Cultura de
amor y vida: La familia |
"La familia cristiana: Una buena nueva para el tercer
milenio"
Consejo Pontificio para la Familia
La familia acoge y
anuncia la Palabra
Por su parte la familia
cristiana está insertada de tal forma en el misterio de la Iglesia que
participa, a su manera, en la misión de salvación que es propia de la
Iglesia: acoge y anuncia la Palabra de Dios. Se hace así, cada día más,
una comunidad creyente y evangelizadora.
También a los esposos y padres cristianos se exige la obediencia a la fe
(cf. Rm 16, 26), ya que son llamados a acoger la Palabra del Señor que
les revela la estupenda novedad -la Buena Nueva- de su vida conyugal y
familiar, que Cristo ha hecho santa y santificadora. En efecto,
solamente mediante la fe ellos pueden descubrir y admirar con gozosa
gratitud a qué dignidad ha elevado Dios el matrimonio y la familia,
constituyéndolos en signo y lugar de la alianza de amor entre Dios y los
hombres, entre Jesucristo y la Iglesia esposa suya.
La misma preparación al matrimonio cristiano se califica ya como un
itinerario de fe. Es, en efecto, una ocasión privilegiada para que los
novios vuelvan a descubrir y profundicen la fe recibida en el Bautismo y
alimentada con la educación cristiana. De esta manera reconocen y acogen
libremente la vocación a vivir el seguimiento de Cristo y el servicio al
Reino de Dios en el estado matrimonial.
En la vida diaria de cada jornada
El momento fundamental de la fe
de los esposos está en la celebración del sacramento del matrimonio, que
en el fondo de su naturaleza es la proclamación, dentro de la Iglesia,
de la Buena Nueva sobre el amor conyugal. Es la Palabra de Dios que
"revela" y "culmina" el proyecto sabio y amoroso que Dios tiene sobre
los esposos, llamados a la misteriosa y real participación en el amor
mismo de Dios hacia la humanidad. Si la celebración sacramental del
matrimonio es una proclamación de la Palabra de Dios, hecha dentro y con
la Iglesia, comunidad de creyentes, ha de ser también continuada en la
vida de los esposos y de la familia. En efecto, Dios que ha llamado a
los esposos "al" matrimonio, continúa a llamarlos "en el" matrimonio.
Dentro y a través de los hechos, los problemas, las dificultades, los
acontecimientos de la existencia de cada día, Dios viene a ellos,
revelando y proponiendo las "exigencias" concretas de su participación
en el amor de Cristo por su Iglesia, de acuerdo con la particular
situación -familiar, social y eclesial- en la que se encuentran.
En la medida en que la familia cristiana acoge el Evangelio y madura en
la fe, se hace comunidad evangelizadora. La familia, al igual que la
Iglesia, debe ser un espacio donde el Evangelio es transmitido y desde
donde éste se irradia. Dentro pues de una familia consciente de esta
misión, todos los miembros de la misma evangelizan y son evangelizados.
Los padres no sólo comunican a los hijos el Evangelio, sino que pueden a
su vez recibir de ellos este mismo Evangelio profundamente vivido. Una
familia así se hace evangelizadora de otras muchas familias y del
ambiente en que ella vive.
En el seno del apostolado evangelizador de los seglares, es imposible
dejar de subrayar la acción evangelizadora de la familia. En efecto, la
futura evangelización depende en gran parte de la Iglesia doméstica.
Esta actividad apostólica de la familia está enraizada en el Bautismo y
recibe con la gracia sacramental del matrimonio una nueva fuerza para
transmitir la fe, para santificar y transformar la sociedad actual según
el plan de Dios. El porvenir de la humanidad está en manos de las
familias que saben dar a las generaciones venideras razones para vivir y
razones para esperar.
Signo
de la Alianza Pascual
La Iglesia profesa que
el matrimonio, como sacramento de la alianza de los esposos, es un "gran
misterio", ya que en él se manifiesta el amor esponsal de Cristo por su
Iglesia. Dice san Pablo: "Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo
amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla,
purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra" (Ef 5,
25-26). El Apóstol se refiere aquí al bautismo, del cual trata
ampliamente en la carta a los Romanos, presentándolo como participación
en la muerte de Cristo para compartir su vida (cf. Rm 6, 3-4). En este
sacramento el creyente nace como hombre nuevo, pues el bautismo tiene el
poder de transmitir una vida nueva, la vida misma de Dios. El misterio
de Dios-hombre se compendia, en cierto modo, en el acontecimiento
bautismal: "Jesucristo nuestro Señor, Hijo de Dios -dirá más tarde san
Ireneo, y con él varios Padres de la Iglesia de Oriente y de Occidente-
se hizo hijo del hombre para que el hombre pudiera llegar a ser hijo de
Dios" (cf. Adversus haereses III, 10, 2: PG 7, 873).
