DIÁLOGO
ENTRE LAS CULTURAS PARA UNA CIVILIZACIÓN DEL AMOR Y LA PAZ
Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz.
1Enero 2001
1. Al inicio de un
nuevo milenio, se hace más viva la esperanza de que las relaciones
entre los hombres se inspiren cada vez más en el ideal de una
fraternidad verdaderamente universal. Sin compartir este ideal no
podrá asegurarse de modo estable la paz. Muchos indicios llevan a
pensar que esta convicción está emergiendo con mayor fuerza en la
conciencia de la humanidad. El valor de la fraternidad está
proclamado por las grandes «cartas» de los derechos humanos; ha sido
puesto de manifiesto concretamente por grandes instituciones
internacionales y, en particular, por la Organización de las Naciones
Unidas; y es requerido, ahora más que nunca, por el proceso de
globalización que une de modo creciente los destinos de la economía,
de la cultura y de la sociedad. La misma reflexión de los creyentes,
en la diversas religiones, tiende a subrayar cómo la relación con el
único Dios, Padre común de todos los hombres, favorece el sentirse y
vivir como hermanos. En la revelación de Dios en Cristo, este
principio está expresado con extrema radicalidad: «Quien no ama no
ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4,8).
2.
Al mismo tiempo, sin embargo, no se puede ocultar que las señales
apenas evocadas han sido oscurecidas por vastas y densas sombras. La
humanidad empieza esta nueva etapa de su historia con heridas todavía
abiertas; está marcada en muchas regiones por duros y sangrientos
conflictos; conoce la dificultad de una solidaridad más difícil en
las relaciones entre los hombres de diferentes culturas y
civilizaciones, cada vez más cercanas e interactivas sobre los mismos
territorios. Todos conocen cuán difícil es conciliar las razones de
los contendientes cuando los ánimos están encendidos y exasperados a
causa de antiguos odios y de graves problemas que dificultan el
encontrar solución. Pero no menos peligrosa para el futuro de la paz
sería la incapacidad de afrontar con sabiduría los problemas
suscitados por la nueva organización que la humanidad, en muchos
Países, va asumiendo debido a la aceleración de los procesos
migratorios y de la convivencia nueva que surge entre personas de
diversas culturas y civilizaciones.
3.
Por eso, me ha parecido urgente invitar a los creyentes en Cristo, y
con ellos a todos los hombres de buena voluntad, a reflexionar sobre
el diálogo entre las diferentes culturas y tradiciones de los
pueblos, indicando así el camino necesario para la construcción de
un mundo reconciliado, capaz de mirar con serenidad al propio futuro.
Se trata de un tema decisivo para las perspectivas de la paz. Me
complace que también la Organización de las Naciones Unidas haya
acogido y propuesto esta urgencia, declarando el año 2001 «Año
internacional del diálogo entre las civilizaciones».
Naturalmente no pienso que, sobre un
problema como éste, se puedan ofrecer soluciones fáciles, de
inmediata aplicación. Es complicado el mero análisis de la
situación, que evoluciona continuamente, ya que escapa a esquemas
prefijados. A esto hay que añadir la dificultad de conjugar
principios y valores que, siendo incluso idealmente compatibles,
pueden manifestar concretamente elementos de tensión que no facilitan
la síntesis. Está además, en la base, la dificultad que deriva del
compromiso ético de cada ser humano llevado a enfrentarse con el
propio egoísmo y los propios límites.
Pero precisamente por esto considero
útil una reflexión común sobre esta problemática. Para este
objetivo me limito aquí a ofrecer algunos principios orientadores en
la escucha de lo que el Espíritu de Dios dice a las Iglesias (cf. Ap
2,7) y a toda la humanidad en este decisivo período de su historia.
El hombre y sus diferentes culturas
4.
