invita a ir mar adentro, fiándonos de su palabra. ¡Aprendamos
de la experiencia jubilar y continuemos en el compromiso de dar
testimonio del Evangelio con el entusiasmo que suscita en nosotros la
contemplación del rostro de Cristo!
En efecto, como he
subrayado en la Carta apostólica «Novo millennio ineunte», es
preciso partir nuevamente desde Él, para abrirnos en Él, con los «gemidos
inefables» del Espíritu (cf. Rm 8, 26), al abrazo del Padre: ¡«Abbá,
Padre»! (Ga 4, 6). Es preciso partir nuevamente desde Él para
redescubrir la fuente y la lógica profunda de nuestra fraternidad: «Como
yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros»
(Jn 13, 34).
3. Hoy deseo
agradecer a cada uno de vosotros todo lo que habéis hecho durante el
Año Jubilar para que el pueblo confiado a vuestro cuidado
experimentara de modo más intenso la presencia salvadora del Señor
resucitado. Pienso también en este momento en el trabajo que
desarrolláis cada día, un trabajo a menudo escondido que, si bien no
aparece en las primeras páginas, hace avanzar el Reino de Dios en las
conciencias. Os expreso mi admiración por este ministerio discreto,
tenaz y creativo, aunque marcado a veces por las lágrimas del alma
que sólo Dios ve y «recoge en su odre» (cf. Sal 55, 9). Un
ministerio tanto más digno de estima, cuanto más probado por las
dificultades de un ambiente altamente secularizado, que expone la acción
del sacerdote a la insidia del cansancio y del desaliento. Lo sabéis
muy bien: este empeño cotidiano es precioso a los ojos de Dios. Al
mismo tiempo, deseo hacerme voz de Cristo, que nos llama a desarrollar
cada vez más nuestra relación con él. «Mira que estoy a la puerta
y llamo» (Ap 3, 20). Como anunciadores de Cristo, se nos invita ante
todo a vivir en intimidad con Él: ¡no se puede dar a los demás lo
que nosotros mismos no tenemos! Hay una sed de Cristo que, a pesar de
tantas apariencias en contra, aflora también en la sociedad contemporánea,
emerge entre las incoherencias de nuevas formas de espiritualidad y se
perfila incluso cuando, a propósito de los grandes problemas éticos,
el testimonio de la Iglesia se convierte en signo de contradicción.
Esta sed de Cristo __más o menos consciente__ no se sacia con
palabras vacías. Sólo los auténticos testigos pueden irradiar de
manera creíble la palabra que salva.
4. En la Carta apostólica
«Novo millennio ineunte» he dicho que la verdadera herencia del Gran
Jubileo es la experiencia de un encuentro más intenso con Cristo.
Entre los muchos aspectos de este encuentro, me complace elegir hoy,
para esta reflexión, el de la «reconciliación sacramental». Este,
además, ha sido un aspecto central del Año Jubilar, entre otros
motivos porque está íntimamente relacionado con el don de la
indulgencia.
Estoy seguro de que
en las Iglesias locales habéis tenido también una experiencia
importante de ello. Aquí, en Roma, uno de los fenómenos más
llamativos del Jubileo ha sido ciertamente el gran número de personas
que han acudido al Sacramento de la misericordia. Incluso los
observadores laicos han quedado impresionados por ello. Los
confesionarios de San Pedro, así como los de las otras Basílicas,
han sido como «asaltados» por los peregrinos, a menudo obligados a
soportar largas filas, en paciente espera del propio turno. También
ha sido particularmente significativo el interés manifestado en los jóvenes
por este Sacramento durante la espléndida semana de su Jubileo.
5. Bien sabéis que,
en las décadas pasadas y por diversos motivos, este Sacramento ha
pasado por una cierta crisis. Precisamente para afrontarla, se celebró
en 1984 un Sínodo, cuyas conclusiones se recogieron en la Exhortación
apostólica postsinodal «Reconciliatio et paenitentia».
Sería ingenuo pensar
que la intensificación de la práctica del Sacramento del perdón
durante el Año Jubilar, por sí sola, demuestre un cambio de
tendencia ya consolidada. No obstante, se ha tratado de una señal
alentadora. Esto nos lleva a reconocer que las exigencias profundas
del corazón humano, a las que responde el designio salvífico de
Dios, no desaparecen por crisis temporales. Hace falta recibir este
indicio jubilar como una señal de lo alto, que sea motivo de una
renovada audacia en proponer de nuevo el sentido y la práctica de
este Sacramento.
