Juan Pablo II
Para la Jornada Mundial de la Paz (1 de enero de 2003)

Publicado: 17 diciembre 2002. El Papa ofrece una visión de los obstáculos a la paz y de como vencerlos.  

PACEM IN TERRIS:
UNA TAREA PERMANENTE

1. Han transcurrido casi cuarenta años desde aquel 11 de abril de 1963, en que el Papa Juan XXIII publicó la histórica Carta encíclica «Pacem in terris». Aquel día era Jueves Santo. Dirigiéndose «a todos los hombres de buena voluntad», mi venerado Predecesor, que moriría dos meses después, compendiaba su mensaje de paz al mundo en la primera afirmación de la Encíclica: «La paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta fielmente el orden establecido por Dios» (Pacem in terris, Introd., AAS 55 [1963], 257).

Hablar de paz a un mundo dividido
2. En realidad, el mundo al cual se dirigía Juan XXIII se encontraba en un profundo estado de desorden. El siglo XX se hateamiento concreto de la vida, aquel muro atravesó la humanidad en su conjunto y penetró enbía iniciado con una gran expectativa de progreso. En cambio, la humanidad había asistido, en sesenta años de historia, al estallido de dos guerras mundiales, la consolidación de sistemas totalitarios demoledores, la acumulación de inmensos sufrimientos humanos y el desencadenamiento, contra la Iglesia, de la mayor persecución que la historia haya conocido jamás.

Sólo dos años antes de la «Pacem in terris», en 1961, se erigió el «muro de Berlín» para dividir y oponer no solamente dos partes de aquella ciudad, sino también dos modos de comprender y de construir la ciudad terrena. De una parte y de otra del muro la vida tuvo un estilo diferente, inspirado en reglas a menudo contrapuestas, en un clima difuso de sospecha y desconfianza. Tanto en su visión del mundo como en el plan el corazón y mente de las personas, creando divisiones que parecían destinadas a durar siempre.

Además, justo seis meses antes de la publicación de la Encíclica, mientras en Roma se había inaugurado hacía pocos días el Concilio Vaticano II, el mundo, debido a la crisis de los misiles en Cuba, se encontró al borde de una guerra nuclear. Parecía bloqueado el camino hacia un mundo de paz, de justicia y de libertad. Muchos pensaban que la humanidad estaba condenada a vivir todavía durante largo tiempo en aquellas condiciones precarias de «guerra fría», sometida constantemente a la pesadilla de que una agresión o un percance cualquiera pudieran desencadenar de un día a otro la peor guerra de toda la historia humana. En efecto, el uso de armas atómicas, podía transformarla en un conflicto que habría puesto en peligro el futuro mismo de la humanidad.

Los cuatro pilares de la paz
3. El Papa Juan XXIII no estaba de acuerdo con los que creían imposible la paz. Con la Encíclica logró que este valor fundamental --con toda su exigente verdad-- empezara a hacerse sentir en ambas partes de aquel muro y de todos los muros. A muchos la Encíclica les hizo ver la común pertenencia a la familia humana y les encendió una luz respecto a la aspiración de la gente de todos los lugares de la tierra a vivir en seguridad, justicia y esperanza ante el futuro.

Con su espíritu clarividente, Juan XXIII indicó las condiciones esenciales para la paz en cuatro exigencias concretas del ánimo humano: la verdad, la justicia, el amor y la libertad (cf. ibíd., I: l.c., 265-266). La verdad --dijo-- será fundamento de la paz cuando cada individuo tome conciencia rectamente, más que de los propios derechos, también de los propios deberes con los otros. La justicia edificará la paz cuando cada uno respete concretamente los derechos ajenos y se esfuerce por cumplir plenamente los mismos deberes con los demás. El amor será fermento de paz, cuando la gente sienta las necesidades de los otros como propias y comparta con ellos lo que posee, empezando por los valores del espíritu. Finalmente, la libertad alimentará la paz y la hará fructificar cuando, en la elección de los medios para alcanzarla, los individuos se guíen por la razón y asuman con valentía la responsabilidad de las propias acciones.

