CARTA A LOS SACERDOTES, JUEVES SANTO DE 2000
JUAN PABLO II 

Texto íntegro del mensaje firmado en el Cenáculo de Jerusalén
CIUDAD DEL VATICANO, 30 marzo 2000.

Queridos hermanos en el sacerdocio

1. Jesús, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Releo con gran conmoción, aquí, en Jerusalén, en este lugar en el que, según la tradición, estuvieron Jesús y los Doce con motivo de la Cena pascual y la Institución de la Eucaristía, las palabras con las que el evangelista Juan introduce la narración de la Ultima Cena.

Doy gloria al Señor que, en el Año Jubilar de la Encarnación de su Hijo, me ha concedido seguir las huellas terrenas de Cristo, pasando por los caminos que él recorrió, desde su nacimiento en Belén hasta la muerte en el Gólgota. Ayer estuve en Belén, en la gruta de la Natividad. Los próximos días pasaré por diversos lugares de la vida y del ministerio del Salvador, desde la casa de la Anunciación, al Monte de las Bienaventuranzas y al Huerto de los Olivos. El domingo estaré en el Gólgota y en el Santo Sepulcro. Hoy, esta visita al Cenáculo me ofrece la oportunidad de contemplar el Misterio de la Redención en su conjunto. Fue aquí donde Él nos dio el don inconmensurable de la Eucaristía. Aquí nació también nuestro sacerdocio.

Una carta desde el Cenáculo

2. Precisamente desde este lugar quiero dirigiros la carta, con la que desde hace más de veinte años me uno a vosotros el Jueves Santo, día de la Eucaristía y «nuestro» día por excelencia. Sí, os escribo desde el Cenáculo, recordando lo que ocurrió aquella noche cargada de misterio. A los ojos del espíritu se me presenta Jesús, se me presentan los apóstoles sentados a la mesa con Él. Contemplo en especial a Pedro: me parece verlo mientras observa admirado, junto con los otros discípulos, los gestos del Señor, escucha conmovido sus palabras, se abre, aun con el peso de su fragilidad, al misterio que ahí se anuncia y que poco después se cumplirá. Son los instantes en los que se fragua la gran batalla entre el amor que se da sin reservas y el mysterium iniquitatis que se cierra en su hostilidad. La traición de Judas aparece casi como emblema del pecado de la humanidad. «Era de noche», señala el evangelista Juan (13, 30): la hora de las tinieblas, hora de separación y de infinita tristeza. Pero en las palabras dramáticas de Cristo, destellan ya las luces de la aurora: «pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar» (Jn 16, 22).

3. Hemos de seguir meditando, de un modo siempre nuevo, en el misterio de aquella noche. Tenemos que volver frecuentemente con el espíritu a este Cenáculo, donde especialmente nosotros, sacerdotes, podemos sentirnos, en un cierto sentido, «de casa». De nosotros se podría decir, respecto al Cenáculo, lo que el salmista dice de los pueblos respecto a Jerusalén: «El Señor escribirá en el registro de los pueblos: éste ha nacido allí» (Sal 87 [86], 6).Desde este lugar santo me surge espontáneamente pensar en vosotros en las diversas partes del mundo, con vuestro rostro concreto, más jóvenes o más avanzados en años, en vuestros diferentes estados de ánimo: para tantos, gracias a Dios, de alegría y entusiasmo; y para otros, de dolor, cansancio y quizá de desconcierto. En todos quiero venerar la imagen de Cristo que habéis recibido con la consagración, el «carácter» que marca indeleblemente a cada uno de vosotros. Éste es signo del amor de predilección, dirigido a todo sacerdote y con el cual puede siempre contar, para continuar adelante con alegría o volver a empezar con renovado entusiasmo, con la perspectiva de una fidelidad cada vez mayor.

