El Corazón de Juan Pablo II-
Encíclica- Dives in Misericordia |
DIVES EN MISERICORDIA
Encíclia
de S.S. Juan Pablo II
30 de noviembre, 1980
El documento está dividido en
dos partes:
PARTE I (ES ESTA PAGINA)
PARTE II
I - QUIEN ME VE A MI, VE AL PADRE (Cf.
Jn 14, 9)
1. Revelación de la misericordia
«Dios rico en Misericordia»1 es el que
Jesucristo nos ha revelado como Padre; cabalmente su Hijo, en sí
mismo, nos lo ha manifestado y nos lo ha hecho conocer 2.
A este respecto, es digno de recordar aquel momento en que
Felipe, uno de los doce apóstoles, dirigiéndose a Cristo, le
dijo: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta»;
Jesús le respondió: «¿Tanto tiempo ha que estoy con
vosotros y no me habéis conocido? El que me ha visto a mí ha
visto al Padre» 3. Estas palabras fueron
pronunciadas en el discurso de despedida, al final de la cena
pascual, a la que siguieron los acontecimientos de aquellos días
santos, en que debía quedar corroborado de una vez para siempre
el hecho de que «Dios, que es rico en misericordia, por el
gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por
nuestros delitos, nos dio vida por Cristo»4.
Siguiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II y en
correspondencia con las necesidades particulares de los tiempos
en que vivimos, he dedicado la Encíclica Redemptor Hominis
a la verdad sobre el hombre, verdad que nos es revelada en
Cristo, en toda su plenitud y profundidad. Una exigencia de no
menor importancia, en estos tiempos críticos y nada fáciles, me
impulsa a descubrir una vez más en el mismo Cristo el rostro del
Padre, que es «misericordioso y Dios de todo consuelo» 5.
Efectivamente, en la Constitución Gaudium et Spes
leemos: «Cristo, el nuevo Adán..., manifiesta plenamente el
hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su
vocación»: y esto lo hace «en la misma revelación del
misterio del Padre y de su amor» 6.
Las palabras citadas son un claro testimonio de que la
manifestación del hombre en la plena dignidad de su naturaleza
no puede tener lugar sin la referencia -no sólo conceptual, sino
también íntegramente existencial- a Dios. El hombre y su
vocación suprema se revelan en Cristo mediante la revelación
del misterio del Padre y de su amor. Por esto mismo, es
conveniente ahora que volvamos la mirada a este misterio: lo
están sugiriendo múltiples experiencias de la Iglesia y del
hombre contemporáneo; lo exigen también las invocaciones de
tantos corazones humanos, con sus sufrimientos y esperanzas, sus
angustias y expectación. Si es verdad que todo hombre es en
cierto sentido la vía de la Iglesia -como dije en la encíclica Redemptor
Hominis -, al mismo tiempo el Evangelio y toda la Tradición
nos están indicando constantemente que hemos de recorrer esta
vía con todo hombre, tal como Cristo la ha trazado, revelando en
sí mismo al Padre junto con su amor7.
En Cristo Jesús, toda vía hacia el hombre, cual le ha sido
confiado de una vez para siempre a la Iglesia en el mutable
contexto de los tiempos, es simultáneamente un caminar al
encuentro con el Padre y su amor. El Concilio Vaticano II ha
confirmado esta verdad según las exigencias de nuestros tiempos.
Cuanto más se centre en el hombre la misión desarrollada por la
Iglesia; cuanto más sea, por decirlo así, antropocéntrica,
tanto más debe corroborarse y realizarse teocéntricamente, esto
es, orientarse al Padre en Cristo Jesús. Mientras las diversas
corrientes del pasado y presente del pensamiento humano han sido
y siguen siendo propensas a dividir e incluso contraponer el
teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio,
siguiendo a Cristo, trata de unirlas en la historia del hombre de
manera orgánica y profunda. Este es también uno de los
principios fundamentales, y quizás el más importante, del
Magisterio del último Concilio. Si pues en la actual fase de la
historia de la Iglesia nos proponemos como cometido preeminente
actuar la doctrina del gran Concilio, debemos en consecuencia
volver sobre este principio con fe, con mente abierta y con el
corazón.
Ya en mi citada encíclica he tratado de poner de relieve que
el ahondar y enriquecer de múltiples formas la conciencia de la
Iglesia, fruto del mismo Concilio, debe abrir más ampliamente
nuestra inteligencia y nuestro corazón a Cristo mismo. Hoy
quiero añadir que la apertura a Cristo, que en cuanto Redentor
del mundo «revela plenamente el hombre al mismo hombre», no
puede llevarse a efecto más que a través de una referencia cada
vez más madura al Padre y a su amor.
2. Encarnación de la misericordia
Dios, que «habita una luz inaccesible»8,
habla
a la vez al hombre con el lenguaje de todo el cosmos: «en
efecto, desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su
eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras»9
. Este conocimiento indirecto e imperfecto, obra del
entendimiento que busca a Dios por medio de las criaturas a
través del mundo visible, no es aún «visión del Padre». «A
Dios nadie lo ha visto», escribe San Juan para dar mayor
relieve a la verdad, según la cual «precisamente el Hijo
unigénito que está en el seno del Padre, ése le ha dado a
conocer»10 . Esta«revelación» manifiesta a Dios en
el insondable misterio de su ser -uno y trino- rodeado de «luz
inaccesible»11 . No obstante, mediante esta
«revelación» de Cristo conocemos a Dios, sobre todo en su
relación de amor hacia el hombre: en su «filantropía»12
. Es justamente ahí donde «sus perfecciones invisibles» se
hacen de modo especial «visibles», incomparablemente más
visibles que a través de todas las demás «obras realizadas por
él»: tales perfecciones se hacen visibles en Cristo y por
Cristo, a través de sus acciones y palabras y, finalmente,
mediante su muerte en la cruz y su resurrección.
De este modo en Cristo y por Cristo, se hace también
particularmente visible Dios en su misericordia, esto es, se pone
de relieve el atributo de la divinidad, que ya el Antiguo
Testamento, sirviéndose de diversos conceptos y términos,
definió «misericordia». Cristo confiere un significado
definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la
misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando
semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo
la encarna y personifica. El mismo es, en cierto sentido, la
misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace
concretamente «visible» como Padre «rico en misericordia»13
.
La mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la
del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia
y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón
humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el concepto
de «misericordia» parecen producir una cierta desazón en el
hombre, quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia
y de la técnica, como nunca fueron conocidos antes en la
historia, se ha hecho dueño y ha dominado la tierra mucho más
que en el pasado14 . Tal dominio sobre la tierra,
entendido tal vez unilateral y superficialmente, parece no dejar
espacio a la misericordia.
A este respecto, podemos sin embargo recurrir de manera
provechosa a la imagen «de la condición del hombre en el mundo
contemporáneo», tal cual es delineada al comienzo de la
Constitución Gaudium et Spes. Entre otras, leemos allí
las siguientes frases: «De esta forma, el mundo moderno aparece
a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y lo peor, pues
tiene abierto el camino para optar por la libertad y la
esclavitud, entre el progreso o el retroceso, entre la
fraternidad o el odio. El hombre sabe muy bien que está en su
mano el dirigir correctamente las fuerzas que él ha
desencadenado, y que pueden aplastarle o salvarle»15
. La situación del mundo contemporáneo pone de manifiesto no
sólo transformaciones tales que hacen esperar en un futuro mejor
del hombre sobre la tierra, sino que revela también múltiples
amenazas, que sobrepasan con mucho las hasta ahora conocidas.
Sin cesar de denunciar tales amenazas en diversas
circunstancias (como en las intervenciones ante la ONU, la
UNESCO, la FAO y en otras partes) la Iglesia debe examinarlas al
mismo tiempo a la luz de la verdad recibida de Dios. Revelada en
Cristo, la verdad acerca de Dios como «Padre de la
misericordia»16 , nos permite «verlo» especialmente
cercano al hombre, sobre todo cuando sufre, cuando está
amenazado en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad.
Debido a esto, en la situación actual de la Iglesia y del mundo,
muchos hombres y muchos ambientes guiados por un vivo sentido de
fe se dirigen, yo diría casi espontáneamente, a la misericordia
de Dios. Ellos son ciertamente impulsados a hacerlo por Cristo
mismo, el cual, mediante su Espíritu, actúa en lo íntimo de
los corazones humanos. En efecto, revelado por El, el misterio de
Dios «Padre de la misericordia» constituye, en el contexto de
las actuales amenazas contra el hombre, como una llamada singular
dirigida a la Iglesia.