Considerando todas las vicisitudes de la humanidad, uno se queda
asombrado frente a las manifestaciones complejas y varias de las
culturas humanas. Cada una de ellas se diferencia de las otras por su
específico itinerario histórico y por los consiguientes rasgos
característicos que la hacen única, original y orgánica en su
propia estructura. La cultura es expresión cualificada del hombre y
de sus vicisitudes históricas, tanto a nivel individual como
colectivo. En efecto, la inteligencia y la voluntad le mueven
incesantemente a «cultivar los bienes y los valores de la
naturaleza»(1), plasmando en unas síntesis culturales cada vez más
altas y sistemáticas los conocimientos fundamentales que se refieren
a todos los aspectos de la vida y, en particular, los que atañen a su
convivencia social y política, a la seguridad y al desarrollo
económico, a la elaboración de los valores y significados
existenciales, sobre todo de naturaleza religiosa, que permiten a su
situación individual y comunitaria desarrollarse según modalidades
auténticamente humanas.(2)
5.
Las culturas se caracterizan siempre por algunos elementos estables y
duraderos y por otros dinámicos y contingentes. En un primer momento,
la consideración de una cultura ofrece sobre todo los aspectos
característicos que la diferencian de la cultura del observador,
asegurándole un carácter típico en el cual convergen elementos de
la más diversa naturaleza. En la mayor parte de los casos las
culturas se desarrollan sobre territorios concretos, cuyos elementos
geográficos, históricos y étnicos se entrelazan de modo original e
irrepetible. Este «carácter típico» de cada cultura se refleja, de
modo más o menos relevante, en las personas que la tienen, en un
dinamismo continuo de influjos en cada uno de los sujetos humanos y de
las aportaciones que éstos, según su capacidad y su genio, dan a la
propia cultura. En cualquier caso, ser hombre significa necesariamente
existir en una determinada cultura. Cada persona está marcada por la
cultura que respira a través de la familia y los grupos humanos con
los que entra en contacto, por medio de los procesos educativos y las
influencias ambientales más diversas y de la misma relación
fundamental que tiene con el territorio en el que vive. En todo esto
no hay ningún determinismo, sino una constante dialéctica entre la
fuerza de los condicionamientos y el dinamismo de la libertad.
Formación humana y pertenencia
cultural
6.
La acogida de la propia cultura como elemento configurador de la
personalidad, especialmente en la primera fase del crecimiento, es un
dato de experiencia universal, cuya importancia no se debe
infravalorar. Sin este enraizamiento en un humus definido, la persona
misma correría el riego de verse expuesta, en edad aún temprana, a
un exceso de estímulos contrastantes que no ayudarían el desarrollo
sereno y equilibrado. Sobre la base de esta relación fundamental con
los propios «orígenes» —a nivel familiar, pero también
territorial, social y cultural— es donde se desarrolla en las
personas el sentido de la «patria», y la cultura tiende a asumir,
unas veces más y otras menos, una configuración «nacional». El
mismo Hijo de Dios, haciéndose hombre, recibió, con una familia
humana, también una «patria». Él es para siempre Jesús de Nazaret,
el Nazareno (cf. Mc 10,47; Lc 18,37; Jn 1,45; 19,19). Se trata de un
proceso natural en el cual las instancias sociológicas y
psicológicas actúan entre sí, con efectos normalmente positivos y
constructivos. El amor patriótico es, por eso, un valor a cultivar,
pero sin restricciones de espíritu, amando juntos a toda la familia
humana(3) y evitando las manifestaciones patológicas que se dan
cuando el sentido de pertenencia asume tonos de autoexaltación y de
exclusión de la diversidad, desarrollándose en formas nacionalistas,
racistas y xenófobas.