6. Pero no quiero
detenerme solamente en la problemática pastoral. El Jueves Santo, día
especial de nuestra vocación, nos invita ante todo a reflexionar
sobre nuestro «ser» y, en particular, sobre nuestro camino de
santidad. De esto es de lo que surge después también el impulso
apostólico. Ahora bien, cuando se contempla a Cristo en la última
Cena, en su hacerse por nosotros «pan partido», cuando se inclina a
los pies de los Apóstoles en humilde servicio, ¿cómo no
experimentar, al igual que Pedro, el mismo sentimiento de indignidad
ante la grandeza del don recibido? «No me lavarás los pies jamás»
(Jn 13, 8). Pedro se equivocaba al rechazar el gesto de Cristo. Pero
tenía razón al sentirse indigno. Es importante, en este día del
amor por excelencia, que sintamos la gracia del sacerdocio como una
superabundancia de misericordia.
Misericordia es la
absoluta gratuidad con la que Dios nos ha elegido: «No me habéis
elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15,
16).
Misericordia es la
condescendencia con la que nos llama a actuar como representantes
suyos, aun sabiendo que somos pecadores.
Misericordia es el
perdón que Él nunca rechaza, como no rehusó a Pedro después de
haber renegado de El. También vale para nosotros la afirmación de
que «habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se
convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de
conversión» (Lc 15, 7).
7. Así pues,
redescubramos nuestra vocación como «misterio de misericordia». En
el Evangelio comprobamos que precisamente ésta es la actitud
espiritual con la cual Pedro recibe su especial ministerio. Su vida es
emblemática para todos los que han recibido la misión apostólica en
los diversos grados del sacramento del Orden.
Pensemos en la escena
de la pesca milagrosa, tal como la describe el Evangelio de Lucas (5,
1_11). Jesús pide a Pedro un acto de confianza en su palabra, invitándole
a remar mar adentro para pescar. Una petición humanamente
desconcertante: ¿Cómo hacerle caso tras una noche sin dormir y
agotadora, pasada echando las redes sin resultado alguno? Pero
intentarlo de nuevo, basado «en la palabra de Jesús», cambia todo.
Se recogen tantos peces, que se rompen las redes. La Palabra revela su
poder. Surge la sorpresa, pero también el susto y el temor, como
cuando nos llega de repente un intenso haz de luz, que pone al
descubierto los propios límites. Pedro exclama: «Aléjate de mí, Señor,
que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8). Pero, apenas ha terminado su
confesión, la misericordia del Maestro se convierte para él en
comienzo de una vida nueva: «No temas. Desde ahora serás pescador de
hombres» (Lc 5, 10). El «pecador» se convierte en ministro de
misericordia. ¡De pescador de peces, a «pescador de hombres»!
8. Misterio grande,
queridos sacerdotes: Cristo no ha tenido miedo de elegir a sus
ministros de entre los pecadores. ¿No es ésta nuestra experiencia?
Será también Pedro quien tome una conciencia más viva de ello, en
el conmovedor diálogo con Jesús después de la resurrección. ¿Antes
de otorgarle el mandato pastoral, el Maestro le hace una pregunta
embarazosa: «Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?» (Jn 21,
15). Se lo pregunta a uno que pocos días antes ha renegado de él por
tres veces. Se comprende bien el tono humilde de su respuesta: «Señor,
tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero» (21, 17). Precisamente en
base a este amor consciente de la propia fragilidad, un amor tan tímido
como confiadamente confesado, Pedro recibe el ministerio: «Apacienta
mis corderos», «apacienta mis ovejas» (vv. 15.16.17). Apoyado en
este amor, corroborado por el fuego de Pentecostés, Pedro podrá
cumplir el ministerio recibido.
9. ¿Acaso la vocación
de Pablo no surge también en el marco de una experiencia de
misericordia? Nadie como él ha sentido la gratuidad de la elección
de Cristo. Siempre tendrá en su corazón la rémora de su pasado de
perseguidor encarnizado de la Iglesia: «Pues yo soy el último de los
apóstoles: indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la
Iglesia de Dios» (1 Co 15, 9). Sin embargo, este recuerdo, en vez de
refrenar su entusiasmo, le dará alas. Cuanto más ha sido objeto de
la misericordia, tanto más se siente la necesidad de testimoniarla e
irradiarla. La «voz» que lo detuvo en el camino de Damasco, lo lleva
al corazón del Evangelio, y se lo hace descubrir como amor
misericordioso del Padre que reconcilia consigo al mundo en Cristo.
Sobre esta base Pablo comprenderá también el servicio apostólico
como ministerio de reconciliación: «Y todo proviene de Dios, que nos
reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la
reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo
consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino
poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación» (2 Co 5,
18_19).
