Hna. Maria José del Rostro Sufriente
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¿Por dónde comenzar? Para poder hablar de la llamada del Señor, tengo que comenzar relatando cómo Él, en su infinita misericordia, me hizo regresar a la Iglesia Católica. Sólo después podré hablar sobre el llamado a la vocación religiosa.
Fui bautizada en la Iglesia Católica el día 16 de Octubre de 1966, día de Santa Margarita María Alacoque. Por circunstancias familiares, mi madre se hizo miembro de la Iglesia Bautista, y con ella mi hermano y yo comenzamos a ir a tal Iglesia desde pequeños. Pudiera decir que desde los seis años. Toda mi formación religiosa estaba basada en lo que nos enseñaban en la escuela dominical y las oraciones y lecturas de la Biblia que nos hacía nuestra madre a mí hermano y a mi antes de dormir. Fui creciendo en el amor a Dios, a su palabra; y al mismo tiempo vivía con un rechazo hacia la Iglesia Católica y un deseo de convertir a todos los católicos a la Iglesia Bautista.
Me Gustaba mucho leer la Sagrada Escritura, libros que me animaban a la oración y al trato con Dios. Tratábamos de no faltar a las noches de culto y los domingos a la Escuela Dominical. Todos los veranos asistía a los campamentos de verano donde aumentaba en mi corazón mi amor y celo por Dios. De esta forma se iba formando en mi corazón el deseo de ser un día “misionera” y llevar la Palabra de Dios al África o algún lugar donde no conocieran a Jesús.
De la Iglesia Bautista pasamos a la Evangélica. Y ahí, en mis años de adolescente, se me continuaba inculcando el rechazo hacia todo lo que tuviera que ver con la Iglesia Católica, especialmente con la Eucaristía y la Virgen María. Pasaron los años. Falleció mi padre cuando yo tenía quince años, y este fue un tiempo difícil, pero nos sostuvo la fe y el amor al Señor. Al entrar en la Universidad, estudiaba Tecnología Médica, aunque mi sueño era ser médico. En este tiempo, conocí a varias amigas católicas, que me apoyaron mucho; pero no podíamos tocar el tema de la religión, porque mantenía todavía en mi corazón mucho rechazo y aversión a la Iglesia Católica. Estamos entre los años 1984-1985. Al entrar en la Universidad, comenzaron a cambiar mis prioridades y, aunque continuaba orando y leyendo la Biblia, ya no asistía a la Iglesia porque los estudios ocupaban todo mi tiempo.
En el verano de 1985, se me presentó la oportunidad de estudiar fuera de mi país. Todas las puertas se abrieron y por dos años estuve estudiando en una Universidad en Puerto Rico. En este período, lo que quedaba de mi vida de oración y de lectura de la Biblia se perdió por completo. Mis intereses eran otros y me alejé de Dios. Sin embargo, en su infinito amor, Él nunca se alejó de mí. Todo lo contrario: muy pronto descubriría la inmensidad de su amor y misericordia por mí.
En el año de 1987, una enfermedad de mi abuelo paterno me hizo regresar a República Dominicana.
¡Bendita enfermedad! Se me abrieron las puertas para entrar en la escuela de medicina, y así lo hice. Finalmente estaba estudiando lo que anhelaba mi corazón desde siempre: ser médico, para poder ayudar a otros.
Pero los planes del Señor comenzaron a desvelarse. Volví a estar en contacto con mis amigas católicas, quienes me invitaron a un grupo de oración carismático. Asistí, la primera vez, con muchas reservas. Mi corazón y pensamientos estaban llenos de prejuicios en contra de la Iglesia, y esa barrera me impedía ver con claridad. Sin embargo, esa noche mi corazón experimentó una profunda paz, y un deseo de volver a estar cerca de Dios invadió mi corazón.
