Religiosa, virgen, fundadora de las Hermanas de la Compañía de la Cruz Fiesta: 5 de Noviembre María de los Ángeles Guerrero González nació cerca de Sevilla el 30 de enero de 1846. Fue bautizada el 2 de febrero. Su padre, Francisco, era cocinero del convento de los Trinitarios y su madre Josefa costurera del mismo. Tuvieron catorce hijos de los que solamente seis llegaron a la mayoría de edad. Por la pobreza pudo ir poco al colegio, aprendiendo a escribir sin dominar la ortografía, algunas nociones de aritmética y catecismo. No obstante su pobreza no le impedía, desde niña y adolescente, a compartir los bienes que tenían en casa con los más pobres. En casa aprendió a rezar el Rosario y a practicar en familia las oraciones del mes de mayo dedicado a la Virgen María. Con su padre acudía al rosario de la aurora y su madre se prestaba a ser madrina de los niños del barrio que lo necesitaban. Hizo la primera comunión en 1854 y fue confirmada en 1855. Comenzó trabajos fuera de casa a sus doce años para ayudar a su familia como aprendiz en la zapatería Maldonado donde también se rezaba diariamente el Rosario y tuvo sus primeras experiencias místicas. Ella misma se puso a enseñar el oficio a otras niñas, como oficiala de primera, en una institución llamada “Las Arrepentidas”. El canónigo que confesaba a Angelita, el Padre Torres, le ayudó a encontrar lo que Dios le pedía: ser monja. En 1865, acompañada de su hermana Joaquina, llamó a las puertas del Carmelo que había fundado en Sevilla Santa Teresa de Jesús, pero, a pesar de su gran capacidad para la vida contemplativa, no fue admitida porque no tenía suficiente salud para la vida tan austera del Carmelo. En 1868 entró como postulante en las Hijas de la Caridad del Hospital central de Sevilla, pero por su salud quebrantada fue trasladada a Cuenca por si le sentaba mejor aquel clima. En 1870 tuvo que dejar definitivamente a las Hijas de la Caridad a pesar de su entrega y fidelidad generosa. Resignada a vivir como “monja sin convento” volvió a su trabajo y se sometió en obediencia a su director espiritual escribiendo todos los pensamientos y deseos de su alma, hasta que en 1875 ve en la oración el monte Calvario con una cruz frente a la de Cristo crucificado:“Al ver a mi Señor crucificado deseaba con todas las veras de mi corazón imitarle, conocía con bastante claridad que en aquella otra cruz que estaba frente a la de mi Señor debía crucificarme, con toda la igualdad que es posible a una criatura...”. En una ocasión, después de escuchar las quejas de los pobres que sufren, escribe al Padre: “Si para aconsejar a los pobres que sufran sin quejarse los trabajos de la pobreza, es preciso llevarla, vivirla, sentirse pobre... ¡qué hermoso sería un Instituto que por amor a Dios abrazara la mayor pobreza!”, recibiendo así la inspiración de fundar una “Compañía”. En sus Papeles íntimos, páginas asombrosas para una mujer iletrada, con faltas ortográficas pero con una identidad cristiana y eclesial admirable, redactó su proyecto de Compañía, con una dimensión caritativa y social a favor de los pobres y con un impacto enorme en la Iglesia y en la sociedad de Sevilla por su identificación con los menesterosos: “Hacerse pobre con los pobres”. No quería hacer la caridad “desde arriba” sino ayudar a los pobres “desde dentro”. Escribía y lo vivía: “La primera pobre, yo...”. El día 2 de agosto de 1875 el Padre Torres celebraba la Eucaristía en la iglesia del Convento Jerónimo de Santa Paula a la que asistían, con Ángela, que era terciaria franciscana, otras tres mujeres, Juana, Josefa y otra Juana, dispuestas a desentrañar el misterio de la cruz en la oración y en el servicio a los pobres. Acabada la Misa se trasladaron a vivir a un cuarto alquilado en la calle de San Luis, nº 13, en el que había una mesa, unas sillas y unas esteras de junco que servían de colchón y de almohada, un Crucifijo y un cuadro de la Virgen de los Dolores. Estaban naciendo las Hermanas de la Cruz. La fundadora imprimió a su Compañía un ambiente de limpieza, de saludable alegría y de contenida belleza de tal forma que sus conventos tendrían esplendor a base de cal, estropajo, dos esterillas y cinco macetas. Su estilo sería el de mujeres sencillas, verdaderamente populares, apartadas de la grandiosidad, impregnando el aire de dulzura de tal forma que la gente agradecía aquel nuevo modo de querer a Dios y a los pobres. Luego pasaron a la calle Hombre de Piedra, junto a la parroquia de San Lorenzo, donde ejercía el ministerio Marcelo Spínola, quien llegaría a ser el Arzobispo, llamado “mendigo”, recientemente beatificado. Empezaron a recoger niñas huérfanas de los enfermos a quienes atendían, por eso pasaron a otra casa más grande en la calle Lerena, donde ya pudieron contar con la presencia de la Eucaristía. Atendían a las personas que estaban solas y enfermas en sus casas. Con una mano pedían limosna y con la otra la repartían. En 1879 el Arzobispo Fr. Joaquín Lluch aprobó las primeras constituciones de la Compañía de las Hermanas de la Cruz, en una síntesis de oración y austeridad, contemplación y alegría en el servicio a los pobres. Las Hermanas de la Cruz fueron extendiéndose por Andalucía y Extremadura, La Mancha, Castilla, Galicia, Valladolid, Valencia y Madrid, las Islas