CARTA ENCÍCLICA
UT UNUM SINT
(Que Todos Sean Uno)
SOBRE EL EMPEÑO ECUMÉNICO
DEL SANTO PADRE  JUAN PABLO II

Este documento abarca dos archivos:
el presente y Ut Unum Sint 2

Introducción

1. Ut unum sint! La llamada a la unidad de los cristianos, que el Concilio Ecuménico Vaticano II ha renovado con tan vehemente anhelo, resuena con fuerza cada vez mayor en el corazón de los creyentes, especialmente al aproximarse el Año Dos mil que será para ellos un Jubileo sacro, memoria de la Encarnación del Hijo de Dios, que se hizo hombre para salvar al hombre.

El valiente testimonio de tantos mártires de nuestro siglo, pertenecientes también a otras Iglesias y Comunidades eclesiales no en plena comunión con la Iglesia católica, infunde nuevo impulso a la llamada conciliar y nos recuerda la obligación de acoger y poner en práctica su exhortación. Estos hermanos y hermanas nuestros, unidos en el ofrecimiento generoso de su vida por el Reino de Dios, son la prueba más significativa de que cada elemento de división se puede trascender y superar en la entrega total de uno mismo a la causa del Evangelio.

Cristo llama a todos sus discípulos a la unidad. Me mueve el vivo deseo de renovar hoy esta invitación, de proponerla de nuevo con determinación, recordando cuanto señalé en el Coliseo romano el Viernes Santo de 1994, al concluir la meditación del Vía Crucis, dirigida por las palabras del venerable hermano Bartolomé, Patriarca ecuménico de Constantinopla. En aquella circunstancia afirmé que, unidos en el seguimiento de los mártires, los creyentes en Cristo no pueden permanecer divididos. Si quieren combatir verdadera y eficazmente la tendencia del mundo a anular el Misterio de la Redención, deben profesar juntos la misma verdad sobre la Cruz.1 ¡La Cruz! La corriente anticristiana pretende anular su valor, vaciarla de su significado, negando que el hombre encuentre en ella las raíces de su nueva vida; pensando que la Cruz no pueda abrir ni perspectivas ni esperanzas: el hombre, se dice, es sólo un ser terrenal que debe vivir como si Dios no existiese.

2. A nadie escapa el desafío que todo esto supone para los creyentes. Ellos deben aceptarlo. En efecto, ¿cómo podrían negarse a hacer todo lo posible, con la ayuda de Dios, para derribar los muros de la división y la desconfianza, para superar los obstáculos y prejuicios que impiden el anuncio del Evangelio de la salvación mediante la Cruz de Jesús, único Redentor del hombre, de cada hombre?

Doy gracias a Dios porque nos ha llevado a avanzar por el camino difícil, pero tan rico de alegría, de la unidad y de la comunión entre los cristianos. El diálogo interconfesional a nivel teológico ha dado frutos positivos y palpables; esto anima a seguir adelante.

Sin embargo, además de las divergencias doctrinales que hay que resolver, los cristianos no pueden minusvalorar el peso de las incomprensiones ancestrales que han heredado del pasado, de los malentendidos y prejuicios de los unos contra los otros. No pocas veces, además, la inercia, la indiferencia y un insuficiente conocimiento recíproco agravan estas situaciones. Por este motivo, el compromiso ecuménico debe basarse en la conversión de los corazones y en la oración, lo cual llevará incluso a la necesaria purificación de la memoria histórica. Con la gracia del Espíritu Santo, los discípulos del Señor, animados por el amor, por la fuerza de la verdad y por la voluntad sincera de perdonarse mutuamente y reconciliarse, están llamados a reconsiderar juntos su doloroso pasado y las heridas que desgraciadamente éste sigue produciendo también hoy. Están invitados por la energía siempre nueva del Evangelio a reconocer juntos con sincera y total objetividad los errores cometidos y los factores contingentes que intervinieron en el origen de sus lamentables separaciones. Es necesaria una sosegada y limpia mirada de verdad, vivificada por la misericordia divina, capaz de liberar los espíritus y suscitar en cada uno una renovada disponibilidad, precisamente para anunciar el Evangelio a los hombres de todo pueblo y nación.

3. Con el Concilio Vaticano II la Iglesia católica se ha comprometido de modo irreversible a recorrer el camino de la acción ecuménica, poniéndose a la escucha del Espíritu del Señor, que enseña a leer atentamente los «signos de los tiempos». Las experiencias que ha vivido y continúa viviendo en estos años la iluminan aún más profundamente sobre su identidad y su misión en la historia. La Iglesia católica reconoce y confiesa las debilidades de sus hijos, consciente de que sus pecados constituyen otras tantas traiciones y obstáculos a la realización del designio del Salvador. Sintiéndose llamada constantemente a la renovación evangélica, no cesa de hacer penitencia. Al mismo tiempo, sin embargo, reconoce y exalta aún más el poder del Señor, quien, habiéndola colmado con el don de la santidad, la atrae y la conforma a su pasión y resurrección.

Enseñada por las múltiples vicisitudes de su historia, la Iglesia está llamada a liberarse de todo apoyo puramente humano, para vivir en profundidad la ley evangélica de las Bienaventuranzas. Consciente de que «la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas»,2 nada pide para sí sino la libertad de anunciar el Evangelio. En efecto, su autoridad se ejerce en el servicio de la verdad y de la caridad.

Yo mismo quiero promover cualquier paso útil para que el testimonio de toda la comunidad católica pueda ser comprendido en su total pureza y coherencia, sobre todo ante la cita que la Iglesia tiene a las puertas del nuevo Milenio, momento excepcional para el cual pide al Señor que la unidad de todos los cristianos crezca hasta alcanzar la plena comunión.3 A este objetivo tan noble mira también la presente Carta encíclica, que en su índole esencialmente pastoral quiere contribuir a sostener el esfuerzo de cuantos trabajan por la causa de la unidad.

4. Esta es un preciso deber del Obispo de Roma como sucesor del apóstol Pedro. Yo lo llevo a cabo con la profunda convicción de obedecer al Señor y con plena conciencia de mi fragilidad humana. En efecto, si Cristo mismo confió a Pedro esta misión especial en la Iglesia y le encomendó confirmar a los hermanos, al mismo tiempo le hizo conocer su debilidad humana y su particular necesidad de conversión: «Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 32). Precisamente en la debilidad humana de Pedro se manifiesta plenamente cómo el Papa, para cumplir este especial ministerio en la Iglesia, depende totalmente de la gracia y de la oración del Señor: «Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca» (Lc 22, 32). La conversión de Pedro y de sus sucesores se apoya en la oración misma del Redentor, en la cual la Iglesia participa constantemente. En nuestra época ecuménica, marcada por el Concilio Vaticano II, la misión del Obispo de Roma trata particularmente de recordar la exigencia de la plena comunión de los discípulos de Cristo.

El Obispo de Roma en primera persona debe hacer propia con fervor la oración de Cristo por la conversión, que es indispensable a «Pedro» para poder servir a los hermanos. Pido encarecidamente que participen de esta oración los fieles de la Iglesia católica y todos los cristianos. Junto conmigo, rueguen todos por esta conversión.

Sabemos que la Iglesia en su peregrinar terreno ha sufrido y continuará sufriendo oposiciones y persecuciones. La esperanza que la sostiene es, sin embargo, inquebrantable, como indestructible es la alegría que nace de esta esperanza. En efecto, la roca firme y perenne sobre la que está fundada es Jesucristo, su Señor.

I. EL COMPROMISO ECUMÉNICO DE LA IGLESIA CATÓLICA

El designio de Dios y la comunión

5. Junto con todos los discípulos de Cristo, la Iglesia católica basa en el designio de Dios su compromiso ecuménico de congregar a todos en la unidad. En efecto, «la Iglesia no es una realidad replegada sobre sí misma, sino permanentemente abierta a la dinámica misionera y ecuménica, pues ha sido enviada al mundo para anunciar y testimoniar, actualizar y extender el misterio de comunión que la constituye: a reunir a todos y a todo en Cristo; a ser para todos ?sacramento inseparable de unidad'».4

Ya en el Antiguo Testamento, refiriéndose a la situación de entonces del pueblo de Dios, el profeta Ezequiel, recurriendo al simple símbolo de dos maderos primero separados, después acercados uno al otro, expresaba la voluntad divina de «congregar de todas las partes» a los miembros del pueblo herido: «Seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Y sabrán las naciones que yo soy el Señor, que santifico a Israel, cuando mi santuario esté en medio de ellos para siempre» (cf. 37, 16-28). El Evangelio de san Juan, por su parte, y ante la situación del pueblo de Dios en aquel tiempo, ve en la muerte de Jesús la razón de la unidad de los hijos de Dios: «Iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (11, 51-52). En efecto, la Carta a los Efesios enseñará que «derribando el muro que los separaba 1 por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad», de lo que estaba dividido hizo una unidad (cf. 2, 14-16).

