Mensaje de Navidad de SS
Juan Pablo II, 2001
1. «Christus est pax nostra», «Cristo es nuestra paz. Él ha hecho de
los dos pueblos una sola cosa» (Ef 2, 14). En el alba del nuevo
milenio, comenzado con tantas esperanzas, pero ahora amenazado por
nubes tenebrosas de violencia y de guerra, las palabras del apóstol
Pablo que escuchamos esta Navidad es un rayo de luz penetrante, un
clamor de confianza y optimismo. El divino Niño nacido en Belén lleva
en sus pequeñas manos, como un don, el secreto de la paz para la
humanidad. ¡Él es el Príncipe de la paz! He aquí el gozoso anuncio que
se oyó aquella noche en Belén, y que quiero repetir al mundo en este
día bendito. Escuchemos una vez más las palabras del ángel: «os traigo
la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la
ciudad de David, os ha nacido un salvador: el Mesías, el Señor» (Lc 2,
10-11). En el día de hoy, la Iglesia se hace eco de los ángeles, y
reitera su extraordinario mensaje, que sorprendió en primer lugar a
los pastores en las alturas de Belén.
2. «Christus est pax nostra!» Cristo, el «niño envuelto en pañales y
acostado en un pesebre» (Lc 2, 10-12), Él es precisamente nuestra paz.
Un Niño indefenso, recién nacido en la humildad de una cueva, devuelve
la dignidad a cada vida que nace, da esperanza a quien yace en la duda
y en el desaliento. Él ha venido para curar a los heridos de la vida y
para dar nuevo sentido incluso a la muerte. En aquel Niño, dócil y
desvalido, que llora en una gruta fría y destartalada, Dios ha
destruido el pecado y ha puesto el germen de una humanidad nueva,
llamada a llevar a término el proyecto original de la creación y a
transcenderlo con la gracia de la redención.
3. «Christus est pax nostra!» Hombres y mujeres del tercer milenio,
vosotros que tenéis hambre de justicia y de paz, ¡acoged el mensaje de
Navidad que se propaga hoy por todo el mundo! Jesús ha nacido para
consolidar las relaciones entre los hombres y los pueblos, y hacer de
todos ellos hermanos en Él. Ha venido para derribar «el muro que los
separaba: el odio» (Ef 2, 14), y para hacer de la humanidad una sola
familia. Sí, podemos repetir con certeza: ¡Hoy, con el Verbo
encarnado, ha nacido la paz! Paz que se ha de implorar, porque sólo
Dios es su autor y garante. Paz que se ha de construir en un mundo en
el que pueblos y naciones, afectados por tantas y tan diversas
dificultades, esperan en una humanidad no sólo globalizada por
intereses económicos, sino por el esfuerzo constante en favor de una
convivencia más justa y solidaria.
4. Como los pastores, acudamos a Belén, quedémonos en adoración ante
la gruta, fijando la mirada en el Redentor recién nacido. En Él
podemos reconocer los rasgos de cada pequeño ser humano que viene a la
luz, sea cual fuere su raza o nación: es el pequeño palestino y el
pequeño israelí; es el bebé estadounidense y el afgano; es el hijo del
hutu y el hijo del tutsi... es el niño cualquiera, que es alguien para
Cristo. Hoy pienso en todos los pequeños del mundo: muchos,
demasiados, son los niños que nacen ya condenados a sufrir, sin culpa,
las consecuencias de conflictos inhumanos. ¡Salvemos a los niños, para
salvar la esperanza de la humanidad! Nos lo pide hoy con fuerza aquel
Niño nacido en Belén, el Dios que se hizo hombre, para devolvernos el
derecho de esperar.
