La Iglesia ante el racismo
Los prejuicios o las conductas racistas siguen empañando las relaciones
entre las personas,
los grupos humanos y las naciones.
Pontificio Consejo "Justicia y
Paz" 3-XI-1988
Ver también:
vencer todo racismo, xenofobia y
nacionalismo exagerado
-Juan Pablo II, 2003
INTRODUCCIÓN
1. Los prejuicios o las conductas racistas
siguen empañando las relaciones entre las personas, los grupos humanos y
las naciones. La opinión pública se conmueve siempre más. Y la
conciencia moral no puede de ninguna manera aceptar tales prejuicios o
conductas.
La Iglesia es particularmente sensible a las actitudes discriminatorias:
el mensaje que ella recibe de la revelación bíblica afirma vigorosamente
la dignidad de cada persona creada a imagen de Dios, la unidad del
género humano en el designio del creador y la dinámica de la
reconciliación realizada por el Cristo redentor, quien ha derribado el
muro de odio que separaba los mundos contrapuestos para recapitular en
sí la humanidad entera.
En virtud de esto, el Santo Padre ha confiado a la Pontificia Comisión "Iustitia
et Pax" la misión de ayudar a esclarecer y estimular las conciencias
acerca de esta cuestión capital: el recíproco respeto entre los grupos
étnicos y raciales y su convivencia fraterna.
Esto supone a su vez un lúcido análisis de ciertos hechos complejos del
pasado y del presente y una apreciación imparcial de las deficiencias
morales o las iniciativas positivas, a la luz de los principios éticos
fundamentales del mensaje cristiano.
Cristo ha denunciado el mal, incluso con riesgo de su vida; lo ha hecho
no para condenar, sino para salvar.
A ejemplo suyo, la Santa Sede siente el deber de estigmatizar
proféticamente las situaciones condenables, pero se cuida bien de
condenar o excluir las personas; querría en cambio ayudarlas a verse
libres de esas situaciones mediante un esfuerzo determinado y
progresivo.
Desea, con realismo, animar la esperanza de una renovación que siempre
es posible, y proponer orientaciones pastorales adecuadas, a los
cristianos como a los hombres de buena voluntad, preocupados por
conseguir los mismos fines.
El presente documento se propone examinar ante todo el fenómeno del
racismo en sentido estricto. No obstante, trata también ocasionalmente
de algunas otras manifestaciones (actitudes conflictivas, intolerancia,
prejuicios) en la medida en que tales manifestaciones están vinculadas
al racismo o conllevan elementos racistas.
A la luz de su tema central, el documento subraya así las conexiones
existentes entre ciertos conflictos y los prejuicios raciales.
Si quieres leer el capítulo siguiente del documento La Iglesia ante el
racismo para una sociedad más fraterna da un click aquí: capítulo
siguiente
PRIMERA PARTE:
LAS CONDUCTAS RACISTAS EN El CURSO DE LA HISTORIA
2. Las conductas y las ideologías racistas no
han comenzado ayer; hunden sus raíces en la realidad del pecado desde el
origen del género humano, tal como la Biblia nos lo presenta con el
relato acerca de Caín y Abel y de la Torre de Babel.
Históricamente, el prejuicio en sentido estricto, en cuanto conciencia
de la superioridad biológicanente determinada de la propia raza o grupo
étnico respecto de los otros, se ha desarrollado sobre todo partir de la
práctica de la colonización y la esclavitud, al principio de la época
moderna.
Si se mira, a ojo de águila, la historia de las civilizaciones
precedentes, al Occidente como al Oriente, al Norte como al Sur, se
encuentran ya comportamientos sociales injustos o discriminatorios, si
bien no siempre racistas, en propiedad de términos.
La antigüedad greco-romana, por ejemplo, no parece haber conocido el
mito de la raza. Los griegos estaban ciertamente convencidos de la
superioridad cultural de su civilización, pero no por eso consideraban
los pueblos que llamaban "bárbaros" como inferiores por razones
biológicas congénitas.
No cabe duda que la esclavitud mantenía un número considerable de
individuos en una situación deplorable, tenidos por "objetos" a
disposición de sus dueños. Pero, originariamente, se trataba sobre todo
de miembros de los pueblos sometidos por la guerra, no de grupos humanos
despreciados por la raza.
El pueblo hebreo, según atestiguan los libros del Antiguo Testamento,
era consciente, a un grado único, del amor de Dios por él, manifestado
bajo la forma de una alianza gratuita entre Dios y el pueblo.
En ese sentido, objeto de la elección y de la promesa, era un pueblo
aparte de los otros pueblos. Pero el criterio de la distinción era el
plan de salvación que Dios despliega en el curso de la historia. Israel
era considerado como la propiedad personal del Señor entre todos los
pueblos
El lugar de esos otros pueblos en la historia de la salvación no fue
siempre bien percibido desde el principio, y a veces esos pueblos eran
estigmatizados en la predicación profética, en la medida en que
permanecían idólatras.
Pero no fueron objeto ni de menosprecio ni de una maldición divina a
causa de su diferencia étnica. El criterio de la distinción era
religioso. Y un cierto universalismo comenzaba a ser entrevisto.
Según el mensaje de Cristo, en orden al cual el pueblo de la Antigua
Alianza debía preparar la humanidad, la salvación es ofrecida a la
totalidad del género humano, a toda creatura y a todas las naciones.
Los primeros cristianos aceptaban de buen grado que se los considerara
como el pueblo de la "tercera raza", conforme a una expresión de
Tertuliano 4; no ciertamente en sentido racial, sino en el sentido
espiritual de nuevo pueblo, en el cual confluyen, reconciliadas por
Cristo, las dos primeras razas humanas desde una óptica religiosa: los
judíos y los paganos.
Igualmente, la Edad Media cristiana distinguía los pueblos según
criterios religiosos, en cristianos, judíos e "infieles". Y, a causa de
ello, dentro de los límites de la cristiandad, los judíos, testigos de
un rechazo tenaz de la fe en Cristo, conocieron a menudo graves
humillaciones, acusaciones y proscripciones.
3. Con el descubrimiento del Nuevo Mundo, las
actitudes cambian. La primera gran corriente de colonización europea es
acompañada de hecho por la destrucción masiva de las civilizaciones pre-colombinas
y por la sujeción brutal de sus habitantes.
Si los grandes navegantes de los siglos XV y XVI eran libres
de prejuicios raciales, los soldados y los comerciantes no practicaban
el mismo respeto: mataban para instalarse, reducían a esclavitud los
"indios" para aprovecharse de su mano de obra, como después de la de los
negros, y se empezó a elaborar una teoría racista para justificarse.
Los Papas no tardaron en reaccionar. El 2 de junio de 1537, la bula
Sublimis Deus de Pablo III denunciaba a los que sostenían que "los
habitantes de las Indias occidentales y de los continentes australes...
debían ser tratados como animales irracionales y utilizados
exclusivamente en provecho y servicio nuestro"; y el Papa afirmaba
solemnemente: "Resueltos a reparar el mal cometido, decidimos y
declaramos que estos indios, así como todos los pueblos que la
cristiandad podrá encontrar en el futuro, no deben ser privados de su
libertad y de sus bienes -sin que valgan objeciones en contra-, aunque
no sean cristianos, y que, al contrario, deben ser dejados en pleno gozo
de su libertad y de sus bienes"
Las directivas de la Santa Sede eran así de claras, incluso si, por
desgracia, su aplicación conoció en seguida varias vicisitudes. Más
tarde, Urbano VIII llegaría a excomulgar a los que retuvieran indios
como esclavos.
Por su parte, los teólogos y los misioneros habían asumido ya la defensa
de los autóctonos. El compromiso decidido en favor de los indios de un
Bartolomé de Las Casas , soldado ordenado sacerdote, luego profeso
dominico y obispo, seguido pronto por otros misioneros, conducía los
gobiernos de España y Portugal al rechazo de la teoría de la
inferioridad humana de los indios y a la imposición de una legislación
protectora, de la cual se beneficiarán también, de algún modo, un siglo
más tarde, los esclavos negros traídos de África.