6. La unidad de toda la humanidad herida es voluntad de Dios. Por esto Dios envió a su Hijo para que, muriendo y resucitando por nosotros, nos diese su Espíritu de amor. La víspera del sacrificio de la Cruz, Jesús mismo ruega al Padre por sus discípulos y por todos los que creerán en El para que sean una sola cosa, una comunión viviente. De aquí se deriva no sólo el deber, sino también la responsabilidad que incumbe ante Dios, ante su designio, sobre aquéllos y aquéllas que, por medio del Bautismo llegan a ser el Cuerpo de Cristo, Cuerpo en el cual debe realizarse en plenitud la reconciliación y la comunión. ¿Cómo es posible permanecer divididos si con el Bautismo hemos sido «inmersos» en la muerte del Señor, es decir, en el hecho mismo en que, por medio del Hijo, Dios ha derribado los muros de la división? La división «contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura».5

El camino ecuménico: camino de la Iglesia

7. «El Señor de los tiempos, que prosigue sabia y pacientemente el plan de su gracia para con nosotros pecadores, últimamente ha comenzado a infundir con mayor abundancia en los cristianos separados entre sí el arrepentimiento y el deseo de la unión. Muchísimos hombres, en todo el mundo, han sido movidos por esta gracia y también entre nuestros hermanos separados ha surgido un movimiento cada día más amplio, con ayuda de la gracia del Espíritu Santo, para restaurar la unidad de los cristianos. Participan en este movimiento de unidad, llamado ecuménico, los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesús como Señor y Salvador; y no sólo individualmente, sino también reunidos en grupos, en los que han oído el Evangelio y a los que consideran como su Iglesia y de Dios. No obstante, casi todos, aunque de manera diferente, aspiran a una Iglesia de Dios única y visible, que sea verdaderamente universal y enviada a todo el mundo, a fin de que el mundo se convierta al Evangelio y así se salve para gloria de Dios».6

8. Esta afirmación del Decreto Unitatis Redintegratio se debe comprender en el contexto de todo el magisterio conciliar. El Concilio Vaticano II expresa la decisión de la Iglesia de emprender la acción ecuménica en favor de la unidad de los cristianos y de proponerla con convicción y fuerza: «Este santo Sínodo exhorta a todos los fieles católicos a que, reconociendo los signos de los tiempos, participen diligentemente en el trabajo ecuménico».7

Al indicar los principios católicos del ecumenismo, el Decreto Unitatis redintegratio enlaza ante todo con la enseñanza sobre la Iglesia de la Constitución Lumen Gentium, en el capitulo que trata sobre el pueblo de Dios.8 Al mismo tiempo, tiene presente lo que se afirma en la Declaración conciliar Dignitatis Humane sobre la libertad religiosa.9

La Iglesia católica asume con esperanza la acción ecuménica como un imperativo de la conciencia cristiana iluminada por la fe y guiada por la caridad. También aquí se puede aplicar la palabra de san Pablo a los primeros cristianos de Roma: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo»; así nuestra «esperanza... no defrauda» (Rm 5, 5). Esta es la esperanza de la unidad de los cristianos que tiene su fuente divina en la unidad Trinitaria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

9. Jesús mismo antes de su Pasión rogó para «que todos sean uno» (Jn 17, 21). Esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece en cambio al ser mismo de la comunidad. Dios quiere la Iglesia, porque quiere la unidad y en la unidad se expresa toda la profundidad de su ágape.

En efecto, la unidad dada por el Espíritu Santo no consiste simplemente en el encontrarse juntas unas personas que se suman unas a otras. Es una unidad constituida por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos y de la comunión jerárquica.10 Los fieles son uno porque, en el Espíritu, están en la comunión del Hijo y, en El, en su comunión con el Padre: «Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo» (1 Jn 1, 3). Así pues, para la Iglesia católica, la comunión de los cristianos no es más que la manifestación en ellos de la gracia por medio de la cual Dios los hace partícipes de su propia comunión, que es su vida eterna. Las palabras de Cristo «que todos sean uno» son pues la oración dirigida al Padre para que su designio se cumpla plenamente, de modo que brille a los ojos de todos «cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas» (Ef 3, 9). Creer en Cristo significa querer la unidad; querer la unidad significa querer la Iglesia; querer la Iglesia significa querer la comunión de gracia que corresponde al designio del Padre desde toda la eternidad. Este es el significado de la oración de Cristo: «Ut Unum Sint».

10. En la situación actual de división entre los cristianos y de confiada búsqueda de la plena comunión, los fieles católicos se sienten profundamente interpelados por el Señor de la Iglesia. El Concilio Vaticano II ha reforzado su compromiso con una visión eclesiológica lúcida y abierta a todos los valores eclesiales presentes entre los demás cristianos. Los fieles católicos afrontan la problemática ecuménica con un espíritu de fe.

El Concilio afirma que «la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él» y al mismo tiempo reconoce que «fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, empujan hacia la unidad católica».11

«Por tanto, las mismas Iglesias y Comunidades separadas, aunque creemos que padecen deficiencias, de ninguna manera carecen de significación y peso en el misterio de la salvación. Porque el Espíritu de Cristo no rehusa servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de gracia y verdad que fue confiada a la Iglesia católica».12

11. De este modo la Iglesia católica afirma que, durante los dos mil años de su historia, ha permanecido en la unidad con todos los bienes de los que Dios quiere dotar a su Iglesia, y esto a pesar de las crisis con frecuencia graves que la han sacudido, las faltas de fidelidad de algunos de sus ministros y los errores que cotidianamente cometen sus miembros. La Iglesia católica sabe que, en virtud del apoyo que le viene del Espíritu, las debilidades, las mediocridades, los pecados y a veces las traiciones de algunos de sus hijos, no pueden destruir lo que Dios ha infundido en ella en virtud de su designio de gracia. Incluso «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16, 18). Sin embargo la Iglesia católica no olvida que muchos en su seno ofuscan el designio de Dios. Al recordar la división de los cristianos, el Decreto sobre el ecumenismo no ignora la «culpa de los hombres por ambas partes»,13 reconociendo que la responsabilidad no se puede atribuir únicamente a los «demás». Gracias a Dios, no se ha destruido lo que pertenece a la estructura de la Iglesia de Cristo, ni tampoco la comunión existente con las demás Iglesias y Comunidades eclesiales.

En efecto, los elementos de santificación y de verdad presentes en las demás Comunidades cristianas, en grado diverso unas y otras, constituyen la base objetiva de la comunión existente, aunque imperfecta, entre ellas y la Iglesia católica.

En la medida en que estos elementos se encuentran en las demás Comunidades cristianas, la única Iglesia de Cristo tiene una presencia operante en ellas. Por este motivo el Concilio Vaticano II habla de una cierta comunión, aunque imperfecta. La Constitución Lumen Gentium señala que la Iglesia católica «se siente unida por muchas razones» 14 a estas Comunidades con una cierta verdadera unión en el Espíritu Santo.

2. La misma Constitución explicita ampliamente «los elementos de santificación y de verdad» que, de diversos modos, se encuentran y actúan fuera de los límites visibles de la Iglesia católica: «Son muchos, en efecto, los que veneran la Sagrada Escritura como norma de fe y de vida y manifiestan un amor sincero por la religión, creen con amor en Dios Padre todopoderoso y en el Hijo de Dios Salvador y están marcados por el Bautismo, por el que están unidos a Cristo, e incluso reconocen y reciben en sus propias Iglesias o Comunidades eclesiales otros sacramentos. Algunos de ellos tienen también el Episcopado, celebran la sagrada Eucaristía y fomentan la devoción a la Virgen Madre de Dios. Se añade a esto la comunión en la oración y en otros bienes espirituales, incluso una cierta verdadera unión en el Espíritu Santo. Este actúa, sin duda, también en ellos y los santifica con sus dones y gracias y, a algunos de ellos, les dio fuerzas incluso para derramar su sangre. De esta manera, el Espíritu suscita en todos los discípulos de Cristo el deseo de trabajar para que todos se unan en paz, de la manera querida por Cristo, en un solo rebaño bajo un solo Pastor».15

El Decreto conciliar sobre el ecumenismo, refiriéndose a las Iglesias ortodoxas llega a declarar que «por la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de esas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios».16 Reconocer todo esto es una exigencia de la verdad.

13. El mismo Documento presenta someramente las implicaciones doctrinales. En relación a los miembros de esas Comunidades, declara: «Justificados por la fe en el Bautismo, se han incorporado a Cristo; por tanto, con todo derecho se honran con el nombre de cristianos y son reconocidos con razón por los hijos de la Iglesia católica como hermanos en el Señor».17

Refiriéndose a los múltiples bienes presentes en las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, el Decreto añade: «Todas estas realidades, que proceden de Cristo y conducen a El, pertenecen, por derecho, a la única Iglesia de Cristo. Nuestros hermanos separados practican también no pocas acciones sagradas de la religión cristiana, las cuales, de distintos modos, según la diversa condición de cada Iglesia o comunidad, pueden sin duda producir realmente la vida de la gracia, y deben ser consideradas aptas para abrir el acceso a la comunión de la salvación».18

Se trata de textos ecuménicos de máxima importancia. Fuera de la comunidad católica no existe el vacío eclesial. Muchos elementos de gran valor (eximia), que en la Iglesia católica son parte de la plenitud de los medios de salvación y de los dones de gracia que constituyen la Iglesia, se encuentran también en las otras Comunidades cristianas.

14. Todos estos elementos llevan en sí mismos la llamada a la unidad para encontrar en ella su plenitud. No se trata de poner juntas todas las riquezas diseminadas en las Comunidades cristianas con el fin de llegar a la Iglesia deseada por Dios. De acuerdo con la gran Tradición atestiguada por los Padres de Oriente y Occidente, la Iglesia católica cree que en el evento de Pentecostés Dios manifestó ya la Iglesia en su realidad escatológica, que El había preparado «desde el tiempo de Abel el Justo».19 Está ya dada. Por este motivo nosotros estamos ya en los últimos tiempos. Los elementos de esta Iglesia ya dada existen, juntos en su plenitud, en la Iglesia católica y, sin esta plenitud, en las otras Comunidades, 20 donde ciertos aspectos del misterio cristiano han estado a veces más eficazmente puestos de relieve. El ecumenismo trata precisamente de hacer crecer la comunión parcial existente entre los cristianos hacia la comunión plena en la verdad y en la caridad.