En la presente Encíclica deseo acoger esta llamada; deseo
recurrir al lenguaje eterno -y al mismo tiempo incomparable por
su sencillez y profundidad- de la revelación y de la fe, para
expresar precisamente con él una vez más, ante Dios y ante los
hombres, las grandes preocupaciones de nuestro tiempo. En efecto,
la revelación y la fe nos enseñan no tanto a meditar en
abstracto el misterio de Dios, como «Padre de la misericordia»,
cuanto a recurrir a esta misma misericordia en el nombre de
Cristo y en unión con El. ¿No ha dicho quizá Cristo que
nuestro Padre, que «ve en secreto»17 ,
espera, se diría que continuamente, que nosotros, recurriendo a
El en toda necesidad, escrutemos cada vez más su misterio: el
misterio del Padre y de su amor?18 .
Deseo pues que estas consideraciones hagan más cercano a
todos tal misterio y que sean al mismo tiempo una vibrante
llamada de la Iglesia a la misericordia, de la que el hombre y el
mundo contemporáneo tienen tanta necesidad. Y tienen necesidad,
aunque con frecuencia no lo saben.
II - MENSAJE MESIÁNICO
3. Cuando Cristo comenzó a obrar y enseñar
Ante sus conciudadanos en Nazaret, Cristo hace alusión a las
palabras del profeta Isaías: «El Espíritu del Señor está
sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me
envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la
recuperación de la vista; para poner en libertad a los
oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor»19
. Estas frases, según San Lucas, son su primera declaración
mesiánica, a la que siguen los hechos y palabras conocidos a
través del Evangelio. Mediante tales hechos y palabras, Cristo
hace presente al Padre entre los hombres. Es altamente
significativo que estos hombres sean en primer lugar los pobres,
carentes de medios de subsistencia, los privados de libertad, los
ciegos que no ven la belleza de la creación, los que viven en
aflicción de corazón o sufren a causa de la injusticia social,
y finalmente los pecadores. Con relación a éstos especialmente,
Cristo se convierte sobre todo en signo legible de Dios que es
amor; se hace signo del Padre. En tal signo visible, al igual que
los hombres de aquel entonces, también los hombres de nuestros
tiempos pueden ver al Padre.
Es significativo que, cuando los mensajeros enviados por Juan
Bautista llegaron donde estaba Jesús para preguntarle: «¿Eres
tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?»
20 , Él, recordando el mismo testimonio con que había
inaugurado sus enseñanzas en Nazaret, haya respondido: «Id
y comunicad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven,
los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen,
los muertos resucitan, los pobres son evangelizados», para
concluir diciendo: «y bienaventurado quien no se escandaliza
de mí»21 .
Jesús, sobre todo con su estilo de vida y con sus acciones,
ha demostrado cómo en el mundo en que vivimos está presente el
amor, el amor operante, el amor que se dirige al hombre y abraza
todo lo que forma su humanidad. Este amor se hace notar
particularmente en el contacto con el sufrimiento, la injusticia,
la pobreza; en contacto con toda la «condición humana»
histórica, que de distintos modos manifiesta la limitación y la
fragilidad del hombre, bien sea física, bien sea moral.
Cabalmente el modo y el ámbito en que se manifiesta el amor es
llamado «misericordia» en el lenguaje bíblico.
Cristo pues revela a Dios que es Padre, que es «amor», como
dirá san Juan en su primera Carta 22 ; revela a Dios
«rico de misericordia», como leemos en San Pablo 23
. Esta verdad, más que tema de enseñanza, constituye una
realidad que Cristo nos ha hecho presente. Hacer presente al
Padre en cuanto amor y misericordia es en la conciencia de Cristo
mismo la prueba fundamental de su misión de Mesías; lo
corroboran las palabras pronunciadas por El primeramente en la
sinagoga de Nazaret y más tarde ante sus discípulos y antes los
enviados por Juan Bautista.
En base a tal modo de manifestar la presencia de Dios que es
padre, amor y misericordia, Jesús hace de la misma misericordia
uno de los temas principales de su predicación. Como de
costumbre, también aquí enseña preferentemente «en
parábolas», debido a que éstas expresan mejor la esencia misma
de las cosas. Baste recordar la parábola del hijo pródigo 24
o la del buen Samaritano 25 y también -como
contraste- la parábola del siervo inicuo.26 Son
muchos los pasos de las enseñanzas de Cristo que ponen de
manifiesto el amor-misericordia bajo un aspecto siempre nuevo.
Basta tener ante los ojos al Buen Pastor en busca de la oveja
extraviada 27 o la mujer que barre la casa buscando la
dracma perdida.28 El evangelista que trata con detalle
estos temas en las enseñanzas de Cristo es san Lucas, cuyo
evangelio ha merecido ser llamado «el evangelio de la
misericordia».
Cuando se habla de la predicación, se plantea un problema de
capital importancia por lo que se refiere al significado de los
términos y al contenido del concepto, sobre todo del concepto de
«misericordia» (en su relación con el concepto de «amor»).
Comprender esos contenidos es la clave para entender la realidad
misma de la misericordia. Y es esto lo que realmente nos importa.
No obstante, antes de dedicar ulteriormente una parte de nuestras
consideraciones a este tema, es decir, antes de establecer el
significado de los vocablos y el contenido propio del concepto de
«misericordia», es necesario constatar que Cristo, al revelar
el amor-misericordia de Dios, exigía al mismo tiempo a los
hombres que a su vez se dejasen guiar en su vida por el amor y la
misericordia. Esta exigencia forma parte del núcleo mismo del
mensaje mesiánico y constituye la esencia del ethos evangélico.
El Maestro lo expresa bien sea a través del mandamiento definido
por él como «el más grande»29, bien en forma de
bendición, cuando en el discurso de la montaña proclama: «Bienaventurados
los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia»30.
De este modo, el mensaje mesiánico acerca de la misericordia
conserva una particular dimensión divino-humana. Cristo -en
cuanto cumplimiento de las profecías mesiánicas-, al
convertirse en la encarnación del amor que se manifiesta con
peculiar fuerza respecto a los que sufren, a los infelices y a
los pecadores, hace presente y revela de este modo más
plenamente al Padre, que es Dios «rico en misericordia».
Asimismo, al convertirse para los hombres en modelo del amor
misericordioso hacia los demás, Cristo proclama con las obras,
más que con las palabras, la apelación a la misericordia que es
una de las componentes esenciales del ethos evangélico. En este
caso no se trata sólo de cumplir un mandamiento o una exigencia
de naturaleza ética, sino también de satisfacer una condición
de capital importancia, a fin de que Dios pueda revelarse en su
misericordia hacia el hombre: ...los misericordiosos ...
alcanzarán misericordia.
III - EL ANTIGUO TESTAMENTO
4. El concepto de «misericordia» tiene en el Antiguo
Testamento una larga y rica historia. Debemos remontarnos hasta
ella para que resplandezca más plenamente la misericordia
revelada por Cristo. Al revelarla con sus obras y sus
enseñanzas, El se estaba dirigiendo a hombres, que no sólo
conocían el concepto de misericordia, sino que además, en
cuanto pueblo de Dios de la Antigua Alianza, habían sacado de su
historia plurisecular una experiencia peculiar de la misericordia
de Dios. Esta experiencia era social y comunitaria, como también
individual e interior.
Efectivamente, Israel fue el pueblo de la alianza con Dios,
alianza que rompió muchas veces. Cuando a su vez adquiría
conciencia de la propia infidelidad -y a lo largo de la historia
de Israel no faltan profetas y hombres que despiertan tal
conciencia- se apelaba a la misericordia. A este respecto los
Libros del Antiguo Testamento nos ofrecen muchísimos
testimonios. Entre los hechos y textos de mayor relieve se pueden
recordar: el comienzo de la historia de los Jueces 31
, la oración de Salomón al inaugurar el Templo 32 ,
una parte de la intervención profética de Miqueas 33
, las consoladoras garantías ofrecidas por Isaías 34
, la súplica de los hebreos desterrados 35 , la renovación de
la alianza después de la vuelta del exilio 36.
Es significativo que los profetas en su predicación pongan la
misericordia, a la que recurren con frecuencia debido a los
pecados del pueblo, en conexión con la imagen incisiva del amor
por parte de Dios. El Señor ama a Israel con el amor de una
peculiar elección, semejante al amor de un esposo 37,
y por esto perdona sus culpas e incluso sus infidelidades y
traiciones. Cuando se ve de cara a la penitencia, a la
conversión auténtica, devuelve de nuevo la gracia a su pueblo 38
. En la predicación de los profetas la misericordia significa
una potencia especial del amor, que prevalece sobre el pecado y
la infidelidad del pueblo elegido.
En este amplio contexto «social», la misericordia aparece
como elemento correlativo de la experiencia interior de las
personas en particular, que versan en estado de culpa o padecen
toda clase de sufrimientos y desventuras. Tanto el mal físico
como el mal moral o pecado hacen que los hijos e hijas de Israel
se dirijan al Señor recurriendo a su misericordia. Así lo hace
David, con la conciencia de la gravedad de su culpa 39.
