MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
PARA LA CUARESMA 2004
Queridos hermanos y hermanas:
1. Con el sugestivo rito de la imposición de la Ceniza, inicia el tiempo
de la Cuaresma, durante el cual la liturgia renueva en los creyentes el
llamamiento a una conversión radical, confiando en la misericordia
divina.
El tema de este año - “El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a
mí me recibe” (Mt 18, 5) - ofrece la oportunidad de reflexionar sobre la
condición de los niños, que también hoy en día el Señor llama a estar a
su lado y los presenta como ejemplo a todos aquellos que quieren ser sus
discípulos. Las palabras de Jesús son una exhortación a examinar cómo
son tratados los niños en nuestras familias, en la sociedad civil y en
la Iglesia. Asimismo, son un estímulo para descubrir la sencillez y la
confianza que el creyente debe desarrollar, imitando al Hijo de Dios, el
cual ha compartido la misma suerte de los pequeños y de los pobres. A
este propósito, Santa Clara de Asís solía decir que Jesús, “pobre fue
acostado en un pesebre, pobre vivió en el siglo y desnudo permaneció en
el patíbulo” (Testamento, Fuentes Franciscanas, n. 2841).
Jesús amó a los niños y fueron sus predilectos “por su sencillez, su
alegría de vivir, su espontaneidad y su fe llena de asombro” (Ángelus,
18.12.1994). Ésta es la razón por la cual el Señor quiere que la
comunidad les abra el corazón y los acoja como si fueran Él mismo: “El
que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe” (Mt 18,5).
Junto a los niños, el Señor sitúa a los “hermanos más pequeños”, esto
es, los pobres, los necesitados, los hambrientos y sedientos, los
forasteros, los desnudos, los enfermos y los encarcelados. Acogerlos y
amarlos, o bien tratarlos con indiferencia y rechazarlos, es como si se
hiciera lo mismo con Él, ya que Él se hace presente de manera singular
en ellos.
2. El Evangelio narra la infancia de Jesús en la humilde casa de
Nazareth, en la que, sujeto a sus padres, “progresaba en sabiduría, en
estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52). Al hacerse
niño, quiso compartir la experiencia humana. “Se despojó de sí mismo –
escribe el Apóstol San Pablo –, tomando condición de siervo haciéndose
semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se
humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp
2,7-8). Cuando a la edad de doce años se quedó en el templo de
Jerusalén, mientras sus padres le buscaban angustiados, les dijo: “¿Por
qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi
Padre?” (Lc 2,49). Ciertamente, toda su existencia estuvo marcada por
una fiel y filial sumisión al Padre celestial. “Mi alimento – decía – es
hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn
4,34).
En los años de su vida pública, repitió con insistencia que solamente
aquellos que se hubiesen hecho como niños podrían entrar en el Reino de
los Cielos (cf. Mt 18,3; Mc 10,15; Lc 18,17; Jn 3,3). En sus palabras,
el niño se convierte en la imagen elocuente del discípulo llamado a
seguir al Maestro divino con la docilidad de un niño: “Así pues, quien
se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los
Cielos” (Mt 18,4).
“Convertirse” en pequeños y “acoger” a los pequeños son dos aspectos de
una única enseñanza, que el Señor renueva a sus discípulos en nuestro
tiempo. Sólo aquél que se hace “pequeño” es capaz de acoger con amor a
los hermanos más “pequeños”.
3. Muchos son los creyentes que buscan seguir con fidelidad estas
enseñanzas del Señor. Quisiera recordar a los padres que no dudan en
tener una familia numerosa, a las madres y padres que en vez de
considerar prioritaria la búsqueda del éxito profesional y la carrera,
se preocupan por transmitir a los hijos aquellos valores humanos y
religiosos que dan el verdadero sentido a la existencia.
Pienso con grata admiración en todos los que se hacen cargo de la
formación de la infancia en dificultad, y alivian los sufrimientos de
los niños y de sus familiares causados por los conflictos y la
violencia, por la falta de alimentos y de agua, por la emigración
forzada y por tantas injusticias existentes en el mundo.
Junto a toda esta generosidad, debemos señalar también el egoísmo de
quienes no “acogen” a los niños. Hay menores profundamente heridos por
la violencia de los adultos: abusos sexuales, instigación a la
prostitución, al tráfico y uso de drogas, niños obligados a trabajar,
enrolados para combatir, inocentes marcados para siempre por la
disgregación familiar, niños pequeños víctimas del infame tráfico de
órganos y personas. ¿Y qué decir de la tragedia del SIDA, con sus
terribles repercusiones en África? De hecho, se habla de millones de
personas azotadas por este flagelo, y de éstas, tantísimas contagiadas
desde el nacimiento. La humanidad no puede cerrar los ojos ante un drama
tan alarmante.
4. ¿Qué mal han cometido estos niños para merecer tanta desdicha? Desde
una perspectiva humana no es sencillo, es más, resulta imposible
responder a esta pregunta inquietante. Solamente la fe nos ayuda a
penetrar en este profundo abismo de dolor.
Haciéndose “obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2,8), Jesús
ha asumido el sufrimiento humano y lo ha iluminado con la luz
esplendorosa de la resurrección. Con su muerte, ha vencido para siempre
la muerte.
Durante la Cuaresma nos preparamos a revivir el Misterio Pascual, que
inunda de esperanza toda nuestra vida, incluso en sus aspectos más
complejos y dolorosos. La Semana Santa nos presentará nuevamente este
misterio de la salvación a través de los sugestivos ritos del Triduo
Pascual.
Queridos hermanos y hermanas, iniciemos con confianza el itinerario
cuaresmal, animados por una más intensa oración, penitencia y atención a
los necesitados. Que la Cuaresma sea ocasión útil para dedicar mayores
cuidados a los niños en el propio ambiente familiar y social: ellos son
el futuro de la humanidad.
5. Con la sencillez típica de los niños nos dirigimos a Dios llamándolo,
como Jesús nos ha enseñado, “Abbá”, Padre, en la oración del
Padrenuestro.
¡Padre nuestro! Repitamos con frecuencia a lo largo de la Cuaresma esta
oración; repitámosla con profunda devoción. Llamando a Dios Padre
nuestro, nos daremos cuenta de que somos hijos suyos y nos sentiremos
hermanos entre nosotros. De esta manera, nos resultará más fácil abrir
el corazón a los pequeños, siguiendo la invitación de Jesús: “El que
reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe” (Mt 18,5).
Con estos deseos, invoco sobre cada uno de vosotros la bendición de Dios
por intercesión de María, Madre del Verbo de Dios hecho hombre y Madre
de toda la humanidad.
Vaticano, 8 de diciembre de 2003
JOANNES PAULUS PP II