Retiro
Cuaresmal al Papa y a la Curia,
Padre Raniero Cantalamessa O.F.M.Cap.,
predicador de la Casa Pontificia
2006 (ZENIT.org)
«Jesús en Getsemaní»
«Con lo que
padeció aprendió la obediencia»
«Las rocas se
resquebrajaron»
«Dios demuestra su amor por nosotros»
Recogiendo la invitación de la Primera Carta de
Pedro, «Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que
sigáis sus huellas» (1 P 2, 21), el predicador de la Casa Pontificia
ha iniciado, con esta meditación sobre la oración de Jesús en
Getsemaní, una serie de reflexiones sobre algunos aspectos de la
Pasión de Cristo –abordará la obediencia hasta la muerte, el dolor y
el amor del Crucificado— «en espíritu de conmovida gratitud y
voluntad de imitación».
«Preso de la angustia, oraba más intensamente» (Lc 22, 44)
Jesús en Getsemaní
1. Bautizados en su muerte
En las meditaciones de Adviento procuré sacar a la luz la necesidad
que tenemos, en el momento actual, de redescubrir el kerygma,
esto es, ese núcleo original del mensaje cristiano en presencia del
cual florece normalmente el acto de fe. De este núcleo, la Pasión y
muerte de Cristo representa su elemento fundamental.
Desde el punto de vista objetivo o de la fe, es la resurrección, no
la muerte de Cristo, el elemento calificador: «No es gran cosa creer
que Jesús ha muerto, escribe San Agustín; esto lo creen también los
paganos y los réprobos; todos lo creen. Pero lo verdaderamente
grande es creer que él ha resucitado. La fe de los cristianos es la
resurrección de Cristo» [1]. Pero desde el punto de vista subjetivo
o de la vida, es la pasión, no la resurrección, el elemento para
nosotros más importante: «De las tres cosas que constituyen el
sacratísimo triduo – crucifixión, sepultura y resurrección del Señor
-, nosotros, escribe también San Agustín, realizamos en la vida
presente el significado de la crucifixión, mientras tenemos por fe y
esperanza lo que significan la sepultura y la resurrección» [2].
Se ha escrito que los Evangelios son «relatos de la Pasión
precedidos de una larga introducción» (M. Kahler). Pero
lamentablemente ésta, que es la parte más importante de los
Evangelios, es también la menos valorada en el curso del año
litúrgico, pues se lee una sola vez al año, en Semana Santa, cuando
por la duración de los ritos, es además imposible detenerse a
explicarla y comentarla. En un tiempo la predicación sobre la Pasión
ocupaba un lugar de honor en toda misión popular; hoy, que estas
ocasiones han pasado a ser raras, muchos cristianos llegan al final
de su vida sin haber subido jamás al Calvario...
Con nuestras reflexiones cuaresmales nos proponemos colmar, al menos
en pequeña medida, esta laguna. Queremos estar un poco con Jesús en
Getsemaní y en el Calvario para llegar preparados a la Pascua. Está
escrito que en Jerusalén había una piscina milagrosa y el primero
que se zambullía en ella, cuando sus aguas se agitaban, era sanado.
Nosotros debemos arrojarnos ahora, en espíritu, en esta piscina, o
en este océano, que es la pasión de Cristo.
En el bautismo hemos sido «bautizados en su muerte», «con él
sepultados» (Rm 6, 3 s): aquello que sucedió una vez místicamente en
el sacramento, debe realizarse existencialmente en la vida. Debemos
darnos un baño saludable en la pasión para ser renovados por ella,
revigorizados, transformados. «Me sepulté en la pasión de Cristo,
escribe la Beata Angela de Foligno, y se me dio la esperanza de que
en ella encontraría mi liberación» [3].
2. Getsemaní, un hecho histórico
Nuestro viaje a través de la Pasión empieza, como el de Jesús, desde
Getsemaní. La agonía de Jesús en el Huerto de los Olivos es un hecho
afirmado, en los Evangelios, sobre cuatro columnas, esto es, por los
cuatro evangelistas. Juan, en efecto, también habla de ello, a su
manera, cuando pone en boca de Jesús las palabras: «Ahora mi alma
está turbada» (que recuerdan «mi alma está triste», de los
sinópticos) y las palabras: «¡Padre, líbrame de esta hora!» (que
recuerdan el «aparta de mí este cáliz», de los sinópticos) (Jn 12,
27 s.). También hay un eco de ello, como veremos, en la Carta a los
Hebreos.
Es algo completamente extraordinario que un hecho tan poco
«apologético» haya encontrado un puesto tan relevante en la
tradición. Sólo un acontecimiento histórico, fuertemente afirmado,
explica la relevancia dada a este momento de la vida de Jesús. Cada
uno de los evangelistas dio al episodio una coloración diferente
según su propia sensibilidad y las necesidades de la comunidad para
la que escribía. Pero no añadieron nada verdaderamente «ajeno» al
hecho; más bien cada uno sacó a la luz algunas de las infinitas
implicaciones espirituales del hecho. No hicieron, como se dice hoy,
eis-egesis, sino ex-egesis.
Las que, según la letra, son, en los Evangelios, afirmaciones
contrastantes y excluyentes recíprocamente, no lo son según el
Espíritu. Si está ausente una coherencia exterior y material, no
falta en cambio una profunda concordia. Los Evangelios son cuatro
ramas de un árbol, separadas en la copa, pero unidas en el tronco
(la tradición común oral de la Iglesia) y, a través de él, en la
raíz, que es el Jesús histórico. La incapacidad de muchos estudiosos
de la Biblia de ver las cosas a esta luz depende, en mi opinión, de
la ignorancia respecto a lo que sucede en los fenómenos espirituales
y místicos. Son dos mundos regidos por leyes distintas. Es como si
uno quisiera explorar los cuerpos celestes con los instrumentos de
exploración submarina.
Un eminente exégeta católico, Raymond Brown, quien supo conjugar de
forma ejemplar rigor científico y sensibilidad espiritual en el
estudio de la Biblia, resume así el contenido del episodio inicial
de la Pasión:
«Jesús que se separa de sus discípulos, la angustia de su alma al
rogar que el cáliz se apartara de él, la amorosa respuesta del Padre
que envía un ángel para sostenerle, la soledad del Maestro que tres
veces encuentra a sus discípulos dormidos en lugar de orar con él,
el valor expresado en la resolución final de ir al encuentro del
traidor: tomada de los diversos evangelios esta combinación de dolor
humano, apoyo divino y ofrecimiento solitario de sí ha contribuido
mucho a hacer que los creyentes en Jesús le amen, convirtiéndose en
objeto de arte de meditación» [4].
El núcleo originario en torno al cual se desarrolló toda la escena
de Getsemaní parece haber sido el de la oración de Jesús. El
recuerdo de una lucha de Jesús en la oración ante la inminencia de
su Pasión hunde sus raíces en una tradición antiquísima, de la que
dependen tanto Marcos como las otras fuentes [5], y es en este
aspecto sobre el que deseamos reflexionar en la presente meditación.
Los gestos que él hace son los de una persona que se debate en una
angustia mortal: «caía en tierra», se levanta para ir donde sus
discípulos, vuelve a arrodillarse, después se alza de nuevo... suda
como gotas de sangre (Lc 22, 44). De sus labios sale la súplica: «¡Abbá,
Padre!; todo es posible para ti; aparta de mi este cáliz» (Mc 14,
36). La «violencia» de la oración de Jesús en la inminencia de su
muerte destaca sobre todo en la Carta a los Hebreos, en la que se
dice que Cristo, «en los días de su vida mortal, ofreció ruegos y
súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la
muerte» (Hb 5, 7).
Jesús está solo, ante la perspectiva de un dolor enorme que está a
punto de caer sobre él. La «hora» esperada y temida del combate
final con las fuerzas del mal, de la gran prueba (peirasmos),
ha llegado. Pero la causa de su angustia es más profunda aún: él se
siente cargado de todo el mal y las indignidades del mundo. Él no ha
cometido este mal, pero es lo mismo, porque lo ha asumido
libremente: «Él llevó nuestros pecados en su cuerpo» (1 P 2, 24),
esto es (según el sentido que esta palabra tiene en la Biblia), en
su propia persona, alma, cuerpo y corazón a la vez. Jesús es el
hombre «hecho pecado», dice San Pablo (2 Co 5, 21).
3. Dos formas distintas de luchar con Dios
Para quitar todo pretexto a la herejía arriana, algunos antiguos
Padres explicaron el episodio de Getsemaní en clave pedagógica con
la idea de la «concesión» (dispensatio): Jesús no experimentó
verdaderamente angustia y pavor, sólo quiso enseñarnos cómo vencer
con la oración nuestras resistencias humanas. En Getsemaní, escribe
San Hilario de Poitiers, «Cristo no está triste por sí y no ruega
por sí, sino por aquellos a quienes advierte de que oren con
atención, para que no se cierna sobre ellos el cáliz de la pasión»
[6].
Después de Calcedonia y, sobre todo, tras la superación de la
herejía monotelita, ya no se siente la necesidad de recurrir a esta
explicación. Jesús en Getsemaní no reza sólo para exhortarnos a
nosotros a que lo hagamos. Ora porque, siendo verdadero hombre, «en
todo semejante a nosotros, menos en el pecado», experimenta nuestra
misma lucha frente a lo que repugna a la naturaleza humana [7].
Pero aunque Getsemaní no se explique entonces sólo con la intención
pedagógica, es cierto que tal preocupación estaba presente en la
mente de los evangelistas que nos transmitieron el episodio, y es
importante para nosotros recogerla. No se puede separar, en los
Evangelios, la narración del hecho del llamamiento a la imitación.
«Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus
huellas», dice la Carta de Pedro (1 P 2, 21).
La palabra «agonía» dicha de Jesús en Getsemaní (Lc 22, 44) hay que
entenderla en el sentido originario de lucha, más que en el actual
de agonía. Llega el tiempo en que la oración se transforma en
combate, fatiga, agonía. No hablo, en este momento, de la lucha
contra las distracciones, o sea, de la lucha con nosotros mismos;
hablo de la lucha con Dios. Esto ocurre cuando Dios te pide algo que
tu naturaleza no está lista para darle y cuando la acción de Dios se
hace incomprensible y desconcertante.
La Biblia presenta otro caso de lucha con Dios en la oración y es
muy instructivo comparar entre sí los dos episodios. Se trata del
combate de Jacob con Dios (Gn 32, 23-33). También el escenario es
muy parecido. El combate de Jacob se desarrolla de noche, al otro
lado de un vado –el de Yabboq--, e igualmente el de Jesús tiene
lugar de noche, al otro lado del torrente Cedrón. Jacob aleja de sí
a esclavos, esposas e hijos; para quedarse solo, Jesús se aparta
también de los últimos tres discípulos para orar.
¿Pero por qué lucha Jacob con Dios? Aquí está la gran lección que
debemos aprender. «No te suelto – dice – hasta que no me hayas
bendecido», o sea, hasta que no hagas cuanto te pido. Y aún: «Dime
tu nombre». Está convencido de que, usando el poder que da conocer
el nombre de Dios, podrá prevalecer sobre su hermano Labán, quien le
sigue. Dios le bendice, pero no le revela su nombre.