5. Supliquemos a Cristo el don de la paz para cuantos sufren a causa
de conflictos, antiguos y nuevos. Todos los días siento en mi corazón
los dramáticos problemas de Tierra Santa; cada día pienso con
preocupación en cuantos mueren de hambre y de frío; día tras día me
llega, angustiado, el grito de quien, en tantas partes del mundo,
invoca una distribución más ecuánime de los recursos y un trabajo
dignamente retribuido para todos. ¡Que nadie deje de esperar en el
poder del amor de Dios! Que Cristo sea luz y sustento de quien, a
veces contracorriente, cree y actúa en favor del encuentro, del
diálogo, de la cooperación entre las culturas y las religiones. Que
Cristo guíe en la paz los pasos de quien se afana incansablemente por
el progreso de la ciencia y la técnica. Que nunca se usen estos
grandes dones de Dios contra el respeto y la promoción de la dignidad
humana. ¡Que jamás se utilice el nombre santo de Dios para corroborar
el odio! ¡Que jamás se haga de Él motivo de intolerancia y violencia!
Que el dulce rostro del Niño de Belén recuerde a todos que tenemos un
único Padre.
6. «Christus est pax nostra!» Hermanos y hermanas que me escucháis,
abrid el corazón a este mensaje de paz, abridlo a Cristo, Hijo de la
Virgen María, a Aquel que se ha hecho «nuestra paz». Abridlo a Él, que
nada nos quita si no es el pecado, y nos da en cambio plenitud de
humanidad y de alegría. Y Tú, adorado Niño de Belén, lleva la paz a
cada familia y ciudad, a cada nación y continente. ¡Ven, Dios hecho
hombre! ¡Ven a ser el corazón del mundo renovado por el amor! ¡Ven
especialmente allí donde más peligra la suerte de la humanidad! ¡Ven,
y no tardes! ¡Tú eres «nuestra paz» ! (Ef 2,14).
-Traducción
del original italiano distribuida por la Sala de Prensa de la Santa
Sede
Homilía de Juan Pablo II en la Misa de Nochebuena
El Niño, respuesta que disipa el miedo actual 1. «Populus, qui
ambulabat in tenebris, vidit lucem magnam - El pueblo que caminaba en
las tinieblas vio una luz grande» (Is 9, 1). Todos los años escuchamos
estas palabras del profeta Isaías, en el contexto sugestivo de la
conmemoración litúrgica del nacimiento de Cristo. Cada año adquieren
un nuevo sabor y hacen revivir el clima de expectación y de esperanza,
de estupor y de gozo, que son típicos de la Navidad. Al pueblo
oprimido y doliente, que caminaba en tinieblas, se le apareció «una
gran luz». Sí, una luz verdaderamente «grande», porque la que irradia
de la humildad del pesebre es la luz de la nueva creación. Si la
primera creación empezó con la luz (cf. Gn 1, 3), mucho más
resplandeciente y "grande" es la luz que da comienzo a la nueva
creación: ¡es Dios mismo hecho hombre! La Navidad es acontecimiento de
luz, es la fiesta de la luz: en el Niño de Belén, la luz originaria
vuelve a resplandecer en el cielo de la humanidad y despeja las nubes
del pecado. El fulgor del triunfo definitivo de Dios aparece en el
horizonte de la historia para proponer a los hombres un nuevo futuro
de esperanza.
2. «Habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló» (Is 9, 1). El
anuncio gozoso que se acaba de proclamar en nuestra asamblea vale
también para nosotros, hombres y mujeres en el alba del tercer
milenio. La comunidad de los creyentes se reúne en oración para
escucharlo en todas las regiones del mundo. Tanto en el frío y la
nieve del invierno como en el calor tórrido de los trópicos, esta
noche es Noche Santa para todos. Esperado por mucho tiempo, irrumpe
por fin el resplandor del nuevo Día. ¡El Mesías ha nacido, el Enmanuel,
Dios con nosotros! Ha nacido Aquel que fue preanunciado por los
profetas e invocado constantemente por cuantos «habitaban en tierras
de sombras». En el silencio y la oscuridad de la noche, la luz se hace
palabra y mensaje de esperanza. Pero, ¿no contrasta quizás esta
certeza de fe con la realidad histórica en que vivimos? Si escuchamos
las tristes noticias de las crónicas, estas palabras de luz y
esperanza parecen hablar de ensueños. Pero aquí reside precisamente el
reto de la fe, que convierte este anuncio en consolador y, al mismo
tiempo, exigente. La fe nos hace sentirnos rodeados por el tierno amor
de Dios, a la vez que nos compromete en el amor efectivo a Dios y a
los hermanos.