Unas semanas más tarde, me volvieron a invitar, y accedí a ir. En esta ocasión, el Señor había designado el momento de tocar mi corazón con su gracia. Esa noche predicaron acerca de la parábola del hijo pródigo, y esta palabra penetró de tal forma mi corazón que sentí la voz de Dios, que me hacía saber que yo era esa hija pródiga que en esa noche Él estaba llamando de nuevo hacia sí. Experimenté en mi corazón el amor de Dios tan profundamente que no podía parar de llorar. Y fue tanto lo que me movió que, cuando pidieron testimonios, me paré, tomé el micrófono y dije estas palabras: “Esta noche he sentido que Dios me ha hablado y que yo soy esa hija pródiga que Él esta llamando”.
En esa reunión, que ocurrió a principios del mes de Octubre de 1987, se anunció un retiro de tres días, y pensé en mi interior: “voy a ir, no creo que me haga daño; además, necesito descanso”. El retiro fue el fin de semana del 23 al 25 de Octubre del mismo año. Fueron días que jamás olvidaré, porque cambiaron mi vida para siempre.
Muchas cosas sucedieron durante ese fin de semana. El Señor, con su infinita misericordia y bondad, fue poco a poco atrayéndome con “lazos de amor”, como dice el profeta. Fue su Corazón Eucarístico el que se me reveló y el que me cautivó. Me explico mejor. Después de una larga jornada de charlas, en las que no podía parar de llorar, porque sentía cómo Dios me hablaba al corazón, se anunció la gran sorpresa de la noche: habría exposición del “Santísimo” toda la noche, y aquel que se quisiera quedar podía hacerlo. Esa fue la primera vez en mi vida que escuché la palabra “Santísimo”. No tenía la menor idea de qué estaban hablando; pero yo no iba a preguntar, sino que, simplemente decidí que si no me gustaba, feura lo que fuera eso, me iría a dormir.
¡Qué sorpresa me tenía preparada el Señor! Antes de la celebración de la Santa Misa, los presentes estaban confesándose. Me parece que todos los que fueron al retiro se confesaron, menos yo. Sin embargo, mientras les veía pasar uno por uno, algo estaba sucediendo en mi corazón. Tenía deseos de acercarme también yo y de hablar con el sacerdote; pero ¡qué locura! Yo, siendo protestante, no podía hacer eso. Eso, para mi, era imposible. Un poco más tarde, comenzó la Santa Misa, y, en el momento de la comunión, mi corazón sintió un deseo muy grande de comulgar. Sin embargo, sabía que no podía hacerlo, porque no era Católica. ¡Qué gracia! Dios se me iba revelando a través de los Sacramentos. Mi alma, sedienta y hambrienta de Dios, por un movimiento de la gracia reconocía, aunque no consientemente, la presencia del “Pan de Vida”.
Al terminar la Eucaristía viene el gran momento: la exposición del Santísimo. Mientras miraba cómo preparaban el Altar, me retiré hacia la parte de atrás, con la intención de esperar a ver qué era y después irme a dormir. Pero qué gracia tan inmerecida me tenía reservada el Señor. No me cansaré nunca de darle gracias. Mientras tenga vida, siempre le agradeceré al Señor esto que yo llamo su primer acto misericordioso para conmigo: cuando metieron la Hostia Consagrada en la Custodia, y la pusieron en el Altar, lo único que pude hacer fue caer de rodillas. En ese momento, cuando contemplé por primera vez en mis 21 años de vida a Jesús Sacramentado, supe de repente que estaba en la presencia de mi Dios, de Jesús, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Reconozco que fue una gracia infusa en mi alma en ese momento, y puedo decir que, desde ese día hasta hoy, 16 años más tarde, jamás he dudado de la presencia real de Jesús en la Eucaristía. ¡Bendita la noche que me reveló a mi Salvador, escondido en la Hostia Consagrada!
Al día siguiente, le dije al Señor que se hiciera en mí su voluntad, como dijo María Santísima. Pero todavía el Señor no había terminado la obra que él quería realizar en mí. Llegó el momento de la predicación acerca de la Virgen María, el segundo punto de mayor dificultad en mi corazón. Mientras el predicador hablaba, repetía estas palabras “¡Y aquí hay alguien al que no le está gustando lo que estoy diciendo, pero tengo que decirlo, porque esta es mi fe y la verdad!”