Jacob lucha por lo tanto para plegar a Dios a su voluntad; Jesús
lucha para plegar su voluntad humana a Dios. Lucha porque «el
espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mc 14, 38). Surge
espontáneamente preguntarse: ¿a quién nos parecemos nosotros, cuando
oramos en situaciones de dificultad? Nos parecemos a Jacob, al
hombre del Antiguo Testamento, cuando, en la oración, luchamos para
inducir a Dios a que cambie de decisión, más que para cambiar
nosotros mismos y aceptar su voluntad; para que nos quite esa cruz,
más que para ser capaces de llevarla con él. Nos parecemos a Jesús
si, aún entre los gemidos y la carne que suda sangre, buscamos
abandonarnos a la voluntad del Padre. Los resultados de las dos
oraciones son muy diferentes. A Jacob Dios no le da su nombre, pero
a Jesús le dará el nombre que está sobre todo nombre (Flp 2, 11).
A veces, perseverando en este tipo de oración, sucede algo extraño
que es bueno conocer para no perder una ocasión preciosa. Las partes
se invierten: Dios se convierte en quien ruega y tú en aquel a quien
se ruega. Te pones a rezar para pedir algo a Dios y, una vez en
oración, te das cuenta poco a poco de que es él, Dios, quien tiende
su mano hacia ti pidiéndote algo. Has ido a pedirle que te quite
aquel aguijón de la carne, aquella cruz, aquella prueba, que te
libre de esa función, de aquella situación, de la cercanía de
aquella persona... Y he aquí que Dios te pide precisamente que
aceptes esa cruz, esa situación, esa función, a esa persona.
Una poesía de Tagore ayuda a entender de qué se trata. Es un mendigo
quien habla y relata su experiencia. Dice más o menos así: Había
estado pidiendo de puerta en puerta por la calle de la ciudad,
cuando desde lejos apareció una carroza de oro. Era la del hijo del
Rey. Pensé: ésta es la ocasión de mi vida; y me senté abriendo bien
el saco, esperando que se me diera limosna sin tener que pedirla
siquiera; más aún, que las riquezas llovieran hasta el suelo a mi
alrededor. Pero cuál no fue mi sorpresa cuando, al llegar junto a
mí, la carroza se detuvo, el hijo del Rey descendió y extendiendo su
mano me dijo: «¿Puedes darme alguna cosa?». ¡Qué gesto el de tu
realeza, extender tu mano!... Confuso y dubitativo tomé del saco un
grano de arroz, uno solo, el más pequeño, y se lo di. Pero qué
tristeza cuando, por la tarde, rebuscando en mi saco, hallé un grano
de oro, solo uno, el más pequeño. Lloré amargamente por no haber
tenido el valor de dar todo [8].
El caso más sublime de esta inversión de las partes es precisamente
la oración de Jesús en Getsemaní. Él ruega que el Padre le aparte el
cáliz, y el Padre le pide que lo beba para la salvación del mundo.
Jesús da no una, sino todas las gotas de su sangre, y el Padre le
recompensa constituyéndole, también como hombre, Señor, de modo que
«una sola gota de esa sangre basta para salvar el mundo entero» (una
stilla salvum facere totum mundum quit ab omni scelere).
4. «Preso de la angustia, oraba más intensamente»
Estas palabras fueron escritas por el evangelista Lucas (22, 44) con
una clara intención pastoral: mostrar a la Iglesia de su tiempo,
sometida también ya a situaciones de lucha y de persecución, qué
enseñó a hacer el Maestro en tales apuros.
La vida humana está sembrada de muchas pequeñas noches de Getsemaní.
Las causas pueden ser numerosísimas y distintas: una amenaza que se
perfila para nuestra salud, una incomprensión del ambiente, la
indiferencia de quien tenemos cerca, el temor a las consecuencias de
algún error cometido. Pero puede haber causas más profundas: la
pérdida del sentido de Dios, la abrumadora conciencia del propio
pecado e indignidad, la impresión de haber perdido la fe. En
resumen, lo que los santos han llamado «la noche oscura del
espíritu».
Jesús nos enseña qué es lo primero que hay que hacer en estos casos:
recurrir a Dios con la oración. No hay que engañarse: es verdad que
Jesús, en Getsemaní, busca también la compañía de sus amigos, pero
¿por qué la busca? No para que le digan palabras buenas, para
distraerse o para que le consuelen. Pide que le acompañen en la
oración, que recen con él: «¿Con que no habéis podido velar conmigo
ni siquiera una hora? Velad y orad» (Mt 26, 40).
Es importante observar cómo empieza la oración de Jesús en Getsemaní,
en la fuente más antigua, que es Marcos: «¡Abbá, Padre!; todo es
posible para ti» (Mc 14, 36). El filósofo Kierkegaard hace al
respecto reflexiones iluminadoras. Dice: «La cuestión decisiva es
que para Dios todo es posible». El hombre cae en la verdadera
desesperación sólo cuando ya no tiene ante sí posibilidad alguna,
ninguna tarea, cuando, como se dice, no hay nada que hacer. «Cuando
uno desvanece, se manda en busca de agua de Colonia, gotas de
Hoffmann; pero cuando uno desespera, hay que decir: “Hallad una
posibilidad, ¡halladle una posibilidad!”. La posibilidad es el único
remedio; dadle una posibilidad y el desesperado recobra las ganas,
se reanima, porque si el hombre se queda sin posibilidad es como si
le faltara el aire. A veces la inventiva de una fantasía humana
puede bastar para hallar una posibilidad; pero al final, cuando se
trata de creer, sólo sirve esto: que para Dios todo es posible» [9].
Esta posibilidad siempre al alcance de la mano para un creyente es
la oración. «Orar es como respirar» [10]. ¿Y si ya se ha orado sin
éxito? ¡Orar más! Orar prolixius, con mayor insistencia. Se
podría objetar que, sin embargo, Jesús no fue escuchado, pero la
Carta a los Hebreos dice exactamente lo contrario: «Fue escuchado
por su piedad». Lucas expresa esta ayuda interior que Jesús recibió
del Padre con el detalle del ángel: «Entonces, se le apareció un
ángel venido del cielo que le confortaba» (Lc 22, 43). Pero se trata
de una prolepsis, de una anticipación. La verdadera gran escucha del
Padre fue la resurrección.
Dios, observaba Agustín, escucha aún cuando... no escucha, esto es,
cuando no obtenemos lo que estamos pidiendo. Su retraso en atender
es ya una escucha, para podernos dar más de lo que le pedimos [11].
Si a pesar de todo seguimos orando es señal de que nos está dando su
gracia. Si Jesús al final de la escena pronuncia su resuelto:
«¡Levantaos! ¡Vamos!» (Mt 26, 46), es porque el Padre le ha dado más
que «doce legiones de ángeles» para defenderle. «Le ha inspirado,
dice Santo Tomás, la voluntad de sufrir por nosotros, infundiéndole
el amor» [12].
La capacidad de orar es nuestro gran recurso. Muchos cristianos,
incluso verdaderamente comprometidos, experimentan su impotencia
ante las tentaciones y la imposibilidad de adaptarse a las altísimas
exigencias de la moral evangélica y concluyen, a veces, que no
pueden y que es imposible vivir integralmente la vida cristiana. En
cierto sentido tienen razón. Es imposible, en efecto, por sí solos,
evitar el pecado; se necesita la gracia; pero además la gracia – se
nos enseña – es gratuita y no se la puede merecer. ¿Qué hacer
entonces: desesperarse, rendirse? Dice el Concilio de Trento: «Dios,
dándote la gracia, te manda hacer lo que puedes y pedir lo que no
puedes» [13].
La diferencia entre la ley y la gracia consiste precisamente en
esto: en la ley Dios dice al hombre: «¡Haz lo que te mando!»; en la
gracia, el hombre dice a Dios: «¡Dame lo que me mandas!». La ley
manda, la gracia demanda. Una vez descubierto este secreto, Agustín,
que hasta entonces había luchado inútilmente para ser casto, cambió
de método, y más que luchar con su cuerpo empezó a luchar con Dios.
Dijo: «Oh Dios, tú me mandas que sea casto; pues bien, ¡dame lo que
mandas y mándame lo que quieras!» [14]. ¡Y sabemos que obtuvo la
castidad!
Jesús dio por adelantado a sus discípulos el medio y las palabras
para unirse a él en la prueba, el Padre Nuestro. No hay estado de
ánimo que no se refleje en el «Padre Nuestro» y que no encuentre en
él la posibilidad de traducirse en oración: el gozo, la alabanza, la
adoración, la acción de gracias, el arrepentimiento. Pero el «Padre
Nuestro» es sobre todo la oración de la hora de la prueba. Hay una
semejanza evidente entre la oración que Jesús dejó a sus discípulos
y la que él mismo elevó al Padre en Getsemaní. Él nos dejó, en
realidad, su oración.
La oración de Jesús empieza como el Padre Nuestro, con el grito: «¡Abbá,
Padre!» (Mc 14, 36), o «Padre mío» (Mt 26, 39); prosigue, como el
Padre Nuestro, pidiendo que se haga su voluntad; pide que pase de él
este cáliz, como en el Padre Nuestro pedimos ser «librados del mal»;
dice a sus discípulos que recen para no caer en tentación y nos hace
concluir el Padre Nuestro con las palabras: «No nos dejes caer en la
tentación».
¡Qué consuelo, en la hora de la prueba y de la oscuridad, saber que
el Espíritu Santo sigue en nosotros la oración de Jesús en Getsemaní,
que los «gemidos inenarrables» con que el Espíritu intercede por
nosotros, en esos momentos, llegan al Padre mezclados con los
«ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas» que el Hijo le
elevó al sobrevenirle «su hora»! (Hb 5, 7).
5. En agonía hasta el fin del mundo
Debemos recoger una última enseñanza antes de despedirnos del Jesús
de Getsemaní. San León Magno dice que «la pasión se prolonga hasta
el fin de los siglos» [15]. Le hace eco el filósofo Pascal en la
célebre meditación sobre la agonía de Jesús:
«Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo. Durante este
tiempo no hay que dormir.
Yo pensaba en ti en mi agonía: esas gotas de sangre las derramé por
ti.
¿Quieres costarme siempre sangre de mi humanidad, sin que tu
derrames una lágrima?
Yo soy más amigo tuyo que tal o cual, porque he hecho por ti más que
ellos, y ellos no sufrirían jamás lo que he sufrido por ti, nunca
morirían por ti en el momento de tu infidelidad y de tus crueldades,
como he hecho yo y estoy dispuesto a hacer en mis elegidos y en el
Santo Sacramento» [16].
