Cuaresma, 2003
«Hay mayor felicidad en dar que en recibir»
Juan Pablo II
Queridos hermanos y hermanas:
1. La Cuaresma, tiempo «fuerte» de oración, ayuno y atención a los
necesitados, ofrece a todo cristiano la posibilidad de prepararse a la
Pascua haciendo un serio discernimiento de la propia vida,
confrontándose de manera especial con la Palabra de Dios, que ilumina el
itinerario cotidiano de los creyentes.
Este año, como guía para la reflexión cuaresmal, quisiera proponer
aquella frase de los Hechos de los Apóstoles: «Hay mayor felicidad en
dar que en recibir» (20,35). No se trata de un simple llamamiento moral,
ni de un mandato que llega al hombre desde fuera. La inclinación a dar
está radicada en lo más hondo del corazón humano: toda persona siente el
deseo de ponerse en contacto con los otros, y se realiza plenamente
cuando se da libremente a los demás.
2. Nuestra época está influenciada, lamentablemente, por una mentalidad
particularmente sensible a las tentaciones del egoísmo, siempre
dispuesto a resurgir en el ánimo humano. Tanto en el ámbito social, como
en el de los medios de comunicación, la persona está a menudo acosada
por mensajes que insistente, abierta o solapadamente, exaltan la cultura
de lo efímero y lo hedonístico. Aun cuando no falta una atención a los
otros en las calamidades ambientales, las guerras u otras emergencias,
generalmente no es fácil desarrollar una cultura de la solidaridad. El
espíritu del mundo altera la tendencia interior a darse a los demás
desinteresadamente, e impulsa a satisfacer los propios intereses
particulares. Se incentiva cada vez más el deseo de acumular bienes. Sin
duda, es natural y justo que cada uno, a través del empleo de sus
cualidades personales y del propio trabajo, se esfuerce por conseguir
aquello que necesita para vivir, pero el afán desmedido de posesión
impide a la criatura humana abrirse al Creador y a sus semejantes. ¡Cómo
son válidas en toda época las palabras de Pablo a Timoteo: «el afán de
dinero es, en efecto, la raíz de todos los males, y algunos, por dejarse
llevar de él, se extraviaron en la fe y se atormentaron con muchos
dolores», (1 Timoteo 6, 10).
La explotación del hombre, la indiferencia por el sufrimiento ajeno, la
violación de las normas morales, son sólo algunos de los frutos del
ansia de lucro. Frente al triste espectáculo de la pobreza permanente
que afecta a gran parte de la población mundial, ¿cómo no reconocer que
la búsqueda de ganancias a toda costa y la falta de una activa y
responsable atención al bien común llevan a concentrar en manos de unos
pocos gran cantidad de recursos, mientras que el resto de la humanidad
sufre la miseria y el abandono?
Apelando a los creyentes y a todos los hombres de buena voluntad,
quisiera reafirmar un principio en sí mismo obvio aunque frecuentemente
incumplido: es necesario buscar no el bien de un círculo privilegiado de
pocos, sino la mejoría de las condiciones de vida de todos. Sólo sobre
este fundamento se podrá construir un orden internacional realmente
marcado por la justicia y solidaridad, como es deseo de todos.
3. «Hay mayor felicidad en dar que en recibir». El creyente experimenta
una profunda satisfacción siguiendo la llamada interior de darse a los
otros sin esperar nada.
El esfuerzo del cristiano por promover la justicia, su compromiso de
defender a los más débiles, su acción humanitaria para procurar el pan a
quién carece de él, por curar a los enfermos y prestar ayuda en las
diversas emergencias y necesidades, se alimenta del particular e
inagotable tesoro de amor que es la entrega total de Jesús al Padre. El
creyente se siente impulsado a seguir las huellas de Cristo, verdadero
Dios y verdadero hombre que, en la perfecta adhesión a la voluntad del
Padre, se despojó y humilló a sí mismo, (cf. Filipenses 2,6 ss),
entregándose a nosotros con un amor desinteresado y total, hasta morir
en la cruz. Desde el Calvario se difunde de modo elocuente el mensaje
del amor trinitario a los seres humanos de toda época y lugar.