Cristo Esposo de la Iglesia
Hay ciertamente un
nuevo modo de presentar la verdad eterna sobre el matrimonio y la
familia a la luz de la nueva alianza. Cristo la reveló en el evangelio,
con su presencia en Caná de Galilea, con el sacrificio de la cruz y los
sacramentos de su Iglesia. Así, los esposos tienen en Cristo un punto de
referencia para su amor esponsal. Al hablar de Cristo esposo de la
Iglesia, san Pablo se refiere de modo análogo al amor esponsal y alude
al libro del Génesis: "Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre
y se unirá a su mujer, y se harán una sola carne" (Gn 2, 24). Éste es el
"gran misterio" del amor eterno ya presente antes en la creación,
revelado en Cristo y confiado a la Iglesia. "Gran misterio es éste
-repite el Apóstol-, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia" (Ef 5, 32).
No se puede, pues, comprender a la Iglesia como cuerpo místico de
Cristo, como signo de la alianza del hombre con Dios en Cristo, como
sacramento universal de salvación, sin hacer referencia al "gran
misterio", unido a la creación del hombre varón y mujer, y a su vocación
para el amor conyugal, a la paternidad y a la maternidad. No existe el
"gran misterio", que es la Iglesia y la humanidad en Cristo, sin el
"gran misterio" expresado en el ser "una sola carne" (cf. Gn 2, 24; Ef
5, 31-32), es decir, en la realidad del matrimonio y de la familia.
Familia, gran misterio
La familia misma es el gran
misterio de Dios. Como "iglesia doméstica", es la esposa de Cristo. La
Iglesia universal, y dentro de ella cada Iglesia particular, se
manifiesta más inmediatamente como esposa de Cristo en la "iglesia
doméstica" y en el amor que se vive en ella: amor conyugal, amor paterno
y materno, amor fraterno, amor de una comunidad de personas y de
generaciones. ¿Acaso se puede imaginar el amor humano sin el esposo y
sin el amor con que él amó primero hasta el extremo? Sólo si participan
en este amor y en este "gran misterio" los esposos pueden amar "hasta el
extremo": o se hacen partícipes del mismo, o bien no conocen
verdaderamente lo que es el amor y la radicalidad de sus exigencias.
Comunidad
de vida y amor
Si la familia cristiana es comunidad cuyos vínculos son renovados por
Cristo mediante la fe y los sacramentos, su participación en la misión
de la Iglesia debe realizarse según una modalidad comunitaria; juntos,
pues, los cónyuges en cuanto pareja, y los padres e hijos en cuanto
familia, han de vivir su servicio a la Iglesia y al mundo. Deben ser en
la fe "un corazón y un alma sola" (Hch 4, 32), mediante el común
espíritu apostólico que los anima y la colaboración que los empeña en
las obras de servicio a la comunidad eclesial y civil.
La familia cristiana edifica además el Reino de Dios en la historia
mediante esas mismas realidades cotidianas que tocan y distinguen su
condición de vida. Es por ello en el amor conyugal y familiar -vivido en
su extraordinaria riqueza de valores y exigencias de totalidad,
unicidad, fidelidad y fecundidad- donde se expresa y realiza la
participación de la familia cristiana en la misión profética, sacerdotal
y real de Jesucristo y de su Iglesia. El amor y la vida constituyen por
lo tanto el núcleo de la misión salvífica de la familia cristiana en la
Iglesia y para la Iglesia.
Familia, sujeto de evangelización
Lo recuerda también el
Concilio Vaticano II cuando dice que la familia hará partícipes a otras
familias, generosamente, de sus riquezas espirituales. Así es como la
familia cristiana, cuyo origen está en el matrimonio, que es imagen y
participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia,
manifestará a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la
auténtica naturaleza de la Iglesia, ya por el amor, la generosa
fecundidad, la unidad y fidelidad de los esposos, ya por la cooperación
amorosa de todos sus miembros.
Participando así en la vida y en la misión eclesial, la familia está
llamada a desempeñar su deber educativo en la Iglesia. Ésta desea educar
sobre todo por medio de la familia, habilitada para ello por el
sacramento, con la correlativa "gracia de estado" y el específico
"carisma" de la comunidad familiar.
La educación religiosa
Uno de los campos en los que la
familia es insustituible es ciertamente el de la educación religiosa,
gracias a la cual la familia crece como "iglesia doméstica". La
educación religiosa y la catequesis de los hijos sitúan a la familia en
el ámbito de la Iglesia como un verdadero sujeto de evangelización y de
apostolado. Se trata de un derecho relacionado íntimamente con el
principio de la libertad religiosa. Las familias, y más concretamente
los padres, tienen la libre facultad de escoger para sus hijos un
determinado modelo de educación religiosa y moral, de acuerdo con las
propias convicciones. Pero incluso cuando confían estos cometidos a
instituciones eclesiásticas o a escuelas dirigidas por personal
religioso, es necesario que su presencia educativa siga siendo constante
y activa.