Nacidos del amor 

4. «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». Como es sabido, a diferencia de los otros Evangelios, el de Juan no se detiene a narrar la institución de la Eucaristía, ya evocada por Jesús en el discurso de Carfarnaúm (cf. Jn 6, 26-65), sino que se concentra en el gesto del lavatorio de los pies. Esta iniciativa de Jesús, que desconcierta a Pedro, antes que ser un ejemplo de humildad propuesto para nuestra imitación, es revelación de la radicalidad de la condescendencia de Dios hacia nosotros. En efecto, en Cristo es Dios que «se ha despojado a sí mismo», y ha asumido la «forma de siervo» hasta la humillación extrema de la Cruz (cf. Flp 2,7), para abrir a la humanidad el acceso a la intimidad de la vida divina. Los extensos discursos que, en el Evangelio de Juan, siguen al gesto del lavatorio de los pies, y son como su comentario, introducen en el misterio de la comunión trinitaria, a la que el Padre nos llama insertándonos en Cristo con el don del Espíritu. Esta comunión es vivida según la lógica del mandamiento nuevo: «que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34).

No por casualidad la oración sacerdotal corona esta «mistagogía» mostrando a Cristo en su unidad con el Padre, dispuesto a volver a él a través del sacrificio de sí mismo y únicamente deseoso de que sus discípulos participen de su unidad con el Padre: «como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17,21).

5. A partir de ese núcleo de discípulos que escucharon estas palabras, se ha formado toda la Iglesia, extendiéndose en el tiempo y en el espacio como «un pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (S. Cipriano, De Orat. Dom., 23). La unidad profunda de este nuevo pueblo no excluye la presencia, en su interior, de tareas diversas y complementarias. Así, a los primeros apóstoles están ligados especialmente aquellos que han sido puestos para renovar in persona Christi el gesto que Jesús realizó en la Última Cena, instituyendo el sacrificio eucarístico, «fuente y cima de toda la vida cristiana» (Lumen gentium, 11).

El carácter sacramental que los distingue, en virtud del Orden recibido, hace que su presencia y ministerio sean únicos, necesarios e insustituibles. Han pasado casi 2000 años desde aquel momento. ¡Cuántos sacerdotes han repetido aquel gesto! Muchos han sido discípulos ejemplares, santos, mártires. ¿Cómo olvidar, en este Año Jubilar, a tantos sacerdotes que han dado testimonio de Cristo con su vida hasta el derramamiento de su sangre? Su martirio acompaña toda la historia de la Iglesia y marca también el siglo que acabamos de dejar atrás, caracterizado por diversos regímenes dictatoriales y hostiles a la Iglesia. Quiero, desde el Cenáculo, dar gracias al Señor por su valentía. Los miramos para aprender a seguirlos tras las huellas del Buen Pastor que «da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11).

Un tesoro en vasijas de barro

6. Es verdad. En la historia del sacerdocio, no menos que en la de todo el pueblo de Dios, se advierte también la oscura presencia del pecado. Tantas veces la fragilidad humana de los ministros ha ofuscado en ellos el rostro de Cristo. Y, ¿cómo sorprenderse, precisamente aquí, en el Cenáculo? Aquí, no sólo se consumó la traición de Judas, sino que el mismo Pedro tuvo que vérselas con su debilidad, recibiendo la amarga profecía de la negación. Al elegir a hombres como los Doce, Cristo no se hacía ilusiones: en esta debilidad humana fue donde puso el sello sacramental de su presencia. La razón nos la señala Pablo: «llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros» (2 Co 4,7). Por eso, a pesar de todas las fragilidades de sus sacerdotes, el pueblo de Dios ha seguido creyendo en la fuerza de Cristo, que actúa a través de su ministerio. ¿Cómo no recordar, a este respecto, el testimonio admirable del pobre de Asís? Él que, por humildad, no quiso ser sacerdote, dejó en su testamento la expresión de su fe en el misterio de Cristo presente en los sacerdotes, declarándose dispuesto a recurrir a ellos sin tener en cuenta su pecado, incluso aunque lo hubiesen perseguido. «Y hago esto --explicaba-- porque del Altísimo Hijo de Dios no veo otra cosa corporalmente, en este mundo, que su Santísimo Cuerpo y su Santísima Sangre, que sólo ellos consagran y sólo ellos administran a los otros» (Fuentes Franciscanas, n. 113).