Canarias, Italia y América. En Sevilla se trasladarían a lo que después sería la Casa Madre en la calle de Los Alcázares. En 1894 Sor Ángela, “madre Angelita” o simplemente “Madre” como se le llamaba ya en Sevilla, viajó a Roma para asistir a la beatificación del maestro Juan de Ávila y Fray Diego de Cádiz, pudiendo entrevistarse con el Papa León XIII, quien más tarde concedió el decreto inicial para la aprobación de la Compañía que firmaría en 1904 San Pío X. En 1907 Sor Ángela asumió el gobierno y la responsabilidad de su Instituto religioso como primera Madre General, reelegida por cuatro veces. Aunque tenía fama de “milagrera”, destacaba por su naturalidad y sencillez. En 1928 a pesar de la exposición iberoamericana, en Sevilla continuaba habiendo pobres y necesidades, por eso las Hermanas de la Cruz rondaban por los barrios más pobres, santificándose especialmente con la virtud de la mortificación, al servicio de Dios en los pobres, haciéndose pobres como ellos. Sor Ángela aceptó la decisión del Arzobispo de no continuar siendo Madre General y se puso a disposición de la nueva, aconsejando a sus hermanas y a cuantas personas acudían a perdirle ayuda, atraídas por sus virtudes. Las Hermanas de la Cruz, de entonces y de ahora, siguen a estrictamente las normas de mortificación establecidas por Sor Ángela: comen de “vigilia”, duermen sobre una tarima de madera las noches que no les toca velar, duermen poquísimo, pues quieren estar “instaladas en la cruz”, “enfrente y muy cerca de la cruz de Jesús”, renunciando a los bienes de este mundo y acudiendo sin tardanza donde los pobres las necesiten. El 7 de julio de 1931 Madre Ángela tuvo una trombosis cerebral que, nueve meses después, la llevaría a la muerte. Estuvo paralizada de medio cuerpo pero continuó resplandeciendo en su virtud de la humildad, tratando de agradar y nunca molestar. Después de una larga agonía y de haber recibido los últimos Sacramentos murió en Sevilla –en su tarima de dormir- el 2 de marzo de 1932. Sevilla entera pasó durante tres días enteros por la capilla ardiente hasta que, por privilegio especial, fue sepultada en la cripta de la Casa Madre. El Ayuntamiento republicano de Sevilla celebró una sesión extraordinaria para dar carácter oficial a los elogios de Sor Ángela y propuso que a la calle de Los Alcázares se le llamara de “Sor Ángela de la Cruz”, siendo aprobado el cambio de nombre por unanimidad. Fue beatificada en Sevilla por el Papa Juan Pablo II el 5 de noviembre de 1982, su cuerpo incorrupto reposa en su capilla de la Casa Madre y su memoria litúrgica se viene celebrando el día 5 de noviembre. Canonizacion: Mayo de 2003. TEXTOS DE LA MADRE ÁNGELA DE LA CRUZ Yo conozco que no he empezado todavía este camino de sacrificio y que la víctima debe ser lo más hermoso del rebaño y yo soy una ovejita negra, la más negra del rebaño de su pastor. Los medios para que esta ovejita alcance la hermosura de una víctima ya aceptada por Dios son cuatro: Obedecer, callar, sufrir y morir. ¿Qué les pasaría a los santos en su interior para que sus acciones fueran tan agradables a los ojos de Dios? Querría entrarme en el interior de uno para aprender. Sí; eso es lo que yo ambiciono, amor y más amor, santidad y más santidad, perfección y más perfección. Las virtudes que deben brillar más en mi son: la pobreza, el desprendimiento de todo lo terreno y la santa humildad...; a mí me quiere nuestro Dios desconocida de todo el mundo, de tal manera que no vez en mí otra cosa que una gran pecadora cubierta de deshonra y de ignominia. Quiere Nuestro Señor que yo baje tanto, tanto, que no haya otro estado tan bajo, tan despreciable, tan humillante a que yo no pertenezca. Y esto que siga hasta después de mi muerte. Padecer lo que Dios nos mande muy conforme, sin desear otra clase de padecimientos, aunque no sean tan penosos. Padecer en silencio y sin quejarse. Padecer sin cansarme, deseando se aumente el penar. Padecer con alegría y paciencia inalterable, sin buscar alivio ni descanso ni consuelo, sino en la obediencia. La primera pobre, yo... Me consideraré interina en el cargo, desearé sentir los efectos de la pobreza y me alegraré cuando los sienta; estaré pronta para dar todo lo que haya en las casas, teniendo abandono total en Dios y en su Providencia. Son mendigas que todo han de recibirlo de limosna; sólo quedan con sus verdaderos hermanos los pobres, que son ya sus amigos, sus hermanos e hijos; y las pobres niñas que educan, las cuales no pueden darles puestos ni honores en la sociedad. Hice también la resolución de servir a mis hermanos en la condición de criada, mirando en ellos sólo lo que tienen de Dios y también para predicarles con mi ejemplo; que no vieran en mí nada que pudiera hacer la virtud reprensible. Mi corazón se multiplica para ser entero para cada uno de los pobres que se ven necesitados, y me ocupo de sus penas como mías. María, nuestra amorosa Madre, será desde hoy nuestra Maestra, y nuestra Superiora y nuestra Hermana Mayor. Jesús, María y José, ayudadme a obedecer. Dios me hizo comprender lo que vale la humillación. Hijas mías, nuestro país es la Cruz, que en la Cruz voluntariamente nos hemos establecido y fuera de la Cruz somos forasteras.
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