Y así lo hace también Job, después de sus rebeliones, en medio
de su tremenda desventura 40. A él se dirige
igualmente Ester, consciente de la amenaza mortal a su pueblo 41.
En los Libros del Antiguo Testamento podemos ver otros muchos
ejemplos 42.
En el origen de esta multiforme convicción comunitaria y
personal, como puede comprobarse por todo el Antiguo Testamento a
lo largo de los siglos, se coloca la experiencia fundamental del
pueblo elegido, vivida en tiempos del éxodo: el Señor vio la
miseria de su pueblo, reducido a la esclavitud, oyó su grito,
conoció sus angustias y decidió liberarlo 43 . En
este acto de salvación llevado a cabo por el Señor, el profeta
supo individuar su amor y compasión 44 . Es aquí
precisamente donde radica la seguridad que abriga todo el pueblo
y cada uno de sus miembros en la misericordia divina, que se
puede invocar en circunstancias dramáticas.
A esto se añade el hecho de que la miseria del hombre es
también su pecado. El pueblo de la Antigua Alianza conoció esta
miseria desde los tiempos del éxodo, cuando levantó el becerro
de oro. Sobre este gesto de ruptura de la alianza, triunfó el
Señor mismo, manifestándose solemnemente a Moisés como «Dios
de ternura y de gracia, lento a la ira y rico en misericordia y
fidelidad» 4 5. Es en esta revelación central
donde el pueblo elegido y cada uno de sus miembros encontrarán,
después de toda culpa, la fuerza y la razón para dirigirse al
Señor con el fin de recordarle lo que Él había revelado de sí
mismo 46 y para implorar su perdón.
Y así, tanto en sus hechos como en sus palabras, el Señor ha
revelado su misericordia desde los comienzos del pueblo que
escogió para sí y, a lo largo de la historia, este pueblo se ha
confiado continuamente, tanto en las desgracias como en la toma
de conciencia de su pecado, al Dios de las misericordias. Todos
los matices del amor se manifiestan en la misericordia del Señor
para con los suyos: él es su padre 47, ya que Israel
es su hijo primogénito 48; él es también esposo de
la que el profeta anuncia con un nombre nuevo, ruhama, «muy
amada», porque será tratada con misericordia 49.
Incluso cuando, exasperado por la infidelidad de su pueblo, el
Señor decide acabar con él, siguen siendo la ternura y el amor
generoso para con el mismo lo que le hace superar su cólera 50.
Es fácil entonces comprender por qué los Salmistas cuando
desean cantar las alabanzas más sublimes del Señor, entonan
himnos al Dios del amor, de la ternura, de la misericordia y de
la fidelidad 51.
De todo esto se deduce que la misericordia no pertenece
únicamente al concepto de Dios, sino que es algo que caracteriza
la vida de todo el pueblo de Israel y también de sus propios
hijos e hijas: es el contenido de la intimidad con su Señor, el
contenido de su diálogo con El. Bajo este aspecto precisamente
la misericordia es expresada en los Libros del Antiguo Testamento
con una gran riqueza de expresiones. Sería quizá difícil
buscar en estos Libros una respuesta puramente teórica a la
pregunta sobre en qué consiste la misericordia en sí misma. No
obstante, ya la terminología que en ellos se utiliza, puede
decirnos mucho a tal respecto 52.
El Antiguo Testamento proclama la misericordia del Señor
sirviéndose de múltiples términos de significado afín entre
ellos; se diferencian en su contenido peculiar, pero tienden
-podríamos decir- desde angulaciones diversas hacia un único
contenido fundamental para expresar su riqueza trascendental y al
mismo tiempo acercarla al hombre bajo distintos aspectos. El
Antiguo Testamento anima a los hombres desventurados, en primer
lugar a quienes versan bajo el peso del pecado -al igual que a
todo Israel que se había adherido a la alianza con Dios- a
recurrir a la misericordia y les concede contar con ella: la
recuerda en los momentos de caída y de desconfianza.
Seguidamente, den gracias y gloria cada vez que se ha manifestado
y cumplido, bien sea en la vida del pueblo, bien en la vida de
cada individuo.
De este modo, la misericordia se contrapone en cierto sentido
a la justicia divina y se revela en multitud de casos no sólo
más poderosa, sino también más profunda que ella. Ya el
Antiguo Testamento enseña que, si bien la justicia es auténtica
virtud en el hombre y, en Dios, significa la perfección
trascendente, sin embargo el amor es más «grande» que ella: es
superior en el sentido de que es primario y fundamental. El amor,
por así decirlo, condiciona a la justicia y en definitiva la
justicia es servidora de la caridad. La primacía y la
superioridad del amor respecto a la justicia (lo cual es
característico de toda la revelación) se manifiestan
precisamente a través de la misericordia. Esto pareció tan
claro a los Salmistas y a los Profetas que el término mismo de
justicia: terminó por significar la salvación llevada a cabo
por el Señor y su misericordia 53.
La misericordia difiere de la justicia pero no está en
contraste con ella, siempre que admitamos en la historia del
hombre -como lo hace el Antiguo Testamento- la presencia de Dios,
el cual ya en cuanto creador se ha vinculado con especial amor a
su criatura. El amor, por su naturaleza, excluye el odio y el
deseo de mal, respecto a aquel que una vez ha hecho donación de
sí mismo: nihil odisti eorum quae fecisti: «nada
aborreces de lo que has hecho» 54 . Estas palabras
indican el fundamento profundo de la relación entre la justicia
y la misericordia en Dios, en sus relaciones con el hombre y con
el mundo. Nos están diciendo que debemos buscar las raíces
vivificantes y las razones íntimas de esta relación,
remontándonos al «principio», en el misterio mismo de la
creación. Ya en el contexto de la Antigua Alianza anuncian de
antemano la plena revelación de Dios que «es amor» 55.
Con el misterio de la creación está vinculado el misterio de
la elección, que ha plasmado de manera peculiar la historia del
pueblo, cuyo padre espiritual es Abraham en virtud de su fe. Sin
embargo, mediante este pueblo que camina a lo largo de la
historia, tanto de la Antigua como de la Nueva Alianza, ese
misterio de la elección se refiere a cada hombre, a toda la gran
familia humana: «Con amor eterno te amé, por eso te he
mantenido mi favor» 56 . «Aunque se retiren
los montes..., no se apartará de ti mi amor, ni mi alianza de
paz vacilará»57 . Esta verdad, anunciada un
día a Israel, lleva dentro de sí la perspectiva de la historia
entera del hombre: perspectiva que es a la vez temporal y
escatológica 58. Cristo revela al Padre en la misma
perspectiva y sobre un terreno ya preparado, como lo demuestran
amplias páginas de los escritos del Antiguo Testamento. Al final
de tal revelación, en la víspera de su muerte, dijo El al
apóstol Felipe estas memorables palabras: «¿Tanto tiempo
ha que estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que me ha
visto a mí, ha visto al Padre» 59 .
IV - LA PARÁBOLA DEL HIJO PRODIGO
5. Analogía
Ya en los umbrales del Nuevo Testamento resuena en el
evangelio de San Lucas una correspondencia singular entre dos
términos referentes a la misericordia divina, en los que se
refleja intensamente toda la tradición veterotestamentaria.
Aquí hallan expresión aquellos contenidos semánticos
vinculados a la terminología diferenciada de los Libros
Antiguos. He ahí a María que, entrando en casa de Zacarías,
proclama con toda su alma la grandeza del Señor «por su
misericordia», de la que «de generación en
generación» se hacen partícipes los hombres que viven en
el temor de Dios. Poco después, recordando la elección de
Israel, ella proclama la misericordia, de la que «se recuerda»
desde siempre el que la escogió a ella 60.
Sucesivamente, al nacer Juan Bautista, en la misma casa su padre
Zacarías, bendiciendo al Dios de Israel, glorifica la
misericordia que ha concedido «a nuestros padres y se ha
recordado de su santa alianza» 61.
En las enseñanzas de Cristo mismo, esta imagen heredada del
Antiguo Testamento se simplifica y a la vez se profundiza. Esto
se ve quizá con más evidencia en la parábola del hijo
pródigo,62 donde la esencia de la misericordia
divina, aunque la palabra «misericordia» no se encuentre allí,
es expresada de manera particularmente límpida. A ello
contribuye no sólo la terminología, como en los libros
veterotestamentarios, sino la analogía que permite comprender
más plenamente el misterio mismo de la misericordia en cuanto
drama profundo, que se desarrolla entre el amor del padre y la
prodigalidad y el pecado del hijo.