Sacerdocio
bautismal y catequesis familiar
Aquí es donde se
ejercita de manera privilegiada el sacerdocio bautismal del padre de
familia, de la madre, de los hijos, de todos los miembros de la familia,
en la recepción de los sacramentos, en la oración y en la acción de
gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el amor
que se traduce en obras. El hogar es así la primera escuela de vida
cristiana y escuela del más rico humanismo. Aquí se aprende la paciencia
y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso
reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la
ofrenda de su vida.
La absoluta necesidad de la catequesis familiar surge con singular
fuerza en determinadas situaciones, que la Iglesia constata por
desgracia en diversos lugares: en los lugares donde una legislación
antirreligiosa pretende incluso impedir la educación en la fe, o donde
ha cundido la incredulidad o ha penetrado el secularismo hasta el punto
de resultar prácticamente imposible una verdadera creencia religiosa, la
"Iglesia doméstica" es el único ámbito donde los niños y los jóvenes
pueden recibir una auténtica catequesis.
Apertura a los lejanos
La familia es la Iglesia
doméstica llamada también a ser un signo luminoso de la presencia de
Cristo y de su amor incluso para los "alejados", para las familias que
no creen todavía y para las familias cristianas que no viven
coherentemente la fe recibida. Está llamada con su ejemplo y testimonio
a iluminar a los que buscan la verdad. Así como ya al principio del
cristianismo Aquila y Priscila (cf. Hch 18; Rm 16, 3-4), así la Iglesia
testimonia hoy su incesante novedad y vigor con la presencia de cónyuges
y familias cristianas que, al menos durante un cierto período de tiempo,
van a tierras de misión a anunciar el Evangelio, sirviendo al hombre por
amor de Jesucristo.
Muchas personas viven sin familia humana, con frecuencia a causa de
condiciones de pobreza. Hay quienes viven su situación según el espíritu
de las bienaventuranzas sirviendo a Dios y al prójimo de manera
ejemplar. A todas ellas es preciso abrirles las puertas de los hogares,
"iglesias domésticas" y las puertas de la gran familia que es la
Iglesia. Nadie se sienta sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y
familia de todos, especialmente para cuantos están "fatigados y
agobiados" (Mt 11, 28).
Jesús
permanece con ellos
El don de Jesucristo
no se agota en la celebración del sacramento del matrimonio, sino que
acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su existencia. Jesucristo
permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen
con perpetua fidelidad, como Él mismo amó a la Iglesia y se entregó por
ella... Por ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus
deberes de estado, están fortificados y como consagrados por un
sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y
familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su vida de
fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a
su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación
de Dios.
La vocación universal a la santidad está dirigida también a los cónyuges
y padres cristianos. Para ellos está especificada por el sacramento
celebrado y traducida concretamente en las realidades propias de la
existencia conyugal y familiar. De ahí nacen la gracia y la exigencia de
una auténtica y profunda espiritualidad conyugal y familiar, que ha de
inspirarse en los motivos de la creación, de la alianza, de la cruz, de
la resurrección y del signo.
Testigos del "Evangelio de la familia"
Y como del sacramento derivan
para los cónyuges el don y el deber de vivir cotidianamente la
santificación recibida, del mismo sacramento brotan también la gracia y
el compromiso moral de transformar toda su vida en un continuo
sacrificio espiritual. También a los esposos y padres cristianos, de
modo especial en esas realidades terrenas y temporales que los
caracterizan, se aplican las palabras del Concilio: también los laicos,
como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo
mismo a Dios.
En nuestra época, como en el pasado, no faltan testigos del "evangelio
de la familia", aunque no sean conocidos o no hayan sido proclamados
santos por la Iglesia. Es sobre todo a los testigos a quienes, en la
Iglesia, se confía el tesoro de la familia: a los padres y madres, hijos
e hijas, que a través de la familia han encontrado el camino de su
vocación humana y cristiana, la dimensión del "hombre interior" (Ef 3,
16), de la que habla el Apóstol, y han alcanzado así la santidad. La
Sagrada Familia es el comienzo de muchas otras familias santas. El
Concilio ha recordado que la santidad es la vocación universal de los
bautizados.
Raíz y
fuerza de la alianza conyugal
La Eucaristía
dominical, congregando semanalmente a los cristianos como familia de
Dios entorno a la mesa de la Palabra y del Pan de vida, es también el
antídoto más natural contra la dispersión. Es el lugar privilegiado
donde la comunión es anunciada y cultivada constantemente. Precisamente
a través de la participación eucarística, el día del Señor se convierte
también en el día de la Iglesia.