7. Desde este lugar en que Cristo pronunció las palabras sagradas de la institución eucarística os invito, queridos sacerdotes, a redescubrir el «don» y el «misterio» que hemos recibido. Para entenderlo desde su raíz, hemos de reflexionar sobre el sacerdocio de Cristo. Ciertamente, todo el pueblo de Dios participa de él en virtud del Bautismo. Pero el Concilio Vaticano II nos recuerda que, además de esta participación común de todos los bautizados, hay otra específica, ministerial, que es diversa por esencia de la primera, aunque está íntimamente ordenada a ella (cf. Lumen gentium, 10). Al sacerdocio de Cristo nos acercamos desde una óptica particular en el contexto del Jubileo de la Encarnación. Este nos invita a contemplar en Cristo la íntima conexión que existe entre su sacerdocio y el misterio de su persona.

El sacerdocio de Cristo no es «accidental», no es una tarea que El habría podido incluso no asumir, sino que está inscrito en su identidad de Hijo encarnado, de Hombre-Dios. Ya todo, en la relación entre la humanidad y Dios, pasa por Cristo: «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6). Por eso, Cristo es sacerdote de un sacerdocio eterno y universal, del cual el de la primera Alianza era figura y preparación (cf. Hb 9,9). El lo ejerce en plenitud desde que ha sido exaltado como Sumo Sacerdote «a la diestra del trono de la Majestad en los cielos» (Hb 8, 1). Desde entonces ha cambiado el mismo estatuto del sacerdocio en la humanidad: ya no hay más que un único sacerdocio, el de Cristo, que puede ser diversamente participado y ejercido.

«Sacerdos et Hostia»

8. Al mismo tiempo, ha sido llevado a su perfección el sentido del sacrificio, la acción sacerdotal por excelencia. Cristo en el Gólgota ha hecho de su misma vida una ofrenda de valor eterno, ofrenda «redentora» que nos ha abierto para siempre el camino de la comunión con Dios, interrumpida por el pecado. Ilumina este misterio la carta a los Hebreos, poniendo en labios de Cristo algunos versos del Salmo 40: «Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo... ¡He aquí que vengo... a hacer, oh Dios, tu voluntad!» (Hb 10, 5-7; cf. Sal 40 [39], 7-9). Según el autor de la carta, estas palabras proféticas fueron pronunciadas por Cristo en el momento de su venida al mundo. Expresan su misterio y su misión. Comienzan a realizarse desde el momento de la Encarnación, si bien alcanzan su culmen en el sacrificio del Gólgota. Desde entonces, toda ofrenda del sacerdote no es más que volver a presentar al Padre la única ofrenda de Cristo, hecha una vez para siempre.«Sacerdos et Hostia». Sacerdote y Víctima. Este aspecto sacrificial marca profundamente la Eucaristía y es, al mismo tiempo, dimensión constitutiva del sacerdocio de Cristo y, en consecuencia, de nuestro sacerdocio.

Volvamos a leer, desde esta perspectiva, las palabras que pronunciamos cada día, y que resonaron por primera vez precisamente aquí, en el Cenáculo: «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros... Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la Alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados».Son las palabras transmitidas, con redacciones sustancialmente convergentes, por los Evangelistas y por Pablo. Fueron pronunciadas en este lugar al anochecer del Jueves Santo. Dando a los apóstoles su Cuerpo como comida y su Sangre como bebida, El expresó la profunda verdad del gesto que iba a ser realizado poco después en el Gólgota. En el Pan eucarístico está el mismo Cuerpo nacido de María y ofrecido en la Cruz: Ave verum Corpus natum / de Maria Virgine,vere passum, immolatum / in cruce pro homine.

9. ¿Cómo no volver siempre de nuevo a este misterio que encierra toda la vida de la Iglesia? Este sacramento ha alimentado durante dos mil años a innumerables creyentes. De él ha brotado un río de gracia. ¡Cuántos santos han encontrado en él no sólo el signo, sino como una anticipación del Paraíso! Dejémonos llevar por la inspiración contemplativa, rica de poesía y teología, con la que Santo Tomás de Aquino ha cantado el misterio en las palabras del «Pange lingua». El eco de aquellas palabras me llega aquí hoy, en el Cenáculo, como voz de tantas comunidades cristianas dispersas por el mundo, de tantos sacerdotes, personas de vida consagrada y fieles, que cada día se postran en adoración ante el misterio eucarístico: «Verbum caro, panem verum / verbo carnem efficit,fitque sanguis Christi merum, / et, si sensus déficit,ad firmandum cor sincerum / sola fides sufficit.Haced esto en memoria mía».