Aquel hijo, que recibe del padre la parte de patrimonio que le
corresponde y abandona la casa para malgastarla en un país
lejano, «viviendo disolutamente», es en cierto sentido el
hombre de todos los tiempos, comenzando por aquél que
primeramente perdió la herencia de la gracia y de la justicia
original. La analogía en este punto es muy amplia. La parábola
toca indirectamente toda clase de rupturas de la alianza de amor,
toda pérdida de la gracia, todo pecado. En esta analogía se
pone menos de relieve la infidelidad del pueblo de Israel,
respecto a cuanto ocurría en la tradición profética, aunque
también a esa infidelidad se puede aplicar la analogía del hijo
pródigo. Aquel hijo, «cuando hubo gastado todo..., comenzó a
sentir necesidad», tanto más cuanto que sobrevino una gran
carestía «en el país», al que había emigrado después de
abandonar la casa paterna. En este estado de cosas «hubiera
querido saciarse» con algo, incluso «con las bellotas que
comían los puercos» que él mismo pastoreaba por cuenta de
«uno de los habitantes de aquella región». Pero también esto
le estaba prohibido.
La analogía se desplaza claramente hacia el interior del
hombre. El patrimonio que aquel tal había recibido de su padre
era un recurso de bienes materiales, pero más importante que
estos bienes materiales era su dignidad de hijo en la casa
paterna. La situación en que llegó a encontrarse cuando ya
había perdido los bienes materiales, le debía hacer consciente,
por necesidad, de la pérdida de esa dignidad. El no había
pensado en ello anteriormente, cuando pidió a su padre que le
diese la parte de patrimonio que le correspondía, con el fin de
marcharse. Y parece que tampoco sea consciente ahora, cuando se
dice a sí mismo: «¡Cuántos asalariados en casa de mi
padre tienen pan en abundancia y yo aquí me muero de hambre!».
El se mide a sí mismo con el metro de los bienes que había
perdido y que ya «no posee», mientras que los asalariados en
casa de su padre los «poseen». Estas palabras se refieren ante
todo a una relación con los bienes materiales. No obstante, bajo
estas palabras se esconde el drama de la dignidad perdida, la
conciencia de la filiación echada a perder.
Es entonces cuando toma la decisión:
«Me levantaré e
iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado, contra el cielo y
contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Trátame
como a uno de tus jornaleros»63. Palabras,
éstas, que revelan más a fondo el problema central. A través
de la compleja situación material, en que el hijo pródigo
había llegado a encontrarse debido a su ligereza, a causa del
pecado, había ido madurando el sentido de la dignidad perdida.
Cuando él decide volver a la casa paterna y pedir a su padre que
lo acoja -no ya en virtud del derecho de hijo, sino en
condiciones de mercenario- parece externamente que obra por
razones del hambre y de la miseria en que ha caído; pero este
motivo está impregnado por la conciencia de una pérdida más
profunda: ser un jornalero en la casa del propio padre es
ciertamente una gran humillación y vergüenza. No obstante, el
hijo pródigo está dispuesto a afrontar tal humillación y
vergüenza. Se da cuenta de que ya no tiene ningún otro derecho,
sino el de ser mercenario en la casa de su padre. Su decisión es
tomada en plena conciencia de lo que merece y de aquello a lo que
puede aún tener derecho según las normas de la justicia.
Precisamente este razonamiento demuestra que, en el centro de la
conciencia del hijo pródigo, emerge el sentido de la dignidad
perdida, de aquella dignidad que brota de la relación del hijo
con el padre. Con esta decisión emprende el camino.
En la parábola del hijo pródigo no se utiliza, ni siquiera
una sola vez, el término «justicia»; como tampoco, en el texto
original, se usa la palabra «misericordia»; sin embargo, la
relación de la justicia con el amor, que se manifiesta como
misericordia está inscrito con gran precisión en el contenido
de la parábola evangélica. Se hace más obvio que el amor se
transforma en misericordia, cuando hay que superar la norma
precisa de la justicia: precisa y a veces demasiado estrecha. El
hijo pródigo, consumadas las riquezas recibidas de su padre,
merece -a su vuelta- ganarse la vida trabajando como jornalero en
la casa paterna y eventualmente conseguir poco a poco una cierta
provisión de bienes materiales; pero quizá nunca en tanta
cantidad como había malgastado. Tales serían las exigencias del
orden de la justicia; tanto más cuanto que aquel hijo no sólo
había disipado la parte de patrimonio que le correspondía, sino
que además había tocado en lo más vivo y había ofendido a su
padre con su conducta. Esta, que a su juicio le había
desposeído de la dignidad filial, no podía ser indiferente a su
padre; debía hacerle sufrir y en algún modo incluso implicarlo.
Pero en fin de cuentas se trataba del propio hijo y tal relación
no podía ser alienada, ni destruida por ningún comportamiento.
El hijo pródigo era consciente de ello y es precisamente tal
conciencia lo que le muestra con claridad la dignidad perdida y
lo que le hace valorar con rectitud el puesto que podía
corresponderle aún en casa de su padre.
6. Reflexión particular sobre la dignidad humana
Esta imagen concreta del estado de ánimo del hijo pródigo
nos permite comprender con exactitud en qué consiste la
misericordia divina. No hay lugar a dudas de que en esa analogía
sencilla pero penetrante la figura del progenitor nos revela a
Dios como Padre. El comportamiento del padre de la parábola, su
modo de obrar que pone de manifiesto su actitud interior, nos
permite hallar cada uno de los hilos de la visión
veterotestamentaria de la misericordia, en una síntesis
completamente nueva, llena de sencillez y de profundidad. El
padre del hijo pródigo es fiel a su paternidad, fiel al amor que
desde siempre sentía por su hijo. Tal fidelidad se expresa en la
parábola no sólo con la inmediata prontitud en acogerlo cuando
vuelve a casa después de haber malgastado el patrimonio; se
expresa aún más plenamente con aquella alegría, con aquella
fiesta tan generosa respecto al disipador después de su vuelta,
de tal manera que suscita contrariedad y envidia en el hermano
mayor, quien no se había alejado nunca del padre ni había
abandonado la casa.
La fidelidad a sí mismo por parte del padre -un
comportamiento ya conocido por el término veterotestamentario
«hesed»- es expresada al mismo tiempo de manera singularmente
impregnada de amor. Leemos en efecto que cuando el padre divisó
de lejos al hijo pródigo que volvía a casa, «le salió
conmovido al encuentro, le echó los brazos al cuello y lo
besó»64 . Está obrando ciertamente a impulsos
de un profundo afecto, lo cual explica también su generosidad
hacia el hijo, aquella generosidad que indignará tanto al hijo
mayor. Sin embargo las causas de la conmoción hay que buscarlas
más en profundidad. Sí, el padre es consciente de que se ha
salvado un bien fundamental: el bien de la humanidad de su hijo.
Si bien éste había malgastado el patrimonio, no obstante ha
quedado a salvo su humanidad. Es más, ésta ha sido de algún
modo encontrada de nuevo. Lo dicen las palabras dirigidas por el
padre al hijo mayor: «Había que hacer fiesta y alegrarse
porque este hermano tuyo había muerto y ha resucitado, se había
perdido y ha sido hallado»65.
En el mismo capítulo XV del evangelio de san Lucas, leemos la
parábola de la oveja extraviada66 y sucesivamente de
la dracma perdida67. Se pone siempre de relieve la
misma alegría, presente en el caso del hijo pródigo. La
fidelidad del padre a sí mismo está totalmente centrada en la
humanidad del hijo perdido, en su dignidad. Así se explica ante
todo la alegre conmoción por su vuelta a casa.
Prosiguiendo, se puede decir por tanto que el amor hacia el
hijo, el amor que brota de la esencia misma de la paternidad,
obliga en cierto sentido al padre a tener solicitud por la
dignidad del hijo. Esta solicitud constituye la medida de su
amor, como escribirá san Pablo: «La caridad es paciente, es
benigna..., no es interesada, no se irrita..., no se alegra de la
injusticia, se complace en la verdad..., todo lo espera, todo lo
tolera» y «no pasa jamás»68. La misericordia
-tal como Cristo nos la ha presentado en la parábola del hijo
pródigo- tiene la forma interior del amor, que en el Nuevo
Testamento se llama ágape. Tal amor es capaz de inclinarse hacia
todo hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia
toda miseria moral o pecado. Cuando esto ocurre, el que es objeto
de misericordia no se siente humillado, sino como hallado de
nuevo y «revalorizado». El padre le manifiesta,
particularmente, su alegría por haber sido «hallado de nuevo»
y por «haber resucitado». Esta alegría indica un bien
inviolado: un hijo, por más que sea pródigo, no deja de ser
hijo real de su padre; indica además un bien hallado de nuevo,
que en el caso del hijo pródigo fue la vuelta a la verdad de sí
mismo.
Lo que ha ocurrido en la relación del padre con el hijo, en
la parábola de Cristo, no se puede valorar «desde fuera».