El deber de santificación de la familia cristiana tiene su primera raíz
en el bautismo y su expresión máxima en la Eucaristía, a la que está
íntimamente unido el matrimonio cristiano.
La Eucaristía es la fuente misma del matrimonio cristiano. En efecto, el
sacrificio eucarístico representa la alianza de amor de Cristo con la
Iglesia, en cuanto sellada con la sangre de la cruz (cf. Jn 19, 34). Y
en este sacrificio de la Nueva y Eterna Alianza los cónyuges cristianos
encuentran la raíz de la que brota, que configura interiormente y
vivifica desde dentro, su alianza conyugal. En cuanto representación del
sacrificio de amor de Cristo por su Iglesia, la Eucaristía es manantial
de caridad. Y en el don eucarístico de la caridad la familia cristiana
halla el fundamento y el alma de su "comunión" y de su "misión", ya que
el Pan eucarístico hace de los diversos miembros de la comunidad
familiar un único cuerpo, revelación y participación de la más amplia
unidad de la Iglesia; además, la participación en el Cuerpo "entregado"
y en la Sangre "derramada" de Cristo se hace fuente inagotable del
dinamismo apostólico de la familia cristiana.
Potencia educativa de la Eucaristía
La Eucaristía es un sacramento
verdaderamente admirable. En él se ha quedado Cristo mismo como alimento
y bebida, como fuente de poder salvífico para nosotros. Nos lo ha dejado
para que tuviéramos vida y la tuviéramos en abundancia (cf. Jn 10, 10):
la vida que tiene él y que nos ha transmitido con el don del Espíritu,
resucitando al tercer día después de la muerte. Es efectivamente para
nosotros la vida que procede de él. Cristo está cerca. Y todavía más, él
es el Emmanuel, Dios con nosotros, cuando os acercáis a la mesa
eucarística. Puede suceder que, como en Emaús, se le reconozca solamente
en la "fracción del pan" (cf. Lc 24, 35). A veces también él está
durante mucho tiempo ante la puerta y llama, esperando que la puerta se
abra para poder entrar y cenar con nosotros (cf. Ap 3, 20). Su última
cena y sus palabras pronunciadas entonces conservan toda la fuerza y la
sabiduría del sacrificio de la cruz. No existe otra fuerza ni otra
sabiduría por medio de las cuales podamos salvarnos y podamos contribuir
a salvar a los demás. No hay otra fuerza ni otra sabiduría mediante las
cuales vosotros, padres, podáis educar a vuestros hijos y también a
vosotros mismos. La fuerza educativa de la Eucaristía se ha consolidado
a través de las generaciones y de los siglos.
Conflictos y
reconciliación en familia
La comunión familiar
puede ser conservada y perfeccionada sólo con un gran espíritu de
sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y generosa disponibilidad de
todos y cada uno a la comprensión, a la tolerancia, al perdón, a la
reconciliación. Ninguna familia ignora que el egoísmo, el desacuerdo,
las tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren
mortalmente la propia comunión: de aquí las múltiples y variadas formas
de división en la vida familiar. Pero al mismo tiempo, cada familia está
llamada por el Dios de la paz a hacer la experiencia gozosa y renovadora
de la "reconciliación", esto es, de la comunión reconstruida, de la
unidad nuevamente encontrada. En particular la participación en el
sacramento de la reconciliación y en el banquete del único Cuerpo de
Cristo ofrece a la familia cristiana la gracia y la responsabilidad de
superar toda división y caminar hacia la plena verdad de la comunión
querida por Dios, respondiendo así al vivísimo deseo del Señor: que
"todos sean una sola cosa" (Jn 17, 21).
Sacramento de la Penitencia y paz en familia
El arrepentimiento y perdón
mutuo dentro de la familia cristiana que tanta parte tienen en la vida
cotidiana, hallan su momento sacramental específico en la Penitencia
cristiana. Respecto de los cónyuges cristianos, así escribía Pablo VI en
la encíclica Humanae vitae: "Y si el pecado les sorprendiese todavía, no
se desanimen, sino que recurran con humilde perseverancia a la
misericordia de Dios, que se concede en el Sacramento de la Penitencia"
(n. 25).
Hay que descubrir a Cristo como mysterium pietatis, en el que Dios nos
muestra su corazón misericordioso y nos reconcilia plenamente consigo.
Éste es el rostro de Cristo que conviene hacer descubrir también a
través del sacramento de la penitencia que, para un cristiano, es el
camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de sus pecados
graves cometidos después del Bautismo.
La celebración de este sacramento adquiere un significado particular
para la vida familiar. En efecto, mientras mediante la fe descubren cómo
el pecado contradice no sólo la alianza con Dios, sino también la
alianza de los cónyuges y la comunión de la familia, los esposos y todos
los miembros de la familia son alentados al encuentro con Dios "rico en
misericordia" (Ef 2, 4), el cual, infundiendo su amor más fuerte que el
pecado, reconstruye y perfecciona la alianza conyugal y la comunión
familiar.