Mirando al presente y al futuro con los ojos de la fe y de la razón, el beato Juan XXIII vislumbró e interpretó los dinamismos profundos que estaban actuando ya en la historia. Sabía que las cosas no son siempre como aparecen exteriormente. A pesar de las guerras y las amenazas de guerras, había algo nuevo que se percibía en las vicisitudes humanas, algo que el Papa consideró como el inicio prometedor de una revolución espiritual.

Una nueva consciencia de la dignidad del hombre y de sus derechos inalienables
4. La humanidad, escribió, ha emprendido una nueva etapa de su camino (cf. ibíd., I: l.c., 267-269). El fin del colonialismo, el nacimiento de nuevos Estados independientes, la defensa más eficaz de los derechos de los trabajadores, la nueva y agradable presencia de las mujeres en la vida pública, le parecían como otros tantos signos de una humanidad que estaba entrando en una nueva fase de su historia, una fase caracterizada por la «convicción de que todos los hombres son, por dignidad natural, iguales entre sí» (ibíd., I: l.c., 268). Ciertamente, esta dignidad era vilipendiada aún en muchas partes del mundo. El Papa no lo ignoraba. Sin embargo estaba convencido de que, no obstante la situación fuese dramática bajo algunos aspectos, el mundo era cada día más consciente de algunos valores espirituales y cada vez estaba más abierto a la riqueza de contenido de aquellos «pilares de la paz» que eran la verdad, la justicia, el amor y la libertad (cf. ibíd., I: l.c., 268-269). A través del esfuerzo por llevar estos valores a la vida social, tanto nacional como internacional, los hombres y las mujeres serían cada vez más conscientes de la importancia de su relación con Dios, fuente de todo bien, como sólido fundamento y criterio supremo de su vida, ya sea como individuos que como seres sociales (cf. ibíd.). Esta sensibilidad espiritual más aguda --el Papa estaba convencido de ello-- tendría también profundas consecuencias públicas y políticas.

Ante la creciente conciencia de los derechos humanos que iba aflorando a nivel nacional e internacional, Juan XXIII intuyó la fuerza interior de este fenómeno y su extraordinario poder de cambiar la historia. Lo que ocurrió pocos años después, sobre todo en Europa central y oriental, fue una excelente prueba de ello. El camino hacia la paz, enseñaba el Papa en su Encíclica, debía pasar por la defensa y promoción de los derechos humanos fundamentales. En efecto, cada persona humana goza de ellos, no como de un beneficio concedido por una cierta clase social o por el Estado, sino como de una prerrogativa propia por ser persona: «En toda convivencia humana bien ordenada y fecunda hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables, y no pueden renunciarse por ningún concepto» (ibíd., I: l.c., 259).

No se trataba simplemente de ideas abstractas. Eran ideas de vastas consecuencias prácticas, como en seguida demostraría la historia. Basados en la convicción de que cada ser humano es igual en dignidad y que, por consiguiente, la sociedad tiene que adecuar sus estructuras a esta premisa, surgieron muy pronto los movimientos por los derechos humanos, que dieron expresión política concreta a una de las grandes dinámicas de la historia contemporánea. La promoción de la libertad fue reconocida como un elemento indispensable del empeño por la paz. Surgiendo prácticamente en todas las partes del mundo, estos movimientos contribuyeron al derrocamiento de formas de gobierno dictatoriales y ayudaron a cambiarlas con otras formas más democráticas y participativas. En la práctica, demostraron que la paz y el progreso pueden alcanzarse sólo a través del respeto de la ley moral universal, inscrita en el corazón del hombre (cf. Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea de las Naciones Unidas, 5 octubre 1995, 3).