Nuestros prejuicios en torno al tema de la misericordia son a lo
más el resultado de una valoración exterior. Ocurre a veces
que, siguiendo tal sistema de valoración, percibimos
principalmente en la misericordia una relación de desigualdad
entre el que la ofrece y el que la recibe. Consiguientemente
estamos dispuestos a deducir que la misericordia difama a quien
la recibe y ofende la dignidad del hombre. La parábola del hijo
pródigo demuestra cuán diversa es la realidad: la relación de
misericordia se funda en la común experiencia de aquel bien que
es el hombre, sobre la común experiencia de la dignidad que le
es propia. Esta experiencia común hace que el hijo pródigo
comience a verse a sí mismo y sus acciones con toda verdad
(semejante visión en la verdad es auténtica humildad); en
cambio para el padre, y precisamente por esto, el hijo se
convierte en un bien particular: el padre ve el bien que se ha
realizado con una claridad tan límpida, gracias a una
irradiación misteriosa de la verdad y del amor, que parece
olvidarse de todo el mal que el hijo había cometido.
La parábola del hijo pródigo expresa de manera sencilla,
pero profunda la realidad de la conversión. Esta es la
expresión más concreta de la obra del amor y de la presencia de
la misericordia en el mundo humano. El significado verdadero y
propio de la misericordia en el mundo no consiste únicamente en
la mirada, aunque sea la más penetrante y compasiva, dirigida al
mal moral, físico o material: la misericordia se manifiesta en
su aspecto verdadero y propio, cuando revalida, promueve y extrae
el bien de todas las formas de mal existentes en el mundo y en el
hombre. Así entendida, constituye el contenido fundamental del
mensaje mesiánico de Cristo y la fuerza constitutiva de su
misión. Así entendían también y practicaban la misericordia
sus discípulos y seguidores. Ella no cesó nunca de revelarse en
sus corazones y en sus acciones, como una prueba singularmente
creadora del amor que no se deja «vencer por el mal»,
sino que «vence con el bien al mal»69.
Es necesario que el rostro genuino de la misericordia sea
siempre develado de nuevo. No obstante múltiples prejuicios,
ella se presenta particularmente necesaria en nuestros tiempos.
V - EL MISTERIO PASCUAL
7. Misericordia revelada en la cruz y en la resurrección
El mensaje mesiánico de Cristo y su actividad entre los
hombres terminan con la cruz y la resurrección. Debemos penetrar
hasta lo hondo en este acontecimiento final que, de modo especial
en el lenguaje conciliar, es definido mysterium paschale, si
queremos expresar profundamente la verdad de la misericordia, tal
como ha sido hondamente revelada en la historia de nuestra
salvación. En este punto de nuestras consideraciones, tendremos
que acercarnos más aún al contenido de la Encíclica Redemptor
Hominis . En efecto, si la realidad de la redención, en su
dimensión humana desvela la grandeza inaudita del hombre, que
mereció tener tan gran Redentor 70 , al mismo tiempo
yo diría que la dimensión divina de la redención nos permite,
en el momento más empírico e «histórico», desvelar la
profundidad de aquel amor que no se echa atrás ante el
extraordinario sacrificio del Hijo, para colmar la fidelidad del
Creador y Padre respecto a los hombres creados a su imagen y ya
desde el «principio» elegidos, en este Hijo, para la gracia y
la gloria.
Los acontecimientos del Viernes Santo y, aun antes, la
oración en Getsemaní, introducen en todo el curso de la
revelación del amor y de la misericordia, en la misión
mesiánica de Cristo, un cambio fundamental. El que «pasó
haciendo el bien y sanando»71, «curando
toda clase de dolencias y enfermedades»72, él
mismo parece merecer ahora la más grande misericordia y apelarse
a la misericordia cuando es arrestado, ultrajado, condenado,
flagelado, coronado de espinas; cuando es clavado en la cruz y
expira entre terribles tormentos.73
Es entonces cuando merece de modo particular la misericordia
de los hombres, a quienes ha hecho el bien, y no la recibe.
Incluso aquellos que están más cercanos a El, no saben
protegerlo y arrancarlo de las manos de los opresores. En esta
etapa final de la función mesiánica se cumplen en Cristo las
palabras pronunciadas por los profetas, sobre todo Isaías,
acerca del Siervo de Yahvé: «por sus llagas hemos sido
curados»74 .
Cristo, en cuanto hombre que sufre realmente y de modo
terrible en el Huerto de los Olivos y en el Calvario, se dirige
al Padre, a aquel Padre, cuyo amor ha predicado a los hombres,
cuya misericordia ha testimoniado con todas sus obras. Pero no le
es ahorrado -precisamente a él- el tremendo sufrimiento de la
muerte en cruz: «a quien no conoció el pecado, Dios le hizo
pecado por nosotros»75 , escribía san Pablo,
resumiendo en pocas palabras toda la profundidad del misterio de
la cruz y a la vez la dimensión divina de la realidad de la
redención. Justamente esta redención es la revelación última
y definitiva de la santidad de Dios, que es la plenitud absoluta
de la perfección: plenitud de la justicia y del amor, ya que la
justicia se funda sobre el amor, mana de él y tiende hacia él.
En la pasión y muerte de Cristo -en el hecho de que el Padre no
perdonó la vida a su Hijo, sino que lo «hizo pecado por
nosotros»76- se expresa la justicia absoluta,
porque Cristo sufre la pasión y la cruz a causa de los pecados
de la humanidad. Esto es incluso una «sobreabundancia» de la
justicia, ya que los pecados del hombre son «compensados» por
el sacrificio del Hombre-Dios. Sin embargo, tal justicia, que es
propiamente justicia «a medida» de Dios, nace toda ella del
amor: del amor del Padre y del Hijo, y fructifica toda ella en el
amor. Precisamente por esto la justicia divina, revelada en la
cruz de Cristo, es «a medida» de Dios, porque nace del amor y
se completa en el amor, generando frutos de salvación. La
dimensión divina de la redención no se actúa solamente
haciendo justicia del pecado, sino restituyendo al amor su fuerza
creadora en el interior del hombre, gracias a la cual él tiene
acceso de nuevo a la plenitud de vida y de santidad, que viene de
Dios. De este modo, la redención comporta la revelación de la
misericordia en su plenitud.
El misterio pascual es el culmen de esta revelación y
actuación de la misericordia, que es capaz de justificar al
hombre, de restablecer la justicia en el sentido del orden
salvífico querido por Dios desde el principio para el hombre y,
mediante el hombre, en el mundo. Cristo que sufre, habla sobre
todo al hombre, y no solamente al creyente. También el hombre no
creyente podrá descubrir en El la elocuencia de la solidaridad
con la suerte humana, como también la armoniosa plenitud de una
dedicación desinteresada a la causa del hombre, a la verdad y al
amor.
La dimensión divina del misterio pascual llega sin embargo a
mayor profundidad aún. La cruz colocada sobre el Calvario, donde
Cristo tiene su último diálogo con el Padre, emerge del núcleo
mismo de aquel amor, del que el hombre, creado a imagen y
semejanza de Dios, ha sido gratificado según el eterno designio
divino. Dios, tal como Cristo ha revelado, no permanece solamente
en estrecha vinculación con el mundo, en cuanto Creador y fuente
última de la existencia. El es además Padre: con el hombre,
llamado por El a la existencia en el mundo visible, está unido
por un vínculo más profundo aún que el de Creador. Es el amor,
que no sólo crea el bien, sino que hace participar en la vida
misma de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En efecto el que
ama, desea darse a sí mismo.
La Cruz de Cristo sobre el Calvario surge en el camino de
aquel admirabile commercium, de aquel admirable comunicarse de
Dios al hombre en el que está contenida a su vez la llamada
dirigida al hombre, a fin de que, donándose a sí mismo a Dios y
donando consigo mismo todo el mundo visible, participe en la vida
divina, y para que como hijo adoptivo se haga partícipe de la
verdad y del amor que está en Dios y proviene de Dios.
Justamente en el camino de la elección eterna del hombre a la
dignidad de hijo adoptivo de Dios, se alza en la historia la Cruz
de Cristo, Hijo unigénito que, en cuanto «luz de luz, Dios
verdadero de Dios verdadero»77, ha venido para dar el
testimonio último de la admirable alianza de Dios con la
humanidad, de Dios con el hombre, con todo hombre. Esta alianza
tan antigua como el hombre -se remonta al misterio mismo de la
creación- restablecida posteriormente en varias ocasiones con un
único pueblo elegido, es asimismo la alianza nueva y definitiva,
establecida allí, en el Calvario, y no limitada ya a un único
pueblo, a Israel, sino abierta a todos y cada uno.