Esta capacidad depende de la gracia divina del perdón y de la
reconciliación, que asegura la energía espiritual para empezar siempre
de nuevo. Precisamente por esto, los miembros de la familia necesitan
encontrar a Cristo en la Iglesia a través del admirable sacramento de la
penitencia y de la reconciliación.
La oración abre al
amor hacia los hermanos
En realidad, el sacerdocio
bautismal de los fieles, vivido en el matrimonio-sacramento, constituye
para los cónyuges y para la familia el fundamento de una vocación,
mediante la cual su misma existencia cotidiana se transforma en
"sacrificio espiritual aceptable a Dios por Jesucristo" (cf. 1 Pe 2, 5).
Las comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas "escuelas
de oración", donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en
petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza,
adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el "arrebato"
del corazón. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparta del
compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre
también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la
historia según el designio de Dios.
La educación de los
hijos a la oración
Los padres cristianos
tienen el deber específico de educar a sus hijos en la plegaria, de
introducirlos progresivamente al descubrimiento del misterio de Dios y
del coloquio personal con Él: sobre todo en la familia cristiana,
enriquecida con la gracia y los deberes del sacramento del matrimonio,
importa que los hijos aprendan desde los primeros años a conocer y a
adorar a Dios y a amar al prójimo según la fe recibida en el bautismo.
La plegaria familiar tiene características propias. Es una oración hecha
en común, marido y mujer juntos, padres e hijos juntos. La comunión en
la plegaria es a la vez fruto y exigencia de esa comunión que deriva de
los sacramentos del bautismo y del matrimonio. Elemento fundamental e
insustituible de la educación a la oración es el ejemplo concreto, el
testimonio vivo de los padres; sólo orando junto con sus hijos, el padre
y la madre, mientras ejercen su propio sacerdocio real, calan
profundamente en el corazón de sus hijos, dejando huellas que los
posteriores acontecimientos de la vida no lograrán borrar.
Es significativo que, precisamente en la oración y mediante la oración,
el hombre descubra de manera sencilla y profunda su propia subjetividad
típica: en la oración el "yo" humano percibe más fácilmente la
profundidad de su ser como persona. Esto es válido también para la
familia, que no es solamente la "célula" fundamental de la sociedad,
sino que tiene también su propia subjetividad, la cual encuentra
precisamente su primera y fundamental confirmación y se consolida cuando
sus miembros invocan juntos: "Padre nuestro". La oración refuerza la
solidez y la cohesión espiritual de la familia, ayudando a que ella
participe de la "fuerza" de Dios.
La oración en familia
y la oración litúrgica
Una finalidad importante de la
plegaria de la Iglesia doméstica es la de constituir para los hijos la
introducción natural a la oración litúrgica propia de toda la Iglesia.
De aquí deriva la necesidad de una progresiva participación de todos los
miembros de la familia cristiana en la Eucaristía, sobre todo los
domingos y días festivos, y en los otros sacramentos, de modo particular
en los de la iniciación cristiana de los hijos.
La Liturgia es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al
mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza. Por tanto, es el
lugar privilegiado de la catequesis del Pueblo de Dios. La catequesis
está intrínsecamente unida a toda la acción litúrgica y sacramental,
porque es en los sacramentos, y sobre todo en la Eucaristía, donde
Jesucristo actúa en plenitud para la transformación de los hombres.
La familia: sujeto
social
En efecto, la familia
es una comunidad de personas, para las cuales el propio modo de existir
y vivir juntos es la comunión: communio personarum (comunión de
personas). Por eso la familia es la primera y fundamental escuela de
socialidad; como comunidad de amor, encuentra en el don de sí misma la
ley que la rige y hace crecer. El don de sí, que inspira el amor mutuo
de los esposos, se pone como modelo y norma del don de sí que debe haber
en las relaciones entre hermanos y hermanas, y entre las diversas
generaciones que conviven en la familia. La comunión y la participación
vivida cotidianamente en la casa, en los momentos de alegría y de
dificultad, representa la pedagogía más concreta y eficaz para la
inserción activa, responsable y fecunda de los hijos en el horizonte más
amplio de la sociedad.
Todo niño es un don a los hermanos, hermanas, padres, a toda la familia.
Su vida se convierte en don para los mismos donantes de la vida, los
cuales no dejarán de sentir la presencia del hijo, su participación en
la vida de ellos, su aportación a su bien común y al de la comunidad
familiar. Verdad, ésta, que es obvia en su simplicidad y profundidad, no
obstante la complejidad, y también la eventual patología, de la
estructura psicológica de ciertas personas. El bien común de toda la
sociedad está en el hombre que, como se ha recordado, es "el camino de
la Iglesia".