Renovación y conversión

15. Pasando de los principios, del imperativo de la conciencia cristiana, a la realización del camino ecuménico hacia la unidad, el Concilio Vaticano II pone sobre todo de relieve la necesidad de conversión interior. El anuncio mesiánico «el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca» y la llamada consiguiente «convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 15), con la que Jesús inaugura su misión, indican el elemento esencial que debe caracterizar todo nuevo inicio: la necesidad fundamental de la evangelización en cada etapa del camino salvífico de la Iglesia. Esto se refiere, de modo particular, al proceso iniciado por el Concilio Vaticano II, incluyendo en la renovación la tarea ecuménica de unir a los cristianos divididos entre sí. «No hay verdadero ecumenismo sin conversión interior».21

El Concilio llama tanto a la conversión personal como a la comunitaria. La aspiración de cada Comunidad cristiana a la unidad es paralela a su fidelidad al Evangelio. Cuando se trata de personas que viven su vocación cristiana, el Evangelio habla de conversión interior, de una renovación de la mente.22

Cada uno debe pues convertirse más radicalmente al Evangelio y, sin perder nunca de vista el designio de Dios, debe cambiar su mirada. Con el ecumenismo la contemplación de las «maravillas de Dios» (Mirabilia Dei) se ha enriquecido de nuevos espacios, en los que el Dios Trinitario suscita la acción de gracias: la percepción de que el Espíritu actúa en las otras Comunidades cristianas, el descubrimiento de ejemplos de santidad, la experiencia de las riquezas ilimitadas de la comunión de los santos, el contacto con aspectos impensables del compromiso cristiano. Por otro lado, se ha difundido también la necesidad de penitencia: el ser conscientes de ciertas exclusiones que hieren la caridad fraterna, de ciertos rechazos que deben ser perdonados, de un cierto orgullo, de aquella obstinación no evangélica en la condena de los «otros», de un desprecio derivado de una presunción nociva. Así la vida entera de los cristianos queda marcada por la preocupación ecuménica y están llamados a asumirla.

16. En el magisterio del Concilio hay un nexo claro entre renovación, conversión y reforma. Afirma así: «La Iglesia, peregrina en este mundo, es llamada por Cristo a esta reforma permanente de la que ella, como institución terrena y humana, necesita continuamente; de modo que si algunas cosas, por circunstancias de tiempo y lugar, hubieran sido observadas menos cuidadosamente 2 deben restaurarse en el momento oportuno y debidamente».23 Ninguna Comunidad cristiana puede eludir esta llamada.

Dialogando con franqueza, las Comunidades se ayudan a mirarse mutuamente unas a otras a la luz de la Tradición apostólica. Esto las lleva a preguntarse si verdaderamente expresan de manera adecuada todo lo que el Espíritu ha transmitido por medio de los Apóstoles.24 En relación a la Iglesia católica, en diversas circunstancias, como con ocasión del aniversario del Bautismo de la Rus,25 o del recuerdo, después de once siglos, de la obra evangelizadora de los santos Cirilo y Metodio,26 me he referido a estas exigencias y perspectivas. Más recientemente, el Directorio para la aplicación de los principios y de las normas acerca del ecumenismo, publicado con mi aprobación por el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, las ha aplicado en el campo pastoral.27

17. En relación a los demás cristianos, los principales documentos de la Comisión Fe y Constitución 28 y las declaraciones de numerosos diálogos bilaterales han ofrecido ya a las Comunidades cristianas instrumentos útiles para discernir lo que es necesario para el movimiento ecuménico y para la conversión que éste debe suscitar. Estos estudios son importantes bajo una doble perspectiva: muestran los notables progresos ya alcanzados e infunden esperanza por constituir una base segura para la sucesiva y profundizada investigación.

La comunión creciente en una reforma continua, realizada a la luz de la Tradición apostólica, es sin duda, en la situación actual del pueblo cristiano, una de las características distintivas y más importantes del ecumenismo. Por otra parte, es también una garantía esencial para su futuro. Los fieles de la Iglesia católica deben saber que el impulso ecuménico del Concilio Vaticano II es uno de los resultados de la postura que la Iglesia adoptó entonces para escrutarse a la luz del Evangelio y de la gran Tradición. Mi predecesor, el Papa Juan XXIII, lo había comprendido bien rechazando separar actualización y apertura ecuménica al convocar el Concilio.29 Al término de la asamblea conciliar, el Papa Pablo VI, reanudando el diálogo de caridad con las Iglesias en comunión con el Patriarcado de Constantinopla, y realizando el gesto concreto y altamente significativo de «relegar en el olvido» —y hacer «desaparecer de la memoria y del interior de la Iglesia»— las excomuniones del pasado, consagró la vocación ecuménica del Concilio. Es interesante recordar que la creación de un organismo especial para el ecumenismo coincide con el comienzo mismo de la preparación del Concilio Vaticano II 30 y que, a través de este organismo, las opiniones y valoraciones de las demás Comunidades cristianas estuvieron presentes en los grandes debates sobre la Revelación, la Iglesia, la naturaleza del ecumenismo y la libertad religiosa.

Importancia fundamental de la doctrina

18. Basándose en una idea que el mismo Papa Juan XXIII había expresado en la apertura del Concilio,31 el Decreto sobre el ecumenismo menciona el modo de exponer la doctrina entre los elementos de la continua reforma.32 No se trata en este contexto de modificar el depósito de la fe, de cambiar el significado de los dogmas, de suprimir en ellos palabras esenciales, de adaptar la verdad a los gustos de una época, de quitar ciertos artículos del Credo con el falso pretexto de que ya no son comprensibles hoy. La unidad querida por Dios sólo se puede realizar en la adhesión común al contenido íntegro de la fe revelada. En materia de fe, una solución de compromiso está en contradicción con Dios que es la Verdad. En el Cuerpo de Cristo que es «camino, verdad y vida» (Jn 14, 6), ¿quién consideraría legítima una reconciliación lograda a costa de la verdad? La Declaración conciliar sobre la libertad religiosa Dignitatis Humane atribuye a la dignidad humana la búsqueda de la verdad, «sobre todo en lo que se refiere a Dios y a su Iglesia»,33 y la adhesión a sus exigencias. Por tanto, un «estar juntos» que traicionase la verdad estaría en oposición con la naturaleza de Dios que ofrece su comunión, y con la exigencia de verdad que está en lo más profundo de cada corazón humano.

19. Sin embargo, la doctrina debe ser presentada de un modo que sea comprensible para aquéllos a quienes Dios la destina. En la Carta encíclica Slavorum Apostoli recordaba cómo Cirilo y Metodio, por este mismo motivo, tradujeron las nociones de la Biblia y los conceptos de la teología griega en un contexto de experiencias históricas y de pensamiento muy diverso. Querían que la única palabra de Dios fuese «hecha accesible de este modo según las formas expresivas propias de cada civilización».34 Comprendieron pues que no podían «imponer a los pueblos, cuya evangelización les encomendaron, ni siquiera la indiscutible superioridad de la lengua griega y de la cultura bizantina, o los usos y comportamientos de la sociedad más avanzada, en la que ellos habían crecido».35 Así hacían realidad aquella «perfecta comunión en el amor 3 preserva a la Iglesia de cualquier forma de particularismo o de exclusivismo étnico o de prejuicio racial, así como de cualquier orgullo nacionalista».36 En este mismo espíritu, no dudé en decir a los aborígenes de Australia: «No tenéis que ser un pueblo dividido en dos partes 4 Jesús os invita a aceptar sus palabras y sus valores dentro de vuestra propia cultura».37 Puesto que por su naturaleza la verdad de fe está destinada a toda la humanidad, exige ser traducida a todas las culturas. En efecto, el elemento que determina la comunión en la verdad es el significado de la verdad misma. La expresión de la verdad puede ser multiforme, y la renovación de las formas de expresión se hace necesaria para transmitir al hombre de hoy el mensaje evangélico en su inmutable significado.38

«Esta renovación tiene, pues, gran importancia ecuménica».39 Y es no sólo renovación del modo de expresar la fe, sino de la misma vida de fe. Se podría preguntar: ¿quién debe realizarla? El Concilio responde claramente a este interrogante: corresponde a «la Iglesia entera, tanto los fieles como los pastores; y afecta a cada uno según su propia capacidad, ya sea en la vida cristiana diaria o en las investigaciones teológicas e históricas».40

20. Todo esto es sumamente importante y de significado fundamental para la actividad ecuménica. De ello resulta inequívocamente que el ecumenismo, el movimiento a favor de la unidad de los cristianos, no es sólo un mero «apéndice», que se añade a la actividad tradicional de la Iglesia. Al contrario, pertenece orgánicamente a su vida y a su acción y debe, en consecuencia, inspirarlas y ser como el fruto de un árbol que, sano y lozano, crece hasta alcanzar su pleno desarrollo.