La obra de De Las Casas es uno de los primeros aportes a la doctrina de
los derechos universales del hombre, fundados sobre la dignidad de la
persona, independientemente de toda afiliación étnica o religiosa.
A su zaga, los grandes teólogos y juristas españoles, Francisco de
Vitoria y Francisco Suárez, iniciadores del derecho de gentes,
desarrollaron esta doctrina de la igualdad fundamental de todos los
hombres y de todos los pueblos. Sin embargo, la estrecha dependencia en
que el régimen del Patronato mantenía al clero del Nuevo Mundo no
siempre permitió a la Iglesia tomar las decisiones pastorales
necesarias.
4. En el contexto del menosprecio racista,
aunque la motivación dominante fuera la de procurarse mano de obra
barata, no se puede dejar de mencionar aquí la trata de negros, traídos
de África, por dinero, hacia las tres Américas, en centenares de miles.
El modo de captura y las condiciones de transporte eran tales que un
gran número desaparecía antes de la partida o antes de llegar al Nuevo
Mundo, donde eran destinados a los trabajos más penosos prácticamente
como esclavos. Ese comercio comenzó ya en 1562 y la esclavitud
consiguiente perduró por casi tres siglos.
Los Papas y los teólogos, como asimismo numerosos humanistas,
protestaron contra esa práctica.
León XIII la ha condenado con vigor en su encíclica In plurimis del 5 de
mayo de 1888, felicitando al Brasil por haberla abolido. El presente
documento coincide con el centenario de este texto memorable.
El papa Juan Pablo II no vaciló, en su discurso a los intelectuales
africanos, en Yaoundé (13 de agosto de 1985), en deplorar que personas
pertenecientes a naciones cristianas hayan contribuido a la trata de
negros.
5. Preocupada siempre de mejorar el respeto a
las poblaciones indígenas, la Santa Sede no ha dejado de insistir en que
se mantuviera una cuidadosa distinción entre la obra de evangelización y
el imperialismo colonial, con el cual se corría el peligro de verla
confundida.
La Sagrada Congregación de Propaganda Fide fue creada, en 1622, con esta
inspiración. En 1659, la Congregación dirigía a los "vicarios
apostólicos a punto de partir hacia los reinos chinos de Tonkín y la
Cochinchina" una esclarecedora Instrucción acerca de la actitud de la
Iglesia ante los pueblos a los que se abría ahora la posibilidad de
anunciar el evangelio
Allí donde los misioneros permanecieron en una más estrecha dependencia
de los poderes políticos, les fue más difícil poner freno a la voluntad
de dominio de los colonizadores. A veces, los han incluso apoyado,
recurriendo a interpretaciones falaces de la Biblia .
6. En el siglo XVIII, una verdadera ideología
racista ha sido forjada, opuesta a las enseñanzas de la Iglesia, en
contraste también con el empeño de algunos filósofos humanistas en pro
de la dignidad y libertad de los esclavos negros, que eran entonces
objeto de un desvergonzado comercio de considerables proporciones.
Esta ideología creyó poder encontrar en la ciencia la justificación de
sus prejuicios. Apoyándose en la diferencia de los rasgos físicos y en
el color de la piel, entendía concluir a una diversidad esencial, de
carácter biológico hereditario, a fin de afirmar que los pueblos
sometidos pertenecían a "razas" intrínsecamente inferiores, en cuanto a
sus cualidades mentales, morales o sociales. La palabra "raza" es
utilizada por primera vez, a fines del siglo XVIII, para clasificar
biológicamente los seres humanos.
El siglo siguiente, esto condujo a interpretar la historia de las
civilizaciones en términos biológicos, como una competencia entre razas
fuertes y débiles, éstas genéticamente inferiores a las otras. La
decadencia de las grandes civilizaciones se explicaría por su
"degeneración", es decir, por la mezcla de razas que comprometía la
pureza de la sangre
7. Semejantes afirmaciones encontraron un eco
considerable en Alemania. Es sabido que el partido totalitario nacional
socialista erigió la ideología racista en fundamento de su programa
demencial, encaminado a la eliminación física de aquellos que juzgaba
pertenecer a "razas inferiores".
El partido en cuestión se hizo responsable de uno de los más grandes
genocidios de la historia. Su locura homicida hirió en primer término al
pueblo judío, en proporciones inauditas; luego a otros pueblos, como los
Gitanos y Tziganos, todavía a otras categorías de personas, como los
lisiados o los enfermos mentales. Del racismo al eugenismo no había más
que un paso, rápidamente franqueado.
La Iglesia no ha dejado de alzar su voz
El papa Pío XI condenó sin ambages las doctrinas nazis en su encíclica
Mit brennender Sorge , declarando que: "Quien toma la raza, o el pueblo
o el Estado... o cualquier otro valor fundamental de la comunidad
humana... para separarlo de la escala de valores... y los diviniza por
un culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden de las cosas creado
y establecido por Dios" .
El 13 de abril de 1938, el Papa hacía que la Sagrada Congregación de
Seminarios y Universidades dirigiera a todos los rectores y decanos de
Facultades una carta, imponiendo a todos los profesores de teología la
obligación de refutar, según el método propio de cada disciplina, las
seudoverdades científicas con las cuales el nazismo intentaba justificar
su ideología racista.
El mismo Pío XI preparaba, ya desde 1937, una gran encíclica sobre la
unidad del género humano, que debía condenar el racismo y el
antisemitismo.
Fue sorprendido por la muerte antes de que pudiera publicarla. Su
sucesor, Pío XII, incorporó algunos elementos en su primera encíclica
Summi Pontificatus, y sobre todo en el Mensaje de Navidad de 1942, donde
afirmaba que entre los falsos postulados del positivismo jurídico "hay
que incluir una teoría que reivindica para tal nación, tal raza, tal
clase, el ´instinto jurídico´, imperativo supremo y norma inapelable".
Y el Papa lanzaba a la vez un llamado vibrante en favor de un orden
social nuevo y mejor: "Este empeño, la humanidad lo debe a centenares de
miles de personas, que sin la menor culpa de su parte, sino a veces
simplemente porque pertenecen a tal raza o a tal nacionalidad, son
destinadas a la muerte o a una progresiva consunción".
En la misma Alemania hubo entonces una valiente resistencia del
catolicismo, de la cual el papa Juan Pablo II se ha hecho eco el 30 de
abril de 1987, con ocasión de su segundo viaje a ese país.
La insistencia en el drama del racismo nazi no debe hacer caer en el
olvido otras exterminaciones en masa de poblaciones, como los armenios
al acabar la primera guerra mundial y, más recientemente, una parte
importante del pueblo camboyano, por razones ideológicas.
La memoria de los crímenes así cometidos no debe ser jamás cancelada:
las jóvenes generaciones y las todavía por venir deben saber a qué
extremos el hombre y la sociedad son capaces de llegar, cuando ceden al
poder del desprecio y el odio.
En Asia y África, hay todavía sociedades donde reina una muy neta
división entre castas diferentes, así como otras estratificaciones
sociales, de difícil superación.
El mismo fenómeno de la esclavitud, otrora universal en el tiempo y en
el espacio, no se puede considerar, por desgracia, del todo liquidado.
Estas manifestaciones negativas, y muchas otras que se podría enumerar,
si no dependen siempre de concepciones filosóficas racistas, en el
sentido propio de la palabra, revelan no obstante la existencia de una
tendencia bastante extendida e inquietante a servirse de otras creaturas
humanas para los fines propios, y de ese modo, a considerarlas como de
menor valor, y, por así decir, de inferior categoría.
SEGUNDA PARTE:
8. El racismo no ha desaparecido todavía;
incluso se es testigo aquí y allá de inquietantes resurgimientos, que se
presentan bajo formas diferentes, espontáneas, oficialmente toleradas o
institucionalizadas.