La misma experiencia de comunión y participación, que debe caracterizar
la vida diaria de la familia, representa su primera y fundamental
aportación a la sociedad. Las relaciones entre los miembros de la
comunidad familiar están inspiradas y guiadas por la ley de la
"gratuidad" que, respetando y favoreciendo en todos y cada uno la
dignidad personal como único título de valor, se hace acogida cordial,
encuentro y diálogo, disponibilidad desinteresada, servicio generoso y
solidaridad profunda.
Primera escuela de
socialidad
Así la promoción de una
auténtica y madura comunión de personas en la familia se convierte en la
primera e insustituible escuela de socialidad, ejemplo y estímulo para
las relaciones comunitarias más amplias en un clima de respeto,
justicia, diálogo y amor. De este modo la familia constituye el lugar
natural y el instrumento más eficaz de humanización y de personalización
de la sociedad: colabora de manera original y profunda en la
construcción del mundo, haciendo posible una vida propiamente humana, en
particular custodiando y transmitiendo las virtudes y los "valores".
Como consecuencia, de cara a una sociedad que corre el peligro de ser
cada vez más despersonalizada y masificada, y por tanto inhumana y
deshumanizadora, con los resultados negativos de tantas formas de
"evasión" -como son, por ejemplo, el alcoholismo, la droga y el mismo
terrorismo-, la familia posee y comunica todavía hoy energías
formidables capaces de sacar al hombre del anonimato, de mantenerlo
consciente de su dignidad personal, de enriquecerlo con profunda
humanidad y de inserirlo activamente con su unicidad e irrepetibilidad
en el tejido de la sociedad.
Derechos de la
familia y derecho a la vida
La solidaridad requiere también
ser llevada a cabo mediante formas de participación social y política.
En consecuencia, servir el Evangelio de la vida supone que las familias,
participando especialmente en asociaciones familiares, trabajen para que
las leyes e instituciones del Estado no violen de ningún modo el derecho
a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural, sino que la
defiendan y promuevan.
La Carta de los Derechos de la Familia, evidentemente, se dirige también
a las familias mismas: ella trata de fomentar en el seno de aquéllas la
conciencia de la función y del puesto irreemplazable de la familia;
desea estimular a las familias a unirse para la defensa y la promoción
de sus derechos; las anima a cumplir su deber de tal manera que el papel
de la familia sea más claramente comprendido y reconocido en el mundo
actual.
Apertura solidaria a
todos los hombres como hermanos
Animada y sostenida
por el mandamiento nuevo del amor, la familia cristiana vive la acogida,
el respeto, el servicio a cada hombre, considerado siempre en su
dignidad de persona y de hijo de Dios. La caridad va más allá de los
propios hermanos en la fe, ya que "cada hombre es mi hermano"; en cada
uno, sobre todo si es pobre, débil, si sufre o es tratado injustamente,
la caridad sabe descubrir el rostro de Cristo y un hermano a amar y
servir. La familia cristiana se pone al servicio del hombre y del mundo,
actuando de verdad aquella "promoción humana": otro cometido de la
familia es el de formar los hombres al amor y practicar el amor en toda
relación humana con los demás, de tal modo que ella no se encierre en sí
misma, sino que permanezca abierta a la comunidad, inspirándose en un
sentido de justicia y de solicitud hacia los otros, consciente de la
propia responsabilidad hacia toda la sociedad.
En especial hay que destacar la importancia cada vez mayor que en
nuestra sociedad asume la hospitalidad, en todas sus formas, desde el
abrir la puerta de la propia casa, y más aún la del propio corazón, a
las peticiones de los hermanos, al compromiso concreto de asegurar a
cada familia su casa, como ambiente natural que la conserva y la hace
crecer. Sobre todo, la familia cristiana está llamada a escuchar el
consejo del Apóstol: "Sed solícitos en la hospitalidad" (Rm 12,13), y
por consiguiente en practicar la acogida del hermano necesitado,
imitando el ejemplo y compartiendo la caridad de Cristo: "El que diere
de beber a uno de estos pequeños sólo un vaso de agua fresca porque es
mi discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa" (Mt 10,
42).
La injusta distribución del bienestar entre los países desarrollados y
aquellos en vías de desarrollo, entre ricos y pobres al interior de una
misma nación, el uso de los recursos naturales a favor de unos pocos, el
analfabetismo masivo, la permanencia y el resurgimiento del racismo, el
nacimiento de conflictos étnicos y conflictos armados tienen, por los
general, un efecto devastador sobre la familia.