¿Qué nos está diciendo pues la cruz de Cristo, que es
en cierto sentido la última palabra de su mensaje y de su
misión mesiánica? Y sin embargo ésta no es aún la
última palabra del Dios de la alianza: esa palabra será
pronunciada en aquella alborada, cuando las mujeres primero y los
Apóstoles después, venidos al sepulcro de Cristo crucificado,
verán la tumba vacía y proclamarán por vez primera: «Ha
resucitado». Ellos lo repetirán a los otros y serán
testigos de Cristo resucitado. No obstante, también en esta
glorificación del hijo de Dios sigue estando presente la cruz,
la cual -a través de todo el testimonio mesiánico del
hombre-Hijo- que sufrió en ella la muerte, habla y no cesa nunca
de decir que Dios-Padre, que es absolutamente fiel a su eterno
amor por el hombre, ya que «tanto amó al mundo -por tanto
al hombre en el mundo- que le dio a su Hijo unigénito, para que
quien crea en él no muera, sino que tenga la vida eterna»78.
Creer en el Hijo crucificado significa «ver al Padre»79,
significa creer que el amor está presente en el mundo y que este
amor es más fuerte que toda clase de mal, en que el hombre, la
humanidad, el mundo están metidos. Creer en ese amor significa
creer en la misericordia. En efecto, es ésta la dimensión
indispensable del amor, es como su segundo nombre y a la vez el
modo específico de su revelación y actuación respecto a la
realidad del mal presente en el mundo que afecta al hombre y lo
asedia, que se insinúa asimismo en su corazón y puede hacerle «perecer
en la gehena»80.
8. Amor más fuerte que la muerte, más fuerte que el pecado
La cruz de Cristo en el Calvario es asimismo testimonio de la
fuerza del mal contra el mismo Hijo de Dios, contra aquél que,
único entre los hijos de los hombres, era por su naturaleza
absolutamente inocente y libre de pecado, y cuya venida al mundo
estuvo exenta de la desobediencia de Adán y de la herencia del
pecado original. Y he aquí que, precisamente en El, en Cristo,
se hace justicia del pecado a precio de su sacrificio, de su
obediencia «hasta la muerte» 81. Al que
estaba sin pecado, «Dios lo hizo pecado en favor nuestro» 82. Se hace también justicia de la muerte que, desde
los comienzos de la historia del hombre, se había aliado con el
pecado. Este hacer justicia de la muerte se lleva a cabo bajo el
precio de la muerte del que estaba sin pecado y del único que
podía -mediante la propia muerte- infligir la muerte a la misma
muerte 83. De este modo la cruz de Cristo, sobre la
cual el Hijo, consubstancial al Padre, hace plena justicia a
Dios, es también una revelación radical de la misericordia, es
decir, del amor que sale al encuentro de lo que constituye la
raíz misma del mal en la historia del hombre: al encuentro del
pecado y de la muerte.
La cruz es la inclinación más profunda de la Divinidad hacia
el hombre y todo lo que el hombre de -modo especial en los
momentos difíciles y dolorosos- llama su infeliz destino. La
cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más
dolorosas de la existencia terrena del hombre, es el
cumplimiento, hasta el final, del programa mesiánico que Cristo
formuló una vez en la sinagoga de Nazaret y repitió más tarde
ante los enviados de Juan Bautista 85. Según las
palabras ya escritas en la profecía de Isaías 86,
tal programa consistía en la revelación del amor misericordioso
a los pobres, los que sufren, los prisioneros, los ciegos, los
oprimidos y los pecadores. En el misterio pascual es superado el
límite del mal múltiple, del que se hace partícipe el hombre
en su existencia terrena: la cruz de Cristo, en efecto, nos hace
comprender las raíces más profundas del mal que ahondan en el
pecado y en la muerte; y así la cruz se convierte en un signo
escatológico. Solamente en el cumplimiento escatológico y en la
renovación definitiva del mundo, el amor vencerá en todos los
elegidos las fuentes mas profundas del mal, dando como fruto
plenamente maduro el reino de la vida, de la santidad y de la
inmortalidad gloriosa. El fundamento de tal cumplimiento
escatológico esta encerrado ya en la cruz de Cristo y en su
muerte. El hecho de que Cristo «ha resucitado al tercer
día» 87constituye el signo final de la misión
mesiánica, signo que corona la entera revelación del amor
misericordioso en el mundo sujeto al mal. Esto constituye a la
vez el signo que preanuncia «un cielo nuevo y una tierra
nueva» 88, cuando Dios «enjugará las
lágrimas de nuestros ojos; no habrá ya muerte, ni luto, ni
llanto, ni afán, porque las cosas de antes han pasado» 89.
En el cumplimiento escatológico, la misericordia se revelará
como amor, mientras que en la temporalidad, en la historia del
hombre -que es a la vez historia de pecado y de muerte- el amor
debe revelarse ante todo como misericordia y actuarse en cuanto
tal. El programa mesiánico de Cristo, -programa de misericordia-
se convierte en el programa de su pueblo, el de su Iglesia. Al
centro del mismo está siempre la cruz, ya que en ella la
revelación del amor misericordioso alcanza su punto culminante.
Mientras «las cosas de antes no hayan pasado»90
, la cruz permanecerá como ese «lugar», al que aún
podrían referirse otras palabras del Apocalipsis de Juan: «Mira
que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la
puerta, yo entraré a él y cenaré con él y él conmigo»91
. De manera particular Dios revela asimismo su misericordia,
cuando invita al hombre a la «misericordia» hacia su Hijo,
hacia el Crucificado.
Cristo, en cuanto crucificado, es el Verbo que no pasa
92
; es el que está a la puerta y llama al corazón de todo
hombre 93, sin coartar su libertad, tratando de sacar
de esa misma libertad el amor que es no solamente un acto de
solidaridad con el Hijo del Hombre que sufre, sino también, en
cierto modo, «misericordia» manifestada por cada uno de
nosotros al Hijo del Padre eterno. En este programa mesiánico de
Cristo, en toda la revelación de la misericordia mediante la
cruz, ¿cabe quizá la posibilidad de que sea mayormente
respetada y elevada la dignidad del hombre, dado que él,
experimentando la misericordia, es también en cierto sentido el
que «manifiesta contemporáneamente la misericordia»?
En definitiva, ¿no toma quizá Cristo tal posición respecto
al hombre, cuando dice: «cada vez que habéis hecho estas
cosas a uno de éstos.... lo habéis hecho a mí»?94
Las palabras del sermón de la montaña: «Bienaventurados
los misericordiosos porque alcanzarán misericordia»95,
¿no constituyen en cierto sentido una síntesis de toda la Buena
Nueva, de todo el «cambio admirable» (admirabile commercium) en
ella encerrado, que es una ley sencilla, fuerte y «dulce» a la
vez de la misma economía de la salvación? Estas palabras del
sermón de la montaña, al hacer ver las posibilidades del
«corazón humano» en su punto de partida («ser
misericordiosos»), ¿no revelan quizá, dentro de la misma
perspectiva, el misterio profundo de Dios: la inescrutable unidad
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en la que el amor,
conteniendo la justicia, abre el camino a la misericordia, que a
su vez revela la perfección de la justicia?
El misterio pascual es Cristo en el culmen de la revelación
del inescrutable misterio de Dios. Precisamente entonces se
cumplen hasta lo último las palabras pronunciadas en el
Cenáculo: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre»96
. Efectivamente, Cristo, a quien el Padre «no perdonó»97
en bien del hombre y que en su pasión así como en el suplicio
de la cruz no encontró misericordia humana, en su resurrección
ha revelado la plenitud del amor que el Padre nutre por El y, en
El, por todos los hombres. «No es un Dios de muertos, sino
de vivos»98. En su resurrección Cristo ha
revelado al Dios de amor misericordioso, precisamente porque ha
aceptado la cruz como vía hacia la resurrección. Por esto
-cuando recordamos la cruz de Cristo, su pasión y su muerte-
nuestra fe y nuestra esperanza se centran en el Resucitado: en
Cristo que «la tarde de aquel mismo día, el primero
después del sábado .. se presentó en medio de ellos» en el
Cenáculo, donde estaban los discípulos,... alentó sobre ellos
y les dijo: recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los
pecados les serán perdonados y a quienes los retengáis les
serán retenidos»99.
Este es el Hijo de Dios que en su resurrección ha
experimentado de manera radical en sí mismo la misericordia, es
decir, el amor del Padre que es más fuerte que la muerte. Y es
también el mismo Cristo, Hijo de Dios, quien al término -y en
cierto sentido, más allá del término- de su misión
mesiánica, se revela a sí mismo como fuente inagotable de la
misericordia, del mismo amor que, en la perspectiva ulterior de
la historia de la salvación en la Iglesia, debe confirmarse
perennemente más fuerte que el pecado. El Cristo pascual es la
encarnación definitiva de la misericordia, su signo viviente:
histórico-salvífico y a la vez escatológico. En el mismo
espíritu, la liturgia del tiempo pascual pone en nuestros labios
las palabras del salmo: «Cantaré eternamente las
misericordias del Señor»100.
9. La Madre de la misericordia
En estas palabras pascuales de la Iglesia resuenan en la
plenitud de su contenido profético las ya pronunciadas por
María durante la visita hecha a Isabel, mujer de Zacarías: «Su
misericordia de generación en generación»101.