San Agustín observa que sólo Dios, el Sumo Bien, es capaz de vencer las
miserias del mundo. Por tanto, de la misericordia y el amor al prójimo
debe brotar una relación viva con Dios y hacer constante referencia a
Él, ya que nuestra alegría reside en estar cerca de Cristo (cf. «De
civitate Dei», Lib. 10, cap. 6; CCL 39, 1351 ss).
4. El Hijo de Dios nos ha amado primero, «siendo nosotros todavía
pecadores», (Romanos 5, 8), sin pretender nada, sin imponernos ninguna
condición a priori. Frente a esta constatación, ¿cómo no ver en la
Cuaresma la ocasión propicia para hacer opciones decididas de altruismo
y generosidad? Como medios para combatir el desmedido apego al dinero,
este tiempo propone la práctica eficaz del ayuno y la limosna. Privarse
no sólo de lo superfluo, sino también de algo más, para distribuirlo a
quien vive en necesidad, contribuye a la negación de sí mismo, sin la
cual no hay auténtica praxis de vida cristiana. Nutriéndose con una
oración incesante, el bautizado demuestra, además, la prioridad efectiva
que Dios tiene en la propia vida.
Es el amor de Dios infundido en nuestros corazones el que tiene que
inspirar y transformar nuestro ser y nuestro obrar. El cristiano no debe
hacerse la ilusión de buscar el verdadero bien de los hermanos, si no
vive la caridad de Cristo. Aunque lograra mejorar factores sociales o
políticos importantes, cualquier resultado sería efímero sin la caridad.
La misma posibilidad de darse a los demás es un don y procede de la
gracia de Dios. Cómo san Pablo enseña, «Dios es quien obra en vosotros
el querer y el obrar, como bien le parece» (Filipenses 2, 13).
5. Al hombre de hoy, a menudo insatisfecho por una existencia vacía y
fugaz, y en búsqueda de la alegría y el amor auténticos, Cristo le
propone su propio ejemplo, invitándolo a seguirlo. Pide a quién le
escucha que desgaste su vida por los hermanos. De tal dedicación surge
la realización plena de sí mismo y el gozo, como lo demuestra el ejemplo
elocuente de aquellos hombres y mujeres que, dejando sus seguridades, no
han titubeado en poner en juego la propia vida como misioneros en muchas
partes del mundo. Lo atestigua la decisión de aquellos jóvenes que,
animados por la fe, han abrazado la vocación sacerdotal o religiosa para
ponerse al servicio de la «salvación de Dios». Lo verifica el creciente
número de voluntarios, que con inmediata disponibilidad se dedican a los
pobres, a los ancianos, a los enfermos y a cuantos viven en situación de
necesidad.
Recientemente se ha asistido a una loable competición de solidaridad con
las víctimas de los aluviones en Europa, del terremoto en América Latina
y en Italia, de las epidemias en África, de las erupciones volcánicas en
Filipinas, sin olvidar otras zonas del mundo ensangrentadas por el odio
o la guerra.
En estas circunstancias los medios de comunicación social desarrollan un
significativo servicio, haciendo más directa la participación y más viva
la disponibilidad para ayudar a quién se encuentra en el sufrimiento y
la dificultad. A veces no es el imperativo cristiano del amor lo que
motiva la intervención en favor de los demás, sino una compasión
natural. Pero quien asiste al necesitado goza siempre de la benevolencia
de Dios. En los Hechos de los Apóstoles se lee que la discípula Tabita
se salvó porque hizo bien al prójimo (cf. 9,36 ss). El centurión
Cornelio alcanzó la vida eterna por su generosidad (cf. ibíd 10,1-31).
Para los «alejados», el servicio a los pobres puede ser un camino
providencial para encontrarse con Cristo, porque el Señor recompensa con
creces cada don hecho al prójimo (cf. Mateo 25, 40).
Deseo de corazón que la Cuaresma sea para los creyentes un período
propicio para difundir y testimoniar el Evangelio de la caridad en todo
lugar, ya que la vocación a la caridad representa el corazón de toda
auténtica evangelización. Para ello invoco la intercesión de María,
Madre de la Iglesia. Que Ella nos acompañe en el itinerario cuaresmal.
Con estos sentimientos bendigo a todos con afecto.
Vaticano, 7 de enero de 2003
JOANNES PAULUS II