7. Si
por esto es importante, por un lado, saber apreciar los valores de la
propia cultura, por otro es preciso tomar conciencia de que cada
cultura, siendo un producto típicamente humano e históricamente
condicionado, también implica necesariamente unos límites. Para que
el sentido de pertenencia cultural no se transforme en cerrazón, un
antídoto eficaz es el conocimiento sereno, no condicionado por
prejuicios negativos, de las otras culturas. Por lo demás, en un
análisis atento y riguroso, frecuentemente las culturas muestran, por
encima de sus manifestaciones más externas, elementos comunes
significativos. Esto se puede ver también en la sucesión histórica
de culturas y civilizaciones. La Iglesia, mirando a Cristo, que revela
el hombre al hombre(4), y apoyada en la experiencia alcanzada en dos
mil años de historia, está convencida de que «por encima de todos
los cambios, hay muchas cosas que no cambian »(5). Esta continuidad
está basada en características esenciales y universales del proyecto
de Dios sobre el hombre. Las diferencias culturales han de ser
comprendidas desde la perspectiva fundamental de la unidad del género
humano, dato histórico y ontológico primario, a la luz del cual es
posible entender el significado profundo de las mismas diferencias. En
realidad, sólo la visión de conjunto tanto de los elementos de
unidad como de las diferencias hace posible la comprensión y la
interpretación de la verdad plena de toda cultura humana.(6)
Diversidad de culturas y respeto
recíproco
8.
En el pasado las diferencias entre las culturas han sido a menudo
fuente de incomprensiones entre los pueblos y motivo de conflictos y
guerras. Pero todavía hoy, por desgracia, en diversas partes del
mundo constatamos, con creciente aprensión, la polémica
consolidación de algunas identidades culturales contra otras
culturas. Este fenómeno puede, a largo plazo, desembocar en tensiones
y choques funestos, y por lo menos hace difícil la condición de
algunas minorías étnicas y culturales, que viven en un contexto de
mayorías culturalmente diversas, propensas a actitudes y
comportamientos hostiles y racistas.
Ante esta situación, todo hombre de
buena voluntad debe interrogarse sobre las orientaciones éticas
fundamentales que caracterizan la experiencia cultural de una
determinada comunidad. En efecto, las culturas, igual que el hombre
que es su autor, están marcadas por el «misterio de iniquidad» que
actúa en la historia humana (cf. 2 Ts 2,7) y tienen también
necesidad de purificación y salvación. La autenticidad de cada
cultura humana, el valor del ethos que lleva consigo, o sea, la
solidez de su orientación moral, se pueden medir de alguna manera por
su razón de ser en favor del hombre y en la promoción de su dignidad
a cualquier nivel y en cualquier contexto.
9.
Si tan preocupante es la radicalización de las identidades culturales
que se vuelven impermeables a cualquier influjo externo beneficioso,
no es menos arriesgada la servil aceptación de las culturas, o de
algunos de sus importantes aspectos, como modelos culturales del mundo
occidental que, ya desconectados de su ambiente cristiano, se inspiran
en una concepción secularizada y prácticamente atea de la vida y en
formas de individualismo radical. Se trata de un fenómeno de vastas
proporciones, sostenido por poderosas campañas de los medios de
comunicación social, que tienden a proponer estilos de vida,
proyectos sociales y económicos y, en definitiva, una visión general
de la realidad, que erosiona internamente organizaciones culturales
distintas y civilizaciones nobilísimas. Por su destacado carácter
científico y técnico, los modelos culturales de Occidente son
fascinantes y atrayentes, pero muestran, por desgracia y siempre con
mayor evidencia, un progresivo empobrecimiento humanístico,
espiritual y moral. La cultura que los produce está marcada por la
dramática pretensión de querer realizar el bien del hombre
prescindiendo de Dios, supremo Bien. Pero «sin el Creador —ha
advertido el Concilio Vaticano II— la criatura se diluye »(7).Una
cultura que rechaza referirse a Dios pierde la propia alma y se
desorienta transformándose en una cultura de muerte, como atestiguan
los trágicos acontecimientos del siglo XX y como demuestran los
efectos nihilistas actualmente presentes en importantes ámbitos del
mundo occidental.
Diálogo entre las culturas
10.