El bien común universal
5. En otro punto el magisterio de la «Pacem in terris» se mostró profético, anticipándose a la fase sucesiva de la evolución de las políticas mundiales. Ante un mundo que se hacía cada vez más interdependiente y global, el Papa Juan XXIII sugirió que el concepto de bien común debía formularse con una perspectiva mundial. Para ser correcto, debía referirse al concepto de «bien común universal» («Pacem in terris», IV: l.c., 292). Una de las consecuencias de esta evolución era la exigencia evidente de que hubiera una autoridad pública a nivel internacional, que pudiese disponer de capacidad efectiva para promover este bien común universal. Esta autoridad, añadía enseguida el Papa, no debería instituirse mediante la coacción, sino sólo a través del consenso de las naciones. Debería tratarse de un organismo que tuviese como «objetivo fundamental el reconocimiento, el respeto, la tutela y la promoción de los derechos de la persona» (ibíd., IV: l.c., 294).

Por esto no sorprende que Juan XXIII mirara con gran esperanza hacia la Organización de las Naciones Unidas, constituida el 26 de junio de 1945. En ella veía un instrumento válido para mantener y reforzar la paz en el mundo. Justamente por esto expresó un particular aprecio por la «Declaración Universal de los Derechos del Hombre» de 1948, considerándola «un primer paso introductorio para el establecimiento de una constitución jurídica y política de todos los pueblos del mundo» (ibíd., IV: l.c., 295). En efecto, en dicha «Declaración» se habían fijado los fundamentos morales sobre los que se habría podido basar la edificación de un mundo caracterizado por el orden en vez del desorden, por el diálogo en vez de la fuerza. Con esta perspectiva, el Papa dejaba entender que la defensa de los derechos humanos por parte de la Organización de las Naciones Unidas era el presupuesto indispensable para el desarrollo de la capacidad de la Organización misma para promover y defender la seguridad internacional.

La visión precursora del Papa, es decir, la propuesta de una autoridad pública internacional al servicio de los derechos humanos, de la libertad y de la paz, no sólo no se ha logrado aún completamente, sino que se debe constatar, por desgracia, la frecuente indecisión de la comunidad internacional sobre el deber de respetar y aplicar los derechos humanos. Este deber atañe a todos los derechos fundamentales y no permite decisiones arbitrarias que acabarían en formas de discriminación e injusticia. Al mismo tiempo, somos testigos del incremento de una preocupante divergencia entre una serie de nuevos «derechos» promovidos en las sociedades tecnológicamente avanzadas y derechos humanos elementales que todavía no son respetados en situaciones de subdesarrollo: pienso, por ejemplo, en el derecho a la alimentación, al agua potable, a la vivienda, a la autodeterminación y a la independencia. La paz exige que esta divergencia se reduzca urgentemente y que finalmente se supere.

Debe hacerse todavía una observación: la comunidad internacional, que desde 1948 posee una carta de los derechos de la persona humana, ha dejado además de insistir adecuadamente sobre los deberes que se derivan de la misma. En realidad, es el deber el que establece el ámbito dentro del cual los derechos tienen que regularse para no transformarse en el ejercicio de una arbitrariedad. Una mayor conciencia de los deberes humanos universales reportaría un gran beneficio para la causa de la paz, porque le daría la base moral del reconocimiento compartido de un orden de las cosas que no depende de la voluntad de un individuo o de un grupo.

Un nuevo orden moral internacional
6. Es asimismo verdad que, a pesar de muchas dificultades y retrasos, en los cuarenta años transcurridos ha habido un notable progreso hacia la realización de la noble visión del Papa Juan XXIII. El hecho de que los Estados casi en todas las partes del mundo se sientan obligados a respetar la idea de los derechos humanos muestra cómo son eficaces los instrumentos de la convicción moral y de la entereza espiritual. Estas fuerzas fueron decisivas en aquella movilización de las conciencias que originó la revolución no violenta de 1989, acontecimiento que determinó la caída del comunismo europeo. Y aunque se den concepciones erróneas de libertad, entendida como desenfreno, que siguen amenazando la democracia y las sociedades libres, es sin duda significativo que, en los cuarenta años transcurridos desde la «Pacem in terris», muchas poblaciones del mundo hayan llegado a ser más libres, se hayan consolidado estructuras de diálogo y cooperación entre las naciones y la amenaza de una guerra global nuclear, como la que se vislumbró drásticamente en tiempos del Papa Juan XXIII, haya sido controlada eficazmente.