En efecto, si las situaciones de segregación, fundadas sobre teorías
raciales son, al presente, en el mundo, una excepción, no se puede decir
lo mismo de ciertos fenómenos de exclusión o de agresividad, de los
cuales son víctimas ciertos grupos de personas, cuya apariencia física,
características étnicas, culturales o religiosas, difieren de las
propias del grupo dominante, y son por él interpretadas como indicios de
una inferioridad innata y definitiva, apta a justificar cualquier
práctica discriminatoria respecto de ellos.
Pues, si la raza define un grupo humano en función de ciertos rasgos
físicos inmutables y hereditarios, el prejuicio racial, que dicta los
comportamientos racistas, puede extenderse, con los mismos efectos
negativos, a todas las personas cuyo origen étnico, lengua, religión y
costumbres señalan como diversas.
9. La forma más patente de racismo, en sentido
propio, que se presenta hoy día, es el racismo institucionalizado,
sancionado todavía por la constitución y las leyes de un país y
justificado por una ideología de superioridad de las personas de origen
europeo sobre las de origen africano, indio o "de color", a veces
sustentada por una interpretación aberrante de la Biblia.
Es el régimen de apartheid o del "separate development". Este régimen se
caracteriza, desde tiempo atrás, por una segregación radical, en varias
manifestaciones de la vida pública, entre las poblaciones negra,
mestiza, india y blanca.
Esta última, aunque minoritaria numéricamente, es la única detentora del
poder político y se considera dueña de la inmensa mayoría del
territorio.
Todo sudafricano es definido por una raza que le es atribuida
reglamentariamente. Si bien en los últimos años se han dado algunos
pasos en dirección de una reforma, la mayoría de la población negra
permanece excluida de la real representación en el gobierno nacional y
no disfruta de la ciudadanía sino de nombre.
Muchos son asignados a "homelands" poco viables, que son además
económica y políticamente dependientes del poder central. La mayoría de
las Iglesias cristianas del país han denunciado la política de
segregación. La comunidad internacional y la Santa Sede se han
pronunciado también enérgicamente en el mismo sentido.
África del Sud es un caso extremo de una concepción de la desigualdad de
las razas. La prolongación del estado de represión del cual es víctima
la población mayoritaria es cada vez menos tolerada.
Esto conlleva, entre los que son así oprimidos, un germen de reflejos
racistas tan inaceptables como aquellos que hoy padecen. Por esta razón
es urgente superar el abismo de los prejuicios, a fin de construir el
futuro sobre los principios de la igual dignidad de todos los hombres.
La experiencia ha podido mostrar, en otros casos, que evoluciones
pacíficas son posibles en este terreno. La comunidad sudafricana y la
comunidad internacional deben poner por obra todos los medios para
favorecer un diálogo correcto entre los protagonistas.
Es importante desterrar el miedo que provoca tanta rigidez. Es
importante igualmente evitar que los conflictos internos sean explotados
por otros, en detrimento de la justicia y la paz
10. En un cierto número de países, subsisten
todavía formas de discriminación racial respecto de las poblaciones
aborígenes, las cuales no son, en muchos casos, más que los restos de la
población original de esas regiones, sobrevivientes de verdaderos
genocidios, realizados en otro tiempo por los invasores o tolerados por
los poderes coloniales. Y no es raro que esas poblaciones aborígenes
resulten marginadas respecto al desarrollo del país.
En varios casos, la suerte que les cabe se acerca, de hecho sino de
derecho, a los regímenes segregacionistas, en la medida en que quedan
acantonadas en territorios estrechos y sometidos a estatutos que los
nuevos ocupantes les han otorgado, casi siempre por un acto unilateral.
El derecho de los primeros ocupantes a una tierra, a una organización
social y política que preserve su identidad cultural, aun en la apertura
a los demás, les debe ser garantizado.
A este respecto, la justicia requiere que, acerca de las minorías
aborígenes a menudo exiguas como número, dos escollos opuestos sean
evitados: por una parte, que se las acantone en reservas como si
debieran habitar en ellas para siempre, replegadas hacia su pasado; y
por la otra, que se las someta a una asimilación forzada, sin
consideración de su derecho a mantener una identidad propia.
Ciertamente, las soluciones son difíciles: la historia no puede ser
rescrita. Pero se puede encontrar formas de convivencia que tomen en
cuenta la vulnerabilidad de los grupos autóctonos y les brinden la
posibilidad de ser ellos mismos en el contexto de conjuntos más amplios,
a los que pertenecen con pleno derecho.
La integración más o menos intensa en la sociedad circunstante debe
poder realizarse conforme a su elección libre.
11. Otros Estados conservan, en diverso grado,
restos de una legislación discriminatoria, que limita apreciablemente
los derechos civiles y religiosos de aquellos que pertenecen a minorías
de religión diferente, miembros en general de grupos étnicos diversos de
aquel al cual pertenece la mayoría de los ciudadanos.
En razón de tales criterios religiosos y étnicos, los miembros de esas
minorías, aun si se les otorga hospitalidad, no pueden obtener, en el
caso de que la solicitaran, la ciudadanía del país donde residen y
trabajan. Sucede también que la conversión a la fe cristiana comporta la
pérdida de la ciudadanía.
Estas personas son siempre, en todo caso, ciudadanos de segunda
categoría, en cuanto concierne, por ejemplo, la educación superior, el
alojamiento, el empleo, especialmente en los servicios públicos y la
administración de las comunidades locales.
En este contexto se debe mencionar también aquellas situaciones en que,
en un mismo país, se impone a otras comunidades la propia ley religiosa
con sus consecuencias en la vida diaria, como por ejemplo la "sharia" en
algunos estados de mayoría musulmana.
12. De manera general, hay que mencionar aquí
el "etnocentrismo", actitud bastante difundida, según la cual un pueblo
tiende naturalmente a defender su identidad, denigrando la de otros,
hasta el extremo de negarles, simbólicamente al menos, la cualidad
humana.
Semejante conducta responde sin duda a una instintiva necesidad de
proteger los propios valores, creencias y costumbres, percibidos como
puestos en peligro por los demás. Se ve a qué consecuencias extremas
puede llevar ese sentimiento, si no es purificado y relativizado por la
apertura recíproca, por la información objetiva y el mutuo intercambio.
El rechazo de la diversidad puede conducir hasta aquella forma de
aniquilación cultural, que los etnólogos llaman "etnocidio", la cual no
tolera la presencia del otro si no en cuanto se deja asimilar a la
cultura dominante.
Rara vez las fronteras políticas de un país coinciden exactamente con
las de los pueblos, y casi todos los Estados, sean ellos de constitución
antigua o reciente, conocen el problema de minorías alógenas instaladas
dentro de las propias fronteras.
Cuando los derechos de las minorías no son respetados, los antagonismos
pueden tomar el aspecto de conflictos étnicos y generar reflejos
racistas y tribales. De este modo, el fin de regímenes coloniales y de
situaciones de discriminación racial no ha traído siempre consigo el
ocaso del racismo en los nuevos Estados independientes de África y de
Asia.
Dentro de las fronteras artificiales, heredadas de las potencias
coloniales, la cohabitación entre grupos étnicos de tradiciones,
lenguas, culturas, incluso religiones diferentes, choca a menudo con el
obstáculo de una hostilidad recíproca de tipo racista.
Las oposiciones tribales ponen a veces en peligro, si no la paz, al
menos la búsqueda del bien común al conjunto de la sociedad, creando así
dificultades a la vida de las Iglesias y a la acogida de pastores de
otro origen étnico.
Incluso cuando las Constituciones de esos países afirman formalmente la
igualdad de todos los ciudadanos entre sí y ante la ley, no es extraño
que unos grupos étnicos dominen a otros y les rehusen el pleno disfrute
de sus derechos.
A veces, éstas situaciones de hecho han desembocado en conflictos
sangrientos, siempre presentes a la memoria. Otras veces todavía, los
poderes públicos no dudan en aprovechar las rivalidades étnicas como
diversivo de sus dificultades internas, con gran detrimento del bien
común y de la justicia que están llamados a servir.