De manera análoga a lo que sucede en la persona, que se realiza a
través de la apertura acogedora al otro y la generosa donación de
sí misma, las culturas, elaboradas por los hombres y al servicio de
los hombres, se modelan también con los dinamismos típicos del
diálogo y de la comunión, sobre la base de la originaria y
fundamental unidad de la familia humana, salida de las manos de Dios,
que « creó, de un solo principio todo el linaje humano » (Hch
17,26).
Desde este punto de vista, el diálogo
entre las culturas, tema del presente Mensaje para la Jornada Mundial
de la Paz, surge como una exigencia intrínseca de la naturaleza misma
del hombre y de la cultura. Como expresiones históricas diversas y
geniales de la unidad originaria de la familia humana, las culturas
encuentran en el diálogo la salvaguardia de su carácter peculiar y
de la recíproca comprensión y comunión. El concepto de comunión,
que en la revelación cristiana tiene su origen y modelo sublime en
Dios uno y trino (cf. Jn 17,11.21), no supone un anularse en la
uniformidad o una forzada homologación o asimilación; es más bien
expresión de la convergencia de una multiforme variedad, y por ello
se convierte en signo de riqueza y promesa de desarrollo.
El diálogo lleva a reconocer la
riqueza de la diversidad y dispone los ánimos a la recíproca
aceptación, en la perspectiva de una auténtica colaboración, que
responde a la originaria vocación a la unidad de toda la familia
humana. Como tal, el diálogo es un instrumento eminente para realizar
la civilización del amor y de la paz, que mi venerado predecesor, el
Papa Pablo VI, indicó como el ideal en el que había que inspirar la
vida cultural, social, política y económica de nuestro tiempo. Al
inicio del tercer milenio es urgente proponer de nuevo la vía del
diálogo a un mundo marcado por tantos conflictos y violencias,
desalentado a veces e incapaz de escrutar los horizontes de la
esperanza y de la paz.
Potencialidades y riesgos de la
comunicación global
11.
El diálogo entre las culturas se ve hoy particularmente necesario si
se considera el impacto de las nuevas tecnologías de la comunicación
en la vida de las personas y de los pueblos. Vivimos en la era de la
comunicación global, que está plasmando la sociedad según nuevos
modelos culturales, más o menos extraños a los modelos del pasado.
La información precisa y actualizada es, al menos en línea de
principio, prácticamente accesible a todos, en cualquier parte del
mundo.
El libre aluvión de imágenes y
palabras a escala mundial está transformando no sólo las relaciones
entre los pueblos a nivel político y económico, sino también la
misma comprensión del mundo. Este fenómeno ofrece múltiples
potencialidades en otro tiempo impensables, pero presenta también
algunos aspectos negativos y peligrosos. El hecho de que un número
reducido de Países detente el monopolio de las «industrias»
culturales, distribuyendo sus productos en cualquier lugar de la
tierra a un público cada vez mayor, puede ser un potente factor de
erosión de las características culturales. Son productos que
contienen y transmiten sistemas implícitos de valor y por tanto
pueden provocar en los receptores unos efectos de expropiación y
pérdida de identidad.
Desafío de las migraciones
12.
El estilo y la cultura del diálogo son particularmente significativos
respecto a la compleja problemática de las migraciones, importante
fenómeno social de nuestro tiempo. El éxodo de grandes masas de una
región a otra del planeta, que es a menudo una dramática odisea
humana para quienes se ven implicados, tiene como consecuencia la
mezcla de tradiciones y costumbres diferentes, con notables
repercusiones en los Países de origen y en los de llegada. La acogida
reservada a los migrantes por parte de los Países que los reciben y
su capacidad de integrarse en el nuevo ambiente humano representan
otras tantas medidas para valorar la calidad del diálogo entre las
diferentes culturas.
En realidad, sobre el tema de la
integración cultural, tan debatido actualmente, no es fácil
encontrar organizaciones y ordenamientos que garanticen, de manera
equilibrada y ecuánime, los derechos y deberes, tanto de quien acoge
como de quien es acogido. Históricamente, los procesos migratorios
han tenido lugar de maneras muy distintas y con resultados diversos.