A este respecto, con humilde valentía querría observar cómo la enseñanza plurisecular de la Iglesia sobre la paz entendida como «tranquillitas ordinis» --«tranquilidad del orden», según la definición de San Agustín, («De civitate Dei», 19, 13)-- y a la luz también de las reflexiones de la «Pacem in terris», se haya revelado particularmente significativa para el mundo actual, tanto para los jefes de las naciones como para los simples ciudadanos. Que haya un gran desorden en la situación del mundo contemporáneo es una constatación compartida fácilmente por todos. Por tanto, la pregunta que se impone es la siguiente: ¿qué tipo de orden puede reemplazar este desorden, para dar a los hombres y mujeres la posibilidad de vivir en libertad, justicia y seguridad? Y ya que el mundo, incluso en su desorden, se está «organizando» en varios campos (económico, cultural y hasta político), surge otra pregunta igualmente apremiante: ¿bajo qué principios se están desarrollando estas nuevas formas de orden mundial?

Estas preguntas de vasta irradiación indican que el problema del orden en los asuntos mundiales, que es también el problema de la paz rectamente entendida, no puede prescindir de cuestiones relacionadas con los principios morales. En otras palabras, desde esta perspectiva se toma también conciencia de que la cuestión de la paz no puede separarse de la cuestión de la dignidad y de los derechos humanos. Ésta es precisamente una de las verdades perennes enseñada por la «Pacem in terris», y nosotros haríamos bien en recordarla y meditarla en este cuadragésimo aniversario.

¿No es éste quizás el tiempo en el que todos deben colaborar en la constitución de una nueva organización de toda la familia humana, para asegurar la paz y la armonía entre los pueblos, y promover juntos su progreso integral? Es importante evitar tergiversaciones: aquí no se quiere aludir a la constitución de un superestado global. Más bien se piensa subrayar la urgencia de acelerar los procesos ya en acto para responder a la casi universal pregunta sobre modos democráticos en el ejercicio de la autoridad política, sea nacional que internacional, como también a la exigencia de transparencia y credibilidad a cualquier nivel de la vida pública. Confiando en la bondad presente en el corazón de cada persona, el Papa Juan XXIII quiso valerse de la misma e invitó al mundo entero a una visión más noble de la vida pública y del ejercicio de la autoridad pública. Con audacia, animó al mundo a proyectarse más allá del propio estado de desorden actual y a imaginar nuevas formas de orden internacional que estuviesen de acuerdo con la dignidad humana.

Relación entre paz y verdad
7. Contrastando la visión de quienes pensaban en la política como un ámbito desvinculado de la moral y sujeto al solo criterio del interés, Juan XXIII, a través de la Encíclica «Pacem in terris», presentó una imagen más verdadera de la realidad humana e indicó el camino hacia un futuro mejor para todos. Precisamente porque las personas son creadas con la capacidad de tomar opciones morales, ninguna actividad humana está fuera del ámbito de los valores éticos. La política es una actividad humana; por tanto, está sometida también al juicio moral. Esto es también válido para la política internacional. El Papa escribió: «La misma ley natural que rige las relaciones de convivencia entre los ciudadanos debe regular también las relaciones mutuas entre las comunidades políticas» («Pacem in terris», III: l.c., 279). Cuantos creen que la vida pública internacional se desarrolla de algún modo fuera del ámbito del juicio moral, no tienen más que reflexionar sobre el impacto de los movimientos por los derechos humanos en las políticas nacionales e internacionales del siglo XX, recientemente concluido. Estas perspectivas, que anticipó la enseñanza de la Encíclica, contrastan claramente con la pretensión de que las políticas internacionales se sitúen en una especie de «zona franca» en la que la ley moral no tendría ninguna fuerza.