Es importante subrayar aquí que se dan situaciones análogas, cuando, por
razones complejas, poblaciones enteras son mantenidas en estado de
desarraigo, refugiadas fuera del país donde estaban legítimamente
instaladas, a menudo carentes de techo, y en todo caso, sin patria; o
bien, cuando, residentes en la propia tierra, se encuentran en
condiciones humillantes.
13. No es exagerado afirmar que, dentro de un
mismo país y de un mismo grupo étnico, pueden darse formas de racismo
social, cuando, por ejemplo, inmensas masas de campesinos pobres son
tratados sin ninguna consideración por su dignidad y sus derechos,
expulsados de sus tierras, explotados y mantenidos en un estado de
inferioridad económica y social por propietarios omnipotentes, que gozan
además de la inercia o la activa complicidad de las autoridades.
Son nuevas formas de esclavitud, frecuentes en el Tercer Mundo. No hay
mucha diferencia entre aquellos que consideran inferiores a otros
hombres por razón de su raza, y aquellos que tratan como inferiores a
sus propios conciudadanos cuya mano de obra explotan.
Es necesario que, en este caso, los principios de justicia social sean
eficazmente aplicados. Se evitará así entre otras cosas, que las clases
demasiado privilegiadas lleguen a abrigar sentimientos propiamente
"racistas" hacia los propios conciudadanos y encuentren en ello un
pretexto más para mantener estructuras injustas.
14. Más universal y más extendido, sobre todo
en países de fuerte inmigración, es el fenómeno del racismo espontáneo,
que es dable observar entre los habitantes de esos países respecto de
los extranjeros, especialmente cuando éstos se distinguen por su origen
étnico y su religión.
Los prejuicios con los cuales estos inmigrantes son con frecuencia
recibidos, corren el riesgo de desencadenar reacciones que se pueden
manifestar al principio por un nacionalismo exacerbado, más allá del
legítimo orgullo por la propia patria e incluso de un superficial
chauvinismo, degenerando después fácilmente en xenofobia o incluso en
odio racial.
Tales actitudes reprensibles nacen de un temor irracional, provocado a
menudo por la presencia del otro y la necesidad de confrontarse con lo
diverso.
El objetivo expreso o implícito que las inspira es la negación al otro
del derecho a ser lo que es, y en todo caso del serlo "entre nosotros".
Puede haber, sin duda, problemas de equilibrio de poblaciones, de
identidad cultural y de seguridad. Pero deben ser resueltos en el
respeto del otro, con la confianza también en la riqueza que aporta la
diversidad humana.
Ciertos grandes países del Nuevo Mundo han recibido un aumento de
vitalidad de ese crisol de culturas. Por el contrario, el ostracismo y
los múltiples vejámenes de los cuales son a menudo víctima refugiados o
inmigrantes, exigen reprobación, mientras tienen como resultado el
empujarles a estrechar sus filas, a vivir por así decir en un ghetto; y
esto a su vez retrasa su integración en la sociedad que los ha recibido,
desde el punto de vista administrativo, pero no de manera plenamente
humana.
15. Entre las manifestaciones de desconfianza
racial sistemática, es preciso volver aquí explícitamente sobre el
antisemitismo.
Ha sido ciertamente la forma más trágica que la ideología racista ha
asumido en nuestro siglo, con los horrores del "holocausto" judío, pero
por desgracia no ha desaparecido todavía del todo. Parece, en efecto,
que algunos no hubieran aprendido nada de los crímenes del pasado: hay
organizaciones que alimentan, mediante ramificaciones en numerosos
países, el mito racista antisemita, con el apoyo de una red de
publicaciones.
En estos últimos años, se han multiplicado los actos de terrorismo que
tienen por mira personas y símbolos judíos y muestran la radicalización
de esos grupos. El antisionismo -de otro orden, ya que consiste en una
contestación del Estado de Israel y su política- sirve a veces de
cobertura al antisemitismo, se nutre de él y lo promueve. Además,
ciertos países aducen pretextos seudo-jurídicos y ponen restricciones a
una libre emigración de los judíos.
16. Un temor difuso ante la posible aparición
de nuevas formas, todavía desconocidas, de racismo, se expresa
ocasionalmente a propósito del uso que se podría hacer de las "técnicas
de procreación artificial" con la fecundación in vitro y las
posibilidades de manipulación genética.
Si bien tales temores se inspiran en parte todavía de hipótesis, no
dejan de llamar la atención de la humanidad sobre una nueva inquietante
dimensión del poder del hombre sobre el hombre, y en consecuencia, sobre
la urgencia de la ética correspondiente.
Es necesario que el derecho determine, cuanto antes, barreras
infranqueables, a fin de que esas "técnicas" no caigan en manos de
poderes abusivos e irresponsables, dedicados a "producir" seres humanos
seleccionados según criterios de raza, u otras peculiaridades,
cualesquiera sean. Se podría ser testigo así del resurgimiento del
funesto mito del racismo eugénico, cuyos efectos desastrosos el mundo ha
ya padecido.
Un abuso parecido consistiría en evitar que vinieran al mundo seres
humanos de tal o cual categoría social o étnica, mediante el recurso al
aborto y a campañas de esterilización.
Cuando se esfuma el respeto absoluto que se debe a la vida y a su
transmisión, conforme a la voluntad del Creador, es de temer que
desaparezca a la par todo freno moral al poder de los hombres, incluido
el de elaborar una humanidad a la triste imagen de esos aprendices de
brujo.
A fin de rechazar con firmeza tales modos de proceder, y extirpar de
nuestras sociedades las conductas racistas, cualesquiera fuesen, y las
mentalidades que a ellas conducen, es necesario poseer profundas
convicciones acerca de la dignidad de toda persona y de la unidad de la
familia humana. La moral brota de estas convicciones.
Las leyes pueden contribuir a la salvaguardia de las aplicaciones
esenciales de la moral. Pero no bastan para cambiar el corazón del
hombre. El momento llega, pues, de escuchar el mensaje de la Iglesia que
estructura aquellas convicciones y les brinda su fundamento.
LA DIGNIDAD DE TODA RAZA Y LA UNIDAD DEL GÉNERO
HUMANO. VISIÓN CRISTIANA
17. La doctrina cristiana sobre el hombre se ha
desarrollado a partir de la revelación bíblica y a su luz, así como
también en una incesante confrontación con las aspiraciones y
experiencias de los pueblos. Es esta doctrina que ha inspirado las
actitudes de la Iglesia, que hemos señalado ya, en el curso de la
historia.
Ha sido reiterada de manera clara y sintética, para nuestro
tiempo, por el Concilio Vaticano II , en varios textos decisivos. El
siguiente texto puede servir de ilustración: "La igualdad fundamental
entre todos los hombres exige un reconocimiento cada vez mayor. Porque
todos los hombres, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios,
tienen la misma naturaleza y el mismo origen.
Y porque redimidos por Cristo, disfrutan de la misma vocación y de
idéntico destino. Es evidente que no todos los hombres son iguales en lo
que toca a la capacidad física y a las cualidades intelectuales y
morales. Sin embargo, toda forma de discriminación en los derechos
fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de
sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida
y eliminada, por ser contraria al plan divino".
Esta enseñanza es reiterada a menudo por los Papas y los obispos. Así,
Pablo VI precisaba ante el cuerpo diplomático: "Para quien cree en Dios,
todos los seres humanos, incluso los menos favorecidos, son hijos del
Padre universal que los ha creado a su imagen y guía sus destinos con
amor solícito.
La paternidad de Dios significa fraternidad entre los hombres: éste es
uno de los puntos clave del universalismo cristiano, un punto en común
también con otras grandes religiones, y un axioma de la más profunda
sabiduría humana de todos los tiempos, la que rinde culto a la dignidad
del hombre".
Y Juan Pablo II insiste: "La creación del hombre por Dios ´a su imagen´
confiere a toda persona humana una dignidad eminente; supone además la
igualdad fundamental de todos los seres humanos.
Para la Iglesia, esta igualdad, enraizada en el mismo ser del hombre,
adquiere la dimensión de una fraternidad especialísima mediante la
encarnación del Hijo de Dios...