Son muchas las civilizaciones que se han desarrollado y enriquecido
precisamente por las aportaciones de la inmigración. En otros casos,
las diferencias culturales de autóctonos e inmigrados no se han
integrado, sino que han mostrado la capacidad de convivir, a través
del respeto recíproco de las personas y de la aceptación o
tolerancia de las diferentes costumbres. Lamentablemente perduran
también situaciones en las que las dificultades de encuentro entre
las diversas culturas no se han solucionado nunca y las tensiones han
sido causa de conflictos periódicos.
13.
En una materia tan compleja, no hay fórmulas «mágicas»; no
obstante, es preciso indicar algunos principios éticos de fondo a los
que hacer referencia. Como primero entre todos se ha recordar el
principio según el cual los emigrantes han de ser tratados siempre
con el respeto debido a la dignidad de toda persona humana. A este
principio ha de supeditarse incluso la debida consideración al bien
común cuando se trata de regular los flujos inmigratorios. Se trata,
pues, de conjugar la acogida que se debe a todos los seres humanos, en
especial si son indigentes, con la consideración sobre las
condiciones indispensables para una vida decorosa y pacífica, tanto
para los habitantes originarios como para los nuevos llegados. Por lo
que se refiere a las características culturales que los emigrantes
llevan consigo, han de ser respetadas y acogidas, en la medida en que
no se contraponen a los valores éticos universales, ínsitos en la
ley natural, y a los derechos humanos fundamentales.
Respeto de las culturas y «fisonomía
cultural» del territorio
14.
Más difícil es determinar hasta dónde llega el derecho de los
emigrantes al reconocimiento jurídico público de sus manifestaciones
culturales específicas, cuando éstas no se acomodan fácilmente a
las costumbres de la mayoría de los ciudadanos. La solución de este
problema, en el marco de una sustancial apertura, está vinculada a la
valoración concreta del bien común en un determinado momento
histórico y en una situación territorial y social concreta. Mucho
depende de que arraigue en todos una cultura de la acogida que, sin
caer en la indiferencia sobre los valores, sepa conjugar las razones
en favor de la identidad y del diálogo.
Por otro lado, como he indicado antes,
se ha de valorar la importancia que tiene la cultura característica
de un territorio para el crecimiento equilibrado de los que pertenecen
a él por nacimiento, especialmente en sus fases evolutivas más
delicadas. Desde este punto de vista, puede considerarse plausible una
orientación que tienda a garantizar en un determinado territorio un
cierto «equilibrio cultural», en correspondencia con la cultura
predominante que lo ha caracterizado; un equilibrio que, aunque
siempre abierto a las minorías y al respeto de sus derechos
fundamentales, permita la permanencia y el desarrollo de una
determinada «fisonomía cultural», o sea, del patrimonio fundamental
de lengua, tradiciones y valores que generalmente se asocian a la
experiencia de la nación y al sentido de la «patria».
15.
Es evidente que esta exigencia de «equilibrio», respecto a la
«fisonomía cultural» de un territorio, no se puede lograr
satisfactoriamente sólo con instrumentos legislativos, puesto que
éstos carecerían de eficacia si no estuvieran fundados en el ethos
de la población y, sobre todo, estarían destinados a cambiar
naturalmente, cuando una cultura perdiera de hecho su capacidad de
animar un pueblo y un territorio, convirtiéndose en una simple
herencia guardada en museos o monumentos artísticos y literarios.
En realidad, una cultura, en la medida
en que es realmente vital, no tiene motivos para temer ser dominada,
de igual manera que ninguna ley podrá mantenerla viva si ha muerto en
el alma de un pueblo. Por lo demás, en el plano del diálogo entre
las culturas, no se puede impedir a uno que proponga a otro los
valores en que cree, con tal de que se haga de manera respetuosa de la
libertad y de la conciencia de las personas. «La verdad no se impone
sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y
firmeza a la vez, en las almas»(8).