10. Los testimonios
de Pedro y Pablo, queridos sacerdotes, contienen indicaciones
preciosas para nosotros. Nos invitan a vivir con sentido de infinita
gratitud el don del ministerio: ¡nosotros no hemos merecido nada,
todo es gracia! Al mismo tiempo, la experiencia de los dos Apóstoles
nos lleva a abandonarnos a la misericordia de Dios, para entregarle
con sincero arrepentimiento nuestras debilidades, y volver con su
gracia a nuestro camino de santidad. En la «Novo millennio ineunte»
he señalado el compromiso de santidad como el primer punto de una
sabia «programación» pastoral. Si éste es un compromiso
fundamental para todos los creyentes, ¡cuánto más ha de serlo para
nosotros! (cf. nn. 30_31).
Para ello, es
importante que redescubramos el sacramento de la Reconciliación como
instrumento fundamental de nuestra santificación. Acercarnos a un
hermano sacerdote, para pedirle esa absolución que tantas veces
nosotros mismos damos a nuestros fieles, nos hace vivir la grande y
consoladora verdad de ser, antes aun que ministros, miembros de un único
pueblo, un pueblo de «salvados». Lo que Agustín decía de su
ministerio episcopal, vale también para el servicio presbiteral: «Si
me asusta lo que soy para vosotros, me consuela lo que soy con
vosotros. Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano [...].
Lo primero comporta un peligro, lo segundo una salvación» (Sermón
340, 1). Es hermoso poder confesar nuestros pecados, y sentir como un
bálsamo la palabra que nos inunda de misericordia y nos vuelve a
poner en camino. Sólo quien ha sentido la ternura del abrazo del
Padre, como lo describe el Evangelio en la parábola del hijo pródigo
__«se echó a su cuello y le besó efusivamente» (Lc 15, 20)__ puede
transmitir a los demás el mismo calor, cuando de destinatario del
perdón pasa a ser su ministro.
11. Pidamos, pues, a
Cristo, en este día santo, que nos ayude a redescubrir plenamente,
para nosotros mismos, la belleza de este Sacramento. ¿Acaso Jesús
mismo no ayudó a Pedro en este descubrimiento? «Si no te lavo, no
tienes parte conmigo» (Jn 13, 8). Es cierto que Jesús no se refería
aquí directamente al sacramento de la Reconciliación, pero lo
evocaba de alguna manera, aludiendo al proceso de purificación que
comenzaría con su muerte redentora y sería aplicado por la economía
sacramental a cada uno en el curso de los siglos.
Recurramos
asiduamente, queridos sacerdotes, a este Sacramento, para que el Señor
purifique constantemente nuestro corazón, haciéndonos menos indignos
de los misterios que celebramos. Llamados a representar el rostro del
Buen Pastor, y a tener por tanto el corazón mismo de Cristo, hemos de
hacer nuestra, más que los demás, la intensa invocación del
salmista: «Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, renueva en mí
un espíritu firme» (Sal 50, 12). El sacramento de la Reconciliación,
irrenunciable para toda existencia cristiana, es también ayuda,
orientación y medicina de la vida sacerdotal.
12. El sacerdote que
vive plenamente la gozosa experiencia de la reconciliación
sacramental considera muy normal repetir a sus hermanos las palabras
de Pablo: «Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara
por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos
con Dios!» (2 Co 5, 20).
Si la crisis del
sacramento de la Reconciliación, a la que antes hice referencia,
depende de múltiples factores __desde la atenuación del sentido del
pecado hasta la escasa percepción de la economía sacramental con la
que Dios nos salva__, quizás debamos reconocer que a veces puede
haber influido negativamente sobre el Sacramento una cierta disminución
de nuestro entusiasmo o de nuestra disponibilidad en el ejercicio de
este exigente y delicado ministerio.
En cambio, es preciso
más que nunca hacerlo redescubrir al Pueblo de Dios. Hay que decir
con firmeza y convicción que el sacramento de la Penitencia es la vía
ordinaria para alcanzar el perdón y la remisión de los pecados
graves cometidos después del Bautismo. Hay que celebrar el Sacramento
del mejor modo posible, en las formas litúrgicamente previstas, para
que conserve su plena fisonomía de celebración de la divina
Misericordia.
13. Lo que nos
inspira confianza en la posibilidad de recuperar este Sacramento no es
sólo el aflorar, aun entre muchas contradicciones, de una nueva sed
de espiritualidad en muchos ámbitos sociales, sino también la
profunda necesidad de encuentro interpersonal, que se va afianzando en
muchas personas como reacción a una sociedad anónima y masificadora,
que a menudo condena al aislamiento interior incluso cuando implica un
torbellino de relaciones funcionales. Ciertamente, no se ha de
confundir la confesión sacramental con una práctica de apoyo humano
o de terapia psicológica. Sin embargo, no se debe infravalorar el
hecho de que, bien vivido, el sacramento de la Reconciliación desempeña
indudablemente también un papel «humanizador», que se armoniza bien
con su valor primario de reconciliación con Dios y con la Iglesia.