Al oír repetidamente estas palabras, pensé: “Todas estas personas saben que soy protestante, y por eso están diciendo todo esto”. La charla terminó, y al acercarme a la amiga que me había acompañado la encontré llorando y le pregunté el porqué. Ella me dijo: “ ¿No oíste lo que estaban diciendo en la charla?” Y le respondí que sí, que probablemente me lo estaba diciendo a mí, porque sabía que era protestante. Entonces, mi amiga me miró y me dijo: “Tengo algo que decirte: Cuando me entregaste la ficha para el retiro, me fijé que habías respondido a la pregunta de que si se tenía alguna afiliación a otra iglesia que se escribiera el nombre, y tu pusiste Evangélica. Cuando leí eso, rompí esa ficha y llené otra, en la que no puse nada en referencia a eso. Por eso lloro, porque Dios te ha estado hablando”. Al ella confesarme esto, la teoría que me había hecho de que todos sabían que era protestante, se me vino abajo, y comencé a llorar, porque estaba convencida de que Dios me había hablado.
En ese momento, me levanté, busqué al sacerdote, y durante dos horas estuve hablando con él. Puedo decir que esa fue mi primera confesión. Él me ayudó, me preparó durante unos meses y, cuando estaba ya lista, me dio mi primera comunión, día que tampoco olvidaré. Después de esto, me fui involucrando cada vez más en la Renovación, trabajando donde me necesitasen y buscando llevar a otros lo que yo había recibido. Pasaron tres años, desde este encuentro con Jesús y mi regreso a la Iglesia, cuando el Señor, en su plan misericordioso para mi vida, vio conveniente el revelarme su elección para ser toda suya.
Por mi mente nunca pasó la idea de ser religiosa, hasta el mes de mayo de 1990. De las manos de María regresé a la Iglesia y de las manos de María se me reveló la vocación. Recuerdo que estaba en exámenes finales, en mi octavo semestre de la escuela de medicina, y un día de repente hubo un cambio en mi corazón. Ya no quería ser médico; sentía que Dios quería algo más de mi, pero no podía darle nombre. Lo que sucedió esa mañana del mes de mayo, fue el culmen de todo un proceso de tres años, en los que el Señor con su amor y delicadeza fue moldeando y preparando mi corazón para la revelación de su designio de amor.
Corrí a la casa de mi mejor amiga, y le expliqué entre lágrimas lo que me estaba pasando y que me sentía confundida. Toda la vida soñé con ser médico, y ahora sentía con gran convicción interior que eso no era lo que Dios quería. Veía que lo que él quería era que fuese toda suya. Mi amiga me miró y me dijo: “Todo este tiempo he sabido que Dios deseaba que fueras religiosa, pero no podía decírtelo hasta que tu misma no lo descubrieras por ti misma”. Cuando escuché sus palabras, éstas resonaron fuertemente en mi corazón, y fue como si me despertara de un sueño. Sí, entendí que Dios quería que fuese religiosa. El me lo había revelado desde niña; pero, como no conocía la vida religiosa, mi ideal era entregarme a Dios siendo “misionera”.
Todo quedó en su sitio, la paz invadió mi corazón, y, después de visitar a mi directora espiritual y recibir la misma confirmación, le dije al Señor que hiciera en mí su voluntad. Me retiré un semestre de la universidad, para tener más tiempo para orar y ver que quería Dios. ¡Sorpresa! Ese mismo verano el Señor me concedería la gracia de conocer a mi Madre Fundadora y a las primeras hermanas de nuestra congregación. En el mes de Julio, el día 13, sucedió el encuentro que marcaría para siempre esta nueva etapa de mi vida, que todavía hoy se sigue desarrollando. Los caminos de Dios son tan misteriosos y al mismo tiempo, tan claros cuando Él los revela.
Este encuentro fue guiado por la mano materna de María Santísima. ¿Por qué digo esto? El 13 de Julio es el día de la fiesta de María Rosa Mística, Madre de las almas consagradas. Es una advocación que es muy amada de mi corazón. Mi encuentro con ella no puedo relatarlo ahora, porque no terminaría nunca.