Quizás no hay otro lugar en el que se vea con igual claridad la necesidad de un uso correcto de la autoridad política, como en la dramática situación de Oriente Medio y de Tierra Santa. Día tras día y año tras año, el efecto creciente de un rechazo recíproco exacerbado y de una cadena infinita de violencias y venganzas ha hecho fracasar hasta ahora todo intento de iniciar un diálogo serio sobre las cuestiones reales en litigio. La situación precaria se hace todavía más dramática por el contraste de intereses entre los miembros de la comunidad internacional. Hasta que quienes ocupan puestos de responsabilidad no acepten cuestionarse con valentía su modo de administrar el poder y de procurar el bienestar de sus pueblos, será difícil imaginar que se pueda progresar verdaderamente hacia la paz. La lucha fratricida, que cada día afecta a Tierra Santa contraponiendo entre sí las fuerzas que preparan el futuro inmediato de Oriente Medio, muestra la urgente exigencia de hombres y mujeres convencidos de la necesidad de una política basada en el respeto de la dignidad y de los derechos de la persona. Semejante política es para todos incomparablemente más ventajosa que continuar con las situaciones del conflicto actual. Hace falta partir de esta verdad. Ésta es siempre más liberadora que cualquier forma de propaganda, especialmente cuando dicha propaganda sirviera para disimular intenciones inconfesables.

Las premisas de una paz duradera
8. Hay una relación inseparable entre el compromiso por la paz y el respeto de la verdad. La honestidad en dar informaciones, la imparcialidad de los sistemas jurídicos y la transparencia de los procedimientos democráticos dan a los ciudadanos el sentido de seguridad, la disponibilidad para resolver las controversias con medios pacíficos y la voluntad de acuerdo leal y constructivo que constituyen las verdaderas premisas de una paz duradera. Los encuentros políticos a nivel nacional e internacional sólo sirven a la causa de la paz si los compromisos tomados en común son respetados después por cada parte. En caso contrario, estos encuentros corren el riesgo de ser irrelevantes e inútiles, y su resultado es que la gente se siente tentada a creer cada vez menos en la utilidad del diálogo y, en cambio, a confiar en el uso de la fuerza como camino para solucionar las controversias. Las repercusiones negativas, que tienen los compromisos adquiridos y luego no respetados sobre el proceso de paz, deben inducir a los Jefes de Estado y de Gobierno a ponderar todas sus decisiones con gran sentido de responsabilidad.

«Pacta sunt servanda», dice el antiguo adagio. Si han de respetarse todos los compromisos asumidos, debe ponerse especial atención en cumplir los compromisos asumidos para con los pobres. En efecto, sería particularmente frustrante para los mismos no cumplir las promesas consideradas por ellos como de interés vital. Con esta perspectiva, el no cumplir los compromisos con las naciones en vías de desarrollo constituye una seria cuestión moral y pone aún más de relieve la injusticia de las desigualdades existentes en el mundo. El sufrimiento causado por la pobreza se ve agudizado dramáticamente cuando falta la confianza. El resultado final es el desmoronamiento de toda esperanza. La existencia de confianza en las relaciones internacionales es un capital social de valor fundamental.

Una cultura de paz
9. Si se examinan los problemas profundamente, se debe reconocer que la paz no es tanto cuestión de estructuras, como de personas. Estructuras y procedimientos de paz --jurídicos, políticos y económicos-- son ciertamente necesarios y afortunadamente se dan a menudo. Sin embargo, no son sino el fruto de la sensatez y de la experiencia acumulada a lo largo de la historia a través de innumerables gestos de paz, llevados a cabo por hombres y mujeres que han sabido esperar sin desanimarse nunca. Gestos de paz se dan en la vida de personas que cultivan en su propio ánimo constantes actitudes de paz. Son obra de la mente y del corazón de quienes «trabajan por la paz» (Mt 5, 9). Gestos de paz son posibles cuando la gente aprecia plenamente la dimensión comunitaria de la vida, que les hace percibir el significado y las consecuencias que ciertos acontecimientos tienen sobre su propia comunidad y sobre el mundo en general. Gestos de paz crean una tradición y una cultura de paz.