Es importante que,
incluso desde este punto de vista, el ministro de la reconciliación
cumpla bien su obligación. Su capacidad de acogida, de escucha, de diálogo,
y su constante disponibilidad, son elementos esenciales para que el
ministerio de la reconciliación manifieste todo su valor. El anuncio
fiel, nunca reticente, de las exigencias radicales de la palabra de
Dios, ha de estar siempre acompañado de una gran comprensión y
delicadeza, a imitación del estilo de Jesús con los pecadores.
14. Además, es
necesario dar su importancia a la configuración litúrgica del
Sacramento. El Sacramento entra en la lógica de comunión que
caracteriza a la Iglesia. El pecado mismo no se comprende del todo si
es considerado sólo de una manera exclusivamente privada, olvidando
que afecta inevitablemente a toda la comunidad y hace disminuir su
nivel de santidad. Con mayor razón, la oferta del perdón expresa un
misterio de solidaridad sobrenatural, cuya lógica sacramental se basa
en la unión profunda que existe entre Cristo cabeza y sus miembros.
Es muy importante
hacer redescubrir este aspecto «comunional» del Sacramento, incluso
mediante liturgias penitenciales comunitarias que se concluyan con la
confesión y la absolución individual, porque permite a los fieles
percibir mejor la doble dimensión de la reconciliación y los
compromete más a vivir el propio camino penitencial en toda su
riqueza regeneradora.
15. Queda aún el
problema fundamental de una catequesis sobre el sentido moral y sobre
el pecado, que haga tomar una conciencia más clara de las exigencias
evangélicas en su radicalidad. Desafortunadamente hay una tendencia
minimalista, que impide al Sacramento producir todos los frutos
deseables. Para muchos fieles la percepción del pecado no se mide con
el Evangelio, sino con los «lugares comunes», con la «normalidad»
sociológica, llevándoles a pensar que no son particularmente
responsables de cosas que «hacen todos», especialmente si son
legales civilmente.
La evangelización
del tercer milenio ha de afrontar la urgencia de una presentación
viva, completa y exigente del mensaje evangélico. Se ha de proponer
un cristianismo que no puede reducirse a un mediocre compromiso de
honestidad según criterios sociológicos, sino que debe ser un
verdadero camino hacia la santidad. Hemos de releer con nuevo
entusiasmo el capítulo V de la Lumen gentium que trata de la vocación
universal a la santidad. Ser cristiano significa recibir un «don» de
gracia santificante, que ha de traducirse en un «compromiso» de
coherencia personal en la vida de cada día. Por eso he intentado en
estos años promover un reconocimiento más amplio de la santidad en
todos los ámbitos en los que ésta se ha manifestado, para ofrecer a
todos los cristianos múltiples modelos de santidad, y todos recuerden
que están llamados personalmente a esa meta.
16. Sigamos adelante,
queridos hermanos sacerdotes, con el gozo de nuestro ministerio,
sabiendo que tenemos con nosotros a Aquel que nos ha llamado y que no
nos abandona. Que la certeza de su presencia nos ayude y nos consuele.
Con
ocasión del Jueves Santo sentimos aún más viva esta presencia suya,
al contemplar con emoción la hora en que Jesús, en el Cenáculo, se
nos dio a sí mismo en el signo del pan y del vino, anticipando
sacramentalmente el sacrificio de la Cruz. El año pasado quise
escribiros precisamente desde el Cenáculo, con ocasión de mi visita
a Tierra Santa. ¿Cómo olvidar aquel momento emocionante? Lo
revivo hoy, no sin tristeza por la situación tan atormentada en que
sigue estando la tierra de Cristo. Nuestra cita espiritual para el
Jueves Santo sigue siendo allí, en el Cenáculo, mientras en torno a
los Obispos, en las catedrales de todo el mundo, vivimos el misterio
del Cuerpo y Sangre de Cristo, y recordamos agradecidos los orígenes
de nuestro Sacerdocio.
En la alegría del
inmenso don que hemos recibido, os abrazo y os bendigo a todos.
Vaticano, 25 de
marzo, IV domingo de Cuaresma, del año 2001, vigésimo tercero de
Pontificado.
JUAN PABLO II
N.B.: Traducción
distribuida por la Sala de Prensa de la Santa Sede.