En la redención realizada por Jesucristo, la Iglesia contempla una nueva
base para los derechos y deberes de la persona humana. Por ello,
cualquier forma de discriminación por causa de la raza... es
absolutamente inaceptable”.
18. Este principio de la igual dignidad de todos los hombres, cualquiera
sea la raza a que pertenecen, encuentra ya un serio apoyo en el plano
científico, y un sólido fundamento en el plano de la filosofía, de la
moral y de las religiones en general.
La fe cristiana respeta esta intuición y la afirmación consiguiente y se
regocija por ella. Revela una convergencia muy digna de nota entre las
diversas disciplinas que refuerza las convicciones de la mayoría de los
hombres de buena voluntad y permite la elaboración de declaraciones,
convenciones y pactos internacionales para la salvaguardia de los
derechos del hombre y la eliminación de toda forma de discriminación
racial. En este sentido, Pablo VI podía hablar de "un axioma de la más
profunda sabiduría humana de todos los tiempos".
Sin embargo, todos estos abordajes no son del mismo orden y es
importante respetar sus niveles respectivos.
Las ciencias, por su parte, contribuyen a disipar no pocas falsas
certidumbres con las cuales se intenta cubrirse cuando se quiere
justificar conductas racistas o retrasar las transformaciones
necesarias.
Según el texto de una declaración, redactada en la UNESCO el 8 de junio
de 1951 por un cierto número de personalidades científicas: "Los sabios
reconocen generalmente que todos los hombres actualmente vivientes
pertenecen a una misma especie, el homo sapiens, y que proceden de un
mismo tronco".
Pero las ciencias no son suficientes para asegurar las convicciones anti-racistas:
por sus métodos mismos, ellas se prohiben a sí mismas decir una palabra
final sobre el hombre y su destino y definir reglas morales universales
obligatorias para las conciencias.
La filosofía, la moral y las grandes religiones se interesan, ellas
también, del origen, la naturaleza y el destino del hombre, y ello en un
plano que supera la investigación científica abandonada a sus fuerzas.
Procuran fundamentar el respeto incondicional de toda vida humana sobre
una base más firme que la observación de las costumbres y el consenso,
siempre frágil y ambiguo, de una época. Logran así, en el mejor de los
casos, adoptar un universalismo que la doctrina cristiana apoya
sólidamente en la revelación divina.
19. Según esta revelación bíblica, Dios ha
creado al ser humano -hombre y mujer- a su imagen y semejanza.
Este vínculo del hombre con su Creador funda su dignidad y sus derechos
humanos inalienables, con Dios mismo como garante. A esos derechos
personales corresponden evidentemente deberes hacia los demás hombres.
Ni el individuo, ni la sociedad, ni el Estado, ni ninguna otra
institución humana, pueden reducir al hombre -o un grupo de hombres- al
estado de objeto.
La fe en un Dios que está en el origen del género humano, trasciende,
unifica y da sentido a todas las observaciones parciales que la ciencia
puede acumular sobre el proceso de la evolución y el desenvolvimiento de
las sociedades. Es la afirmación más radical de la idéntica dignidad de
todos los hombres en Dios.
Conforme a esta concepción, la persona escapa a todas las manipulaciones
de los poderes humanos y de la propaganda ideológica destinada a
justificar la sujeción de los más débiles. La fe en un solo Dios,
creador y redentor de todo el género humano, hecho a su imagen y
semejanza, constituye la negación absoluta e insoslayable de toda
ideología racista.
Pero es preciso extraer de ella todas sus consecuencias: "No podemos
invocar a Dios, Padre de todos, si nos negamos a conducirnos
fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios".
20. La revelación insiste, en efecto,
igualmente en la unidad de la familia humana: todos los hombres creados
tienen en Dios un mismo origen.
Cualquiera sea, en el curso de la historia, su dispersión geográfica o
la acentuación de sus diferencias, están siempre destinados a formar una
sola familia, según el plan de Dios establecido "al principio". En el
primer hombre, la unidad de todo el género humano, presente y futuro, es
tipológicamente afirmada. Adán -de adama, la tierra- es un singular
colectivo. Es la especie humana que es "imagen de Dios". Eva, la primera
mujer, es llamada "la madre de todos los vivientes".
De la primera pareja "proviene la raza de los hombres". Todos son de la
"familia de Adán". San Pablo declarará a los atenienses: "Dios creó, de
un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda
la faz de la tierra"; de manera que todos pueden decir con el poeta que
son del "linaje" mismo de Dios.
La elección del pueblo judío no contradice este universalismo, se trata
de una pedagogía divina que se propone asegurar la preservación y el
desarrollo de la fe en el Eterno, que es único, y fundamentar así las
responsabilidades consiguientes.
Si el pueblo de Israel ha tomado conciencia de una relación especial con
Dios, ha afirmado también que hay una alianza con él de todo el género
humano, y que, aún en la Alianza concluida con él, todos los pueblos son
llamados a la salvación: "Y serán bendecidas en ti todas las familias de
la tierra" declara Dios a Abraham.
21. El Nuevo Testamento refuerza esta
revelación de la dignidad de todos los hombres, de su unidad fundamental
y de su deber de fraternidad, porque todos han sido igualmente salvados
y reunidos por Cristo.
El misterio de la encarnación manifiesta en qué honor Dios ha tenido la
naturaleza humana, ya que, en su Hijo, ha querido, sin confusión ni
separación, unirla a la suya. Cristo se ha unido, en cierto modo con
todo hombre . Cristo es, por título exclusivo, la "imagen de Dios
invisible". Sólo él revela de manera perfecta el ser de Dios en la
humilde condición humana que ha asumido libremente.
Por ello, es el "nuevo Adán", prototipo de una humanidad nueva,
"primogénito entre muchos hermanos", en quien ha sido restaurada la
semejanza divina empañada por el pecado. Al hacerse carne entre
nosotros, el Verbo eterno de Dios "ha compartido nuestra humanidad" para
conformarnos a su divinidad. La obra de salvación realizada por Cristo
es universal. No tiene como destinatario solamente el pueblo elegido.
Toda la "raza de Adán" es afectada, "recapitulada" en Cristo, según la
expresión de san Ireneo
En Cristo, todos los hombres son llamados a entrar, por la fe, en la
Alianza definitiva con Dios, al margen de la circuncisión, de la Ley de
Moisés y de la raza.
Esta Alianza ha sido realizada y sellada por el sacrificio de Cristo,
que obró la redención de una humanidad pecadora. Por su cruz fue abolida
la división religiosa -que se había hecho más rígida como división
étnica- entre el pueblo de la promesa, ahora cumplida, y el resto de la
humanidad. Los gentiles, hasta ahora "excluidos de la ciudadanía de
Israel y extraños a las alianzas de la promesa", "han llegado a estar
cerca por la sangre de Cristo".
El, "de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba,
la enemistad". A partir del judío y del gentil, Cristo ha querido "crear
en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo". Este "Hombre Nuevo" es
el nombre colectivo de la humanidad redimida por él, en toda la variedad
de sus componentes, reconciliada con Dios para formar un solo cuerpo que
es la Iglesia, gracias a la cruz que ha suprimido la enemistad.
De esta manera, no hay ya más "griego ni judío, circuncisión e
incircuncisión: bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo
y en todos". El creyente, cualquiera fuera su condición anterior, ha
revestido así ese Hombre Nuevo, que no cesa de ser renovado a imagen de
su Creador. Y Cristo reúne los hijos de Dios que estaban dispersos.
El mensaje de Cristo no mira solamente a una fraternidad espiritual.
Presupone y pone en marcha comportamientos concretos, muy importantes en
la vida cotidiana: Cristo mismo ha dado el ejemplo. El marco estrecho de
Palestina, donde se ha desarrollado casi toda su vida terrestre, no le
brindaba demasiadas ocasiones de encontrar gente de otras razas.
No obstante, se ha mostrado acogedor con todas las categorías de
personas con las cuales entró en contacto. No temió dedicarse a los
samaritanos y ponerlos como ejemplo , cuando eran menospreciados por los
judíos y tratados como herejes. Ha hecho beneficiarios de su salvación a
todos los que estaban marginados por una u otra razón: los enfermos, los
pecadores hombres y mujeres, las prostitutas, los publicanos, los
paganos como la mujer sirofenicia.
