Ha
terminado la cuaresma, el tiempo de conversión interior
y de penitencia, ha llegado el momento de conmemorar la
pasión, muerte y resurrección de Cristo. Después de la
entrada triunfal en Jerusalén, ahora nos toca asistir a
la institución de la Eucaristía, orar junto al Señor en
el Huerto de los Olivos y acompañarle por el doloroso
camino que termina en la Cruz.
Durante la semana santa, las narraciones de la pasión
renuevan los acontecimientos de aquellos días; los
hechos dolorosos podrían mover nuestros sentimientos y
hacernos olvidar que lo más importante es buscar
aumentar nuestra fe y devoción en el Hijo de Dios.
La Liturgia dedica especial atención a esta semana, a la
que también se le ha denominado “Semana Mayor” o “Semana
Grande”, por la importancia que tiene para los
cristianos el celebrar el misterio de la Redención de
Cristo, quien por su infinita misericordia y amor al
hombre, decide libremente tomar nuestro lugar y recibir
el castigo merecido por nuestros pecados.
Para esta celebración, la Iglesia invita a todos los
fieles al recogimiento interior, haciendo un alto en las
labores cotidianas para contemplar detenidamente el
misterio pascual, no con una actitud pasiva, sino con el
corazón dispuesto a volver a Dios, con el ánimo de
lograr un verdadero dolor de nuestros pecados y un
sincero propósito de enmienda para corresponder a todas
las gracias obtenidas por Jesucristo.
Para los cristianos la semana santa no es el recuerdo de
un hecho histórico cualquiera, es la contemplación del
amor de Dios que permite el sacrificio de su Hijo, el
dolor de ver a Jesús crucificado, la esperanza de ver a
Cristo que vuelve a la vida y el júbilo de su
Resurrección.
En los inicios de la cristiandad ya se acostumbraba la
visita de los santos lugares. Ante la imposibilidad que
tiene la mayoría de los fieles para hacer esta
peregrinación, cobra mayor importancia la participación
en la liturgia para aumentar la esperanza de salvación
en Cristo resucitado.
La Resurrección del Señor nos abre las puertas a la vida
eterna, su triunfo sobre la muerte es la victoria
definitiva sobre el pecados. Este hecho hace del domingo
de Resurrección la celebración más importante de todo el
año litúrgico.
Aún con la asistencia a las celebraciones podemos
quedarnos en lo anecdótico, sin nada que nos motive a
ser más congruentes con nuestra fe. Esta unidad de vida
requiere la imitación del maestro, buscar parecernos más
a Él.
Para nosotros no existen cosas extraordinarias,
calumnias, disgustos, problemas familiares, dificultades
económicas y todos los contratiempos que se nos
presentan, servirán para identificarnos con el
sufrimiento del Señor en la pasión, sin olvidar el
perdón, la paciencia, la comprensión y la generosidad
para con nuestros semejantes.
La muerte de Cristo nos invita a morir también, no
físicamente, sino a luchar por alejar de nuestra alma la
sensualidad, el egoísmo, la soberbia, la avaricia... la
muerte del pecado para estar debidamente dispuestos a la
vida de la gracia.
Resucitar en Cristo es volver de las tinieblas del
pecado para vivir en la gracia divina. Ahí está el
sacramento de la penitencia, el camino para revivir y
reconciliarnos con Dios. Es la dignidad de hijos de Dios
que Cristo alcanzó con la Resurrección.
Así, mediante la contemplación del misterio pascual y el
concretar propósitos para vivir como verdaderos
cristianos, la pasión, muerte y resurrección adquieren
un sentido nuevo, profundo y trascendente, que nos
llevará en un futuro a gozar de la presencia de Cristo
resucitado por toda la eternidad.
Regresar a la página de Semana
Santa»»