10. El misterio eucarístico, en el que se anuncia y celebra la muerte y resurrección de Cristo en espera de su venida, es el corazón de la vida eclesial. Para nosotros tiene, además, un significado verdaderamente especial: es el centro de nuestro ministerio. Este, ciertamente, no se limita a la celebración eucarística, sino que también implica un servicio que va desde el anuncio de la Palabra, a la santificación de los hombres a través de los sacramentos y a la guía del pueblo de Dios en la comunión y en el servicio. Sin embargo, la Eucaristía es la fuente desde la que todo mana y la meta a la que todo conduce. Junto con ésta, ha nacido nuestro sacerdocio en el Cenáculo.«Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19): Las palabras de Cristo, aunque dirigidas a toda la Iglesia, son confiadas, como tarea específica, a los que continuarán el ministerio de los primeros apóstoles. A ellos Jesús entrega la acción, que acaba de realizar, de transformar el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre, la acción con la que El se manifiesta como Sacerdote y Víctima. Cristo quiere que, desde ese momento en adelante, su acción sea sacramentalmente también acción de la Iglesia por las manos de los sacerdotes. Diciendo «haced esto» no sólo señala el acto, sino también el sujeto llamado a actuar, es decir, instituye el sacerdocio ministerial, que pasa a ser, de este modo, uno de los elementos constitutivos de la Iglesia misma.

11. Esta acción tendrá que ser realizada «en su memoria». La indicación es importante. La acción eucarística celebrada por los sacerdotes hará presente en toda generación cristiana, en cada rincón de la tierra, la obra realizada por Cristo. En todo lugar en el que sea celebrada la Eucaristía, allí, de modo incruento, se hará presente el sacrificio cruento del Calvario, allí estará presente Cristo mismo, Redentor del mundo.«Haced esto en memoria mía». Volviendo a escuchar estas palabras, aquí, entre las paredes del Cenáculo, viene espontáneo imaginarse los sentimientos de Cristo. Eran las horas dramáticas que precedían a la Pasión. El evangelista Juan evoca los momentos de aflicción del Maestro que prepara a los apóstoles para su propia partida. Cuánta tristeza en sus ojos: «por haberos dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza» (Jn 16,6). Pero Jesús los tranquiliza: «no os dejaré huérfanos, volveré a vosotros » (Jn 14, 18). Si bien el misterio de la Pascua los apartará de su mirada, El estará, más que nunca, presente en su vida, y lo estará «todos los días, hasta el fin del mundo» (Mí 28,20).

Memorial que se actualiza

12. Su presencia tendrá muchas expresiones; pero, ciertamente, la más sublime será precisamente la de la Eucaristía: no un simple recuerdo, sino «memorial» que se actualiza; no vuelta simbólica al pasado, sino presencia viva del Señor en medio de los suyos. De ello será siempre garante el Espíritu Santo, cuya efusión en la celebración eucarística hace que el pan y el vino se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Es el mismo Espíritu que en la noche de Pascua, en este Cenáculo, fue «exhalado» sobre los apóstoles (cf. ]n 20, 22), y que los encontró todavía aquí, reunidos con María, el día de Pentecostés. Entonces los envolvió como viento impetuoso y fuego (cf. Hch 2, 1-4) y los impulsó a ir por todas las direcciones del mundo, para anunciar la Palabra y reunir al pueblo de Dios en la «fracción del pan» (cf. Hch 2,42).