Conciencia de los valores comunes
16.
El diálogo entre las culturas, instrumento privilegiado para
construir la civilización del amor, se apoya en la certeza de que hay
valores comunes a todas las culturas, porque están arraigados en la
naturaleza de la persona. En tales valores la humanidad expresa sus
rasgos más auténticos e importantes. Hace falta cultivar en las
almas la conciencia de estos valores, dejando de lado prejuicios
ideológicos y egoísmos partidarios, para alimentar ese humus
cultural, universal por naturaleza, que hace posible el desarrollo
fecundo de un diálogo constructivo. También las diferentes
religiones pueden y deben dar una contribución decisiva en este
sentido. La experiencia que he tenido tantas veces en el encuentro con
representantes de otras religiones —recuerdo en particular el
encuentro de Asís de 1986 y el de la plaza San Pedro de 1999— me
confirma en la confianza de que la recíproca apertura de los
seguidores de las diversas religiones puede aportar muchos beneficios
para la causa de la paz y del bien común de la humanidad.
El valor de la solidaridad
17.
Ante las crecientes desigualdades existentes en el mundo, el primer
valor que se debe promover y difundir cada vez más en las conciencias
es ciertamente el de la solidaridad. Toda sociedad se apoya sobre la
base del vínculo originario de las personas entre sí, conformado por
ámbitos relacionales cada vez más amplios —desde la familia y los
demás grupos sociales intermedios— hasta los de la sociedad civil
entera y de la comunidad estatal. A su vez, los Estados no pueden
prescindir de entrar en relación unos con otros. La actual situación
de interdependencia planetaria ayuda a percibir mejor el destino
común de toda la familia humana, favoreciendo en toda persona
reflexiva el aprecio por la virtud de la solidaridad.
A este respecto, sin embargo, se debe
notar que la progresiva interdependencia ha contribuido a poner al
descubierto múltiples desigualdades, como el desequilibrio entre
Países ricos y Países pobres; la distancia social, dentro de cada
País, entre quien vive en la opulencia y quien ve ofendida su
dignidad, porque le falta incluso lo necesario; el deterioro ambiental
y humano, provocado y acelerado por el empleo irresponsable de los
recursos naturales. Tales desigualdades y diferencias sociales han ido
aumentando en algunos casos, hasta llevar a los Países más pobres
hacia una deriva imparable.
Una auténtica cultura de la
solidaridad ha de tener, pues, como principal objetivo la promoción
de la justicia. No se trata sólo de dar lo superfluo a quien está
necesitado, sino de «ayudar a pueblos enteros —que están excluidos
o marginados— a que entren en el círculo del desarrollo económico
y humano. Esto será posible no sólo utilizando lo superfluo que
nuestro mundo produce en abundancia, sino cambiando sobre todo los
estilos de vida, los modelos de producción y de consumo, las
estructuras consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad»(9).
El valor de la paz
18.
La cultura de la solidaridad está estrechamente unida al valor de la
paz, objetivo primordial de toda sociedad y de la convivencia nacional
e internacional. Sin embargo, en el camino hacia un mejor acuerdo
entre los pueblos son aún numerosos los desafíos que debe afrontar
el mundo y que ponen a todos ante opciones inderogables. El
preocupante aumento de los armamentos, mientras no acaba de
consolidarse el compromiso por la no proliferación de las armas
nucleares, tiene el riesgo de alimentar y difundir una cultura de la
competencia y la conflictualidad, que no implica solamente a los
Estados, sino también a entidades no institucionales, como grupos
paramilitares y organizaciones terroristas.
El mundo sigue sufriendo aún las
consecuencias de guerras pasadas y presentes, las tragedias provocadas
por el uso de minas antipersonales y por el recurso a las horribles
armas químicas y biológicas.¿Y cómo olvidar el riesgo permanente
de conflictos entre las naciones, de guerras civiles dentro de algunos
Estados y de una violencia extendida, que las organizaciones
internacionales y los gobiernos nacionales se ven casi impotentes para
afrontar? Ante tales amenazas, todos tienen que sentir el deber moral
de adoptar medidas concretas y apropiadas para promover la causa de la
paz y la comprensión entre los hombres.