El servicio a los
pequeños, débiles y pobres
El servicio al Evangelio de la
vida se expresa en la solidaridad. Una expresión particularmente
significativa de solidaridad entre las familias es la disponibilidad a
la adopción o a la acogida temporal de niños abandonados por sus padres
o en situaciones de grave dificultad. El verdadero amor paterno y
materno va más allá de los vínculos de carne y sangre acogiendo incluso
a niños de otras familias, ofreciéndoles todo lo necesario para su vida
y pleno desarrollo.
Los Padres de la Iglesia han hablado de la familia como "iglesia
doméstica", como "pequeña iglesia". "Estar juntos" como familia, ser los
unos para los otros, crear un ámbito comunitario para la afirmación de
cada hombre como tal, de "este" hombre concreto. A veces puede tratarse
de personas con limitaciones físicas o psíquicas, de las cuales prefiere
liberarse la sociedad llamada "progresista". Incluso la familia puede
llegar a comportarse como dicha sociedad. De hecho lo hace cuando se
libra fácilmente de quien es anciano o está afectado por malformaciones
o sufre enfermedades. Se actúa así porque falta la fe en aquel Dios por
el cual "todos viven" (Lc 20, 38) y están llamados a la plenitud de la
vida.
La preparación de los
hijos al matrimonio
Son notables los
esfuerzos e iniciativas emprendidas por la Iglesia de cara a la
preparación para el matrimonio, por ejemplo, los cursillos
prematrimoniales. Todo esto es válido y necesario; pero no hay que
olvidar que la preparación para la futura vida de pareja es cometido
sobre todo de la familia. Ciertamente, sólo las familias espiritualmente
maduras pueden afrontar de manera adecuada esta tarea. Por esto se
subraya la exigencia de una particular solidaridad entre las familias,
que puede expresarse mediante diversas formas organizativas, como las
asociaciones de familias para las familias. La institución familiar sale
reforzada de esta solidaridad, que acerca entre sí no sólo a los
individuos, sino también a las comunidades, comprometiéndolas a rezar
juntas y a buscar con la ayuda de todos las respuestas a las preguntas
esenciales que plantea la vida. ¿No es ésta una forma maravillosa de
apostolado de las familias entre sí? Es importante que las familias
traten de construir entre ellas lazos de solidaridad. Esto, sobre todo,
les permite prestarse mutuamente un servicio educativo común: los padres
son educados por medio de otros padres, los hijos por medio de otros
hijos. Se crea así una peculiar tradición educativa, que encuentra su
fuerza en el carácter de "iglesia doméstica", que es propio de la
familia.
Acompañar las jóvenes
familias
Esto vale sobre todo para las
familias jóvenes, las cuales, encontrándose en un contexto de nuevos
valores y de nuevas responsabilidades, están más expuestas,
especialmente en los primeros años de matrimonio, a eventuales
dificultades, como las creadas por la adaptación a la vida en común o
por el nacimiento de hijos. Los cónyuges jóvenes sepan acoger
cordialmente y valorar inteligentemente la ayuda discreta, delicada y
valiente de otras parejas que desde hace tiempo tienen ya experiencia
del matrimonio y de la familia. De este modo, en seno a la comunidad
eclesial -gran familia formada por familias cristianas- se actuará un
mutuo intercambio de presencia y de ayuda entre todas las familias,
poniendo cada una al servicio de las demás la propia experiencia humana,
así como también los dones de fe y de gracia. Animada por verdadero
espíritu apostólico esta ayuda de familia a familia constituirá una de
las maneras más sencillas, más eficaces y más al alcance de todos para
transfundir capilarmente aquellos valores cristianos, que son el punto
de partida y de llegada de toda cura pastoral. De este modo las jóvenes
familias no se limitarán sólo a recibir, sino que a su vez, ayudadas
así, serán fuente de enriquecimiento para las otras familias, ya desde
hace tiempo constituidas, con su testimonio de vida y su contribución
activa.
En la acción pastoral hacia las familias jóvenes, la Iglesia deberá
reservar una atención específica con el fin de educarlas a vivir
responsablemente el amor conyugal en relación con sus exigencias de
comunión y de servicio a la vida, así como a conciliar la intimidad de
la vida de casa con la acción común y generosa para edificación de la
Iglesia y la sociedad humana. Cuando, por el advenimiento de los hijos,
la pareja se convierte en familia, en sentido pleno y específico, la
Iglesia estará aún más cercana a los padres para que acojan a sus hijos
y los amen como don recibido del Señor de la vida, asumiendo con alegría
la fatiga de servirlos en su crecimiento humano y cristiano.
Familia y vida,
binomio inseparable
Es, pues, decisiva la
responsabilidad de la familia: es una responsabilidad que brota de su
propia naturaleza -la de ser comunidad de vida y de amor, fundada sobre
el matrimonio- y de su misión de custodiar, revelar y comunicar el amor.