Así creía en la unidad de la Iglesia el Papa Juan XXIII y así miraba a la unidad de todos los cristianos. Refiriéndose a los demás cristianos, a la gran familia cristiana, constataba: «Es mucho más fuerte lo que nos une que lo que nos divide». Por su parte, el Concilio Vaticano II exhorta: «Recuerden todos los fieles cristianos que promoverán e incluso practicarán tanto mejor la unión cuanto más se esfuercen por vivir una vida más pura según el Evangelio. Pues cuanto más estrecha sea su comunión con el Padre, el Verbo y el Espíritu, más íntima y fácilmente podrán aumentar la fraternidad mutua».41

Primacía de la oración

21. «Esta conversión del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones públicas y privadas por la unidad de los cristianos, deben considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico y pueden llamarse con razón ecumenismo espiritual».42

Se avanza en el camino que lleva a la conversión de los corazones según el amor que se tenga a Dios y, al mismo tiempo, a los hermanos: a todos los hermanos, incluso a los que no están en plena comunión con nosotros. Del amor nace el deseo de la unidad, también en aquéllos que siempre han ignorado esta exigencia. El amor es artífice de comunión entre las personas y entre las Comunidades. Si nos amamos, es más profunda nuestra comunión, y se orienta hacia la perfección. El amor se dirige a Dios como fuente perfecta de comunión —la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo—, para encontrar la fuerza de suscitar esta misma comunión entre las personas y entre las Comunidades, o de restablecerla entre los cristianos aún divididos. El amor es la corriente profundísima que da vida e infunde vigor al proceso hacia la unidad.

Este amor halla su expresión más plena en la oración común. Cuando los hermanos que no están en perfecta comunión entre sí se reúnen para rezar, su oración es definida por el Concilio Vaticano II como alma de todo el movimiento ecuménico. La oración es «un medio sumamente eficaz para pedir la gracia de la unidad», una «expresión auténtica de los vínculos que siguen uniendo a los católicos con los hermanos separados».43 Incluso cuando no se reza en sentido formal por la unidad de los cristianos, sino por otros motivos, como, por ejemplo, por la paz, la oración se convierte por sí misma en expresión y confirmación de la unidad. La oración común de los cristianos invita a Cristo mismo a visitar la Comunidad de aquéllos que lo invocan: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20).

22. Cuando los cristianos rezan juntos la meta de la unidad aparece más cercana. La larga historia de los cristianos marcada por múltiples divisiones parece recomponerse, tendiendo a la Fuente de su unidad que es Jesucristo. ¡El es el mismo ayer, hoy y siempre! (cf. Hb 13, 8). Cristo está realmente presente en la comunión de oración; ora «en nosotros», «con nosotros» y «por nosotros». El dirige nuestra oración en el Espíritu Consolador que prometió y dio ya a su Iglesia en el Cenáculo de Jerusalén, cuando la constituyó en su unidad originaria.

En el camino ecuménico hacia la unidad, la primacía corresponde sin duda a la oración común, a la unión orante de quienes se congregan en torno a Cristo mismo. Si los cristianos, a pesar de sus divisiones, saben unirse cada vez más en oración común en torno a Cristo, crecerá en ellos la conciencia de que es menos lo que los divide que lo que los une. Si se encuentran más frecuente y asiduamente delante de Cristo en la oración, hallarán fuerza para afrontar toda la dolorosa y humana realidad de las divisiones, y de nuevo se encontrarán en aquella comunidad de la Iglesia que Cristo forma incesantemente en el Espíritu Santo, a pesar de todas las debilidades y limitaciones humanas.

23. En suma, la comunión de oración lleva a mirar con ojos nuevos a la Iglesia y al cristianismo. En efecto, no se debe olvidar que el Señor pidió al Padre la unidad de sus discípulos, para que ésta fuera testimonio de su misión y el mundo pudiese creer que el Padre lo había enviado (cf. Jn 17, 21). Se puede decir que el movimiento ecuménico haya partido en cierto sentido de la experiencia negativa de quienes, anunciando el único Evangelio, se referían cada uno a su propia Iglesia o Comunidad eclesial; una contradicción que no podía pasar desapercibida a quien escuchaba el mensaje de salvación y encontraba en ello un obstáculo a la acogida del anuncio evangélico. Lamentablemente este grave impedimento no está superado. Es cierto, no estamos todavía en plena comunión. Sin embargo, a pesar de nuestras divisiones, estamos recorriendo el camino hacia la unidad plena, aquella unidad que caracterizaba a la Iglesia apostólica en sus principios, y que nosotros buscamos sinceramente: prueba de esto es nuestra oración común, animada por la fe. En la oración nos reunimos en el nombre de Cristo que es Uno. El es nuestra unidad.

La oración «ecuménica» está al servicio de la misión cristiana y de su credibilidad. Por eso debe estar particularmente presente en la vida de la Iglesia y en cada actividad que tenga como fin favorecer la unidad de los cristianos. Es como si nosotros debiéramos volver siempre a reunirnos en el Cenáculo del Jueves Santo, aunque nuestra presencia común en este lugar, aguarda todavía su perfecto cumplimiento, hasta que, superados los obstáculos para la perfecta comunión eclesial, todos los cristianos se reúnan en la única celebración de la Eucaristía.44

24. Es motivo de alegría constatar cómo tantos encuentros ecuménicos incluyen casi siempre la oración y, más aún, culminan con ella. La Semana de Oración por la unidad de los cristianos, que se celebra en el mes de enero, o en torno a Pentecostés en algunos países, se ha convertido en una tradición difundida y consolidada. Pero además de ella, son muchas las ocasiones que durante el año llevan a los cristianos a rezar juntos. En este contexto, deseo evocar la experiencia particular de las peregrinaciones del Papa por las Iglesias, en los diferentes continentes y en los varios países de la oikoumene contemporánea. Soy bien consciente de que el Concilio Vaticano II orientó al Papa hacia este particular ejercicio de su ministerio apostólico. Se puede decir aún más. El Concilio hizo de este peregrinar del Papa una clara necesidad, en cumplimiento del papel del Obispo de Roma al servicio de la comunión.45 Estas visitas casi siempre han incluido un encuentro ecuménico y la oración en común de los hermanos que buscan la unidad en Cristo y en su Iglesia. Recuerdo con una emoción muy especial la oración con el Primado de la Comunión anglicana en la catedral de Canterbury, el 29 de mayo de 1982, cuando en aquel admirable templo veía un «elocuente testimonio, al mismo tiempo, de nuestros largos años de herencia común y de los tristes años de división que vinieron a continuación»;46 tampoco puedo olvidar las realizadas en los Países escandinavos y nórdicos (1-10 de junio de 1989), en América, África, o aquélla en la sede del Consejo Ecuménico de las Iglesias (12 de junio de 1984), organismo que tiene como objetivo llamar a las Iglesias y a las Comunidades eclesiales que forman parte «a la meta de la comunión visible en una sola fe y en una sola comunión eucarística expresada en el culto y en la vida común en Cristo».47 Y ¿cómo podría olvidar mi participación en la liturgia eucarística en la iglesia de san Jorge, en el Patriarcado ecuménico (30 de noviembre de 1979), y la celebración en la Basílica de san Pedro durante la visita a Roma de mi venerable Hermano, el Patriarca Dimitrios I (6 de diciembre de 1987)? En aquella circunstancia, junto al altar de la Confesión, profesamos juntos el Símbolo niceno-constantinopolitano, según el texto original griego. No se pueden describir con pocas palabras los aspectos concretos que han caracterizado cada uno de estos encuentros de oración. Por los condicionamientos del pasado que, de modo diverso, pesaban sobre cada uno de ellos, todos tienen una propia y singular elocuencia; todos están grabados en la memoria de la Iglesia, guiada por el Paráclito en la búsqueda de la unidad de todos los creyentes en Cristo.

25. No sólo el Papa se ha hecho peregrino. En estos años muchos dignos representantes de otras Iglesias y Comunidades eclesiales me han visitado en Roma y he podido rezar con ellos en encuentros públicos y privados. Ya he mencionado la presencia del Patriarca ecuménico Dimitrios I. Quisiera ahora recordar también el encuentro de oración con los Arzobispos luteranos, primados de Suecia y Finlandia, en la misma Basílica de san Pedro, para la celebración de Vísperas, con ocasión del VI centenario de la canonización de santa Brígida (5 de octubre de 1991). Se trata de un ejemplo, porque la Iglesia es consciente de que el deber de orar por la unidad es propio de su vida. No hay un acontecimiento importante y significativo que no se beneficie con la presencia recíproca y la oración de los cristianos. Me es imposible enumerar todos estos encuentros, aunque cada uno merezca ser nombrado. Verdaderamente el Señor nos lleva de la mano y nos guía. Estos intercambios, estas oraciones han escrito ya páginas y páginas de nuestro «Libro de la unidad», «Libro» que debemos siempre hojear y releer para hallar inspiración y esperanza.

26. La oración, la comunidad de oración, nos permite reencontrar siempre la verdad evangélica de las palabras «uno solo es vuestro Padre» (Mt 23, 9), aquel Padre, Abbá, al cual Cristo mismo se dirige, El que es Hijo unigénito de la misma sustancia. Y además: «Uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos» (Mt 23, 8). La oración «ecuménica» manifiesta esta dimensión fundamental de fraternidad en Cristo, que murió para unir a los hijos de Dios dispersos, para que nosotros, llegando a ser hijos en el Hijo (cf. Ef 1, 5), reflejásemos más plenamente la inescrutable realidad de la paternidad de Dios y, al mismo tiempo, la verdad sobre la humanidad propia de cada uno y de todos.