Han quedado excluidos solamente los que se auto-excluyen, por su
suficiencia, como algunos fariseos. Y él nos amonesta solemnemente:
habremos de ser juzgados según la actitud que tuvimos hacia el
extranjero, o hacia el más pequeño de sus hermanos. Incluso sin saberlo,
encontramos en ellos a él mismo.
La resurrección de Cristo y el don del Espíritu Santo en Pentecostés han
inaugurado esta humanidad nueva. La incorporación a ella se realiza por
la fe y el bautismo, a la zaga de la predicación y la libre adhesión al
evangelio. Y esta buena nueva está destinada a todas las razas. "Haced
discípulos a todas las gentes”.
22. La Iglesia tiene en consecuencia la
vocación de ser, en medio del mundo, "el pueblo de los redimidos",
reconciliados con Dios y entre sí, siendo ´un solo cuerpo y un solo
espíritu" en Cristo y manifestando a todos los hombres respeto y amor.
"Todas las naciones que hay bajo el cielo" estaban
representadas simbólicamente en Jerusalén, el día de Pentecostés,
superación y anticipo de la dispersión de Babel . Como afirma Pedro,
cuando fue llamado a casa del pagano Cornelio: "A mí me ha mostrado Dios
que no hay que llamar profano o impuro a ningún hombre... Verdaderamente
comprendo que Dios no hace acepción de personas".
La Iglesia ha recibido la vocación sublime de realizar, primero en sí
misma, la unidad del género humano, más allá de toda división étnica,
cultural, nacional, social y otras todavía, a fin de significar
precisamente el término de esas divisiones, abolidas por la cruz de
Cristo.
Al hacerlo, contribuye a promover la convivencia fraterna entre los
pueblos. El Concilio Vaticano II ha definido muy justamente la Iglesia
"como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con
Dios y de la unidad de todo el género humano, porque "Cristo y la
Iglesia... trascienden todo particularismo de raza o de nación". En la
Iglesia no hay "ninguna desigualdad por razón de la raza o de la
nacionalidad, de la condición social o del sexo".
Es precisamente el sentido del término "católico", es decir, universal;
él caracteriza la Iglesia. Y a medida que esta realiza su expansión, la
catolicidad se vuelve más manifiesta: la Iglesia reúne efectivamente los
fieles de Cristo de todas las naciones del mundo, con las culturas más
variadas, guiadas por los pastores de sus pueblos, comulgando todos en
la misma fe y en la misma caridad.
Aquello que la Iglesia tiene vocación y misión de realizar, por mandato
divino, sus fracasos repetidos, obra de la dureza de los hombres y de
los pecados de sus miembros, no pueden de ninguna manera anularlo. Esto
confirma que no se trata de una empresa de hombres, sino de un proyecto
que supera las fuerzas humanas.
Es importante, en todo caso, que los cristianos se den cuenta mejor que
son llamados, todos ellos, a ejercer el papel de signos en el mundo. A
través de su conducta, que excluye toda forma de discriminación racial,
étnica, nacional o cultural, el mundo debe poder reconocer la novedad
del evangelio de la reconciliación. Les toca anticipar, en la Iglesia,
la comunidad escatológica y definitiva del reino de Dios.
23. La doctrina cristiana, que acabamos de
exponer, tiene, en efecto, serias consecuencias morales, que se puede
resumir en tres palabras claves: respeto de las diferencias,
fraternidad, solidaridad.
Si los hombres y las comunidades humanas, son todos iguales en dignidad,
ello no quiere decir que todos disfruten, simultáneamente, de las mismas
capacidades físicas, los mismos dones culturales, las mismas fuerzas
intelectuales y morales, el mismo estadio de desarrollo.
La igualdad no es uniformidad. Importa reconocer la diversidad y la
complementariedad de las riquezas culturales y las cualidades morales de
unos y de otros.
La igualdad de trato presupone así un cierto reconocimiento de la
diferencia, que las minorías reclaman a fin de desenvolverse según su
genio propio, en el respeto de los demás y del bien común de la sociedad
y de la comunidad mundial. Pero ningún grupo humano se puede engreír de
poseer sobre otros una superioridad de naturaleza, ni de ejercer ninguna
discriminación que afecte los derechos fundamentales de la persona.
Sin embargo, el mutuo respeto no basta. Es preciso instaurar una
fraternidad. El dinamismo necesario para tal fraternidad no es otro que
la caridad, que está, también ella, en el corazón del mensaje cristiano:
"Todo hombre es mi hermano".
La caridad no es un simple sentimiento de benevolencia o de piedad; se
orienta más bien a hacer que cada uno se beneficie efectivamente de
aquellas condiciones de vida dignas que le corresponden por justicia, en
orden a su subsistencia, su libertad y su desarrollo bajo todos los
aspectos. Ella hace ver en todo hombre y en toda mujer otro ser como
uno, en Cristo, conforme al precepto divino: "amarás a tu prójimo como a
ti mismo".
El reconocimiento de la fraternidad no basta. Se trata de ir hasta la
solidaridad activa con todos, y en especial entre ricos y pobres. La
reciente encíclica de Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis (30 de
diciembre de 1987) insiste en el hecho de la interdependencia,
"percibida como sistema determinante de relaciones en el mundo actual...
y asumida como categoría moral. Cuando la interdependencia es reconocida
así, su correspondiente respuesta, como actitud moral y social, y como
´virtud´, es la solidaridad". En esto se juega la paz entre hombres y
naciones: "Opus solidaritatis pax, la paz como fruto de la solidaridad.
Fraternidad y solidaridad entre las razas
El prejuicio racista, que niega la igual dignidad de todos
los miembros de la familia humana y blasfema de su Creador, sólo puede
ser combatido donde nace, es decir, en el corazón del hombre
CUARTA PARTE:
CONTRIBUCIÓN DE LOS CRISTIANOS A LA PROMOCIÓN, CON LOS DEMÁS, DE LA
FRATERNIDAD Y LA SOLIDARIDAD ENTRE LAS RAZAS
24. El prejuicio racista, que niega la igual
dignidad de todos los miembros de la familia humana y blasfema de su
Creador, sólo puede ser combatido donde nace, es decir, en el corazón
del hombre.
Del corazón brotan los comportamientos justos o injustos, según que el
hombre se abra a la voluntad de Dios, en el orden natural y en su
Palabra viva, o se encierre en sí mismo y en su egoísmo, dictado por el
miedo o por el instinto de dominio. Es la visión del otro que es preciso
purificar.
Alimentar concepciones y fomentar actitudes racistas es un pecado contra
la enseñanza específica de Cristo, para quien el "prójimo" no es
solamente el hombre de mi tribu, de mi ambiente, de mi religión o de mi
nación, es todo ser humano que encuentro en mi camino.
Los medios externos, legislación o demostración científica, no bastan
para extirpar el prejuicio racista. No es suficiente, en efecto, que las
leyes eviten o sancionen toda clase de discriminación racial. Pueden ser
fácilmente soslayadas si la comunidad a la cual son destinadas no
adhiere a ellas plenamente. Y para esto, una comunidad debe apropiarse
los valores que inspiran las leyes justas y además traducir en la vida
cotidiana la convicción de la igual dignidad de todo ser humano.
25. La conversión del corazón no puede ser
alcanzada, sin afirmar las convicciones del espíritu acerca del respeto
debido a las otras razas y grupos étnicos.
La Iglesia, por su lado, coopera a la formación de las conciencias
presentando claramente la íntegra doctrina cristiana sobre este punto.
Pide en especial a los pastores, a los predicadores, a los maestros y a
los catequistas, esclarecer la enseñanza auténtica de la Escritura y la
tradición acerca del origen de todos los hombres en Dios, de su destino
final común en el reino de Dios, del valor del precepto del amor
fraterno y de la total incompatibilidad entre el exclusivismo racista y
la vocación universal de todos los hombres a la misma salvación en
Jesucristo.