Ellas, ya desde el momento de la encarnación, abren una nueva
perspectiva en la historia de la salvación. Después de la
resurrección de Cristo, esta perspectiva se hace nueva en el
aspecto histórico y, a la vez, lo es en sentido escatológico.
Desde entonces se van sucediendo siempre nuevas generaciones de
hombres dentro de la inmensa familia humana, en dimensiones
crecientes; se van sucediendo además nuevas generaciones del
Pueblo de Dios, marcadas por el estigma de la cruz y de la
resurrección, «selladas»102 a su vez con
el signo del misterio pascual de Cristo, revelación absoluta de
la misericordia proclamada por María en el umbral de la casa de
su pariente: «su misericordia de generación en
generación»103.
Además María es la que de manera singular y excepcional ha
experimentado -como nadie- la misericordia y, también de manera
excepcional, ha hecho posible con el sacrificio de su corazón la
propia participación en la revelación de la misericordia
divina. Tal sacrificio está estrechamente vinculado con la cruz
de su Hijo, a cuyos pies ella se encontraría en el Calvario.
Este sacrificio suyo es una participación singular en la
revelación de la misericordia, es decir, en la absoluta
fidelidad de Dios al propio amor, a la alianza querida por El
desde la eternidad y concluida en el tiempo con el hombre, con el
pueblo, con la humanidad; es la participación en la revelación
definitivamente cumplida a través de la cruz. Nadie ha
experimentado, como la Madre del Crucificado el misterio de la
cruz, el pasmoso encuentro de la trascendente justicia divina con
el amor: el «beso» dado por la misericordia a la justicia 104.
Nadie como ella, María, ha acogido de corazón ese misterio:
aquella dimensión verdaderamente divina de la redención,
llevada a efecto en el Calvario mediante la muerte de su Hijo,
junto con el sacrificio de su corazón de madre, junto con su
«fiat» definitivo.
María pues es la que conoce más a fondo el misterio de la
misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este
sentido la llamamos también Madre de la misericordia: Virgen de
la misericordia o Madre de la divina misericordia; en cada uno de
estos títulos se encierra un profundo significado teológico,
porque expresan la preparación particular de su alma, de toda su
personalidad, sabiendo ver primeramente a través de los
complicados acontecimientos de Israel, y de todo hombre y de la
humanidad entera después, aquella misericordia de la que «por
todas la generaciones»105nos hacemos partícipes
según el eterno designio de la Santísima Trinidad.
Los susodichos títulos que atribuimos a la Madre de Dios nos
hablan no obstante de ella, por encima de todo, como Madre del
Crucificado y del Resucitado; como de aquella que, habiendo
experimentado la misericordia de modo excepcional, «merece» de
igual manera tal misericordia a lo largo de toda su vida terrena,
en particular a los pies de la cruz de su Hijo; finalmente, como
de aquella que a través de la participación escondida y, al
mismo tiempo, incomparable en la misión mesiánica de su Hijo ha
sido llamada singularmente a acercar los hombres al amor que El
había venido a revelar: amor que halla su expresión más
concreta en aquellos que sufren, en los pobres, los prisioneros,
los que no ven, los oprimidos y los pecadores, tal como habló de
ellos Cristo, siguiendo la profecía de Isaías, primero en la
sinagoga de Nazaret106y más tarde en respuesta a la
pregunta hecha por los enviados de Juan Bautista 107.
Precisamente, en este amor «misericordioso», manifestado
ante todo en contacto con el mal moral y físico, participaba de
manera singular y excepcional el corazón de la que fue Madre del
Crucificado y del Resucitado -participaba María-. En ella y por
ella, tal amor no cesa de revelarse en la historia de la Iglesia
y de la humanidad. Tal revelación es especialmente fructuosa,
porque se funda, por parte de la Madre de Dios, sobre el tacto
singular de su corazón materno, sobre su sensibilidad
particular, sobre su especial aptitud para llegar a todos
aquellos que aceptan más fácilmente el amor misericordioso de
parte de una madre. Es éste uno de los misterios más grandes y
vivificantes del cristianismo, tan íntimamente vinculado con el
misterio de la encarnación.
«Esta maternidad de María en la economía de la gracia -tal
como se expresa el Concilio Vaticano II- perdura sin cesar desde
el momento del asentimiento que prestó fielmente en la
Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz hasta
la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues asunta a los
cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su
múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la
salvación eterna. Con su amor materno cuida a los hermanos de su
Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad
hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada»108.
VI - «MISERICORDIA... DE GENERACIÓN
EN GENERACIÓN»
10. Imagen de nuestra generación
Tenemos pleno derecho a creer que también nuestra generación
está comprendida en las palabras de la Madre de Dios, cuando
glorificaba la misericordia, de la que «de generación en
generación» son partícipes cuantos se dejan guiar por el temor
de Dios. Las palabras del Magníficat mariano tienen un contenido
profético, que afecta no sólo al pasado de Israel, sino
también al futuro del Pueblo de Dios sobre la tierra. Somos en
efecto todos nosotros, los que vivimos hoy en la tierra, la
generación que es consciente del aproximarse del tercer milenio
y que siente profundamente el cambio que se está verificando en
la historia.
La presente generación se siente privilegiada porque el
progreso le ofrece tantas posibilidades, insospechadas hace
solamente unos decenios. La actividad creadora del hombre, su
inteligencia y su trabajo, han provocado cambios profundos, tanto
en el dominio de la ciencia y de la técnica como en la vida
social y cultural. El hombre ha extendido su poder sobre la
naturaleza; ha adquirido un conocimiento más profundo de las
leyes de su comportamiento social. Ha visto derrumbarse o
atenuarse los obstáculos y distancias que separan hombres y
naciones por un sentido acrecentado de lo universal, por una
conciencia más clara de la unidad del género humano, por la
aceptación de la dependencia recíproca dentro de una
solidaridad auténtica, finalmente por el deseo -y la
posibilidad- de entrar en contacto con sus hermanos y hermanas
por encima de las divisiones artificiales de la geografía o las
fronteras nacionales o raciales. Los jóvenes de hoy día, sobre
todo, saben que los progresos de la ciencia y de la técnica son
capaces de aportar no sólo nuevos bienes materiales, sino
también una participación más amplia a su conocimiento.
El desarrollo de la informática, por ejemplo, multiplicará
la capacidad creadora del hombre y le permitirá el acceso a las
riquezas intelectuales y culturales de otros pueblos. Las nuevas
técnicas de la comunicación favorecerán una mayor
participación en los acontecimientos y un intercambio creciente
de las ideas. Las adquisiciones de la ciencia biológica,
psicológica o social ayudarán al hombre a penetrar mejor en la
riqueza de su propio ser. Y si es verdad que ese progreso sigue
siendo todavía muy a menudo el privilegio de los países
industrializados, no se puede negar que la perspectiva de hacer
beneficiarios a todos los pueblos y a todos los países no es ya
una simple utopía, dado que existe una real voluntad política a
este respecto.
Pero al lado de todo esto -o más bien en todo esto- existen
al mismo tiempo dificultades que se manifiestan en todo
crecimiento. Existen inquietudes e imposibilidades que atañen a
la respuesta profunda que el hombre sabe que debe dar. El
panorama del mundo contemporáneo presenta también sombras y
desequilibrios no siempre superficiales. La Constitución
pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II no es
ciertamente el único documento que trata de la vida de la
generación contemporánea, pero es un documento de particular
importancia. «En verdad, los desequilibrios que sufre el mundo
moderno -leemos en ella- están conectados con ese otro
desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón
humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio
interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta
múltiples limitaciones; se siente sin embargo ilimitado en sus
deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas
solicitaciones tiene que elegir y renunciar. Más aún, como
enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de
hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo
la división que tantas y tan graves discordias provoca en la
sociedad»109.
Hacia el final de la exposición introductoria de la misma,
leemos: «... ante la actual evolución del mundo, son cada día
más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva
penetración las cuestiones más fundamentales: ¿qué es el
hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte,
que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía?
¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio?»110.
En el marco de estos quince años, a partir de la conclusión del
Concilio Vaticano II, ¿ se ha hecho quizá menos inquietante
aquel cuadro de tensiones y de amenazas propias de nuestra
época? Parece que no. Al contrario, las tensiones y amenazas que
en el documento conciliar parecían solamente delinearse y no
manifestar hasta el fondo todo el peligro que escondían dentro
de sí, en el espacio de estos años se han ido revelando
mayormente, han confirmado aquel peligro y no permiten nutrir las
ilusiones de un tiempo.
11. Fuentes de inquietud
De ahí que aumente en nuestro mundo la sensación de amenaza.