La oración «ecuménica», la oración de los hermanos y hermanas, expresa todo esto. Ellos, precisamente por estar divididos entre sí, con mayor esperanza se unen en Cristo, confiándole el futuro de su unidad y de su comunión. A esta situación se podría aplicar una vez más felizmente la enseñanza del Concilio: «El Señor Jesús, cuando pide al Padre ¿que todos sean uno 1 como nosotros también somos uno' (Jn 17, 21-22), ofreciendo perspectivas inaccesibles a la razón humana, sugiere cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y el amor».48

La conversión del corazón, condición esencial de toda auténtica búsqueda de la unidad, brota de la oración y ésta la lleva hacia su cumplimiento: «Los deseos de unidad brotan y maduran como fruto de la renovación de la mente, de la negación de sí mismo y de una efusión libérrima de la caridad. Por ello, debemos implorar del Espíritu divino la gracia de una sincera abnegación, humildad y mansedumbre en el servicio a los demás y espíritu de generosidad fraterna hacia ellos».49

27. Orar por la unidad no está sin embargo reservado a quien vive en un contexto de división entre los cristianos. En el diálogo íntimo y personal que cada uno de nosotros debe tener con el Señor en la oración, no puede excluirse la preocupación por la unidad. En efecto, sólo de este modo ésta formará parte plenamente de la realidad de nuestra vida y de los compromisos que hayamos asumido en la Iglesia. Para poner de relieve esta exigencia he querido proponer a los fieles de la Iglesia católica un modelo que me parece ejemplar, el de una religiosa trapense, María Gabriela de la Unidad, que proclamé beata el 25 de enero de 1983.50 Sor María Gabriela, llamada por su vocación a vivir alejada del mundo, dedicó su existencia a la meditación y a la oración centrada en el capítulo 17 del Evangelio de san Juan y la ofreció por la unidad de los cristianos. Este es el soporte de toda oración: la entrega total y sin reservas de la propia vida al Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo. El ejemplo de sor María Gabriela nos enseña, nos hace comprender cómo no existen tiempos, situaciones o lugares particulares para rezar por la unidad. La oración de Cristo al Padre es modelo para todos, siempre y en todo lugar.

Diálogo ecuménico

28. Si la oración es el «alma» de la renovación ecuménica y de la aspiración a la unidad; sobre ella se fundamenta y en ella encuentra su fuerza todo lo que el Concilio define como «diálogo». Esta definición no está ciertamente lejos del pensamiento personalista actual. La actitud de «diálogo» se sitúa en el nivel de la naturaleza de la persona y de su dignidad. Desde el punto de vista filosófico, esta posición se relaciona con la verdad cristiana sobre el hombre expresada por el Concilio. En efecto, el hombre «es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma»; por tanto «no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo».51 El diálogo es paso obligado del camino a recorrer hacia la autorrealización del hombre, tanto del individuo como también de cada comunidad humana. Si bien del concepto de «diálogo» parece emerger en primer plano el momento cognoscitivo (diálogos), cada diálogo encierra una dimensión global, existencial. Abarca al sujeto humano totalmente; el diálogo entre las comunidades compromete de modo particular la subjetividad de cada una de ellas.

Esta verdad sobre el diálogo, expresada tan profundamente por el Papa Pablo VI en la Encíclica Ecclesiam Suam,52 fue también asumida por la doctrina y la actividad ecuménica del Concilio. El diálogo no es sólo un intercambio de ideas. Siempre es de todos modos un «intercambio de dones».53

29. Por este motivo, el Decreto conciliar sobre el ecumenismo pone también en primer plano «todos los esfuerzos para eliminar palabras, juicios y acciones que no respondan, según la justicia y la verdad, a la condición de los hermanos separados, y que por lo mismo hagan más difíciles las relaciones mutuas con ellos».54 Este Documento afronta la cuestión desde el punto de vista de la Iglesia católica y se refiere al criterio que ella debe aplicar en relación con los demás cristianos. Sin embargo, en todo esto hay una exigencia de reciprocidad. Seguir este criterio es un compromiso indispensable de cada una de las partes que quieren dialogar y es condición previa para comenzarlo. Es necesario pasar de una situación de antagonismo y de conflicto a un nivel en el que uno y otro se reconocen recíprocamente como asociados. Cuando se empieza a dialogar, cada una de las partes debe presuponer una voluntad de reconciliación en su interlocutor, de unidad en la verdad. Para realizar todo esto, deben evitarse las manifestaciones de recíproca oposición. Sólo así el diálogo ayudará a superar la división y podrá acercar a la unidad.

30. Se puede afirmar, con viva gratitud hacia el Espíritu de verdad, que el Concilio Vaticano II fue un tiempo providencial durante el cual se realizaron las condiciones fundamentales para la participación de la Iglesia católica en el diálogo ecuménico. Por otra parte, la presencia de numerosos observadores de varias Iglesias y Comunidades eclesiales, su profunda implicación en el acontecimiento conciliar, los numerosos encuentros y las oraciones en común que el Concilio ha hecho posibles, han contribuido a que se dieran las condiciones para el diálogo. Durante el Concilio, los representantes de las Iglesias y Comunidades cristianas experimentaron la disposición para el diálogo del episcopado católico del mundo entero y, en particular, de la Sede Apostólica.

Estructuras locales de diálogo

31. El diálogo ecuménico, tal y como se ha manifestado desde los días del Concilio, lejos de ser una prerrogativa de la Sede Apostólica, atañe también a las Iglesias locales o particulares. Las Conferencias episcopales y los Sínodos de las Iglesias orientales católicas han instituido comisiones especiales para la promoción del espíritu y de la acción ecuménicos. Oportunas estructuras análogas trabajan a nivel diocesano. Estas iniciativas manifiestan el deber concreto y general de la Iglesia católica de aplicar las orientaciones conciliares sobre ecumenismo: este es un aspecto esencial del movimiento ecuménico.55 No sólo se ha emprendido el diálogo, sino que se ha convertido en una necesidad declarada, una de las prioridades de la Iglesia; en consecuencia, se ha perfilado la «técnica» para dialogar, favoreciendo al mismo tiempo el crecimiento del espíritu de diálogo. En este contexto se quiere ante todo considerar el diálogo entre cristianos de las diferentes Iglesias o Comunidades, «entablado entre expertos adecuadamente formados, en el que cada uno explica con mayor profundidad la doctrina de su Comunión y presenta con claridad sus características».56 Sin embargo, conviene que cada cristiano conozca el método adecuado al diálogo.

32. Como afirma la Declaración conciliar sobre la libertad religiosa, «la verdad debe buscarse de un modo adecuado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social, es decir, mediante la investigación libre, con la ayuda del magisterio o enseñanza, de la comunicación y del diálogo, en los que unos exponen a los otros la verdad que han encontrado o piensan haber encontrado, para ayudarse mutuamente en la búsqueda de la verdad; una vez conocida la verdad, hay que adherirse a ella firmemente con el asentimiento personal».57

El diálogo ecuménico tiene una importancia esencial. «Pues, por medio de este diálogo, todos adquieren un conocimiento más auténtico y una estima más justa de la doctrina y de la vida de cada Comunión; además, también las Comuniones consiguen una mayor colaboración en aquellas obligaciones en pro del bien común exigidas por toda conciencia cristiana, y se reúnen, en cuanto es posible, en la oración unánime. Finalmente, todos examinan su fidelidad a la voluntad de Cristo sobre la Iglesia y emprenden valientemente, como conviene, la obra de renovación y de reforma».58

Diálogo como examen de conciencia

33. En la intención del Concilio, el diálogo ecuménico tiene el carácter de una búsqueda común de la verdad, particularmente sobre la Iglesia. En efecto, la verdad forma las conciencias y orienta su actuación en favor de la unidad. Al mismo tiempo, exige que la conciencia de los cristianos, hermanos divididos entre sí, y sus obras se conformen a la oración de Cristo por la unidad. Existe una correlación entre oración y diálogo. Una oración más profunda y consciente hace el diálogo más rico en frutos. Si por una parte la oración es la condición para el diálogo, por otra llega a ser, de forma cada vez más madura, su fruto.

34. Gracias al diálogo ecuménico podemos hablar de mayor madurez de nuestra oración común. Esto es posible en cuanto el diálogo cumple también y al mismo tiempo la función de un examen de conciencia. ¿Cómo no recordar en este contexto las palabras de la Primera Carta de Juan? «Si decimos: ¿No tenemos pecado', nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él 2 para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia» (1, 8-9). Juan nos lleva aún más allá cuando afirma: «Si decimos: ¿No hemos pecado', le hacemos mentiroso y su Palabra no está en nosotros» (1, 10). Una exhortación que reconoce tan radicalmente nuestra condición de pecadores debe ser también una característica del espíritu con que se afronta el diálogo ecuménico. Si éste no llegara a ser un examen de conciencia, como un «diálogo de las conciencias», ¿podríamos contar con la certeza que la misma Carta nos transmite? «Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. El es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (2, 1-2). El sacrificio salvífico de Cristo se ofrece por todos los pecados del mundo, y por tanto también los cometidos contra la unidad de la Iglesia: los pecados de los cristianos, tanto de los pastores como de los fieles. Incluso después de tantos pecados que han contribuido a las divisiones históricas, es posible la unidad de los cristianos, si somos conscientes humildemente de haber pecado contra la unidad y estamos convencidos de la necesidad de nuestra conversión. No sólo se deben perdonar y superar los pecados personales, sino también los sociales, es decir, las «estructuras» mismas del pecado que han contribuido y pueden contribuir a la división y a su consolidación.