13. A los dos mil años del nacimiento de Cristo, en este Año Jubilar, tenemos que recordar y meditar, de modo especial, la verdad de lo que podemos llamar su «nacimiento eucarístico». El Cenáculo es precisamente el lugar de este «nacimiento». Aquí comenzó para el mundo una nueva presencia de Cristo, una presencia que se da ininterrumpidamente donde se celebra la Eucaristía y un sacerdote presta a Cristo su voz, repitiendo las palabras santas de la institución. Esta presencia eucarística ha recorrido los dos milenios de la historia de la Iglesia y la acompañará hasta el fin de la historia. Para nosotros es una alegría y, al mismo tiempo, fuente de responsabilidad, el estar tan estrechamente vinculados a este misterio. Queremos hoy tomar conciencia de él, con el corazón lleno de admiración y gratitud, y con esos sentimientos entrar en el Triduo Pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

La entrega del Cenáculo

14. Mis queridos hermanos sacerdotes, que el Jueves Santo os reunís en las catedrales en torno a vuestros Pastores, como los presbíteros de la Iglesia que está en Roma se reúnen en torno al Sucesor de Pedro, ¡acoged estas reflexiones, meditadas en la sugestiva atmósfera del Cenáculo! Sería difícil encontrar un lugar que pueda recordar mejor el misterio eucarístico y, a la vez, el misterio de nuestro sacerdocio. Permanezcamos fieles a esta «entrega» del Cenáculo, al gran don del Jueves Santo. Celebremos siempre con fervor la Santa Eucaristía. Postrémonos con frecuencia y prolongadamente en adoración delante de Cristo Eucaristía. Entremos, de algún modo, «en la escuela» de la Eucaristía. Muchos sacerdotes, a través de los siglos, han encontrado en ella el consuelo prometido por Jesús la noche de la Ultima Cena, el secreto para vencer su soledad, el apoyo para soportar sus sufrimientos, el alimento para retomar el camino después de cada desaliento, la energía interior para confirmar la propia elección de fidelidad. El testimonio que daremos al pueblo de Dios en la celebración eucarística depende mucho de nuestra relación personal con la Eucaristía.

15. ¡Volvamos a descubrir nuestro sacerdocio a la luz de la Eucaristía! Hagamos redescubrir este tesoro a nuestras comunidades en la celebración diaria de la Santa Misa y, en especial, en la más solemne de la asamblea dominical. Que crezca, gracias a vuestro trabajo apostólico, el amor a Cristo presente en la Eucaristía. Es un compromiso que asume una relevancia especial en este Año Jubilar. Mi pensamiento se dirige al Congreso Eucarístico Internacional, que se desarrollará en Roma del 18 al 25 de junio próximo, y tendrá como tema Jesucristo, único salvador del mundo, pan para nuestra vida. Será un acontecimiento central del Gran Jubileo, que ha de ser un «año intensamente eucarístico» (Tertio millennio adveniente, 55). Este Congreso pondrá de manifiesto precisamente la íntima relación entre el misterio de la Encarnación del Verbo y la Eucaristía, sacramento de la presencia real de Cristo. Os envío desde el Cenáculo el abrazo eucarístico. Que la imagen de Cristo, rodeado por los suyos en la Ultima Cena, nos lleve, a cada uno de nosotros, a un dinamismo de fraternidad y comunión. Grandes pintores se han consolidado delineando el rostro de Cristo entre sus apóstoles en la escena de la Última Cena; ¿cómo olvidar la obra maestra de Leonardo? Pero sólo los santos, con la intensidad de su amor, pueden penetrar en la profundidad de este misterio, apoyando como Juan la cabeza en el pecho de Jesús (cf. ]n 13,25). Aquí nos encontramos, en efecto, en la cima del amor: «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo».

16. Quiero concluir esta reflexión, que con afecto entrego a vuestro corazón, con las palabras de una antigua oración:«Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu siervo.«A ti la gloria por los siglos. Así como este trozo de pan estaba disperso por los montes y reunido se ha hecho uno, así también reúne a tu Iglesia desde los confines de la tierra en tu reino [...]Tú, Señor omnipotente, has creado el universo a causa de tu Nombre, has dado a los hombres alimento y bebida para su disfrute, a fin de que te den gracias y, además, a nosotros nos has concedido la gracia de un alimento y bebida espirituales y de vida eterna por medio de tu siervo [...] A ti la gloria por los siglos»(Didaché 9, 3-4; 10, 3-4).

Desde el Cenáculo, queridos hermanos en el sacerdocio, os abrazo espiritualmente a todos y os bendigo con todo mi corazón.

Jerusalén, 23 de marzo de 2000. JOANNES PAULUS


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