Se trata del amor mismo de Dios, cuyos colaboradores y como intérpretes
en la transmisión de la vida y en su educación según el designio del
Padre son los padres. Es, pues, el amor que se hace gratuidad, acogida,
entrega: en la familia cada uno es reconocido, respetado y honrado por
ser persona y, si hay alguno más necesitado, la atención hacia él es más
intensa y viva.
La familia está llamada a esto a lo largo de la vida de sus miembros,
desde el nacimiento hasta la muerte. La familia es verdaderamente el
santuario de la vida..., el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser
acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a
que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un
auténtico crecimiento humano. Por esto, el papel de la familia en la
edificación de la cultura de la vida es determinante e insustituible.
Como iglesia doméstica, la familia está llamada a anunciar, celebrar y
servir el Evangelio de la vida. Es una tarea que corresponde
principalmente a los esposos, llamados a transmitir la vida, siendo cada
vez más conscientes del significado de la procreación, como
acontecimiento privilegiado en el cual se manifiesta que la vida humana
es un don recibido para ser a su vez dado. En la procreación de una
nueva vida los padres descubren que el hijo, si es fruto de su recíproca
donación de amor, es a su vez un don para ambos: un don que brota del
don.
Educar los hijos al
respeto a la vida
Es principalmente mediante la
educación de los hijos como la familia cumple su misión de anunciar el
Evangelio de la vida. Con la palabra y el ejemplo, en las relaciones y
decisiones cotidianas, y mediante gestos y expresiones concretas, los
padres inician a sus hijos en la auténtica libertad, que se realiza en
la entrega sincera de sí, y cultivan en ellos el respeto del otro, el
sentido de la justicia, la acogida cordial, el diálogo, el servicio
generoso, la solidaridad y los demás valores que ayudan a vivir la vida
como un don.
Aun en medio de las dificultades, hoy a menudo agravadas, de la acción
educativa, los padres deben formar a los hijos con confianza y valentía
en los valores esenciales de la vida humana. Los hijos deben crecer en
una justa libertad ante los bienes materiales, adoptando un estilo de
vida sencillo y austero, convencidos de que el hombre vale más por lo
que es que por lo que tiene.
La tarea educadora de los padres cristianos debe ser un servicio a la fe
de los hijos y una ayuda para que ellos cumplan la vocación recibida de
Dios. Pertenece a la misión educativa de los padres enseñar y
testimoniar a los hijos el sentido verdadero del sufrimiento y de la
muerte. Lo podrán hacer si saben estar atentos a cada sufrimiento que
encuentren a su alrededor y, principalmente, si saben desarrollar
actitudes de cercanía, asistencia y participación hacia los enfermos y
ancianos dentro del ámbito familiar.
Plegaria por la
Familia
Oh Dios, de quien
procede toda paternidad en el cielo y en la tierra,
Padre, que eres Amor y Vida,
haz que cada familia humana sobre la tierra se convierta,
por medio de tu Hijo, Jesucristo, "nacido de Mujer",
y mediante el Espíritu Santo, fuente de caridad divina,
en verdadero santuario de la vida y del amor
para las generaciones que siempre se renuevan.
Haz que tu gracia guíe los pensamientos y las obras de los esposos
hacia el bien de sus familias
y de todas las familias del mundo.
Haz que las jóvenes generaciones encuentren en la familia
un fuerte apoyo para su humanidad
y su crecimiento en la verdad y en el amor.
Haz que el amor
corroborado por la gracia del sacramento del matrimonio,
se demuestre más fuerte que cualquier debilidad y cualquier crisis,
por las que a veces pasan nuestras familias.
Haz finalmente,
te lo pedimos por intercesión de la Sagrada Familia de Nazaret,
que la Iglesia en todas las naciones de la tierra
pueda cumplir fructíferamente su misión
en la familia y por medio de la familia.
Tú, que eres la vida, la Verdad y el Amor,
en la unidad del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
(Juan Pablo II)
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BIBLIOGRAFÍA
Concilio Vaticano II, Constitución pastoral "Gaudium et spes" (7 de
dicembre de 1965)
Pablo VI, Exhortación apostólica "Evangelii nuntiandi" (8 de diciembre
de 1975)
Juan Pablo II, Exhortación apostólica "Familiaris consortio" (22 de
noviembre de 1981)
Carta de los Derechos de la Familiade la Santa Sede (22 de octubre de
1983)
Catecismo de la Iglesia Católica(21 de noviembre de 1992)
Juan Pablo II, Carta a las Familias "Gratissimam sane" (2 de febrero de
1994)
Juan Pablo II, Carta Encíclica "Evangelium vitae" (25 de marzo de 1995
Juan Pablo II, Carta apostólica "Novo Millennio Ineunte" (6 de enero de
2001)
Esta página es obra de Las Siervas de los Corazones
Traspasados de Jesús y María
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