35. Una vez más el Concilio Vaticano II nos ayuda. Se puede decir que todo el Decreto sobre el ecumenismo está lleno del espíritu de conversión.59 El diálogo ecuménico presenta en este documento un carácter propio; se transforma en «diálogo de la conversión», y por tanto, según la expresión de Pablo VI, en auténtico «diálogo de salvación».60 El diálogo no puede desarrollarse siguiendo una trayectoria exclusivamente horizontal, limitándose al encuentro, al intercambio de puntos de vista, o incluso de dones propios de cada Comunidad. Tiende también y sobre todo a una dimensión vertical que lo orienta hacia Aquél, Redentor del mundo y Señor de la historia, que es nuestra reconciliación. La dimensión vertical del diálogo está en el común y recíproco reconocimiento de nuestra condición de hombres y mujeres que han pecado. Precisamente esto abre en los hermanos que viven en comunidades que no están en plena comunión entre ellas, un espacio interior en donde Cristo, fuente de unidad de la Iglesia, puede obrar eficazmente, con toda la potencia de su Espíritu Paráclito.

Diálogo para resolver las divergencias

36. El diálogo es también un instrumento natural para confrontar diversos puntos de vista y sobre todo examinar las divergencias que obstaculizan la plena comunión de los cristianos entre sí. El Decreto sobre el ecumenismo describe, en primer lugar, las disposiciones morales con las que se deben afrontar las conversaciones doctrinales: «Los teólogos católicos, afianzados en la doctrina de la Iglesia, deben seguir adelante en el diálogo ecuménico con amor a la verdad, caridad y humildad, investigando juntamente con los hermanos separados sobre los misterios divinos».61

El amor a la verdad es la dimensión más profunda de una auténtica búsqueda de la plena comunión entre los cristianos. Sin este amor sería imposible afrontar las objetivas dificultades teológicas, culturales, psicológicas y sociales que se encuentran al examinar las divergencias. A esta dimensión interior y personal está inseparablemente unido el espíritu de caridad y humildad. Caridad hacia el interlocutor, humildad hacia la verdad que se descubre y que podría exigir revisiones de afirmaciones y actitudes.

En relación al estudio de las divergencias, el Concilio pide que se presente toda la doctrina con claridad. Al mismo tiempo, exige que el modo y el método de enunciar la fe católica no sea un obstáculo para el diálogo con los hermanos.62 Ciertamente es posible testimoniar la propia fe y explicar la doctrina de un modo correcto, leal y comprensible, y tener presente contemporáneamente tanto las categorías mentales como la experiencia histórica concreta del otro.

Obviamente, la plena comunión deberá realizarse en la aceptación de toda la verdad, en la que el Espíritu Santo introduce a los discípulos de Cristo. Por tanto debe evitarse absolutamente toda forma de reduccionismo o de fácil «estar de acuerdo». Las cuestiones serias deben resolverse, porque de lo contrario resurgirían en otros momentos, con idéntica configuración o bajo otro aspecto.

37. El Decreto Unitatis Redintegratio señala también un criterio a seguir cuando los católicos tienen que presentar o confrontar las doctrinas: «Han de recordar que existe un orden o ?jerarquía' de las verdades de la doctrina católica, puesto que es diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana. Así se preparará el camino por el cual todos, por esta emulación fraterna, se estimularán a un conocimiento más profundo y a una exposición más clara de las riquezas insondables de Cristo».63

38. En el diálogo nos encontramos inevitablemente con el problema de las diferentes formulaciones con las que se expresa la doctrina en las distintas Iglesias y Comunidades eclesiales, lo cual tiene más de una consecuencia para la actividad ecuménica.

En primer lugar, ante formulaciones doctrinales que se diferencian de las habituales de la comunidad a la que se pertenece, conviene ante todo aclarar si las palabras no sobrentienden un contenido idéntico, como, por ejemplo, se ha constatado en recientes declaraciones comunes firmadas por mis Predecesores y por mí junto con los Patriarcas de Iglesias con las que desde siglos existía un contencioso cristológico. En relación a la formulación de las verdades reveladas, la Declaración Mysterium Ecclesiae afirma: «Si bien las verdades que la Iglesia quiere enseñar de manera efectiva con sus fórmulas dogmáticas se distinguen del pensamiento mutable de una época y pueden expresarse al margen de estos pensamientos, sin embargo, puede darse el caso de que tales verdades pueden ser enunciadas por el sagrado Magisterio con palabras que sean evocación del mismo pensamiento. Teniendo todo esto presente hay que decir que las fórmulas dogmáticas del Magisterio de la Iglesia han sido aptas desde el principio para comunicar la verdad revelada y que, permaneciendo las mismas, lo serán siempre para quienes las interpretan rectamente».64 A este respecto, el diálogo ecuménico, que anima a las partes implicadas a interrogarse, comprenderse y explicarse recíprocamente, permite descubrimientos inesperados. Las polémicas y controversias intolerantes han transformado en afirmaciones incompatibles lo que de hecho era el resultado de dos intentos de escrutar la misma realidad, aunque desde dos perspectivas diversas. Es necesario hoy encontrar la fórmula que, expresando la realidad en su integridad, permita superar lecturas parciales y eliminar falsas interpretaciones.

Una de las ventajas del ecumenismo es que ayuda a las Comunidades cristianas a descubrir la insondable riqueza de la verdad. También en este contexto, todo lo que el Espíritu realiza en los «otros» puede contribuir a la edificación de cada comunidad 65 y en cierto modo a instruirla sobre el misterio de Cristo. El ecumenismo auténtico es una gracia de cara a la verdad.

39. Finalmente, el diálogo pone a los interlocutores frente a las verdaderas y propias divergencias que afectan a la fe. Estas divergencias deben sobre todo ser afrontadas con espíritu sincero de caridad fraterna, de respeto de las exigencias de la propia conciencia y la del prójimo, con profunda humildad y amor a la verdad. La confrontación en esta materia tiene dos puntos de referencia esenciales: la Sagrada Escritura y la gran Tradición de la Iglesia. Para los católicos es una ayuda el Magisterio siempre vivo de la Iglesia.

La colaboración práctica

40. Las relaciones entre los cristianos no tienden sólo al mero conocimiento recíproco, a la oración en común y al diálogo. Prevén y exigen desde ahora cualquier posible colaboración práctica en los diversos ámbitos: pastoral, cultural, social, e incluso en el testimonio del mensaje del Evangelio.66

«La cooperación de todos los cristianos expresa vivamente aquella conjunción por la cual están ya unidos entre sí y presenta bajo una luz más plena el rostro de Cristo siervo».67 Una cooperación así fundada sobre la fe común, no sólo es rica por la comunión fraterna, sino que es una epifanía de Cristo mismo.

Además, la cooperación ecuménica es una verdadera escuela de ecumenismo, es un camino dinámico hacia la unidad. La unidad de acción lleva a la plena unidad de fe: «Con esta cooperación, todos los que creen en Cristo aprenderán fácilmente cómo pueden conocerse mejor los unos a los otros, apreciarse más y allanar el camino de la unidad de los cristianos».68

A los ojos del mundo la cooperación entre los cristianos asume las dimensiones del común testimonio cristiano y llega a ser instrumento de evangelización en beneficio de unos y otros.

II. FRUTOS DEL DIALOGO

La fraternidad reencontrada

41. Cuanto he dicho anteriormente en relación al diálogo ecuménico desde la clausura del Concilio en adelante, lleva a dar gracias al Espíritu de la verdad prometido por Cristo Señor a los Apóstoles y a la Iglesia (cf. Jn 14, 26). Es la primera vez en la historia que la acción en favor de la unidad de los cristianos ha adquirido proporciones tan grandes y se ha extendido a un ámbito tan amplio. Esto es ya un don inmenso que Dios ha concedido y que merece toda nuestra gratitud. De la plenitud de Cristo recibimos «gracia por gracia» (Jn 1, 16). Reconocer lo que Dios ya ha concedido es condición que nos predispone a recibir aquellos dones aún indispensables para llevar a término la obra ecuménica de la unidad.

Una visión de conjunto de los últimos treinta años ayuda a comprender mejor muchos de los frutos de esta conversión común al Evangelio de la que el Espíritu de Dios ha hecho instrumento al movimiento ecuménico.

42. Sucede por ejemplo que —en el mismo espíritu del Sermón de la Montaña— los cristianos pertenecientes a una confesión ya no consideran a los demás cristianos como enemigos o extranjeros, sino que ven en ellos a hermanos y hermanas. Por otra parte, hoy se tiende a sustituir incluso el uso de la expresión hermanos separados por términos más adecuados para evocar la profundidad de la comunión —ligada al carácter bautismal— que el Espíritu alimenta a pesar de las roturas históricas y canónicas. Se habla de «otros cristianos», de «otros bautizados», de «cristianos de otras Comunidades». El Directorio para la aplicación de los principios y de las normas acerca del ecumenismo llama a las Comunidades a las que pertenecen estos cristianos como «Iglesias o Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia católica».69 Esta ampliación de la terminología traduce una notable evolución de la mentalidad. La conciencia de la común pertenencia a Cristo se profundiza. Lo he podido constatar personalmente muchas veces, durante las celebraciones ecuménicas que constituyen uno de los eventos importantes de mis viajes apostólicos por las diversas partes del mundo, o en los encuentros y celebraciones ecuménicas realizados en Roma. La «fraternidad universal» de los cristianos se ha convertido en una firme convicción ecuménica. Relegando al olvido las excomuniones del pasado, las Comunidades que en un tiempo fueron rivales hoy en muchos casos se ayudan mutuamente; a veces se prestan los edificios de culto, se ofrecen becas de estudio para la formación de los ministros de las Comunidades carentes de medios, se interviene ante las autoridades civiles para defender a otros cristianos injustamente acusados, se demuestra la falta de fundamento de las calumnias que padecen ciertos grupos.