Aumenta el temor existencial ligado sobre todo -como ya insinué
en la Encíclica Redemptor Hominis - a la perspectiva de
un conflicto que, teniendo en cuenta los actuales arsenales
atómicos, podría significar la autodestrucción parcial de la
humanidad. Sin embargo, la amenaza no concierne únicamente a lo
que los hombres pueden hacer a los hombres, valiéndose de los
medios de la técnica militar; afecta también a otros muchos
peligros, que son el producto de una civilización
materialística, la cual -no obstante declaraciones
«humanísticas»- acepta la primacía de las cosas sobre la
persona. El hombre contemporáneo tiene pues miedo de que con el
uso de los medios inventados por este tipo de civilización, cada
individuo, lo mismo que los ambientes, las comunidades, las
sociedades, las naciones, pueda ser víctima del atropello de
otros individuos, ambientes, sociedades. La historia de nuestro
siglo ofrece abundantes ejemplos. A pesar de todas las
declaraciones sobre los derechos del hombre en su dimensión
integral, esto es, en su existencia corporal y espiritual, no
podemos decir que estos ejemplos sean solamente cosa del pasado.
El hombre tiene precisamente miedo de ser víctima de una
opresión que lo prive de la libertad interior, de la posibilidad
de manifestar exteriormente la verdad de la que está convencido,
de la fe que profesa, de la facultad de obedecer a la voz de la
conciencia que le indica la recta vía a seguir. Los medios
técnicos a disposición de la civilización actual, ocultan, en
efecto, no sólo la posibilidad de una auto-destrucción por vía
de un conflicto militar, sino también la posibilidad de una
subyugación «pacífica» de los individuos, de los ambientes de
vida, de sociedades enteras y de naciones, que por cualquier
motivo pueden resultar incómodos a quienes disponen de medios
suficientes y están dispuestos a servirse de ellos sin
escrúpulos. Piénsese también en la tortura, todavía existente
en el mundo, ejercida sistemáticamente por la autoridad como
instrumento de dominio y de atropello político, y practicada
impunemente por los subalternos.
Así pues, junto a la conciencia de la amenaza biológica,
crece la conciencia de otra amenaza, que destruye aún más lo
que es esencialmente humano lo que está en conexión íntima con
la dignidad de la persona, con su derecho a la verdad y a la
libertad.
Todo esto se desarrolla sobre el fondo de un gigantesco
remordimiento constituido por el hecho de que, al lado de los
hombres y de las sociedades bien acomodadas y saciadas, que viven
en la abundancia, sujetas al consumismo y al disfrute, no faltan
dentro de la misma familia humana individuos ni grupos sociales
que sufren el hambre. No faltan niños que mueren de hambre a la
vista de sus madres. No faltan en diversas partes del mundo, en
diversos sistemas socioeconómicos, áreas enteras de miseria, de
deficiencia y de subdesarrollo. Este hecho es universalmente
conocido. El estado de desigualdad entre hombres y pueblos no
sólo perdura, sino que va en aumento. Sucede todavía que, al
lado de los que viven acomodados y en la abundancia, existen
otros que viven en la indigencia, sufren la miseria y con
frecuencia mueren incluso de hambre; y su número alcanza decenas
y centenares de millones. Por esto, la inquietud moral está
destinada a hacerse más profunda. Evidentemente, un defecto
fundamental o más bien un conjunto de defectos, más aún, un
mecanismo defectuoso está en la base de la economía
contemporánea y de la civilización materialista, que no permite
a la familia humana alejarse, yo diría, de situaciones tan
radicalmente injustas.
Esta imagen del mundo de hoy, donde existe tanto mal físico y
moral como para hacer de él un mundo enredado en contradicciones
y tensiones y, al mismo tiempo, lleno de amenazas dirigidas
contra la libertad humana, la conciencia y la religión, explica
la inquietud a la que está sujeto el hombre contemporáneo. Tal
inquietud es experimentada no sólo por quienes son marginados u
oprimidos, sino también por quienes disfrutan de los privilegios
de la riqueza, del progreso, del poder. Y, si bien no faltan
tampoco quienes buscan poner al descubierto las causas de tales
inquietudes o reaccionar con medios inmediatos puestos a su
alcance por la técnica, la riqueza o el poder, sin embargo en lo
más profundo del ánimo humano esa inquietud supera todos los
medios provisionales. Afecta -como han puesto justamente de
relieve los análisis del Concilio Vaticano II- los problemas
fundamentales de toda la existencia humana. Esta inquietud está
vinculada con el sentido mismo de la existencia del hombre en el
mundo; es inquietud para el futuro del hombre y de toda la
humanidad, y exige resoluciones decisivas que ya parecen
imponerse al género humano.
12. ¿Basta la justicia?
No es difícil constatar que el sentido de la justicia se ha
despertado a gran escala en el mundo contemporáneo; sin duda,
ello pone mayormente de relieve lo que está en contraste con la
justicia tanto en las relaciones entre los hombres, los grupos
sociales o las «clases», como entre cada uno de los pueblos y
estados, y entre los sistemas políticos, más aún, entre los
diversos mundos. Esta corriente profunda y multiforme, en cuya
base la conciencia humana contemporánea ha situado la justicia,
atestigua el carácter ético de las tensiones y de las luchas
que invaden el mundo.
La Iglesia comparte con los hombres de nuestro tiempo este
profundo y ardiente deseo de una vida justa bajo todos los
aspectos y no se abstiene ni siquiera de someter a reflexión los
diversos aspectos de la justicia, tal como lo exige la vida de
los hombres y de las sociedades. Prueba de ello es el campo de la
doctrina social Católica ampliamente desarrollada en el arco del
último siglo. Siguiendo las huellas de tal enseñanza procede la
educación y la formación de las conciencias humanas en el
espíritu de la justicia, lo mismo que las iniciativas concretas,
sobre todo en el ámbito del apostolado de los seglares, que se
van desarrollando en tal sentido.
No obstante, sería difícil no darse uno cuenta de que no
raras veces los programas que parten de la idea de justicia y que
deben servir a ponerla en práctica en la convivencia de los
hombres, de los grupos y de las sociedades humanas, en la
práctica sufren deformaciones. Por más que sucesivamente
recurran a la misma idea de justicia, sin embargo la experiencia
demuestra que otras fuerzas negativas, como son el rencor, el
odio e incluso la crueldad han tomado la delantera a la justicia.
En tal caso el ansia de aniquilar al enemigo, de limitar su
libertad y hasta de imponerle una dependencia total, se convierte
en el motivo fundamental de la acción; esto contrasta con la
esencia de la justicia, la cual tiende por naturaleza a
establecer la igualdad y la equiparación entre las partes en
conflicto. Esta especie de abuso de la idea de justicia y la
alteración práctica de ella atestiguan hasta qué punto la
acción humana puede alejarse de la misma justicia, por más que
se haya emprendido en su nombre. No en vano Cristo contestaba a
sus oyentes, fieles a la doctrina del Antiguo Testamento, la
actitud que ponían de manifiesto las palabras: «Ojo por ojo
y diente por diente»111. Tal era la forma de
alteración de la justicia en aquellos tiempos; las formas de hoy
día siguen teniendo en ella su modelo. En efecto, es obvio que,
en nombre de una presunta justicia (histórica o de clase, por
ejemplo), tal vez se aniquila al prójimo, se le mata, se le
priva de la libertad, se le despoja de los elementales derechos
humanos. La experiencia del pasado y de nuestros tiempos
demuestra que la justicia por sí sola no es suficiente y que,
más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de
sí misma, si no se le permite a esa forma más profunda que es
el amor plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones. Ha
sido ni más ni menos la experiencia histórica la que entre
otras cosas ha llevado a formular esta aserción: summum ius,
summa iniuria. Tal afirmación no disminuye el valor de la
justicia ni atenúa el significado del orden instaurado sobre
ella; indica solamente, en otro aspecto, la necesidad de recurrir
a las fuerzas del espíritu, más profundas aún, que condicionan
el orden mismo de la justicia.
Teniendo a la vista la imagen de la generación a la que
pertenecemos, la Iglesia comparte la inquietud de tantos hombres
contemporáneos. Por otra parte, debemos preocuparnos también
por el ocaso de tantos valores fundamentales que constituyen un
bien indiscutible no sólo de la moral cristiana, sino
simplemente de la moral humana, de la cultura moral, como el
respeto a la vida humana desde el momento de la concepción, el
respeto al matrimonio en su unidad indisoluble, el respeto a la
estabilidad de la familia. El permisivismo moral afecta sobre
todo a este ámbito más sensible de la vida y de la convivencia
humana. A él van unidas la crisis de la verdad en las relaciones
interhumanas, la falta de responsabilidad al hablar, la relación
meramente utilitaria del hombre con el hombre, la disminución
del sentido del auténtico bien común y la facilidad con que
éste es enajenado. Finalmente, existe la desacralización que a
veces se transforma en «deshumanización»: el hombre y la
sociedad para quienes nada es «sacro» van decayendo moralmente,
a pesar de las apariencias.
CONTINUACIÓN A
PARTE II
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