Mensaje
del Santo Padre Juan Pablo II para
LA CUARESMA 2002
Queridos hermanos y hermanas,
1. Nos disponemos a recorrer de nuevo el camino cuaresmal, que nos
conducirá a las solemnes celebraciones del misterio central de la fe,
el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Nos
preparamos para vivir el tiempo apropiado que la Iglesia ofrece a los
creyentes para meditar sobre la obra de la salvación realizada por el
Señor en la Cruz. El designio salvífico del Padre celeste se ha
cumplido en la entrega libre y total del Hijo unigénito a los hombres.
«Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente», dice Jesús (cf.Jn
10, 18), resaltando que Él sacrifica su propia vida, de manera
voluntaria, por la salvación del mundo. Como confirmación de don tan
grande de amor, el Redentor añade: «Nadie tiene mayor amor que el que
da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13).
La Cuaresma, que es una ocasión providencial de conversión, nos ayuda
a contemplar este estupendo misterio de amor. Es como un retorno a las
raíces de la fe, porque meditando sobre el don de gracia
inconmensurable que es la Redención, nos damos cuenta de que todo ha
sido dado por amorosa iniciativa divina. Precisamente para meditar
sobre este aspecto del misterio salvífico, he elegido como tema del
Mensaje cuaresmal de este año las palabras del Señor: «Gratis lo
recibisteis; dadlo gratis» (Mt 10, 8).
2. Dios nos ha dado libremente a su Hijo: ¿quién ha podido o puede
merecer un privilegio semejante? San Pablo dice: «todos pecaron y
están privados de la gloria de Dios y son justificados por el don de
su gracia» (Rm 3, 23-24). Dios nos ha amado con infinita misericordia,
sin detenerse ante la condición de grave ruptura ocasionada por el
pecado en la persona humana. Se ha inclinado con benevolencia sobre
nuestra enfermedad, haciendo de ella la ocasión para una nueva y más
maravillosa efusión de su amor. La Iglesia no deja de proclamar este
misterio de infinita bondad, exaltando la libre elección divina y su
deseo no de condenar, sino de admitir de nuevo al hombre a la comunión
consigo.
«Gratis lo recibisteis; dadlo gratis». Que estas palabras del
Evangelio resuenen en el corazón de toda comunidad cristiana en la
peregrinación penitencial hacia la Pascua. Que la Cuaresma, llamando
la atención sobre el misterio de la muerte y resurrección de Dios,
lleve a todo cristiano a asombrarse profundamente ante la grandeza de
semejante don. ¡Sí! Gratis hemos recibido. ¿Acaso no está toda nuestra
existencia marcada por la benevolencia de Dios? Es un don el florecer
de la vida y su prodigioso desarrollo. Precisamente por ser un don, la
existencia no puede ser considerada una posesión o una propiedad
privada, por más que las posibilidades que hoy tenemos de mejorar la
calidad de vida podrían hacernos pensar que el hombre es su «dueño».
Efectivamente, las conquistas de la medicina y la biotecnología pueden
en ocasiones inducir al hombre a creerse creador de sí mismo y a caer
en la tentación de manipular «el árbol de la vida» (Gn 3, 24).
Conviene recordar también a este propósito que no todo lo que es
técnicamente posible es también moralmente lícito. Aunque resulte
admirable el esfuerzo de la ciencia para asegurar una calidad de vida
más conforme a la dignidad del hombre, eso nunca debe hacer olvidar
que la vida humana es un don, y que sigue teniendo valor aún cuando
esté sometida a sufrimientos o limitaciones. Es un don que hay que
acoger siempre: recibido gratis y puesto gratuitamente al servicio de
los demás.
3. La Cuaresma, proponiendo de nuevo el ejemplo de Cristo que se
inmola por nosotros en el Calvario, nos ayuda de manera especial a
entender que la vida ha sido redimida en Él. Por medio del Espíritu
Santo, Él renueva nuestra vida y nos hace partícipes de esa misma vida
divina que nos introduce en la intimidad de Dios y nos hace
experimentar su amor por nosotros. Se trata de un regalo sublime, que
el cristiano no puede dejar de proclamar con alegría. San Juan escribe
en su Evangelio: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el
único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3).
Esta vida, que se nos ha comunicado con el Bautismo, hemos de
alimentarla continuamente con una respuesta fiel, individual y
comunitaria, mediante la oración, la celebración de los Sacramentos y
el testimonio evangélico.