Todo esto no es un simple modo de hablar o una constricción
psicológica; corresponde misteriosamente a la verdad. En el
Espíritu, Jesús está también ahora en Getsemaní, en el pretorio, en
la cruz. Y no sólo en su cuerpo místico – en quien sufre, es
apresado o asesinado –, sino, de una forma que no podemos explicar,
también en su persona. Esto es verdad no «a pesar de» su
resurrección, sino precisamente «a causa» de la resurrección que ha
hecho al Crucificado «viviente en los siglos». El Apocalipsis nos
presenta al Cordero en el cielo «de pié», o sea resucitado y vivo,
pero con los signos todavía visibles de su inmolación (Ap 5, 6).
El lugar privilegiado donde podemos encontrar a este Jesús «en
agonía hasta el fin del mundo» es la Eucaristía. Jesús la instituyó
inmediatamente antes de ir al Huerto de los Olivos para que sus
discípulos pudieran, en toda época, hacerse «contemporáneos» de su
Pasión. Si el Espíritu nos inspira el deseo de estar una hora al
lado de Jesús en Getsemaní esta Cuaresma, la forma más sencilla de
llevarlo a cabo es pasar, en la tarde del jueves, una hora ante el
Santísimo Sacramento.
Esto no debe, evidentemente, hacernos olvidar el otro modo en que
Cristo «está en agonía hasta el fin del mundo», esto es, en los
miembros de su cuerpo místico. Es más, si queremos dar concreción a
nuestros sentimientos hacia él, el camino obligado es precisamente
hacer a alguno de ellos lo que no podemos hacer con él que está en
la gloria.
La palabra Getsemaní se ha convertido en el símbolo de todo dolor
moral. Jesús todavía no ha sufrido en su carne; su dolor es del todo
interior, y sin embargo no suda sangre más que aquí, cuando es su
corazón, no aún su carne, el que es aplastado. El mundo es muy
sensible a los dolores corporales, se conmueve fácilmente por ellos;
lo es mucho menos ante los dolores morales, de los que a veces hasta
se burla tomándolos por hipersensibilidad, autosugestiones,
caprichos.
Dios se toma muy en serio el dolor del corazón y así deberíamos
hacer también nosotros. Pienso en quien ve roto el lazo más fuerte
que tenía en la vida y se encuentra solo (más frecuentemente sola);
en quien es traicionado en los afectos, está angustiado ante algo
que amenaza su vida o la de un ser querido; en quien, injustamente o
con razón (no hay mucha diferencia desde este punto de vista), se ve
señalado, de un día para otro, en el escarnio público. ¡Cuántos
Getsemaní escondidos en el mundo, tal vez bajo nuestro mismo techo,
en la puerta de al lado, o en la mesa de trabajo de al lado! Es
tarea nuestra identificar a alguien en esta Cuaresma y hacernos
cercanos a quien se encuentra allí.
Que Jesús no tenga que decir entre estos, sus miembros: «Espero
compasión, y no la hay, consoladores, y no encuentro ninguno» (Sal
68, 21), sino que pueda, al contrario, hacernos sentir en el corazón
la palabra que recompensa todo: «A mí me lo hicisteis».
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[1] S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 120, 6: CCL 40, p.
1791.
[2] S. Agustín, Cartas, 55, 14, 24 (CSEL 34,2, p. 195).
[3] Il libro della B. Angela da Foligno, Quaracchi,
Grottaferrata 1985, p. 148.
[4] R. E. Brown, The Death of the Messiah. From Gethsemane to the
Grave. A Commentary on the Passion Narratives in the Four Gospels,
I, Doubleday, New York, 1994, p. 216.
[5] Brown, p. 233.
[6] Cfr. S. Hilario de Poitiers, De Trinitate, X, 37.
[7] Cfr. S. Máximo, Confesor, In Mattheum 26,39 (PG 91, 68).
[8] Tagore, Gitanjali, 50 (trad. ital. Newton Compton, Roma
1985, p. 91).
[9] S. Kierkegaard, La malattia mortale, parte I, C, (Opere,
a cargo de C. Fabro, pp. 639 ss.
[10] Ib. p. 640
[11] S. Agustín, Sobre la Primera Carta de Juan, 6, 6-8 (PL
35, 2023 s.).
[12] S. Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, q. 47, a. 3.
[13] Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum, n. 1536.
[14] S. Agustín, Confesiones, X, 29.
[15] S. León Magno, Sermo 70, 5: PL 54, 383
[16] B. Pascal, Pensamientos, n. 553 Br.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
Segunda predicación de
Cuaresma al Papa y a la Curia
«Con
lo que padeció aprendió la obediencia»
Del padre Raniero Cantalamessa O.F.M.Cap., predicador
de la Casa Pontificia
31 marzo 2006 (ZENIT.org)
1. ¿Sacrificio u obediencia?
No se puede abarcar el océano, pero se puede hacer algo mejor:
dejarse abarcar por él sumergiéndose en un lugar cualquiera de su
extensión. Es lo que sucede con la Pasión de Cristo. No se la puede
abrazar totalmente con la mente, ni ver su fondo; pero podemos
sumergirnos en ella partiendo de alguno de sus momentos. En esta
meditación desearíamos entrar en ella por la puerta de la
obediencia.
La obediencia de Cristo es el aspecto de la Pasión que más se pone
en evidencia en la catequesis apostólica. «Cristo se hizo obediente
hasta la muerte, y muerte de cruz» (Filipenses 2,8); «Por la
obediencia de uno solo todos serán constituidos justos» (Romanos
5,19); «Con lo que padeció aprendió la obediencia, y llegado a la
perfección se convirtió en causa de salvación eterna para todos los
que le obedecen» (Hebreos 5,8-9). La obediencia aparece como la
clave de lectura de toda la historia de la Pasión, de donde ésta
toma sentido y valor.
A quien se escandalizaba de que el Padre pudiera hallar complacencia
en la muerte de cruz de su Hijo Jesús, San Bernardo respondía
justamente: «No es la muerte lo que le complació, sino la voluntad
del que moría espontáneamente»: «Non mors placuit sed voluntas
sponte morientis» [1]. Así, no es tanto la muerte de Cristo por
sí misma lo que nos ha salvado, sino su obediencia hasta la muerte.
Dios quiere la obediencia, no el sacrificio, dice la Escritura (1
Salmo 15, 22; Hebreos 10, 5-7). Es verdad que en el caso de Cristo
Él quiso también el sacrificio, y lo quiso asimismo por nosotros,
pero de las dos cosas una es el medio, la otra el fin. La obediencia
Dios la quiere por sí misma, el sacrificio lo quiere sólo
indirectamente, como la condición que por sí hace posible y
auténtica la obediencia. En este sentido, la Carta a los Hebreos
dice que Cristo «con lo que padeció aprendió la obediencia». La
Pasión fue la prueba y la medida de su obediencia.
Intentemos conocer en qué consistió la obediencia de Cristo. Jesús,
de niño, obedeció a sus padres; de mayor se sometió a la ley
mosaica; durante la Pasión se sometió a la sentencia del Sanedrín,
de Pilatos... Pero el Nuevo Testamento no piensa en ninguna de estas
obediencias; piensa en la obediencia de Cristo al Padre. San Ireneo
interpreta la obediencia de Jesús a la luz de los cantos del Siervo,
como una interior, absoluta sumisión a Dios, llevada a cabo en una
situación de extrema dificultad:
«Aquel pecado que había aparecido por obra del leño, fue abolido
por obra de la obediencia sobre el leño, pues obedeciendo a Dios, el
Hijo del hombre fue clavado en el leño, destruyendo la ciencia del
mal e introduciendo y haciendo penetrar en el mundo la ciencia del
bien. El mal es desobedecer a Dios, como obedecer a Dios es el
bien... Así pues, en virtud de la obediencia que prestó hasta la
muerte, colgado del leño, eliminó la antigua desobediencia ocurrida
en el leño» [2] .
La obediencia de Jesús se ejerce, de forma particular, en las
palabras que están escritas sobre Él y para Él «en la ley, en los
profetas y en los salmos». Cuando quieren oponerse a su captura,
Jesús dice: «Pero, ¿cómo se cumplirían las Escrituras, según las
cuales así debe suceder?» (Mt 26, 54).
2. ¿Puede Dios obedecer?
¿Pero cómo se concilia la obediencia de Cristo con la fe en su
divinidad? La obediencia es un acto de la persona, no de la
naturaleza, y la persona de Cristo, según la fe ortodoxa, es la del
Hijo mismo de Dios. ¿Puede Dios obedecerse a sí mismo? Tocamos aquí
el núcleo más profundo del misterio cristológico. Procuremos
contemplar en qué consiste este misterio.
En Getsemaní Jesús dice al Padre: «Pero no sea lo que yo quiero,
sino lo que quieras tú» (Marcos 14,36). Todo el problema consiste en
saber quién es ese «yo» y quién ese «tú»; quién dice el fiat
y a quién lo dice. A esta cuestión, en la antigüedad, se dieron dos
respuestas bastante diferentes, según el tipo de cristología
subyacente.
Para la escuela alejandrina, el «yo» que habla es la persona
del Verbo que, en cuanto encarnado, dice su «sí» a la voluntad
divina (el «tú») que Él mismo tiene en común con el Padre y el
Espíritu Santo. Quien dice «sí» y aquel a quien dice «sí»
constituyen la misma voluntad, pero considerada en dos tiempos o en
dos estados diferentes: en el estado de Verbo encarnado y en el
estado de Verbo eterno. El drama (si de tal se puede hablar) tiene
lugar más en el seno de Dios que entre Dios y el hombre, y esto
porque no se reconoce aún claramente la existencia también de una
voluntad humana y libre en Cristo.
Más válida, en este punto, es la interpretación de la escuela
antioquena. Para que pueda darse la obediencia, dicen los
autores de esta escuela, se necesita que haya un sujeto que obedece
y un sujeto a quien obedecer: ¡nadie se obedece a sí mismo! Como
además la obediencia de Cristo es la antítesis de la desobediencia
de Adán, a la fuerza debe tratarse de la obediencia de un hombre, el
Nuevo Adán, capaz como tal de representar a la humanidad. He aquí,
entonces, quiénes son aquel «yo» y aquel «tú»: ¡el «yo» es el hombre
Jesús; el «tú» es Dios, a quien obedece!
Pero también esta interpretación tenía una laguna grave. Si el
fiat de Jesús en Getsemaní es esencialmente el «sí» de un
hombre, aunque esté indisolublemente unido al Hijo de Dios (el
homo assumptus), ¿cómo puede tener un valor universal tal como
para poder «constituir justos» a todos los hombres? Jesús parece más
un modelo sublime de obediencia que una intrínseca «causa de
salvación» para todos los que le obedecen (Hebreos 5, 9).
El desarrollo de la cristología colmó esta laguna, sobre todo
gracias a la obra de San Máximo Confesor y del Concilio
Constantinopolitano III. San Máximo afirma: el «yo» no es la
humanidad que habla a la divinidad (antioquenos); tampoco es Dios
que, en cuanto encarnado, se habla a sí mismo en cuanto eterno
(alejandrinos). El «yo» es el Verbo encarnado que habla en nombre de
la voluntad humana libre que ha asumido; el «tú» en cambio es la
voluntad trinitaria que el Verbo tiene en común con el Padre.