El recurso a la Biblia para justificar a posteriori prejuicios racistas
debe ser enérgicamente condenado. La Iglesia no ha autorizado nunca
semejante distorsión de la interpretación bíblica.
La obra de persuasión de la Iglesia se realizará igualmente mediante el
testimonio de vida de los cristianos: respeto de los extranjeros,
aceptación del diálogo, la participación, la ayuda fraterna y la
colaboración con los otros grupos étnicos.
El mundo necesita la verificación entre los cristianos, de esta parábola
en acción, a fin de dejarse convencer por el mensaje de Cristo. Sin
duda, los cristianos ellos mismos deben confesar humildemente que
miembros de la Iglesia, en todos los niveles, no han tenido siempre una
conducta coherente, en este punto, en el curso de la historia. No
obstante, deben continuar proclamando lo que es justo, mientras se
empeñan a la vez por "realizar" la verdad.
26. No basta tampoco exponer la doctrina y
proponer un ejemplo.
Es necesario además asumir la defensa de las víctimas del racismo
dondequiera se encuentren. Los actos de discriminación entre los hombres
y pueblos, por motivos racistas, o por otros motivos, sean religiosos o
ideológicos, pero que desembocan en una actitud de menosprecio o de
exclusión, deben ser dados a conocer con severidad y enérgicamente
reprobados, para suscitar comportamientos, disposiciones legales y
estructuras sociales equitativas.
Son muchos aquellos que se han vuelto más sensibles a esta injusticia y
se empeñan en la lucha contra toda forma de racismo. Lo hagan por
convicción religiosa o por razones humanitarias, son llevados a veces a
desafiar las represiones de ciertos poderes, o por lo menos la presión
de una opinión pública sectaria, y a hacer frente a persecuciones y a la
cárcel. Los cristianos no dudan en asumir su propio lugar en esta lucha
por la dignidad de sus hermanos, con el necesario discernimiento y
prefiriendo siempre los medios no violentos.
27. La Iglesia, en su denuncia del racismo,
procura mantener una actitud evangélica respecto de todos.
En esto consiste su originalidad. Si ella no teme analizar lúcidamente
las causas del racismo y manifestar su desaprobación, incluso delante de
los responsables, procura también comprender cómo se ha podido llegar a
estos extremos, y querría ayudar a encontrar una salida razonable del
callejón en el cual aquellos responsables se han encerrado. Como Dios,
que no se regocija con la muerte del pecador, la Iglesia mira más bien a
su reconciliación, si consiente en reparar las injusticias cometidas.
Ella se preocupa también de evitar que las víctimas recurran a la lucha
violenta y acaben por caer en un racismo análogo al que rechazan. Quiere
ofrecer un espacio de reconciliación y no acentuar las oposiciones.
Exhorta a obrar de tal modo que se excluya el odio. Predica el amor y
prepara pacientemente un cambio de mentalidad, sin el cual un cambio de
estructuras sería inútil.
28. Para la instauración de una conciencia no
racista, el papel de la escuela es primario.
El Magisterio de la iglesia ha subrayado siempre la importancia de una
educación que insiste en lo que es común a todos los seres humanos.
Importa también ayudar a ver que el otro, porque es diferente, puede
precisamente enriquecer nuestra experiencia.
Es normal ciertamente que la historia, por ejemplo, cultive el aprecio
por la propia nación, pero sería lamentable que condujera a un miope
chauvinismo y asignara a las realizaciones de las otras naciones sólo un
lugar accesorio que resulte inferior.
Como se ha hecho ya en algunos países, puede llegar a ser necesario
revisar los manuales escolares que falsifican la historia, al callar los
crímenes históricos del racismo o justifican sus principios. Igualmente,
la instrucción cívica debe ser concebida de tal manera que sean
arrancados de raíz los reflejos discriminatorios respecto de personas
que pertenecen a otros grupos étnicos.
La escuela brinda siempre más, a los hijos de inmigrantes, la ocasión de
mezclarse con los autóctonos: ¡ojalá se aprovechara esta circunstancia
para ayudar unos y otros a conocerse mejor y preparar una convivencia
armoniosa!
Muchos jóvenes parecen, hoy día, estar menos ligados a prejuicios
raciales. Se nos brinda así un recurso para el futuro, que es preciso
saber cultivar. Mueve tanto más a amargura comprobar que otros jóvenes
se organizan en bandas para cometer violencias contra ciertos grupos
raciales o transformar encuentros deportivos en manifestaciones de
chauvinismo que culminan en actos vandálicos o en masacres.
Los prejuicios raciales, si no se nutren de ideologías, nacen, más a
menudo, de una ignorancia del otro, que abre la puerta a la imaginación
legendaria y engendra el temor. Ahora bien, no faltan, hoy, ocasiones
para acostumbrar a los jóvenes al respeto y la estima de la diversidad:
intercambios internacionales, viajes, cursos de lenguas, creación de
vínculos entre ciudades gemelas, campamentos de vacaciones, escuelas
internacionales, actividades deportivas y culturales.
29. La persuasión y la educación deben ir
acompañadas paralelamente por la voluntad de traducir en textos legales
el respeto de otros grupos étnicos, así como también en las estructuras
y el funcionamiento de las instituciones regionales o nacionales.
Cuando el racismo muere en los corazones, acaba por desaparecer en las
leyes. Pero es preciso actuar directamente también en el terreno
jurídico. Donde existen todavía leyes discriminatorias, los ciudadanos,
conscientes de la perversidad de tal ideología, deben asumir sus
responsabilidades a fin de que, por medio de los procesos democráticos,
el derecho sea puesto de acuerdo con la ley moral.
Dentro de un mismo Estado, la ley debe ser igual para todos los
ciudadanos indistintamente. Un grupo dominante, numéricamente
mayoritario o minoritario, no puede, en ningún caso, disponer a su
arbitrio de los derechos fundamentales de los demás grupos.
Es necesario que las minorías étnicas, lingüísticas o religiosas que
viven dentro de las fronteras de un mismo Estado, se vean reconocer los
mismos derechos inalienables de los otros ciudadanos, incluido el de
vivir como grupo según sus finalidades culturales y religiosas. Deben
gozar de la facultad de integrarse libremente a la cultura circundante.
El estatuto de otras categorías de personas, como los inmigrantes, los
refugiados, o también los trabajadores extranjeros estacionales, es a
menudo más precario todavía. Es así más urgente que sus derechos humanos
fundamentales sean reconocidos y garantizados.
Ahora bien, son estas personas quienes, más frecuentemente, resultan
víctimas de prejuicios racistas. Las leyes deberán atender a que sean
reprimidos los actos de agresión respecto de ellos, como también los
comportamientos de quienquiera (empleador, funcionario o persona
privada) pretendiera someter las personas más desprotegidas a diversas
formas de explotación, económicas u otras.
Pertenece, sin duda, a los poderes públicos, responsables del bien
común, determinar la proporción de refugiados o inmigrantes que el país
acoge, atendidas las posibilidades de empleo y las perspectivas de
desarrollo, pero también la urgencia de las necesidades de otros
pueblos.
El Estado cuidará igualmente que no se creen situaciones de grave
desequilibrio social, acompañadas por fenómenos sociológicos de rechazo
como puede ocurrir cuando una excesiva concentración de personas de
diferente cultura es percibida como una amenaza directa a la identidad y
las costumbres de la comunidad de acogida. En el aprendizaje de la
diversidad, todo no se puede exigir de entrada.
Pero es preciso considerar las posibilidades que se abren de una nueva
convivencia y aun de un mutuo enriquecimiento. Y una vez que un
extranjero ha sido admitido y se ha sometido a los reglamentos de orden
público, tiene derecho a la protección de la ley mientras dure el
período de su inserción social.
Igualmente, la legislación laboral no debe permitir que, por una
prestación igual de trabajo, los extranjeros que hubieran encontrado
empleo en un país del cual no son ciudadanos, padezcan discriminación en
cuanto al salario, los beneficios sociales y seguro de ancianidad,
respecto de los trabajadores autóctonos. Es justamente en las relaciones
de trabajo que debería surgir un mejor conocimiento y aceptación mutuos
entre personas de origen étnico y cultural diferente, y crearse una
solidaridad humana capaz de superar los prejuicios de la primera hora.