El valor de la vida
19.
Un auténtico diálogo entre las culturas, además del sentimiento del
mutuo respeto, no puede más que alimentar una viva sensibilidad por
el valor de la vida. La vida humana no puede ser considerada como un
objeto del cual disponer arbitrariamente, sino como la realidad más
sagrada e intangible que está presente en el escenario del mundo. No
puede haber paz cuando falta la defensa de este bien fundamental. No
se puede invocar la paz y despreciar la vida. Nuestro tiempo es
testigo de excelentes ejemplos de generosidad y entrega al servicio de
la vida, pero también del triste escenario de millones de hombres
entregados a la crueldad o a la indiferencia de un destino doloroso y
brutal. Se trata de una trágica espiral de muerte que abarca
homicidios, suicidios, abortos, eutanasia, como también mutilaciones,
torturas físicas y psicológicas, formas de coacción injusta,
encarcelamiento arbitrario, recurso absolutamente innecesario a la
pena de muerte, deportaciones, esclavitud, prostitución, compra-venta
de mujeres y niños. A esta relación se han de añadir prácticas
irresponsables de ingeniería genética, como la clonación y la
utilización de embriones humanos para la investigación, las cuales
se quiere justificar con una ilegítima referencia a la libertad, al
progreso de la cultura y a la promoción del desarrollo humano. Cuando
los sujetos más frágiles e indefensos de la sociedad sufren tales
atrocidades, la misma noción de familia humana, basada en los valores
de la persona, de la confianza y del mutuo respeto y ayuda, es
gravemente cercenada. Una civilización basada en el amor y la paz
debe oponerse a estos experimentos indignos del hombre.
El valor de la educación
20.
Para construir la civilización del amor, el diálogo entre las
culturas debe tender a superar todo egoísmo etnocéntrico para
conjugar la atención a la propia identidad con la comprensión de los
demás y el respeto de la diversidad. Es fundamental, a este respecto,
la responsabilidad de la educación. Ésta debe transmitir a los
sujetos la conciencia de las propias raíces y ofrecerles puntos de
referencia que les permitan encontrar su situación personal en el
mundo. Al mismo tiempo debe esforzarse por enseñar el respeto a las
otras culturas. Es necesario mirar más allá de la experiencia
individual inmediata y aceptar las diferencias, descubriendo la
riqueza de la historia de los demás y de sus valores.
El conocimiento de las otras culturas,
llevado a cabo con el debido sentido crítico y con sólidos puntos de
referencia ética, lleva a un mayor conocimiento de los valores y de
los límites inherentes a la propia cultura y revela, a la vez, la
existencia de una herencia común a todo el género humano.
Precisamente por esta amplitud de miras, la educación tiene una
función particular en la construcción de un mundo más solidario y
pacífico. La educación puede contribuir a la consolidación del
humanismo integral, abierto a la dimensión ética y religiosa, que
atribuye la debida importancia al conocimiento y a la estima de las
culturas y de los valores espirituales de las diversas civilizaciones.
El perdón y la reconciliación
21.
Durante el Gran Jubileo, dos mil años después del nacimiento de
Jesús, la Iglesia ha vivido con particular intensidad la llamada
exigente de la reconciliación. Es también una invitación
significativa en el marco de la compleja temática del diálogo entre
las culturas. En efecto, el diálogo es a menudo difícil, porque
sobre él pesa la hipoteca de trágicas herencias de guerras,
conflictos, violencias y odios, que la memoria sigue fomentando. Para
superar las barreras de la incomunicabilidad, el camino a recorrer es
el del perdón y la reconciliación. Muchos, en nombre de un realismo
desengañado, consideran este camino utópico e ingenuo. En cambio, en
la perspectiva cristiana, ésta es la única vía para alcanzar la
meta de la paz.