¡En Jesús el Verbo obedece humanamente al Padre! Y sin embargo no se
anula el concepto de obediencia, ni Dios, en este caso, se obedece a
sí mismo, porque entre el sujeto y el fin de la obediencia está toda
la anchura de una humanidad real y de una voluntad humana libre [3].
¡Dios obedeció humanamente! Se entiende entonces el poder universal
de salvación contenido en el fiat de Jesús: es el acto humano
de un Dios; es un acto divino-humano, teándrico. Ese fiat es
verdaderamente, por utilizar la expresión de un salmo, «la roca de
nuestra salvación» (Sal 95,1). Es por esta obediencia que «todos han
sido constituidos justos».
3. La obediencia a Dios en la vida cristiana
Como siempre, intentemos extraer de ello alguna enseñanza práctica
para nuestra vida, recordando la advertencia de la Primera Carta de
Pedro: «Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que
sigáis sus huellas». Reflexionar sobre la obediencia puede
contribuir a crear el clima espiritual adecuado en la Iglesia cada
vez que se está ante la eventualidad de cambios de personas y de
funciones.
En cuanto se hace la prueba de buscar en el Nuevo Testamento en qué
consiste el deber de la obediencia, se hace un descubrimiento
sorprendente, esto es, que la obediencia es vista casi siempre como
obediencia a Dios. Se habla también, ciertamente, de las demás
formas de obediencia: a los padres, a los patrones, a los
superiores, a las autoridades civiles, «a toda institución humana»
(1 P 2,13), pero con mucha menor frecuencia y de manera mucho menos
solemne. El sustantivo mismo «obediencia» se utiliza única y
exclusivamente para indicar la obediencia a Dios o, de cualquier
modo, a instancias que están de parte de Dios, excepto en un solo
pasaje de la Carta a Filemón, donde indica la obediencia al Apóstol.
San Pablo habla de obediencia a la fe (Rm 1,5; 16,26), de
obediencia a la doctrina (Rm 6,17), de obediencia al
Evangelio (Rm 10,16; 2 Ts 1,8), de obediencia a la verdad
(Gal 5,7), de obediencia a Cristo (2 Co 10,5). Encontramos el
mismo lenguaje también en otros sitios: los Hechos de los Apóstoles
hablan de obediencia a la fe (Hch 6,7), la Primera Carta de
Pedro habla de obediencia a Cristo (1 P 1,2) y de obediencia
a la verdad (1 P 1,22).
¿Pero es posible y tiene sentido hablar hoy de obediencia a Dios,
después de que la nueva y viviente voluntad de Dios, manifestada en
Cristo, se ha expresado y objetivado cumplidamente en toda una serie
de leyes y de jerarquías? ¿Es lícito pensar que existe todavía,
después de todo ello, «libres» voluntades de Dios que hay que acoger
y cumplir?
Sólo si se cree en un «Señorío» actual y puntual del Resucitado en
la Iglesia, sólo si se está convencido en lo íntimo de que también
hoy --como dice el Salmo-- «habla el Señor, Dios de los dioses, y no
se calla» (Sal 50, 1), sólo entonces se esta capacitado para
comprender la necesidad y la importancia de la obediencia a Dios.
Consiste en prestar escucha a Dios que habla, en la Iglesia, a
través de su Espíritu, el cual ilumina las palabras de Jesús y de
toda la Biblia y les confiere autoridad, haciendo de ellas canales
de la viviente y actual voluntad de Dios para nosotros.
Pero como en la Iglesia institución y misterio no están
contrapuestos, sino unidos, así debemos mostrar que la obediencia
espiritual a Dios no disuade de la obediencia a la autoridad visible
e institucional; al contrario, la renueva, la refuerza y la
vivifica, hasta el punto de que la obediencia a los hombres es
criterio para juzgar si existe o no, y si es auténtica, la
obediencia a Dios.
La obediencia a Dios es como el «hilo de lo alto» que sostiene la
espléndida tela de araña colgada de un seto. Bajando desde arriba
por el hilo que él mismo fabrica, el animalito construye su tela,
perfecta y tendida a todo rincón. Sin embargo ese hilo de lo alto,
que ha servido para tejer la tela, no se rompe una vez terminada la
obra; es más, es lo que desde el centro sostiene todo el entramado;
sin él todo se afloja. Si se desprende uno de los hilos laterales,
la araña se emplea en reparar velozmente su tela, pero si se rompe
aquel hilo de lo alto, se aleja; sabe que ya no hay nada que hacer.
Algo parecido sucede respecto a la trama de las autoridades y de las
obediencias en una sociedad, en una orden religiosa, en la Iglesia.
La obediencia a Dios es el hilo de lo alto: todo se ha construido a
partir de aquella; pero no puede ser olvidada ni siquiera después de
que ha concluido la construcción. En caso contrario todo entra en
crisis, hasta proclamar, como ha ocurrido en años no lejanos: «la
obediencia ya no es una virtud».
¿Pero por qué es tan importante obedecer a Dios? ¿Por qué a Dios le
importa tanto ser obedecido? ¡Ciertamente no por el gusto de mandar
y de tener súbditos! Es importante porque obedeciendo hacemos la
voluntad de Dios, queremos las mismas cosas que quiere Dios, y así
realizamos nuestra vocación originaria, que es la de ser «a su
imagen y semejanza». Estamos en la verdad, en la luz y como
consecuencia en la paz, como el cuerpo que ha alcanzado su punto de
quietud. Dante Alighieri encerró todo ello en un verso considerado
por muchos el más bello de toda la Divina Comedia: «y en su querer
se encuentra nuestra paz» [4].
4. Obediencia y autoridad
La obediencia a Dios es la obediencia que podemos realizar
siempre. Obedecer a órdenes y autoridades visibles se da sólo en
ocasiones, tres o cuatro veces en toda la vida (hablo, se entiende,
de las de cierta seriedad); sin embargo obedecer a Dios es algo que
se da muy a menudo. Cuanto más se obedece, más se multiplican las
órdenes de Dios, porque Él sabe que éste es el don más bello que
puede dar, el que concedió a su Hijo predilecto, Jesús.
Cuando Dios encuentra un alma decidida a obedecer, entonces toma su
vida en sus manos, como se toma el timón de una embarcación, o como
se toman las riendas de un carro. Él se convierte en serio, y no
sólo en teoría, en «Señor», en quien «rige», quien «gobierna»
determinando, se puede decir, momento a momento, los gestos, las
palabras de esa persona, su modo de utilizar el tiempo, todo.
Esta «dirección espiritual» se ejerce a través de las «buenas
inspiraciones» y con mayor frecuencia aún en las palabras de Dios de
la Biblia. Lees o escuchas pasajes de la Escritura y he aquí que una
frase, una palabra, se ilumina; se hace, por decirlo así,
radiactiva. Sientes que te interpela, que te indica qué hay que
hacer. Aquí se decide si se obedece a Dios o no. El Siervo de Yahvé
dice de sí en Isaías: «Mañana tras mañana despierta mi oído para
escuchar como discípulo» (Isaías 50, 4). También nosotros, cada
mañana, en la Liturgia de las Horas o de la Misa, deberíamos estar
con el oído atento. En ella hay casi siempre una palabra que Dios
nos dirige personalmente y el Espíritu no deja de actuar para que se
la reconozca entre todas.
He mencionado que la obediencia a Dios es algo que se puede hacer
siempre. Debo añadir que es también la obediencia que podemos
hacer todos, tanto súbditos como superiores. Se suele decir
que hay que saber obedecer para poder mandar. No se trata sólo de
una afirmación empírica; existe una profunda razón teológica en su
base, si por obediencia entendemos la obediencia a Dios.
Cuando viene una orden de un superior que se esfuerza por vivir en
la voluntad de Dios, que ha orado antes y no tiene intereses
personales que defender, sino sólo el bien del hermano, entonces la
autoridad misma de Dios hace de contrafuerte de tal orden o
decisión. Si surge protesta, Dios dice a su representante lo que
dijo un día a Jeremías: «Mira que hoy te he convertido en plaza
fuerte, como una muralla de bronce [...]. Te harán la guerra, más no
podrán contigo, pues contigo estoy yo» (Jeremías 1,18 s).
Un ilustre exegeta inglés da una interpretación iluminadora del
episodio evangélico del centurión: «Yo --dice el centurión-- soy un
hombre sometido a una autoridad, y tengo soldados a mis órdenes, y
digo a uno: ‘Vete’, y va; y a otro: ‘Ven’, y viene; y a mi siervo:
‘Haz esto’, y lo hace» (Lucas 7,8). Por el hecho de estar sometido,
esto es, obediente, a sus superiores y en definitiva al emperador,
el centurión puede dar órdenes que tienen detrás la autoridad del
emperador en persona; es obedecido por sus soldados porque, a su
vez, obedece y está sometido a su superior.
Así --considera-- ocurre con Jesús respecto a Dios. Dado que Él está
en comunión con Dios y obedece a Dios, tiene detrás de sí la
autoridad misma de Dios y por ello puede mandar a su siervo que
sane, y sanará; puede mandar a la enfermedad que le abandone, y le
abandonará [5].
Es la fuerza y la sencillez de este argumento lo que arranca la
admiración de Jesús y le hace decir que no ha encontrado jamás tanta
fe en Israel. Ha entendido que la autoridad de Jesús y sus milagros
derivan de su perfecta obediencia al Padre, como Jesús mismo, por lo
demás, explica en el Evangelio de Juan: «El que me ha enviado está
conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le
agrada a él» (Juan 8,29).
La obediencia a Dios añade a la potestad la autoridad, o sea, un
poder real y eficaz, no sólo nominal o de cargo; por así decir,
ontológico, no sólo jurídico. San Ignacio de Antioquía daba este
maravilloso consejo a un colega suyo de episcopado: «Nada se haga
sin tu consentimiento, pero tú no hagas nada sin el consentimiento
de Dios» [6].
Ello no significa atenuar la importancia de la institución o del
cargo, o hacer depender la obediencia del súbdito sólo del grado de
potestad espiritual o de autoridad del superior, lo que sería
manifiestamente el fin de toda obediencia. Significa sólo que quien
ejerce la autoridad, él, debe apoyarse lo menos posible, o sólo en
ultima instancia, en el título o en el cargo que desempeña y lo más
posible en la unión de su voluntad con la de Dios, o sea, en su
obediencia; el súbdito en cambio no debe juzgar o pretender saber si
la decisión del superior es o no conforme a la voluntad de Dios.
Debe presumir que lo es, a menos que se trate de una orden
manifiestamente contra la conciencia, como ocurre a veces en el
ámbito político, bajo regímenes totalitarios.
Sucede como en el mandamiento del amor. El primer mandamiento es el
«primero», porque la fuente y el móvil de todo es el amor de Dios;
pero el criterio para juzgar es el segundo mandamiento: «Quien no
ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve»
(1 Juan 4,20). Lo mismo se debe decir de la obediencia: si no
obedeces a los representantes visibles de Dios en la tierra, ¿cómo
puedes decir que obedeces a Dios que está en el cielo?
