Es el título dado al superior de una comunidad de doce o más monjes.
Prelado que rige la abadía a semejanza del Obispo diocesano, como su pastor propio (C. 370). El abad puede ser:
1. Local. Es el que gobierna un monasterio "sui iuris" o autónomo.
2. Primado. Es el que tiene el gobierno de una confederación monástica. Entendemos por confederación la reunión de varios monasterios autónomos que tienen un abad común. Es superior mayor; pero sin toda la potestad de los superiores mayores (c. 620).
3. Superior. Es el que rige una congregación monástica. Es superior mayor; pero sin toda la potestad de los superiores mayores (c. 620).
El nombre se deriva de "abba", la forma Siria del hebreo ab, y significa "padre". En Siria dónde tuvo su origen, y en Egipto, fue inicialmente empleado como un título de honor y respeto, y se dio a cualquier monje de avanzada edad o de santidad eminente. El título no implicó en su origen el ejercicio de alguna autoridad sobre la comunidad religiosa. De Oriente la palabra pasó a Occidente y aquí pronto se generalizó su uso para designar al superior de una abadía o un monasterio.
Las comunidades monacales aparecieron en Egipto al inicio del siglo cuarto. San Antonio introdujo un nuevo modo comunitario de vida eremítica cuando, aproximadamente el año 305 D.C, tomó la dirección y organización de la multitud de ermitaños que se habían reunido en la Tebaida; un segundo--el monaquismo cenobítico, o conventual--se instituyó por San Pacomio que, aproximadamente al mismo tiempo, fundó su primer cenobio, o monasterio conventual, en Tabennisi en el lejano sur de Egipto. Ambos sistemas se extendieron rápidamente y se establecieron pronto firmemente en Palestina, Siria, Mesopotamia, y Asia Menor. En la mitad del siglo IV el monaquismo hizo su aparición también en Europa y aquí, al principio del VI, San Benito de Nursia, le dio la forma y constitución definitivas que finalmente aseguraron su triunfo en Occidente. Cada grupo de ermitaños y cada coenobio tenía naturalmente su superior . El título que se le daba era variado. En Oriente se le llamó normalmente el superior, el anciano o también el padre del monasterio. San Benito, en su Regla, escrita alrededor del año 529, restringió el uso del título abbas al superior del monasterio. A través de la Regla del gran Patriarca de Monaquismo Occidental la aplicación del abbas del título fue definitivamente fija, y su uso hizo general en el Oeste.
La concepción de San Benito de una comunidad monacal era claramente la de una familia espiritual. Cada monje venía a ser un hijo de esa familia, el Abad su padre, y el monasterio su hogar permanente. En el Abad por consiguiente, como en el padre de una familia, recae el gobierno y dirección de aquellos que le están sometidos, y una solicitud paternal debe caracterizar su regla. San Benito dice que "un abad que es digno de tener a su cargo un monasterio siempre ha de recordar el título por el que se le llama," y que "en el monasterio se considera que él representa a la persona de Cristo, ya que es llamado por Su nombre" (Regla de San Benito, II)
En los primeros días del monaquismo, el fundador de una casa religiosa fue normalmente su primer superior; en otros casos el Abad era designado o elegido. Algunos abades seleccionaron de hecho a sus propios sucesores, pero los casos eran excepcionales. En muchos lugares, cuando ocurría una vacante, el obispo de la diócesis podía elegir un superior de entre los monjes del convento, pero parece ser que, desde el principio, la elección del Abad recayó sobre los propios monjes. San Benito ordenó (Regla, LXIV) que el Abad debía elegirse "por el acuerdo general de toda la comunidad, o de una parte ella, con tal de que su elección fuera hecha con la mayor sabiduría y discernimiento". El obispo de la diócesis, los abades y los cristianos de la región estaban invitados a oponerse a la elección de un hombre indigno. Cada convento en su Regla adoptó el método prescrito por el gran legislador monacal, y con el transcurso del tiempo, el derecho de los monjes a elegir a su propio Abad fue reconocido generalmente, en particular desde que fue solemnemente confirmado por los cánones de la Iglesia.
La autoridad de un Abad es de dos tipos, uno relativo al gobierno externo de la casa, el otro al gobierno espiritual de sus miembros. La primera es una autoridad paternal o doméstica, basado en la naturaleza de vida religiosa y en el voto de obediencia. La segunda es un poder de jurisdicción cuasi-episcopal en virtud de la cual es verdaderamente un prelado. Su autoridad doméstica autoriza al Abad para administrar la propiedad de la abadía, mantener la disciplina de la casa, compeler a los religiosos, incluso con sanciones, a observar la Regla y las Constituciones de la Orden, y organizar todo aquello que pueda ser esencial para preservar la paz y el orden en la comunidad.
Fuente que ofrece mas información: http://ec.aciprensa.com/a/abad.htm
La Regla de San Benito en su capítulo II habla de cómo debe ser el abad:
CÓMO DEBE SER EL ABAD: El abad que es digno de regir un monasterio debe acordarse siempre del título que se le da y cumplir con sus propias obras su nombre de superior. Porque, en efecto, la fe nos dice que hace las veces de Cristo en el monasterio, ya que es designado con su sobrenombre, según lo que dice el Apóstol: «Habéis recibido el espíritu de adopción filial que nos permite gritar: Abba! ¡Padre!»