En efecto, habiendo recibido gratis la vida, debemos, por nuestra
parte, darla a los hermanos de manera gratuita. Así lo pide Jesús a
los discípulos, al enviarles como testigos suyos en el mundo: «Gratis
lo recibisteis; dadlo gratis». Y el primer don que hemos de dar es el
de una vida santa, que dé testimonio del amor gratuito de Dios. Que el
itinerario cuaresmal sea para todos los creyentes una llamada
constante a profundizar en esta peculiar vocación nuestra. Como
creyentes, hemos de abrirnos a una existencia que se distinga por la
«gratuidad», entregándonos a nosotros mismos, sin reservas, a Dios y
al próximo.
4. «¿Qué tienes --advierte san Pablo-- que no lo hayas recibido?(1 Co
4, 7). Amar a los hermanos, dedicarse a ellos, es una exigencia que
proviene de esta constatación. Cuanto mayor es la necesidad de los
demás, más urgente es para el creyente la tarea de serviles. ¿Acaso no
permite Dios que haya condiciones de necesidad para que, ayudando a
los demás, aprendamos a liberarnos de nuestro egoísmo y a vivir el
auténtico amor evangélico? Las palabras de Jesús son muy claras: «si
amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso
mismo también los publicanos?» (Mt 5, 46). El mundo valora las
relaciones con los demás en función del interés y del provecho propio,
dando lugar a una visión egocéntrica de la existencia, en la que
demasiado a menudo no queda lugar para los pobres y los débiles. Por
el contrario, toda persona, incluso la menos dotada, ha de ser acogida
y amada por sí misma, más allá de sus cualidades y defectos. Más aún,
cuanto mayor es la dificultad en que se encuentra, más ha de ser
objeto de nuestro amor concreto. Éste es el amor del que la Iglesia da
testimonio a través de innumerables instituciones, haciéndose cargo de
enfermos, marginados, pobres y oprimidos. De este modo, los cristianos
se convierten en apóstoles de esperanza y constructores de la
civilización del amor.
Es muy significativo que Jesús pronuncie las palabras: «Gratis lo
recibisteis; dadlo gratis», precisamente antes de enviar a los
apóstoles a difundir el Evangelio de la salvación, el primero y
principal don que Él ha dado a la humanidad. Él quiere que su Reino,
ya cercano (cf. Mt 10, 5ss), se propague mediante gestos de amor
gratuito por parte de sus discípulos. Así hicieron los apóstoles en el
comienzo del cristianismo, y quienes los encontraban, los reconocían
como portadores de un mensaje más grande de ellos mismos. Como
entonces, también hoy el bien realizado por los creyentes se convierte
en un signo y, con frecuencia, en una invitación a creer. Incluso
cuando el cristiano se hace cargo de las necesidades del prójimo, como
en el caso del buen samaritano, nunca se trata de una ayuda meramente
material. Es también anuncio del Reino, que comunica el pleno sentido
de la vida, de la esperanza, del amor.
5. ¡Queridos hermanos y hermanas! Que sea éste el estilo con el que
nos preparamos a vivir la Cuaresma: la generosidad efectiva hacia los
hermanos más pobres. Abriéndoles el corazón, nos hacemos cada vez más
conscientes de que nuestra entrega a los demás es una respuesta a los
numerosos dones que Dios continúa haciéndonos. Gratis lo hemos
recibido, ¡démoslo gratis!
¿Qué momento más oportuno que el tiempo de Cuaresma para dar este
testimonio de gratuidad que tanto necesita el mundo? El mismo amor que
Dios nos tiene lleva en sí mismo la llamada a darnos, por nuestra
parte, gratuitamente a los otros. Doy las gracias a todos los que
--laicos, religiosos, sacerdotes-- dan este testimonio de caridad en
cada rincón del mundo. Que sea así para cada cristiano, en cualquier
situación en que se encuentre.
Que María, la Virgen y Madre del buen Amor y de la Esperanza, sea guía
y sustento en este itinerario cuaresmal. Aseguro a todos, con afecto,
mis oraciones, a la vez que les imparto complacido, especialmente a
los que trabajan cotidianamente en las múltiples fronteras de la
caridad, una especial Bendición Apostólica.
Vaticano, 4 de octubre de 2001, fiesta de San Francisco de Asís.
JOANNES PAULUS II