5. Presentar los asuntos a Dios
Esta vía de la obediencia a Dios no tiene, de por sí, nada de
místico o extraordinario, sino que está abierta a todos los
bautizados. Consiste en «presentar los asuntos a Dios», según el
consejo que un día dio a Moisés su suegro Jetró (Cf. Ex 18,19). Yo
puedo decidir por mi mismo tomar una iniciativa, hacer o no un
viaje, un trabajo, una visita, un gasto y después, una vez decidido,
rogar a Dios por el éxito del asunto. Pero si nace en mí el amor de
la obediencia a Dios, entonces actuaré de forma diferente:
preguntaré primero a Dios, con el medio sencillísimo que es la
oración, si es su voluntad que yo realice ese viaje, ese trabajo,
aquella visita, aquel gasto, y después lo haré o no, pero ya será,
en todo caso, un acto de obediencia a Dios, y no ya una libre
iniciativa de mi parte.
Normalmente está claro que no oiré, en mi breve oración, ninguna
voz, ni tendré respuesta explícita alguna sobre qué hacer, o al
menos no es necesario que la haya para que lo que hago sea
obediencia. Actuando así, de hecho, he sometido el asunto a Dios, me
he despojado de mi voluntad, he renunciado a decidir yo solo y he
dado a Dios una posibilidad de intervenir, si quiere, en mi vida. Lo
que ahora decida hacer, regulándome con los criterios ordinarios de
discernimiento, será obediencia a Dios.
Como el servidor fiel no toma jamás una iniciativa ni atiende una
orden de extraños sin decir: «Debo escuchar antes a mi patrón»,
igualmente el verdadero siervo de Dios no emprende nada sin decirse
a sí mismo: «¡Debo orar un poco para saber qué quiere mi Señor yo
que haga!». ¡Así se ceden las riendas de la propia vida a Dios! La
voluntad de Dios penetra, de esta forma, cada vez más capilarmente
en el tejido de una existencia, embelleciéndola y haciendo de ella
un «sacrificio vivo, santo y agradable a Dios» (Rm 12, 1). Toda la
vida se convierte en una obediencia a Dios y proclama
silenciosamente su soberanía en la Iglesia y en el mundo.
Dios --decía San Gregorio Magno-- «a veces nos advierte con las
palabras, a veces, en cambio, con los hechos», esto es, con los
sucesos y las situaciones [7]. Existe una obediencia a Dios --a
menudo entre las más exigentes-- que consiste sencillamente en
obedecer a las situaciones. Cuando se ha visto que, a pesar de todos
los esfuerzos y los ruegos, hay en nuestra vida situaciones
difíciles, a veces hasta absurdas y --en nuestra opinión--
espiritualmente contraproducentes, que no cambian, es necesario
dejar de «dar coces contra el aguijón» y empezar a ver en ellas
silenciosa, pero resuelta voluntad de Dios en nosotros. La
experiencia demuestra que sólo después de haber pronunciado un «sí»
total y desde lo profundo del corazón a la voluntad de Dios, tales
situaciones de sufrimiento pierden el poder angustiante que tienen
sobre nosotros. Las vivimos con más paz.
Un caso de difícil obediencia a las situaciones es el que se impone
a todos con la edad, o sea, la retirada de la actividad, el cese de
la función, tener que pasar el testigo a otros dejando tal vez
incompletos y en suspenso proyectos e iniciativas en marcha. Hay
quien, bromeando, ha dicho que la función de superior es una cruz,
pero que a veces lo más difícil de aceptar no es subir a ella, sino
bajar, ¡ser privados de la cruz!
Ciertamente no se trata de ironizar sobre una situación delicada,
ante la cual nadie sabe cómo reaccionará hasta que no llegue. Ésta
es una de las obediencias que más se aproximan a la de Cristo en su
Pasión. Jesús suspendió la enseñanza, truncó toda actividad, no se
dejó retener por el pensamiento de qué pasaría con sus discípulos;
no se preocupó de qué sería de su palabra, confiada, como lo estaba,
únicamente a la pobre memoria de algunos pescadores. Ni siquiera se
dejó retener por el pensamiento de que dejaba sola a una Madre.
Ningún lamento, ningún intento de hacer cambiar la decisión al
Padre: «Para que el mundo sepa que amo al Padre y que obro según el
Padre me ha ordenado. Levantaos --dijo--, vamos» (Juan 14,31).
6. María, la obediente
Antes de terminar nuestras consideraciones sobre la obediencia,
contemplemos un instante el icono viviente de la obediencia, a
aquella que no sólo imitó la obediencia del Siervo, sino que la
vivió con Él. San Ireneo escribe: «Paralelamente (se entiende, a
Cristo nuevo Adán), se encuentra que también la Virgen María es
obediente, cuando dice: ‘He aquí la esclava del Señor; hágase en mí
según tu palabra’ (Lucas 1,38). Como Eva, desobedeciendo, se
convirtió en causa de muerte para ella y para todo el género humano,
así María, obedeciendo, se convirtió en causa de salvación para ella
y para todo el género humano» [8]. María se asoma a la reflexión
teológica de la Iglesia (estamos, de hecho, en presencia del primer
esbozo de Mariología) a través del título de obediente.
También María obedeció con seguridad a sus padres, a la ley, a José.
Pero no es en estas obediencias en las que piensa San Ireneo, sino
en su obediencia a la palabra de Dios. Su obediencia es la antítesis
exacta a la desobediencia de Eva. Pero --otra vez-- ¿a quién
desobedeció Eva para ser llamada la desobediente? Ciertamente no a
sus padres, de los que carecía; tampoco al marido o a alguna ley
escrita. ¡Desobedeció a la palabra de Dios! Como el «Fiat» de María
se sitúa, en el Evangelio de Lucas, junto al «Fiat» de Jesús en
Getsemaní (Cf. Lucas 22, 42), así, para San Ireneo, la obediencia de
la nueva Eva se coloca junto a la obediencia del nuevo Adán.
Sin duda María habrá recitado o escuchado, durante su vida terrena,
el versículo del Salmo en el que se dice a Dios: «Enséñame a cumplir
tu voluntad» (Sal 142,10). Nosotros dirigimos a Ella la misma
oración: «¡Enséñanos, María, a cumplir la voluntad de Dios como la
cumpliste tú!».
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[1] S. Bernardo de Claraval, De errore Abelardi, 8, 21 (PL
182, 1070).
[2] S. Ireneo, Dimostrazione della predicazione apostolica,
34.
[3] S. Máximo Confesor, In Matth., 26, 39 (PG 91, 68).
[4] Dante Alighieri, Paradiso, 3,85.
[5] Cfr. C.H. Dodd, Il fondatore del cristianesimo, Leumann
1975, p. 59 s.
[6] S. Ignacio de Antioquía, Lettera a Policarpo, 4,1.
[7] S. Gregorio Magno, Omelie sui vangeli, 17,1 (PL 76,
1139).
[8] S. Ireneo, Adv. Haer. III, 22,4.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
Tercera predicación de Cuaresma
al Papa y a la Curia
«Las rocas se
resquebrajaron»
Del padre Raniero Cantalamessa
O.F.M.Cap., predicador de la Casa Pontificia
7 abril 2006 (ZENIT.org)
1. La Pasión y el Sudario
La Pasión de Cristo es el tema más tratado en el arte occidental.
Basta con pensar en las innumerables representaciones, en pintura y
escultura, del Jesús de Getsemaní, del Ecce Homo, de la
crucifixión, en los famosos descendimientos de la cruz llamados
«piedades», y, en el mundo alemán, «Vesperbild». En nuestro mundo
secularizado, el arte permanece como una de las pocas formas de
evangelización que penetra también en ambientes cerrados a cualquier
otro modo de anuncio. Conocí a una joven japonesa que se convirtió y
recibió el bautismo estudiando Arte en Florencia.
Ninguna representación artística de la Pasión, en cambio, ha
ejercido y aún lo hace una fascinación comparable a la del Sudario
[Sábana Santa. Ndt]. No importa, desde nuestro punto de vista, saber
si el Sudario es «auténtico» o no, si la imagen se ha formado
natural o artificialmente, si es sólo un icono o también una
reliquia. Lo cierto es que es la representación más solemne y más
sublime de la muerte que ningún ojo humano haya contemplado jamás.
Si un Dios puede morir, ésta es la manera menos inadecuada de
representarnos su muerte.
Los párpados cerrados, los labios juntos, los rasgos del rostro
serenos: más que en un muerto, todo hace pensar en un hombre inmerso
en profunda y silenciosa meditación. Parece la traducción en
imágenes de la antigua antífona del Sábado Santo: «Caro mea
requiescet in spe», «mi carne descansa segura». También la
antigua homilía sobre el Sábado Santo que se lee en el Oficio de
lecturas adquiere una fuerza especial leída ante el Sudario: «¿Qué
es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran
silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey duerme»
[1].
La teología nos dice que en la muerte de Cristo su alma se separó
del cuerpo como en todo hombre que muere, pero su divinidad
permaneció unida tanto al alma como al cuerpo. El Sudario es la
representación más perfecta de este misterio cristológico. Aquel
cuerpo está separado del alma, pero no de la divinidad. Algo divino
se mueve sobre el rostro martirizado, pero lleno de majestad, del
Cristo del Sudario.
Para percibirlo es suficiente con comparar el Sudario con otras
representaciones del Cristo muerto, realizadas por mano de artistas
humanos, por ejemplo el Cristo muerto de Mantegna, y más aún el de
Holbein el Joven, en el Museo de Basilea, que representa el cuerpo
de Cristo con toda la rigidez de la muerte y la incipiente
descomposición de los miembros. Ante esta imagen –decía Dostoievski,
quien la había contemplado largamente en un viaje-- fácilmente se
puede perder la fe [2]; ante el Sudario, al contrario, se puede
encontrar la fe, o volver a hallarla si se había perdido.
El rostro de Cristo del Sudario es como un límite, una pared que
separa dos mundos: el mundo de los hombres lleno de agitación, de
violencia y de pecado, y el mundo de Dios inaccesible al mal. Es una
orilla en la que rompen todas las olas. Como si, en Cristo, Dios
dijera a las fuerzas del mal lo que en el Libro de Job dice al
océano: «Llegarás hasta aquí, no más allá, aquí se romperá el
orgullo de tus olas» (Jb 38,11).
Ante el Sudario podemos orar así: «Señor, haz de mi tu sudario.
Cuando, descendido nuevamente de la cruz, vengas a mí en el
sacramento de tu cuerpo y de tu sangre, que yo te envuelva con mi fe
y mi amor como en un sudario, de forma que tus rasgos se impriman en
mi alma y dejen también en ella una huella indeleble. Señor, ¡haz
del áspero y tosco paño de mi humanidad tu sudario!».
2. La Pasión del alma del Salvador
En esta meditación, nos conducimos idealmente al Calvario. Los
evangelistas encierran el acontecimiento más desconcertante de la
historia del mundo en tres palabras: «y le crucificaron» (Marcos y
Mateo), «allí le crucificaron» (Lucas), «para crucificarle» (Juan).
