Oficio de lectura, XX domingo del tiempo ordinario
Sal de la tierra y luz del mundo
De las homilías de San Juan Crisóstomo, obispo, sobre el evangelio de san Mateo
Homilía 15, 6.7
Vosotros sois la sal de la tierra. Es como si les dijera: «El mensaje que se os comunica no va destinado a vosotros solos, sino que habéis de transmitirlo a todo el mundo. Porque no os envío a dos ciudades, ni a diez, ni a veinte; ni tan siquiera os envío a toda una nación, como en otro tiempo a los profetas, sino a la tierra, al mar y a todo el mundo, y a un mundo por cierto muy mal dispuesto». Porque, al decir: Vosotros sois la sal de la tierra, enseña que todos los hombres han perdido su sabor y están corrompidos por el pecado. Por ello, exige sobre todo de sus discípulos aquellas virtudes que son más necesarias y útiles para el cuidado de los demás. En efecto, la mansedumbre, la moderación, la misericordia, la justicia son unas virtudes que no quedan limitadas al provecho propio del que las posee, sino que son como unas fuentes insignes que manan también en provecho de los demás. Lo mismo podemos afirmar de la pureza de corazón, del amor a la paz y a la verdad, ya que el que posee estas cualidades las hace redundar en utilidad de todos.
«No penséis –viene a decir– que el combate al que se os llama es de poca importancia y que la causa que se os encomienda es exigua: Vosotros sois la sal de la tierra». ¿Significa esto que ellos restablecieron lo que estaba podrido? En modo alguno. De nada sirve echar sal a lo que ya está podrido. Su labor no fue ésta; lo que ellos hicieron fue echar sal y conservar, así, lo que el Señor había antes renovado y liberado de la fetidez, encomendándoselo después a ellos. Porque liberar de la fetidez del pecado fue obra del poder de Cristo; pero el no recaer en aquella fetidez era obra de la diligencia y esfuerzo de sus discípulos.
¿Te das cuenta de cómo va enseñando gradualmente que éstos son superiores a los profetas? No dice, en efecto, que hayan de ser maestros de Palestina, sino de todo el orbe.
«No os extrañe, pues –viene a decirles–, si, dejando ahora de lado a los demás, os hablo a vosotros solos y os enfrento a tan grandes peligros. Considerad a cuántas y cuán grandes ciudades, pueblos, naciones os he de enviar en calidad de maestros. Por esto, no quiero que seáis vosotros solos prudentes, sino que hagáis también prudentes a los demás. Y muy grande ha de ser la prudencia de aquellos que son responsables de la salvación de los demás, y muy grande ha de ser su virtud, para que puedan comunicarla a los otros. Si no es así, ni tan siquiera podréis bastaros a vosotros mismos.
«En efecto, si los otros han perdido el sabor, pueden recuperarlo por vuestro ministerio; pero, si sois vosotros los que os tornáis insípidos, arrastraréis también a los demás con vuestra perdición. Por esto, cuanto más importante es el asunto que se os encomienda, más grande debe ser vuestra solicitud». Y así, añade: Si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Para que no teman lanzarse al combate, al oír aquellas palabras: Cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo, les dice de modo equivalente: «Si no estáis dispuestos a tales cosas, en vano habéis sido elegidos. Lo que hay que temer no es el mal que digan contra vosotros, sino la simulación de vuestra parte; entonces sí que perderíais vuestro sabor y seríais pisoteados. Pero, si no cejáis en presentar el mensaje con toda su austeridad, si después oís hablar mal de vosotros, alegraos. Porque lo propio de la sal es morder y escocer a los que llevan una vida de molicie.
«Por tanto, estas maledicencias son inevitables y en nada os perjudicarán, antes serán prueba de vuestra firmeza. Mas si, por temor a ellas, cedéis en la vehemencia conveniente, peor será vuestro sufrimiento, ya que entonces todos hablarán mal de vosotros y todos os despreciarán; en esto consiste el ser pisoteado por la gente».
A continuación, propone una comparación más elevada: Vosotros sois la luz del mundo. De nuevo se refiere al mundo, no a una sola nación ni a veinte ciudades, sino al orbe entero; luz que, como la sal de que ha hablado antes, hay que entenderla en sentido espiritual, luz más excelente que los rayos de este sol que nos ilumina. Habla primero de la sal, luego de la luz, para que entendamos el gran provecho que se sigue de una predicación austera, de unas enseñanzas tan exigentes. Esta predicación, en efecto, es como si nos atara, impidiendo nuestra dispersión, y nos abre los ojos al enseñarnos el camino de la virtud. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín. Con estas palabras, insiste el Señor en la perfección de vida que han de llevar sus discípulos y en la vigilancia que han de tener sobre su propia conducta, ya que ella está a la vista de todos, y el palenque en que se desarrolla su combate es el mundo entero.