Por tanto, el abad no ha de enseñar, establecer o mandar cosa alguna que se desvíe de los preceptos del Señor, sino que tanto sus mandatos como su doctrina deben penetrar en los corazones como si fuera una levadura de la justicia divina. Siempre tendrá presente el abad que su magisterio y la obediencia de sus discípulos, ambas cosas a la vez, serán objeto de examen en el tremendo juicio de Dios. Y sepa el abad que el pastor será plenamente responsable de todas las deficiencias que el padre de familia encuentre en sus ovejas.
Pero, a su vez, puede tener igualmente por cierto que, si ha agotado todo su celo de pastor con su rebaño inquieto y desobediente y ha aplicado toda suerte de remedios para sus enfermedades, en ese juicio de Dios será absuelto como pastor, porque podrá decirle al Señor como el profeta: «No me he guardado tu justicia en mi corazón, he manifestado tu verdad y tu salvación. Pero ellos, despreciándome, me desecharon». Y entonces las ovejas rebeldes a sus cuidados verán por fin cómo triunfa la muerte sobre ellas como castigo.
Por tanto, cuando alguien acepta el título de abad, debe enseñar a sus discípulos de dos maneras; queremos decir que mostrará todo lo que es recto y santo mas a través de su manera personal de proceder que con sus palabras. De modo que a los discípulos capaces les propondrá los preceptos del Señor con sus palabras, pero a los duros de corazón y a los simples les hará descubrir los mandamientos divinos en lo conducta del mismo abad. Y a la inversa, cuanto indique a sus discípulos que es nocivo para sus almas, muéstrelo con su conducta que no deben hacerlo, «no sea que, después de haber predicado a otros, resulte que el mismo se condene». Y que, asimismo, un día Dios tenga que decirle s causa de sus pecados «¿Por qué recitas mis preceptos y tienes siempre en lo boca mi alianza, tú que detestas mi corrección y te echas, a lo espalda mis mandatos?» Y también: «¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?».
No haga en el monasterio discriminación de personas. No amará más a uno que a otro, de no ser al que hallare mejor en las buenas obras y en la obediencia. Si uno que ha sido esclavo entra en el monasterio, no sea pospuesto ante el que ha sido libre, de no mediar otra causa razonable. Mas cuando, por exigirlo así la justicia, crea el abad que debe proceder de otra manera, aplique el mismo criterio con cualquier otra clase de rango. Pero, si no, conserven todos la precedencia que les corresponde, porque «tanto esclavos como libres, todos somos en Cristo una sola cosa» y bajo un mismo Señor todos cumplimos un mismo servicio, «pues Dios no tiene favoritismos». Lo único que ante él nos diferencia es que nos encuentre mejores que los demás en buenas obras y en humildad. Tenga, por tanto, igual caridad para con todos y a todos aplique la misma norma según los méritos de cada cual. El abad debe imitar en su pastoral el modelo del Apóstol cuando dice: «Reprende, exhorta, amonesta». Es decir, que, adoptando diversas actitudes, según las circunstancias, amable unas veces y rígido otras, se mostrará exigente, como un maestro inexorable, y entrañable, con el afecto de un padre bondadoso.
En concreto: que a los indisciplinados y turbulentos debe corregirlos más duramente; en cambio, a los obedientes, sumisos y pacientes debe estimularles a que avancen más y más. Pero le amonestamos a que reprenda y castigue a los negligentes y a los despectivos. Y no encubra los pecados de los delincuentes, sino que tan pronto como empiecen a brotar, arránquelos de raíz con toda su habilidad, acordándose de la condenación de Helí, sacerdote de Silo. A los más virtuosos y sensatos corríjales de palabra, amonestándoles una o dos veces; pero a los audaces, insolentes, orgullosos y desobedientes reprímales en cuanto se manifieste el vicio, consciente de estas palabras de la Escritura: «Sólo con palabras no escarmienta el necio». Y también: «Da unos palos a tu hijo, y lo librarás de la muerte».
Siempre debe tener muy presente el abad lo que es y recordar el nombre con que le llaman, sin olvidar que a quien mayor responsabilidad se le confía, más se le exige. Sepa también cuán difícil y ardua es la tarea que emprende, pues se trata de almas a quienes debe dirigir y son muy diversos los temperamentos a los que debe servir. Por eso tendrá que halagar a unos, reprender a otros y a otros convencerles; y conforme al modo de ser de cada uno y según su grado de inteligencia, deberá amoldarse a todos y lo dispondrá todo de tal manera que, además de no perjudicar al rebaño que se le ha confiado, pueda también alegrarse de su crecimiento.
Es muy importante, sobre todo, que, por desatender o no valorar suficientemente la salvación de las almas, no se vuelque con más intenso afán sobre las realidades transitorias, materiales y caducas, sino que tendrá muy presente siempre en su espíritu que su misión es la de dirigir almas de las que tendrá que rendir cuentas. Y, para que no se le ocurra poner como pretexto su posible escasez de bienes materiales, recuerde lo que está escrito: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura». Y en otra parte: «Nada les falta a los que le temen». Sepa, una vez más, que ha tomado sobre sí la responsabilidad de dirigir almas, y, por lo mismo, debe estar preparado para dar razón de ellas. Y tenga también por cierto que en el día del juicio deberá dar cuenta al Señor de todos y cada uno de los hermanos que ha tenido bajo su cuidado; además, por supuesto, de su propia alma. Y así, al mismo tiempo, que teme sin cesar el futuro examen del pastor sobre las ovejas a él confiadas y se preocupa de la cuenta ajena, se cuidará también de la suya propia; y mientras con sus exhortaciones da ocasión a los otros para enmendarse, él mismo va corrigiéndose de sus propios defectos.