Los lectores a quienes se dirigían bien sabían qué encerraban esas
palabras; nosotros no; debemos deducirlo de otras fuentes. Pero
también éstas son extrañamente reticentes; el suplicio de la cruz
era considerado tan espantoso que debía mantenerse lejos, decía
Cicerón, «no sólo de los ojos, sino también de los oídos de un
ciudadano romano» [3]. No se debía hablar de ello entre gente de
bien.
El condenado podía ser atado con cuerdas en las muñecas o sujetado
con clavos a la cruz. La mención de las heridas en las manos y en
los pies del Resucitado nos dice que para Jesús se adoptó la segunda
forma, y se puede fácilmente imaginar el suplicio que esto
comportaba.
Se han propuesto varias teorías acerca de la causa física inmediata
de la muerte de Jesús: infarto, asfixia; la más reciente indica en
la deshidratación y en la pérdida de sangre la explicación médica
más admisible de la muerte de Cristo.
Pero mucho más profunda y dolorosa que la pasión del cuerpo fue la
del alma de Cristo. Ésta tuvo varias causas. La primera es la
soledad. Los Evangelios insisten mucho en el progresivo abandono
de Jesús en su Pasión: por parte de la multitud, de los discípulos y
finalmente del Padre mismo. «Me dejaréis solo» (Jn 16,32); «entonces
los discípulos le abandonaron todos, y huyeron» (Mt 26,56; Mc
14,50).
La soledad de Cristo es impresionante sobre todo en el episodio de
Getsemaní, cuando Él busca repetidamente y en vano a alguno que esté
a su lado. Para expresar la angustia de este momento, Marcos y Mateo
utilizan el verbo ademonein. En griego se sabe que la letra
a- al comienzo de una palabra indica ausencia, privación;
demonein tiene la misma raíz que demos, pueblo, y que
democracia. La idea subyacente es, por lo tanto, la de un hombre
aislado del consorcio humano, presa de una especie de terror
solitario, como uno que se encuentra proyectado hacia un punto
remoto del universo donde, si grita, su voz se pierde en un vacío
sideral.
La soledad alcanza el culmen en la cruz, cuando Jesús, en su
humanidad, se siente abandonado hasta del Padre: «Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?». Éste no fue un grito de
desconsuelo y de desesperación, como a veces se ha pensado. Si los
evangelistas lo hubieran considerado tal, ciertamente no habrían
hecho depender de él la confesión de fe del centurión romano:
«¡Verdaderamente éste era Hijo de Dios!» (Mt 27,54; Mc 15,39). Sin
embargo nada impide pensar que los evangelistas hayan interpretado
el grito de Jesús, a la luz del salmo citado, como expresión de la
extrema soledad y abandono que Jesús experimenta en este momento en
su humanidad [4].
Aquello que el apóstol Pablo supone como la suprema renuncia y
sufrimiento posible en el mundo, «ser anatema, separado de Cristo,
por el bien de sus hermanos de raza, según la carne» (Cf. Rm 9,1
s.), Cristo en la cruz, de hecho, lo ha experimentado respecto a
Dios. Él se ha convertido en el ateo, el sin Dios, para que los
hombres pudieran regresar a Dios. Existe un ateísmo activo,
culpable, que consiste en rechazar a Dios, y existe un ateísmo
pasivo, de pena y de expiación, que consiste en ser rechazado o
sentirse rechazado por Dios. Hay que preguntar a los místicos que
han compartido en pequeña parte la noche oscura de Dios, la última
entre ellos la Madre Teresa de Calcuta, para saber cuán dolorosa es
esta forma de ateísmo...
Otro aspecto de la Pasión interior de Cristo es la humillación y el
desprecio. «Despreciado, rechazado por los hombres... maltratado, él
se humilló» (Is 53,3.7). Así lo había predicho Isaías y así sucedió.
Desde el momento de la detención hasta bajo la cruz hay un crescendo
de desprecio, insultos y escarnios en torno a la persona de Cristo.
«Le vistieron de púrpura y, trenzando una corona de espinas, se la
ciñeron. Y se pusieron a saludarle: “¡Salve, Rey de los judíos!”. Y
le golpeaban en la cabeza con la caña, le escupían y, doblando las
rodillas, se postraban ante él. Cuando se hubieron burlado de él, le
quitaron la púrpura, le pusieron sus ropas y le sacaron fuera para
crucificarle» (Mc 15,17-20). Bajo la cruz «los sumos sacerdotes
junto con los escribas y los ancianos se burlaban de él diciendo: “A
otros salvó y a sí mismo no puede salvarse”» (Mt 27,41 s.). Jesús es
el vencido. Todos los innumerables «vencidos» de la vida tienen a
alguien que puede entenderles y ayudarles.
Pero la pasión del alma del Salvador tiene una causa aún más
profunda que la soledad y la humillación. En Getsemaní ruega para
que se aparte de Él el cáliz (Mc 14,36). La imagen del cáliz evoca
casi siempre, en la Biblia, la idea de la ira de Dios contra el
pecado (Is 51,22; Sal 75,9; Ap 14,10).
En el comienzo de la Carta, San Pablo estableció un hecho que tiene
valor de principio universal: «La ira de Dios se revela desde el
cielo contra toda impiedad» (Rm 1,18). Donde hay pecado, ahí no
puede no dirigirse el juicio de Dios contra aquél; si no, Dios
llegaría a un compromiso con el pecado y caería la propia distinción
entre el bien y el mal. La ira de Dios es la misma cosa que la
santidad de Dios. Jesús en Getsemaní es la impiedad, toda la
impiedad del mundo. Él, escribe el Apóstol, es el hombre «hecho
pecado» (2 Co 5,21). Es contra Él que «se revela» la ira de Dios. La
infinita atracción que existe desde la eternidad entre Padre e Hijo
es atravesada ahora por una repulsión igualmente infinita entre la
santidad de Dios y la malicia del pecado, y esto es «beber el
cáliz».
3. «¿Soy acaso yo, Señor?»
Es momento de pasar de la contemplación de la Pasión a nuestra
respuesta a ella. Aludí al principio al papel desempeñado por el
arte respecto a la Pasión de Cristo. Junto a la pintura y la
escultura, hay que recordar con gratitud también la música. Para
muchas personas, dentro y fuera del Cristianismo, la Pasión según
San Mateo de Bach es el único medio de conocimiento de la Pasión
de Cristo. Un medio frente al cual es difícil permanecer del todo
neutrales y distantes. En el relato de los hechos (recitativos), se
alterna en ella la meditación (las arias), la oración (corales), el
impulso del corazón; todo penetra en los sentidos y en el alma por
la sugestión de una música que toca aquí una de sus cumbres más
sublimes.
He querido volver a oír la Pasión según San Mateo de Bach en
vista de estas meditaciones, y ha habido un momento que me ha
conmovido profundamente. Al anuncio de la traición, todos los
apóstoles preguntan a Jesús: «¿Soy acaso yo, Señor?», «Herr, bin
ich’s?». Pero antes de hacernos oír la respuesta de Cristo, anulando
toda distancia entre el acontecimiento y su recuerdo, el compositor
hace intervenir al devoto cristiano de hoy, quien grita su
confesión: «Sí, soy yo, ¡yo el traidor!», «Ich bin’s, ich sollte
büßen».
Esta interpretación es profundamente bíblica. El kerigma, o
anuncio, de la Pasión está formado siempre por dos elementos: un
hecho --«padeció», «murió»-- y la motivación del hecho --«por
nosotros», «por nuestros pecados»--. Él fue entregado a la muerte
–dice el Apóstol-- «por nuestros pecados» (Rm 4,25); murió «por los
impíos», murió «por nosotros» (Rm 5, 6.8). Siempre es así.
La Pasión inevitablemente nos es ajena mientras no se entra en ella
por esa puertecita estrecha del «por nosotros». Conoce
verdaderamente la Pasión sólo quien reconoce que es también obra
suya. Sin esto lo demás es divagación. Soy yo Judas que traiciona,
Pedro que niega, la multitud que grita «¡A Barrabás, no a ése!».
Cada vez que he preferido mi satisfacción, mi comodidad, mi honor, a
Cristo, se ha realizado esto. El padre Primo Mazzolari, en un
memorable discurso de Viernes Santo, no carecía de razón al hablar
de «nuestro hermano Judas».
Si Cristo murió «por mí» y «por mis pecados», entonces quiere decir
–poniendo simplemente la frase en su forma activa-- que yo he matado
a Jesús de Nazaret, que mis pecados le han aplastado. Es lo
que Pedro proclama con fuerza a los tres mil que le escuchan el día
de Pentecostés: «¡Vosotros matasteis a Jesús de Nazaret!»,
«¡Renegasteis del Santo y del Justo!» (Cf. Hch 2,23; 3,14)
Aquellos tres mil no habían estado presentes en el Calvario para
martillear los clavos, ni ante Pilatos para pedir que fuera
crucificado. Habrían podido protestar; en cambio aceptan la
acusación y dicen a los apóstoles: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?»
(Hch 2,37). El Espíritu Santo les había «convencido de pecado»
dejándoles hacer un sencillo razonamiento: si el Mesías murió por
los pecados de su pueblo y yo he cometido un pecado, yo he matado al
Mesías.
Está escrito que en el momento de la muerte de Cristo «el velo del
templo se rasgó en dos, de arriba a abajo; tembló la tierra, las
rocas se resquebrajaron, se abrieron los sepulcros y muchos santos
que habían muerto resucitaron» (Mt 27,51 s.). De estos signos se da,
comúnmente, una explicación apocalíptica (lenguaje simbólico para
describir el evento escatológico), pero tienen también un
significado parenético: indican lo que debe ocurrir en el corazón de
quien lee y medita la Pasión de Cristo. Escribe San León Magno: «Que
tiemble la naturaleza humana ante el suplicio del Redentor, que se
rompan las piedras de los corazones infieles y quienes estaban
encerrados en los sepulcros de su mortalidad que salgan fuera,
levantando la piedra que pesaba sobre ellos» [5].
Hemos llegado al punto en que debemos recoger el fruto de toda
nuestra meditación de la Pasión. La Biblia ha explicado el sentido
profundo de la palabra metanoia, conversión, como un cambio
de corazón: «Crea en mí, oh Dios, un corazón nuevo», «Desgarrad
vuestro corazón, no vuestros vestidos» (Jl 2,13). También la
conversión de la multitud que escuchó el discurso de Pedro se
expresa con la imagen del corazón: «Se sintieron traspasar el
corazón» (Hch 2,37).
Toda conversión supone un movimiento, un paso de un estado a otro,
de un punto de partida a un punto de llegada. El punto de partida,
el estado del que se debe salir, es para la Escritura el de la
dureza de corazón: «Yo les abandoné a la dureza de su corazón, para
que caminaran según sus propios designios» (Sal 80,13), «Moisés,
teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió
repudiar a vuestras mujeres» (Mt 19,8), «Apenado por la dureza de
sus corazones» (Mc 3,5), «Les reprochó su incredulidad y su dureza
de corazón» (Mc 16,14), «Por la dureza y la impenitencia de tu
corazón vas acumulando cólera contra ti» (Rm 2,5).