La mirada de los creyentes se detiene a
contemplar el icono del Crucificado. Poco antes de morir Jesús
exclama: «Padre perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc
23,34). El malhechor crucificado a su derecha, oyendo estas últimas
palabras del Redentor moribundo, se abre a la gracia de la
conversión, acoge el Evangelio del perdón y recibe la promesa de la
felicidad eterna. El ejemplo de Cristo nos confirma que realmente se
pueden derribar tantos muros que bloquean la comunicación y el
diálogo entre los hombres. La mirada al Crucificado nos infunde la
confianza de que el perdón y la reconciliación pueden ser una praxis
normal de la vida cotidiana y de toda cultura y, por tanto, una
oportunidad concreta para construir la paz y el futuro de la
humanidad.
Recordando la significativa experiencia
jubilar de la purificación de la memoria, deseo dirigir a los
cristianos una invitación particular, a fin de que sean testigos y
misioneros de perdón y reconciliación, apresurando, con la incesante
invocación al Dios de la paz, la realización de la espléndida
profecía de Isaías, que se puede extender a todos los pueblos de la
tierra: «Aquel día habrá una calzada desde Egipto a Asiria. Vendrá
Asur a Egipto y Egipto a Asiria, y Egipto servirá a Asur. Aquel día
será Israel tercero con Egipto y Asur, objeto de bendición en medio
de la tierra, pues la bendecirá el Señor de los ejércitos diciendo:
"Bendito sea mi pueblo Egipto, la obra de mis manos Asur, y mi
heredad Israel"» (Is 19,23-25).
Una llamada a los jóvenes
22.
Deseo concluir este Mensaje de paz con una invitación especial a
vosotros, jóvenes de todo el mundo, que sois el futuro de la
humanidad y las piedras vivas para construir la civilización del
amor. Conservo en el corazón el recuerdo de los encuentros llenos de
emoción y de esperanza que he tenido con vosotros durante la reciente
Jornada Mundial de la Juventud en Roma. Vuestra adhesión ha sido
gozosa, convencida y prometedora. En vuestra energía y vitalidad, y
en vuestro amor a Cristo, he vislumbrado un porvenir más sereno y
humano para el mundo.
Al sentiros cerca, percibía dentro de
mí un sentimiento profundo de gratitud al Señor, que me concedía la
gracia de contemplar, a través del variopinto mosaico de vuestras
diversas lenguas, culturas, costumbres y mentalidades, el milagro de
la universalidad de la Iglesia, de su catolicidad y de su unidad. Por
medio de vosotros he admirado la maravillosa conjunción de la
diversidad en la unidad de la misma fe, de la misma esperanza y de la
misma caridad, como expresión elocuente de la espléndida realidad de
la Iglesia, signo e instrumento de Cristo para la salvación del mundo
y para la unidad del género humano(10). El Evangelio os llama a
reconstruir aquella originaria unidad de la familia humana, que tiene
su fuente en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Queridos jóvenes de cualquier lengua y
cultura, os espera una tarea ardua y apasionante: ser hombres y
mujeres capaces de solidaridad, de paz y de amor a la vida, en el
respeto de todos. ¡Sed artífices de una nueva humanidad, donde
hermanos y hermanas, miembros todos de una misma familia, puedan vivir
finalmente en la paz!
Juan Pablo II
Vaticano, 8 de diciembre de 2000
Notas
1) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, 53.
2) Cf. Juan Pablo II, Discurso a las Naciones Unidas, 15 de octubre de
1995.
3) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 75.
4) Cf. ibíd., 22.
5) Ibíd., 10.
6) Cf. Juan Pablo II, Discurso a la UNESCO, 2 de junio de 1980, 6.
7) Const. past. Gaudium et spes, 36.
8) Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad
religiosa, 1.
9) Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus annus, 58.
10) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1.
N.B.: Traducción difundida por la Sala
de Prensa de la Santa Sede.