3. «Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos
los hombres» (Tt 2, 11). En esta Navidad, nuestros corazones están
preocupados e inquietos por la persistencia en muchas regiones del
mundo de la guerra, de tensiones sociales y de la penuria en que se
encuentran muchos seres humanos. Todo buscamos una respuesta que nos
tranquilice. El texto de la Carta a Tito que acabamos de escuchar nos
recuerda cómo el nacimiento del Hijo unigénito del Padre «trae la
salvación» a todos los rincones del planeta y a cada momento de la
historia. Nace para todo hombre y mujer el Niño llamado «Maravilla de
Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz» (Is 9,
5). Él tiene la respuesta que puede disipar nuestros miedos y dar
nuevo vigor a nuestras esperanzas. Sí, en esta noche evocadora de
recuerdos santos, se hace más firme nuestra confianza en el poder
redentor de la Palabra hecha carne. Cuando parecen prevalecer las
tinieblas y el mal, Cristo nos repite: ¡no temáis! Con su venida al
mundo, Él ha derrotado el poder del mal, nos ha liberado de la
esclavitud de la muerte y nos ha readmitido al convite de la vida. Nos
toca a nosotros recurrir a la fuerza de su amor victorioso, haciendo
nuestra su lógica de servicio y humildad. Cada uno de nosotros está
llamado a vencer con Él «el misterio de la iniquidad», haciéndose
testigo de la solidaridad y constructor de la paz. Vayamos, pues, a la
gruta de Belén para encontrarlo, pero también para encontrar, en Él, a
todos los niños del mundo, a todo hermano lacerado en el cuerpo u
oprimido en el espíritu.
4. Los pastores «se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo
que habían visto y oído; todo como les habían dicho» (Lc 2, 17). Al
igual que los pastores, también nosotros hemos de sentir en esta noche
extraordinaria el deseo de comunicar a los demás la alegría del
encuentro con este «Niño envuelto en pañales» , en el cual se revela
el poder salvador del Omnipotente. No podemos limitarnos a contemplar
extasiados al Mesías que yace en el pesebre, olvidando el compromiso
de ser sus testigos. Hemos de volver de prisa a nuestro camino.
Debemos volver gozosos de la gruta de Belén para contar por doquier el
prodigio del que hemos sido testigos. ¡Hemos encontrado la luz y la
vida! En Él se nos ha dado el amor.
5. «Un Niño nos ha nacido...» (Is 9,5). Te acogemos con alegría,
Omnipotente Dios del cielo y de la tierra, que por amor te has hecho
Niño «en Judea, en la ciudad de David, que se llama Belén» (cf. Lc 2,
4). Te acogemos agradecidos, nueva Luz que surges en la noche del
mundo. Te acogemos como a nuestro hermano, «Príncipe de la paz» , que
has hecho «de los dos pueblos una sola cosa» (Ef 2, 14). Cólmanos de
tus dones, Tú que no has desdeñado comenzar la vida humana como
nosotros. Haz que seamos hijos de Dios, Tú que por nosotros has
querido hacerte hijo del hombre (cf. S. Agustín, Sermón 184). Tú,
«Maravilla de Consejero», promesa segura de paz; Tú, presencia eficaz
del «Dios poderoso»; Tú, nuestro único Dios, que yaces pobre y humilde
en la sombra del pesebre, acógenos al lado de tu cuna. ¡Venid, pueblos
de la tierra y abridle las puertas de vuestra historia! Venid a adorar
al Hijo de la Virgen María, que ha venido entre nosotros en esta noche
preparada por siglos. Noche de alegría y de luz. ¡Venite, adoremus!
-Traducción
del original italiano distribuida por la Sala de Prensa de la Santa
Sede.