En toda la Biblia, pero especialmente en el Nuevo Testamento, el
corazón indica la sede de la vida interior, en contraste con la
apariencia exterior: «El hombre mira las apariencias, pero el Señor
mira el corazón» (1 S 16,7). El corazón es el yo profundo del
hombre, su propia persona, en particular su inteligencia y voluntad.
Es el centro de la vida religiosa, el punto en el que Dios se dirige
al hombre y el hombre decide su respuesta a Dios.
Se comprende entonces qué representa para la Escritura la dureza de
corazón: el rechazo a someterse a Dios, a amarle con todo el
corazón, a obedecer su ley. El término sclerocardia,
inventado por la Biblia, es significativo. El corazón duro es un
corazón esclerotizado, endurecido, impermeable a toda forma de amor
que no sea el amor de sí mismo. Las imágenes empleadas por la
Escritura son las del «corazón de piedra» (Ez 36,26), «corazón
incircunciso» (Jr 9,26), «dura cerviz» (Dt 31,27).
El término ad quem, o el punto de llegada de la conversión,
está descrito, coherentemente, con las imágenes del corazón
contrito, herido, lacerado, circunciso, del corazón de carne, del
corazón nuevo: «El sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un
corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias» (Sal
51,19); «¿En quién me fijaré? En el humilde y contrito que tiembla a
mi palabra» (Is 66,2); «Con alma contrita y espíritu humillado te
seamos aceptos» (Dn 3,39).
4. «Yo estoy a la puerta y llamo»
Procuremos ahora comprender cómo se obra este cambio del corazón. Es
necesario distinguir dos situaciones. Cuando se trata de la primera
conversión, desde la incredulidad a la fe, o desde el pecado a la
gracia, Cristo está fuera y llama a las paredes del corazón para
entrar; cuando se trata de sucesivas conversiones, desde un estado
de gracia a otro más elevado, de la tibieza al fervor, ocurre lo
contrario: ¡Cristo está dentro y llama a las paredes del corazón
para salir!
Me explico. En el bautismo hemos recibido al Espíritu Santo; Él
permanece en nosotros como en su templo (1 Co 3,16), mientras no sea
expulsado de ahí por el pecado mortal. Pero puede suceder que este
Espíritu acabe por estar como aprisionado y tapiado por el corazón
de piedra que se le forma alrededor. No tiene posibilidad de
expandirse y empapar de sí las facultades, las acciones y los
sentimientos de la persona. Cuando leemos la frase de Cristo en el
Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo» (Ap 3,20),
deberíamos entender que Él no llama desde fuera, sino desde el
interior; no quiere entrar, sino salir.
El Apóstol dice que Cristo debe ser «formado» en nosotros (Ga 4,19),
esto es, desarrollarse y recibir su forma plena; es este desarrollo
el que impide el corazón de piedra. A veces se ven a los lados de
las calles grandes árboles (en Roma generalmente son pinos) cuyas
raíces, aprisionadas por el asfalto, luchan por extenderse,
levantando a tramos el mismo cemento. Así debemos imaginar que es el
reino de Dios dentro de nosotros: una semilla destinada a
transformarse en un árbol majestuoso sobre el que se posan los
pájaros del cielo, pero al que le cuesta trabajo desarrollarse por
la resistencia de nuestro egoísmo.
Existen obviamente grados diferentes en esta situación. En la
mayoría de las almas comprometidas en un camino espiritual, Cristo
no está aprisionado en una coraza, sino, por así decirlo, en
libertad vigilada. Es libre de moverse, pero dentro de límites bien
precisos. Esto sucede cuando tácitamente se le da a entender qué
puede pedirnos y qué no puede pedirnos. Oración sí, pero no como
para comprometer el sueño, el descanso, la sana información...;
obediencia sí, pero que no se abuse de nuestra disponibilidad;
castidad sí, pero no hasta el punto de privarnos de algún
espectáculo distendido, aunque lanzado... En resumen, el uso de
medias tintas.
En la historia de la santidad, el ejemplo más famoso de la primera
conversión, aquella del pecado a la gracia, es San Agustín; el
ejemplo más instructivo de la segunda conversión, aquella de la
tibieza al fervor, es Santa Teresa de Ávila. Puede que lo que ella
dice de sí misma en su Vida sea exagerado y dictado por la
delicadeza de su conciencia, pero puede servirnos para un útil
examen de conciencia.
«Pues así comencé, de pasatiempo en pasatiempo, de vanidad en
vanidad, de ocasión en ocasión, a meterme tanto en muy grandes
ocasiones y andar tan estragada mi alma en muchas vanidades...
Dábanme gran contento todas las cosas de Dios; teníanme atada las
del mundo. Parece que quería concertar estos dos contrarios --tan
enemigo uno de otro-- como es vida espiritual y contentos y gustos y
pasatiempos sensuales».
El resultado de este estado era una profunda infelicidad, en la que
tal vez podamos reconocer también la nuestra: «Pasé este mar
tempestuoso casi veinte años, con estas caídas y con levantarme y
mal –pues tornaba a caer— y en vida tan baja de perfección, que
ningún caso casi hacía de pecados veniales, y los mortales, aunque
los temía, no como había de ser, pues no me apartaba de los
peligros. Sé decir que es una de las vidas penosas que me parece se
puede imaginar; porque ni yo gozaba de Dios ni traía contento en el
mundo. Cuando estaba en los contentos del mundo, en acordarme lo que
debía a Dios era con pena; cuanto estaba con Dios, las aficiones del
mundo me desasosegaban» [6].
Fue precisamente la contemplación de la Pasión lo que le dio a
Teresa el impulso decisivo para cambiar. He aquí como describe la
santa el momento de su «conversión»: «Acaecióme que, entrando un día
en el oratorio, vi una imagen que habían traído allá a guardar, que
se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa. Era de
Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de
verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue
tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas,
que el corazón me parece se me partía, y arrojéme cabe Él con
grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese
ya de una vez para no ofenderle. Le dije entonces que no me había de
levantar de allí hasta que hiciese lo que le suplicaba. Creo cierto
me aprovechó, porque fui mejorando mucho desde entonces» [7]. ¡Hoy
sabemos hasta qué punto fue mejorando!
5. «En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme...»
Está escrito que, aquel día, las gentes, «al ver lo sucedido, se
volvieron golpeándose el pecho» (Lc 23,48). Así queremos hacer
también nosotros, regresando a nuestro trabajo después de haber
estado con Jesús en el Calvario. Una vez que hemos pasado a través
de nuestro pequeño «terremoto» espiritual, vemos la cruz y la muerte
de Cristo cambiar completamente de signo y, de capítulo de acusación
y motivo de temor y de tristeza, transformarse en motivo de gozo y
seguridad. El propter nos, por causa nuestra, se transforma
en pro nobis, a nuestro favor. La cruz aparece ahora como el
honor y la gloria, esto es, en el lenguaje paulino, como una
jubilosa seguridad acompañada de conmovida gratitud, a la cual se
eleva el hombre en la fe y que se expresa en la alabanza y en la
acción de gracias.
Podemos abrirnos sin temor a esa dimensión gozosa y pneumática en la
que la cruz no aparece ya como «necedad y escándalo», sino, al
contrario, como «fuerza de Dios y sabiduría de Dios». Podemos hacer
de ella nuestro motivo de inquebrantable seguridad, prueba suprema
del amor de Dios por nosotros, tema inagotable de anuncio y, sin
arrogancia alguna, sino con profunda humildad, decir con el Apóstol:
«En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de
nuestro Señor Jesucristo!» (Ga 6,14).
En un momento en que desde varios lugares se hace presión para
retirar el crucifijo de las aulas y de los lugares públicos,
nosotros, los cristianos, lo debemos fijar más que nunca en las
paredes de nuestro corazón. Hemos empezado esta meditación pidiendo
a Jesús que haga de nuestra alma su sudario. A María le pedimos que
nos ayude a realizar este programa con las palabras del Stabat
Mater: «Sancta Mater, istud agas, / crucifixi fige plagas /
cordi meo valide»: «Oh, Santa Madre, haz que las llagas del
Crucificado en mi corazón se graben».
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[1] Antica omelia sul Sabato santo (PG 43, 439 s.)
[2] F. Dostoevskij, L’Idiota, Parte II, iv.
[3] Cf. Cicerón, Pro Rabirio 5, 16.
[4] Cf. R. Brown, The Death of the Messia, II, p. 1051
[5] S. León Magno, Sermo 66, 3 (PL 54, 366).
[6] S. Teresa de Ávila, Vida, cc. 7-8.
[7] Ib. 9, 1-3
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
Cuarta predicación de Cuaresma
al Papa y a la Curia
«Dios demuestra su amor por nosotros»
Del padre Raniero Cantalamessa
O.F.M.Cap., predicador de la Casa Pontificia
14 abril 2006 (ZENIT.org)
1. «¡Sed, cristianos, más firmes al moveros!»
«Vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana,
sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un
montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus
oídos de la verdad y se volverán a las fábulas» (2 Tm 4,3-4)
Esta palabra de la Escritura --sobre todo la alusión al prurito de
oír cosas nuevas-- se está realizando de modo nuevo e impresionante
en nuestros días. Mientras nosotros celebramos aquí el recuerdo de
la Pasión y Muerte del Salvador, millones de personas son inducidas
por hábiles retocadores de antiguas leyendas a creer que Jesús de
Nazaret nunca fue, en realidad, crucificado. En los Estados Unidos
hay un best seller del momento, una edición del Evangelio
de Tomás, presentado como el evangelio que «nos evita la
crucifixión, hace innecesaria la resurrección y no nos obliga a
creer en ningún Dios llamado Jesús» [1].
«Existe una percepción penosa en la naturaleza humana --escribía
hace años el mayor estudioso bíblico de la historia de la Pasión,
Raymond Brown: cuanto más fantástico es el escenario imaginado, más
sensacional es la propaganda que recibe y más fuerte el interés que
suscita. Personas que jamás se molestarían en leer un análisis serio
de las tradiciones históricas sobre la pasión, muerte y resurrección
de Jesús, son fascinadas por cada nueva teoría según la cual Él no
fue crucificado y no murió, especialmente si la continuación de la
historia incluye su fuga con María Magdalena hacia La India... [o
hacia Francia, según la versión más actualizada]… Estas teorías
demuestran que cuando se trata de la Pasión de Jesús, a pesar de la
máxima popular, la ficción supera la realidad y frecuentemente, se
pretenda o no, es más rentable» [2].
Se habla mucho de la traición de Judas, y no se percibe que se está
repitiendo. Cristo sigue siendo vendido, ya no a los jefes del
Sanedrín por treinta denarios, sino a editores y libreros por miles
de millones de denarios... Nadie conseguirá frenar esta ola
especulativa que, es más, registrará una crecida con la inminente
salida de cierta película; pero habiéndome ocupado durante años de
Historia de los Orígenes Cristianos, siento el deber de llamar la
atención sobre un equívoco descomunal que está en el fondo de toda
esta literatura pseudohistórica.