En una palabra, los cristianos se han convertido a una caridad fraterna que abarca a todos los discípulos de Cristo. Si sucede que, como consecuencia de agitaciones políticas violentas, surge en situaciones concretas una cierta agresividad o un espíritu de revancha, las autoridades de las partes en conflicto se afanan generalmente por hacer prevalecer la «Ley nueva» del espíritu de caridad. Desgraciadamente, este espíritu no ha podido transformar todas las situaciones de conflicto cruento. El compromiso ecuménico en estas circunstancias exige no raramente de quien lo vive opciones de auténtico heroísmo.

Es preciso afirmar a este respecto que el reconocimiento de la fraternidad no es la consecuencia de un filantropismo liberal o de un vago espíritu de familia. Tiene su raíz en el reconocimiento del único Bautismo y en la consiguiente exigencia de que Dios sea glorificado en su obra. El Directorio para la aplicación de los principios y de las normas acerca del ecumenismo alienta a un reconocimiento recíproco y oficial de los Bautismos.70 Esto es mucho más que un mero acto de cortesía ecuménica, y constituye una afirmación eclesiológica importante.

Es oportuno recordar que el carácter fundamental del Bautismo en la obra de la edificación de la Iglesia se ha puesto de relieve claramente también gracias al diálogo multilateral.71

La solidaridad al servicio de la humanidad

43. Sucede cada vez más que los responsables de las Comunidades cristianas adoptan conjuntamente posiciones, en nombre de Cristo, sobre problemas importantes que afectan a la vocación humana, la libertad, la justicia, la paz y el futuro del mundo. Obrando así «comulgan» con uno de los elementos constitutivos de la misión cristiana: recordar a la sociedad, de un modo realista, la voluntad de Dios, haciendo ver a las autoridades y a los ciudadanos el peligro de seguir caminos que llevarían a la violación de los derechos humanos. Es claro, y la experiencia lo demuestra, que en algunas circunstancias la voz común de los cristianos tiene más impacto que una voz aislada.

Los responsables de las Comunidades no son sin embargo los únicos que se unen en este compromiso por la unidad. Numerosos cristianos de todas las Comunidades, movidos por su fe, participan juntos en proyectos audaces que pretenden cambiar el mundo para que triunfe el respeto de los derechos y de las necesidades de todos, especialmente de los pobres, los marginados y los indefensos. En la Carta encíclica Sollicitudo Rei Socialis he constatado con alegría esta colaboración, señalando que la Iglesia católica no puede soslayarla.72 En efecto, los cristianos que tiempo atrás actuaban de modo independiente, ahora están comprometidos juntos al servicio de esta causa para que la benevolencia de Dios pueda triunfar.

La lógica es la del Evangelio. Por ello, reafirmando lo que escribí en mi primera Carta encíclica Redemptor Hominis, he tenido oportunidad «de insistir sobre este punto y de estimular todo esfuerzo realizado en esta dirección, a todos los niveles en los que nos encontramos con los otros cristianos hermanos nuestros» 73 y he dado gracias a Dios por «lo que ha realizado en las otras Iglesias y Comunidades eclesiales y por medio de ellas», como también por medio de la Iglesia católica.74 Hoy constato con satisfacción que la ya vasta red de colaboración ecuménica se extiende cada vez más. También se realiza una gran tarea en este campo gracias al Consejo Ecuménico de las Iglesias.

Convergencias en la palabra de Dios y en el culto divino

44. Los progresos de la conversión ecuménica son también significativos en otro sector, el relativo a la palabra de Dios. Pienso ante todo en un hecho tan importante para diversos grupos lingüísticos como son las traducciones ecuménicas de la Biblia. Después de la promulgación, por parte del Concilio Vaticano II, de la Constitución Dei Verbum, la Iglesia católica acogió con alegría dicha iniciativa.75 Estas traducciones, obra de especialistas, ofrecen generalmente una base segura para la oración y la actividad pastoral de todos los discípulos de Cristo. Quien recuerda todo lo que influyeron las disputas en torno a la Escritura en las divisiones, especialmente en Occidente, puede comprender el notable paso que representan estas traducciones comunes.

45. A la renovación litúrgica realizada por la Iglesia católica, corresponde en diversas Comunidades eclesiales la iniciativa de renovar sus cultos. Algunas de ellas, a partir de los deseos expresados a nivel ecuménico,76 han abandonado la costumbre de celebrar su liturgia de la Cena sólo en contadas ocasiones y han optado por una celebración dominical. Por otra parte, comparando los ciclos de las lecturas litúrgicas de distintas Comunidades cristianas occidentales, se constata que convergen en lo esencial. Siempre a nivel ecuménico,77 se ha dado un relieve muy especial a la liturgia y a los signos litúrgicos (imágenes, iconos, ornamentos, luces, incienso, gestos). Además, en los institutos de teología donde se forman los futuros ministros el estudio de la historia y del significado de la liturgia comienza a formar parte de los programas, como una necesidad que se está descubriendo.

Se trata de signos convergentes en varios aspectos de la vida sacramental. Ciertamente, a causa de las divergencias relativas a la fe, no es posible todavía concelebrar la misma liturgia eucarística. Y sin embargo, tenemos el ardiente deseo de celebrar juntos la única Eucaristía del Señor, y este deseo es ya una alabanza común, una misma imploración. Juntos nos dirigimos al Padre y lo hacemos cada vez más «con un mismo corazón». En ocasiones, el poder consumar esta comunión «real aunque todavía no plena» parece estar más cerca. ¿Quién hubiera podido pensarlo hace un siglo?

46. En este contexto, es motivo de alegría recordar que los ministros católicos pueden, en determinados casos particulares, administrar los sacramentos de la Eucaristía, la Penitencia y la Unción de enfermos a otros cristianos que no están en comunión plena con la Iglesia católica, pero que desean vivamente recibirlos, los piden libremente y manifiestan la fe que la Iglesia católica confiesa en estos sacramentos. Recíprocamente, en determinados casos y por circunstancias particulares, también los católicos pueden solicitar estos mismos sacramentos a los ministros de aquellas Iglesias en que sean válidos. Las condiciones para esta acogida recíproca están fijadas en normas cuya observancia es necesaria para la promoción ecuménica.78

Apreciar los bienes presentes en los otros cristianos

47. El diálogo no se desarrolla sólo en relación a la doctrina, sino que abarca toda la persona: es también un diálogo de amor. El Concilio afirmó: «Es necesario que los católicos reconozcan con gozo y aprecien los bienes verdaderamente cristianos, procedentes del patrimonio común, que se encuentran en nuestros hermanos separados. Es justo y saludable reconocer las riquezas de Cristo y las obras de virtud en la vida de otros que dan testimonio de Cristo, a veces hasta el derramamiento de la sangre: Dios es siempre admirable y digno de admiración en sus obras».79

48. Las relaciones que los miembros de la Iglesia católica han establecido con los demás cristianos a partir del Concilio, han hecho descubrir lo que Dios realiza en quienes pertenecen a las otras Iglesias y Comunidades eclesiales. Este contacto directo, a varios niveles, entre los pastores y entre miembros de las Comunidades nos ha hecho tomar conciencia del testimonio que los otros cristianos ofrecen a Dios y a Cristo. Se ha abierto así un espacio amplísimo para toda la experiencia ecuménica, que es al mismo tiempo el reto de nuestra época. ¿No es acaso el siglo veinte un tiempo de gran testimonio, que llega «hasta el derramamiento de la sangre» ? ¿No mira también este testimonio a las distintas Iglesias y Comunidades eclesiales, que toman su nombre de Cristo, crucificado y resucitado?

Este común testimonio de santidad, como fidelidad al único Señor, es un potencial ecuménico extraordinariamente rico de gracia. El Concilio Vaticano II señaló que los bienes presentes en los otros cristianos pueden contribuir a la edificación de los católicos: «No hay que olvidar tampoco que todo lo que la gracia del Espíritu Santo obra en los hermanos separados puede contribuir también a nuestra edificación. Todo lo que es verdaderamente cristiano no se opone nunca a los bienes auténticos de la fe: es más, siempre puede conseguir que se alcance de modo más perfecto el misterio de Cristo y de la Iglesia».80 El diálogo ecuménico, como verdadero diálogo de salvación, no dejará de animar este proceso, bien encaminado ya en sí mismo a avanzar hacia la verdadera y plena comunión.

Crecimiento de la comunión

49. El crecimiento de la comunión es un fruto precioso de las relaciones entre los cristianos y del diálogo teológico que mantienen. Lo uno y lo otro han hecho a los cristianos conscientes de los elementos de fe que tienen en común. Esto ha servido para consolidar posteriormente su compromiso hacia la plena unidad. En ello el Concilio Vaticano II aparece como potente foco de promoción y orientación.

La Constitución dogmática Lumen Gentium relaciona la doctrina sobre la Iglesia católica con el reconocimiento de los elementos salvíficos que se encuentran en las otras Iglesias y Comunidades eclesiales.81 No se trata de una toma de conciencia de elementos estáticos, presentes pasivamente en esas Iglesias o Comunidades. Como bienes de la Iglesia de Cristo, por su naturaleza, tienden hacia el restablecimiento de la unidad. De esto se deriva que la búsqueda de la unidad de los cristianos no es un hecho facultativo o de oportunidad, sino una exigencia que nace de la misma naturaleza de la comunidad cristiana.