El Señor abrió las puertas para que, en el mes de Septiembre de ese mismo año (1990), pudiera visitar la comunidad. Visité la congregación con un corazón expectante, esperando que el Señor me indicara su deseo. El día 15 de Septiembre, día de Nuestra Señora la Virgen Dolorosa, recibí la convicción en mi corazón de que ésta era la Congregación donde el Señor quería hacer crecer y fructificar la semilla de mi vocación. Me acerqué a nuestra Madre Fundadora, y ante el Santísimo Sacramento le pedí que me aceptara en la comunidad, a lo que ella sabiamente respondió: “oraré, y te daré la respuesta antes de que regreses a Santo Domingo.”
Después de ese momento, los días me parecían interminables. Sin embargo, el Señor quería probar mi paciencia. No fue hasta unos pocos días antes de mi regreso a mi país cuando la Madre me comunicó el resultado de su oración: “He orado, y estoy convencida de la autenticidad de tu vocación y de que el Señor quiere que vivas esta aventura de amor en nuestra comunidad”. ¡Bendito sea Dios! Su voluntad se estaba realizando.
Regresé a Santo Domingo con el fin de dejar todas mis cosas arregladas, ya que regresaría a Miami el día 3 de Noviembre para iniciar mi proceso de incorporación a la comunidad. El Señor no escatimó en su amor y el don precioso que me había concedido necesitaba ser purificado más. Al regresar, comuniqué mi decisión a mi madre que, a pesar de que su corazón quedó traspasado de dolor, no puso ningún impedimento. Al contrario, recordó que, cuando nací, me había ofrecido al Señor, para que fuera toda de Él, y así me lo dijo. También se lo comuniqué a mi abuela paterna, con quien vivía en ese momento, y ella sólo me dijo que no pensaba que iba a ser algo duradero.
El Señor quiso que ella se enfermara de gravedad. Recuerdo bien que era la primera semana del mes de Octubre, mes del Santo Rosario, mes en el que hacía tres años atrás el Señor, en el Año Mariano, me había atraído de nuevo a la Iglesia. Sí, mi vocación necesitaba ser probada. Después de recuperarse de esa gravedad inicial, a la semana de haber salido del hospital, tuve que regresar con ella, ya que sufrió un ataque masivo al corazón. Ante esta realidad, mi corazón se dividía, puesto que, si se recuperaba, ella iba a necesitar de quien la cuidara, y, siendo yo la única nieta, me tocaría a mi tal labor. Sin embargo, en ese tiempo me mantenía firme, por la gracia de Dios, y nunca quise cambiar la fecha de mi regreso a la Comunidad, pues sentía en mi corazón que, si lo hacía, no haría ese viaje nunca.
Oré, esperé y confié en el Señor. Me costó abandonarme a su voluntad. No tenía control ninguno sobre las circunstancias. Sin embargo, su gracia me sostuvo y me dio fortaleza y firmeza. Tres días estuvo en cuidado intensivo. Al tercer día, 15 de Octubre, día de Santa Teresa de Jesús, el Señor vino a recoger a mi abuela. Se hizo su voluntad. Después de los servicios funerales, regalé todas mis pertenencias y me preparé para mi regreso a la Comunidad.
El día 3 de Noviembre de 1990, por la tarde, estaba en el seno de la Congregación que el Señor escogió para que en ella creciera y se desarrollara la semilla que Él un día sembró en mi alma y corazón. La semilla de la vocación de ser sacrificio vivo de reparación y consolación a los Corazones traspasados de Jesús y María. Han pasado ya trece años, y aún parece que fue ayer. Trece años en los que cada día le doy gracias al Señor por haber manifestado su misericordia para conmigo.
¡Qué gracia tan inmerecida! Ser llamada a participar del don de pertenecer a una obra que Su Corazón traspasado ha querido dar a la Iglesia y al mundo a través del Corazón Inmaculado y traspasado de María. Que el Señor me conceda serle siempre fiel.
¡Todo por el Corazón de Jesús, a través del Corazón de María! Totus tuus.