La religión tiene un papel vital para suscitar gestos de paz y consolidar condiciones de paz. Este papel lo puede desempeñar tanto más eficazmente cuanto más decididamente se concentra en lo que la caracteriza: la apertura a Dios, la enseñanza de una fraternidad universal y la promoción de una cultura de solidaridad. La «Jornada de oración por la paz», que he promovido en Asís el 24 de enero de 2002, comprometiendo a los representantes de numerosas religiones, tenía justamente este objetivo. Quería expresar el deseo de educar para la paz mediante la difusión de una espiritualidad y de una cultura de paz.

La herencia de la «Pacem in terris»
10. El beato Juan XXIII era una persona que no temía el futuro. Lo ayudaba en esta actitud de optimismo la confianza segura en Dios y en el hombre, aprendida en el profundo clima de fe en el que había crecido. Persuadido de este abandono en la Providencia, incluso en un contexto que parecía de permanente conflicto, no dudó en proponer a los líderes de su tiempo una nueva visión del mundo. Ésta es la herencia que nos ha dejado. Fijándonos en él, en esta Jornada Mundial de la Paz de 2003, nos sentimos invitados a comprometernos en sus mismos sentimientos: confianza en Dios misericordioso y compasivo, que nos llama a la fraternidad; confianza en los hombres y mujeres tanto de hoy como de cualquier otro tiempo, gracias a la imagen de Dios impresa igualmente en los espíritus de todos. A partir de estos sentimientos es como se puede esperar en la construcción un mundo de paz en la tierra.

Al inicio de un nuevo año en la historia de la humanidad, éste es el augurio que surge espontáneo de lo más profundo de mi corazón: que en el ánimo de todos brote un impulso de renovada adhesión a la noble misión que la Encíclica «Pacem in terris» propuso hace cuarenta años a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Esta tarea, que la Encíclica calificó como «inmensa», se concretaba en «establecer un nuevo sistema de relaciones en la sociedad humana, bajo la enseñanza y el apoyo de la verdad, la justicia, el amor y la libertad». El Papa precisaba además que se refería a las «relaciones de convivencia en la sociedad humana..., primero, entre los individuos; en segundo lugar, entre los ciudadanos y sus respectivos Estados; tercero, entre los Estados entre sí, y, finalmente, entre los individuos, familias, entidades intermedias y Estados particulares, de un lado, y, de otro, la comunidad mundial». Y concluía afirmando que el empeño de «consolidar la paz verdadera según el orden establecido por Dios» constituía una «tarea sin duda gloriosa» (Pacem in terris, V: l.c., 301-302).

El cuadragésimo aniversario de la «Pacem in terris» es una ocasión muy oportuna para beneficiarse de la enseñanza profética del Papa Juan XXIII. Las comunidades eclesiales estudiarán cómo celebrar este aniversario de modo apropiado durante el año, con iniciativas que pueden tener un carácter ecuménico e interreligioso, abriéndose a todos los que sienten un profundo anhelo de «echar por tierra las barreras que dividen a unos de otros, para estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado» (ibíd., 304).

Acompaño estos augurios con la oración a Dios Omnipotente, fuente de todo nuestro bien. Que Él, que desde las condiciones de opresión y conflicto nos llama a la libertad y la cooperación para bien de todos, ayude a las personas en cada lugar de la tierra a construir un mundo de paz, basados siempre cada vez más firmemente en los cuatro pilares que el beato Juan XXIII indicó a todos en su histórica Encíclica: verdad, justicia, amor y libertad.
Vaticano, 8 de diciembre de 2002.
JUAN PABLO II

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