Igualmente, los diálogos teológicos bilaterales con las mayores Comunidades cristianas parten del reconocimiento del grado de comunión ya presente para discutir después, de modo progresivo, las divergencias existentes con cada una. El Señor ha concedido a los cristianos de nuestro tiempo ir superando las discusiones tradicionales.

El diálogo con las Iglesias de Oriente

50. A este respecto, se debe ante todo constatar, con gratitud particular a la Providencia divina, que la relación con las Iglesias de Oriente, debilitada durante siglos, se ha afianzado con el Concilio Vaticano II. Los observadores de estas Iglesias presentes en el Concilio, junto con los representantes de las Iglesias y Comunidades eclesiales de Occidente, manifestaron públicamente, en un momento tan solemne para la Iglesia católica, la voluntad común de buscar la comunión.

El Concilio, por su parte, consideró con objetividad y con profundo afecto a las Iglesias de Oriente, poniendo de relieve su eclesialidad y los vínculos objetivos de comunión que las unen con la Iglesia católica. El Decreto sobre el ecumenismo afirma: «Por la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de estas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios», añadiendo que estas Iglesias «aunque separadas, tienen verdaderos sacramentos, y sobre todo, en virtud de la sucesión apostólica, el Sacerdocio y la Eucaristía, con los que se unen aún con nosotros con vínculos estrechísimos».82

De las Iglesias de Oriente se reconoce su gran tradición litúrgica y espiritual, el carácter específico de su desarrollo histórico, las disciplinas observadas por ellas desde los primeros tiempos y sancionadas por los Santos Padres y por los Concilios ecuménicos, su modo propio de enunciar la doctrina. Todo esto con la convicción de que la legítima diversidad no se opone de ningún modo a la unidad de la Iglesia, sino que por el contrario aumenta su honor y contribuye no poco al cumplimiento de su misión.

El Concilio Ecuménico Vaticano II quiere fundamentar el diálogo sobre la comunión existente y llama la atención precisamente sobre la rica realidad de las Iglesias de Oriente: «Por ello, el sacrosanto Sínodo exhorta a todos, pero principalmente a aquellos que desean trabajar por la instauración de la deseada comunión plena entre las Iglesias orientales y la Iglesia católica, a que tengan la debida consideración de esta peculiar condición de las Iglesias que nacen y crecen en Oriente y de la índole de las relaciones existentes entre éstas y la Sede de Roma antes de la separación, y a que se formen una recta opinión sobre todas estas cosas».83

51. Esta orientación conciliar ha sido fecunda tanto por las relaciones de fraternidad, que se han ido desarrollando a través del diálogo de caridad, como por la discusión doctrinal en el ámbito de la Comisión mixta para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto. Igualmente han sido muy fructíferas las relaciones con las antiguas Iglesias de Oriente.

Ha sido un proceso lento y laborioso, pero fuente de mucha alegría; ha sido también alentador porque ha permitido reencontrar progresivamente la fraternidad.

Reanudación de contactos

52. En relación a la Iglesia de Roma y al Patriarcado ecuménico de Constantinopla, el proceso al que acabamos de hacer alusión se inició gracias a la apertura recíproca mostrada por los Papas Juan XXIII y Pablo VI, y también por el Patriarca ecuménico Atenágoras I y sus sucesores. El cambio producido tiene su expresión histórica en el acto eclesial por medio del cual «se ha borrado de la memoria y del interior de las Iglesias» 84 el recuerdo de las excomuniones que, novecientos años antes, en 1054, se convirtieron en símbolo del cisma entre Roma y Constantinopla. Aquel acontecimiento eclesial, tan denso de contenido ecuménico, tuvo lugar en los últimos días del Concilio, el 7 de diciembre de 1965. La asamblea conciliar se concluía así con un acto solemne que era al mismo tiempo purificación de la memoria histórica, perdón recíproco y compromiso solidario por la búsqueda de la comunión.

Este gesto estuvo precedido por el encuentro entre Pablo VI y el Patriarca Atenágoras I en Jerusalén, en enero de 1964, durante la peregrinación del Papa a Tierra Santa. En aquella ocasión pudo encontrar también al Patriarca ortodoxo de Jerusalén, Benedictos. Posteriormente, el Papa Pablo VI visitó al Patriarca Atenágoras en El Fanar (Estambul), el 25 de julio de 1967 y, en el mes de octubre del mismo año, el Patriarca fue acogido solemnemente en Roma. Estos encuentros de oración señalaban el camino a seguir para el acercamiento entre la Iglesia de Oriente y la Iglesia de Occidente, y el restablecimiento de la unidad que existía entre ellas en el primer milenio.

Después de la muerte del Papa Pablo VI y del breve pontificado del Papa Juan Pablo I, cuando se me confió el ministerio de Obispo de Roma, consideré que era uno de los deberes primeros de mi ministerio pontificio tener de nuevo un contacto personal con el Patriarca ecuménico Dimitrios I, que en este tiempo había asumido la sucesión del Patriarca Atenágoras en la sede de Constantinopla. Durante mi visita a El Fanar el 29 de noviembre de 1979, el Patriarca y yo decidimos inaugurar el diálogo teológico entre la Iglesia católica y todas las Iglesias ortodoxas en comunión canónica con la sede de Constantinopla. Es importante añadir, a este propósito, que estaban ya entonces en curso los preparativos para la convocatoria del futuro Concilio de las Iglesias ortodoxas. La búsqueda de su armonía es una contribución a la vida y vitalidad de esas Iglesias hermanas, y esto considerando también la función que están llamadas a desarrollar en el camino hacia la unidad. El Patriarca ecuménico quiso devolverme la visita que le había hecho y, en diciembre de 1987, tuve la alegría de recibirlo en Roma con sincero afecto y con la solemnidad que le correspondía. En este contexto de fraternidad eclesial se debe recordar la costumbre, establecida ya desde hace varios años, de acoger en Roma, para la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo, una delegación del Patriarcado ecuménico, así como de enviar a El Fanar una delegación de la Santa Sede para la solemne celebración de san Andrés.

53. Estos contactos regulares permiten entre otras cosas un intercambio directo de informaciones y pareceres para una coordinación fraterna. Por otra parte, nuestra participación común en la oración nos habitúa a vivir al lado los unos de los otros, nos lleva a aceptar juntos, y por tanto a poner en práctica, la voluntad del Señor para con su Iglesia.

En el camino que hemos recorrido desde el Concilio Vaticano II, debemos mencionar al menos dos acontecimientos particularmente elocuentes y de gran importancia ecuménica en las relaciones entre Oriente y Occidente: en primer lugar, el Jubileo de 1984, convocado para conmemorar el XI centenario de la obra evangelizadora de Cirilo y Metodio, y en el que proclamé copatronos de Europa a los dos santos apóstoles de los Eslavos, mensajeros de fe. Ya el Papa Pablo VI en 1964, durante el Concilio, había proclamado patrón de Europa a san Benito. Asociar los dos hermanos de Tesalónica al gran fundador del monacato occidental quiere poner indirectamente de relieve la doble tradición eclesial y cultural tan significativa para los dos mil años de cristianismo que ha caracterizado la historia del continente europeo. No es superfluo recordar que Cirilo y Metodio provenían del ámbito de la Iglesia bizantina de su tiempo, época en la que estaba en comunión con Roma. Al proclamarlos, junto con san Benito, patronos de Europa quería no sólo ratificar la verdad histórica sobre el cristianismo en el continente europeo, sino también proporcionar un tema importante al diálogo entre Oriente y Occidente que tantas esperanzas ha suscitado en el posconcilio. En los santos Metodio y Cirilo, como en san Benito, Europa reencuentra sus raíces espirituales. Ahora que llega a término el segundo milenio del nacimiento de Cristo, se les debe venerar juntos, como patronos de nuestro pasado y como santos a quienes las Iglesias y las naciones del continente europeo confían su futuro.

54. El otro acontecimiento que me es grato recordar es la celebración del Milenio del Bautismo de la Rus (988-1988). La Iglesia católica, y de modo particular la Sede Apostólica, quisieron tomar parte en las celebraciones jubilares y trataron de señalar cómo el Bautismo conferido en Kiev a san Vladimiro fue uno de los sucesos centrales para la evangelización del mundo. A ello deben su fe no sólo las grandes naciones eslavas del Este europeo, sino también los pueblos que viven más allá de los montes Urales y hasta Alaska.

En esta perspectiva encuentra su motivo más profundo una expresión que he usado otras veces: ¡la Iglesia debe respirar con sus dos pulmones! En el primer milenio de la historia del cristianismo se hace referencia sobre todo a la dualidad Bizancio Roma; desde el Bautismo de la Rus en adelante, esta expresión ensancha sus horizontes: la evangelización se ha extendido a un ámbito mucho más amplio, de modo que aquella expresión se refiere ya a la Iglesia entera. Si se considera además que este acontecimiento salvífico, que tuvo lugar en las orillas del Dniepr, se remonta a una época en la que la Iglesia de Oriente y la de Occidente no estaban divididas, se comprende claramente cómo la perspectiva que debe seguirse para buscar la comunión plena es aquella de la unidad en la legítima diversidad. Es lo que he afirmado con fuerza en la Carta encíclica Slavorum Apostoli 85 dedicada a los santos Cirilo y Metodio y en la Carta apostólica Euntes in Mundum 86 dirigida a los fieles de la Iglesia católica en la conmemoración del Milenio del Bautismo de la Rus' de Kiev.

CONTINUACIÓN A Ut Unum Sint, Segunda parte



Regreso a la página principal
www.corazones.org


Esta página es obra de Las  Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.