30. En el plano internacional, importa
continuar a elaborar instrumentos jurídicos de lucha contra el racismo,
y sobre todo conferirles plena eficacia.
Luego de los excesos del nazismo, las Naciones Unidas se
empeñaron intensamente en favor del respeto de hombres y pueblos. Una
importante Convención internacional sobre la eliminación de todas las
formas de discriminación racial fue adoptada por la XX Asamblea General
de las Naciones Unidas el 21 de diciembre de 1965.
Estipula, entre otras cosas, que "nada podría justificar, en ninguna
parte, la discriminación racial, ni en teoría, ni en la práctica"
(Preámbulo, 6ta parte); y prevé medidas legislativas y judiciales para
poner por obra estas disposiciones. Entró en vigor el 4 de enero de 1969
y fue formalmente ratificada por la Santa Sede el 1° de mayo de ese
mismo año.
La ONU decidía todavía, el 2 de noviembre de 1973, proclamar un "Decenio
de lucha contra el racismo y la discriminación racial". El papa Pablo VI
manifestó en seguida su "gran interés" y su "viva satisfacción" por esta
nueva iniciativa: "Esta iniciativa eminentemente humana encontrará una
vez más lado a lado la Santa Sede y las Naciones Unidas, si bien en
planos diversos y con medios diferentes”.
El Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas (ECOSOC) comprende
desde 1946 una Comisión de Derechos Humanos, la cual ha instituido a su
vez una Subcomisión de prevención de discriminaciones y protección a las
minorías.
La contribución de la Santa Sede ha proseguido mediante la participación
de sus delegaciones en numerosas manifestaciones importantes del primer
decenio y en otras reuniones intergubernamentales. Un segundo Decenio ha
sido proclamado después (1983-1993).
31. Estos esfuerzos de la Santa Sede en cuanto
miembro cualificado de la comunidad internacional, no deben ser
disociados de los múltiples esfuerzos de las comunidades cristianas en
el mundo ni del empeño personal de los cristianos en el marco de las
comunes instituciones sociales.
En este contexto, es necesario mencionar especialmente la contribución
de algunos episcopados. Se puede citar, por ejemplo, los esfuerzos
realizados por los obispos de dos países signados por una experiencia
aguda, si bien distinta en cada caso, de los problemas del racismo.
El primer caso es el de Estados Unidos de América, donde la
discriminación racial ha sido mantenida en la legislación de varios
estados, mucho después de la Guerra civil (1861-1865). Recién en 1964 la
Ley sobre los derechos civiles puso punto final a toda forma de
discriminación racial legalmente practicada. Fue un gran paso adelante,
largamente madurado y jalonado por numerosas iniciativas de carácter
no-violento. La Iglesia católica, particularmente por medio de las
declaraciones del Episcopado, y su extensa red educacional, contribuyó a
este proceso.
A pesar de los esfuerzos continuados y múltiples, mucho queda todavía
por hacer para eliminar del todo el prejuicio y la conducta racista,
incluso en este país que puede ser tenido por uno de los más
interraciales del mundo. Prueba de ello es la declaración adoptada por
el "Administrative Board" de la Conferencia católica de los Estados
Unidos, el 26 de marzo de 1987, que llama la atención sobre la
persistencia de indicios del racismo en la sociedad americana y condena
la actividad de organizaciones de tipo racista como el "Ku Klux Klan".
El segundo ejemplo es el de la Iglesia de África del Sud, que hace
frente a una situación muy diferente. El empeño de los obispos
sudafricanos, a menudo en estrecha colaboración con otras Iglesias
cristianas, en favor de la igualdad racial y contra el apartheid, es
bien conocido. A este respecto, se pueden mencionar algunos recientes
documentos de la Conferencia episcopal: la Carta Pastoral del l de mayo
de 1986, con el título significativo: "La esperanza cristiana en la
crisis actual" y el mensaje dirigido al Jefe del Estado en agosto del
mismo año.
La situación en África del Sud ha suscitado en todas partes numerosas
manifestaciones de solidaridad con los que sufren a causa del apartheid
y de apoyo a las iniciativas eclesiales, tomadas por los demás
frecuentemente en un acuerdo ecuménico.
El papa Juan Pablo II, de parte suya, no ha dejado de demostrar a menudo
su solicitud a los obispos católicos de este país. Durante su viaje al
África Austral, el 10 de setiembre de 1988, el Papa se dirigió a todos
los obispos de la región, reunidos en Harare, diciéndoles entre otras
cosas: "El problema del apartheid, entendido como sistema de
discriminación social, económica y política, ocupa vuestra misión como
maestros y guías espirituales de vuestra grey en un esfuerzo serio y
resuelto para contrarrestar injusticias y propugnar la sustitución de
esa política por una que esté de acuerdo con la justicia y el amor.
Yo os aliento a que continuéis manteniendo firme y valientemente los
principios en los que se basa la respuesta pacífica y justa a las
legítimas aspiraciones de vuestros conciudadanos. Tengo presentes las
actitudes expresadas a lo largo de estos años por la Conferencia
Episcopal Sudafricana, desde su primera declaración conjunta de 1952.
La Santa Sede y yo mismo hemos llamado la atención sobre las injusticias
del apartheid en numerosas ocasiones y muy recientemente ante un grupo
ecuménico de líderes cristianos de Sudáfrica en visita a Roma. Les
recordé que "puesto que la reconciliación está en el corazón del
evangelio, los cristianos no pueden aceptar estructuras de
discriminación racial que violen los derechos humanos.
Pero deben advertir también que un cambio de estructuras está ligado a
un cambio de corazones. Los cambios que buscan están enraizados en la
fuerza del amor, el amor divino del que brota toda acción y
transformación cristiana´" (Discurso a una Delegación Ecuménica Conjunta
de Sudáfrica, 27 de mayo de 1988).
32. Finalmente, el racismo, si perturba la paz
de las sociedades, contamina asimismo la paz internacional. Cuando falta
la justicia en este punto capital, la violencia y las guerras se
desencadenan fácilmente, y las relaciones con las naciones vecinas se
alteran.
En el campo de las relaciones entre los Estados, la aplicación leal de
los principios sobre la igual dignidad de todos los pueblos debería
impedir que unas naciones sean tratadas por otras a partir de prejuicios
racistas.
En situaciones de tensión entre Estados, es posible incriminar tal
decisión política de un adversario, su comportamiento injusto en tal o
cual punto, eventualmente el faltar a la palabra dada, pero no se puede
condenar globalmente un pueblo por lo que no es a menudo más que una
falta de sus dirigentes. Es en estas reacciones primarias e irracionales
que los prejuicios racistas pueden reanimarse y comprometer de manera
perdurable las relaciones entre las naciones.
La comunidad internacional no dispone de medios de coacción respecto de
los Estados que practican todavía, conforme a su sistema jurídico, la
discriminación racial con sus propias poblaciones. No obstante, el
derecho internacional permite que adecuadas presiones exteriores puedan
serles aplicadas a fin de conducirlos, según un plano orgánico y
negociado, a abolir la legislación racista y a establecer, en su lugar,
una legislación conforme a los derechos humanos.
La comunidad internacional deberá, en este caso, atender, con sumo
cuidado, a que su acción no arroje al país en cuestión a conflictos
interiores todavía más dramáticos.
En cuanto a los mismos países donde reinan graves tensiones raciales, es
preciso que se den cuenta de lo precario de una paz que no se funda
sobre el consenso de todos los componentes de la sociedad. La historia
enseña que el desconocimiento prolongado de los derechos del hombre
concluye casi siempre por provocar explosiones de violencia
incontrolable.
A fin de generar un orden fundado en el derecho, es necesario que los
grupos antagonistas se dejen vencer por los valores supremos y
trascendentes que están en la base de toda comunidad humana y de toda
relación pacífica entre las naciones.