Los evangelios apócrifos sobre los que se apoya son textos conocidos
de siempre, en todo o en parte, pero con los que ni siquiera los
historiadores más críticos y hostiles hacia el cristianismo pensaron
jamás, antes de hoy, que se pudiera hacer historia. Sería como si
dentro de algún siglo se pretendiera reconstruir la historia actual
basándose en novelas escritas en nuestra época.
El error garrafal consiste en el hecho de que se utilizan estos
escritos para hacerles decir exactamente lo contrario de lo que
pretendían. Estos forman parte de la literatura gnóstica del siglo
II y III. La visión gnóstica --una mezcla de dualismo platónico y de
doctrinas orientales revestida de ideas bíblicas-- sostiene que el
mundo material es una ilusión, obra del Dios del Antiguo Testamento,
que es un dios malo, o al menos inferior; Cristo no murió en la cruz
porque jamás había asumido, más que en apariencia, un cuerpo humano,
siendo éste indigno de Dios (docetismo).
Si Jesús, según el Evangelio de Judas, del que se ha hablado
mucho estos días, ordena Él mismo al apóstol que le traicione es
porque, muriendo, el espíritu divino que está en Él podrá finalmente
liberarse de la implicación de la carne y volver a subir al cielo.
El matrimonio orientado a los nacimientos hay que evitarlo (encratismo);
la mujer se salvará sólo si el «principio femenino» (thelus)
personificado por ella se transforma en el principio masculino, esto
es, si deja de ser mujer [3].
¡Lo cómico es que actualmente hay quien cree ver en estos escritos
la exaltación del principio femenino, de la sexualidad, del pleno y
desinhibido goce de este mundo material, en polémica con la Iglesia
oficial que, con su maniqueísmo, siempre habría conculcado todo
ello! El mismo equívoco que se observa a propósito de la doctrina de
la reencarnación. Presente en las religiones orientales como un
castigo debido a culpas precedentes y como aquello a lo que se
anhela poner fin con todas las fuerzas, aquella es acogida en
occidente como una maravillosa posibilidad de volver a vivir y a
gozar indefinidamente de este mundo.
Son asuntos que no merecerían tratarse en este lugar y en este día,
pero no podemos permitir que el silencio de los creyentes sea tomado
por vergüenza y que la buena fe (¿o la necedad?) de millones de
personas sea burdamente manipulada por los medios de comunicación
sin levantar un grito de protesta en nombre no sólo de la fe, sino
también del sentido común y de la sana razón. Es el momento, creo,
de volver a oír la advertencia de Dante Alighieri:
«Sed, cristianos, más firmes al moveros:
no seáis como pluma a cualquier soplo,
y no penséis que os lave cualquier agua.
Tenéis el antiguo y nuevo Testamento,
y el pastor de la Iglesia que os conduce;
y esto es bastante ya para salvaros…
¡Sed hombres, y no ovejas insensatas!». [4]
2. ¡La Pasión ha precedido a la Encarnación!
Pero dejemos de lado estas fantasías, que tienen todas una
explicación común: estamos en la era de los medios de comunicación,
y a los medios más que la verdad les interesa la novedad.
Concentrémonos en el misterio que estamos celebrando. El mejor modo
de reflexionar, este año, en el misterio del Viernes Santo sería
releer por entero la primera parte de la Encíclica del Papa «Deus
caritas est». Al no poder hacerlo aquí, desearía al menos comentar
algunos pasajes suyos que se refieren más directamente al misterio
de este día. Leemos en la encíclica:
«Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla
Juan, ayuda a comprender lo que ha sido el punto de partida de esta
Carta encíclica: “Dios es amor”. Es allí, en la cruz, donde puede
contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora
qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la
orientación de su vivir y de su amar» [5].
Sí, ¡Dios es amor! Si todas las Biblias del mundo, se ha dicho,
fueran destruidas por alguna catástrofe o furor iconoclasta y
quedara sólo una copia, y también ésta estuviera tan dañada que sólo
quedara una página entera, e igualmente esta página estuviera tan
estropeada que sólo se pudiera leer una línea: si tal línea es la de
la Primera Carta de Juan, donde está escrito: «¡Dios es amor!», toda
la Biblia se habría salvado, porque todo el contenido está ahí.
El amor de Dios es luz, es felicidad, es plenitud de vida. Es el
torrente que Ezequiel vio salir del templo y que, donde llega, sana
y suscita vida; es el agua que sacia toda sed prometida a la
samaritana. Jesús también nos repite a nosotros, como a ella: «¡Si
conocieras el don de Dios!». Viví mi infancia en una casa de campo a
pocos metros de un tendido eléctrico de alta tensión, pero nosotros
vivíamos a oscuras o a la luz de las velas. Entre nosotros y el
tendido estaba el ferrocarril, y, con la guerra en marcha, nadie
pensaba en superar el pequeño obstáculo. Así ocurre con el amor de
Dios: está ahí, al alcance de la mano, capaz de iluminar y caldear
todo en nuestra vida, pero pasamos la existencia en la oscuridad y
el frío. Es el único motivo verdadero de tristeza de la vida.
Dios es amor, y la cruz de Cristo es la prueba suprema de ello, la
demostración histórica. Hay dos modos de manifestar el propio amor
hacia alguien, decía un autor del oriente bizantino, Nicolás
Cabasilas. El primero consiste en hacer el bien a la persona amada,
en hacerle regalos; el segundo, mucho más comprometido, consiste en
sufrir por ella. Dios nos amó en el primer modo, o sea, con amor de
generosidad, en la creación, cuando nos llenó de dones, dentro y
fuera de nosotros; nos amó con amor de sufrimiento en la redención,
cuanto inventó su propio anonadamiento, sufriendo por nosotros los
más terribles padecimientos, a fin de convencernos de su amor [6].
Por ello, es en la cruz donde se debe contemplar ya la verdad de que
«Dios es amor».
La palabra «pasión» tiene dos significados: puede indicar un amor
vehemente, «pasional», o bien un sufrimiento mortal. Existe una
continuidad entre las dos cosas y la experiencia diaria muestra cuán
fácilmente se pasa de una a la otra. Así fue también, y antes que
nada, en Dios. Hay una pasión --escribió Orígenes-- que precede a la
encarnación. Es «la pasión de amor» que Dios desde siempre alimenta
hacia el género humano y que, en la plenitud de los tiempos, le
llevó a venir a la tierra y padecer por nosotros [7].
3. Tres órdenes de grandeza
La encíclica «Deus caritas est» indica un nuevo modo de hacer
apología de la fe cristiana, tal vez el único posible hoy y
ciertamente el más eficaz. No contrapone los valores sobrenaturales
a los naturales, el amor divino al amor humano, el eros al
agapé, sino que muestra su armonía originaria, que siempre hay
que redescubrir y sanar a causa del pecado y de la fragilidad
humana. «El eros --escribe el Papa-- quiere remontarnos “en
éxtasis” hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos,
pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis,
renuncia, purificación y recuperación» [8]. El Evangelio está, sí,
en concurrencia con los ideales humanos, pero en el sentido
literal de que acude a su realización: los sana, los eleva, los
protege. No excluye el eros de la vida, sino el veneno del
egoísmo del eros.
Existen tres órdenes de grandeza, dijo Pascal en un célebre
pensamiento [9]. El primero es el orden material o de los cuerpos:
en él sobresale quien tiene muchos bienes, quien está dotado de
fuerza atlética o de belleza física. Es un valor que no hay que
despreciar, pero el más bajo. Por encima de él está el orden del
genio y de la inteligencia, en el que se distinguen los pensadores,
los inventores, los científicos, los artistas, los poetas. Éste es
un orden de calidad diferente. Al genio no le añade ni le quita nada
ser rico o pobre, guapo o feo. La deformidad física de su persona no
quita nada a la belleza del pensamiento de Sócrates y de la poesía
de Leopardi.
Éste del genio es un valor ciertamente más elevado que el
precedente, pero no aún el supremo. Por encima de él existe otro
orden de grandeza, y es el orden del amor, de la bondad (Pascal lo
llama el orden de la santidad y de la gracia). Una gota de santidad
--decía Gounod-- vale más que un océano de genio. Al santo no le
añade ni le quita nada ser guapo o feo, docto o iletrado. Su
grandeza es de un orden distinto.
El cristianismo pertenece a este tercer nivel. En la novela Quo
vadis, un pagano pregunta al apóstol Pedro, recién llegado a
Roma: «Atenas nos ha dado la sabiduría, Roma el poder; vuestra
religión, ¿qué nos ofrece?». Y Pedro le responde: ¡el amor! [10]. El
amor es lo más frágil que existe en el mundo; se le representa, y lo
es, como un niño. Se le puede dar muerte con muy poco, como --lo
hemos contemplado con horror en Italia en las pasadas semanas-- se
puede hacer con un niño. Sabemos por experiencia en qué se
convierten el poder y la ciencia, la fuerza y el genio, sin el amor
y la bondad...
4. Amor que perdona
«El eros de Dios para con el hombre --prosigue la
encíclica--, es a la vez agapé. No sólo porque se da del todo
gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también porque es
amor que perdona» (n.10).
También esta cualidad resplandece en el grado máximo en el misterio
de la cruz. «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus
amigos», había dicho Jesús en el cenáculo (Jn 15,13). Se desearía
exclamar: Sí que existe, oh Cristo, un amor mayor que dar la vida
por los amigos. ¡El tuyo! ¡Tú no diste la vida por tus amigos, sino
por tus enemigos! Pablo dice que a duras penas se encuentra quién
esté dispuesto a morir por un justo, pero se encuentra. «Por un
hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; más la prueba de
que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores,
murió por nosotros»; «Cristo murió por los impíos en el tiempo
señalado» (Rm 5,6-8).
Sin embargo no se tarda en descubrir que el contraste es sólo
aparente. La palabra «amigos» en sentido activo indica aquellos que
te aman, pero en sentido pasivo indica aquellos que son amados por
ti. Jesús llama a Judas «amigo» (Mt 26,50) no porque Judas le amara,
¡sino porque Él le amaba! No hay mayor amor que dar la propia vida
por los enemigos, considerándoles amigos: he aquí el sentido de la
frase de Jesús. Los hombres pueden ser, o dárselas de enemigos de
Dios; Dios nunca podrá ser enemigo del hombre. Es la terrible
ventaja de los hijos sobre los padres (y sobre las madres).
Debemos reflexionar en qué modo, concretamente, el amor de Cristo en
la cruz puede ayudar al hombre de hoy a encontrar, como dice la
encíclica, «la orientación de su vivir y de su amar». Aquél es un
amor de misericordia, que disculpa y perdona, que no quiere destruir
al enemigo, sino en todo caso la enemistad (Ef 2,16). Jeremías, el
más cercano entre los hombres al Cristo de la Pasión, ruega a Dios
diciendo: «Vea yo tu venganza contra ellos» (Jr 11,20); Jesús muere
diciendo: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc
23,34).
Es precisamente de esta misericordia y capacidad de perdón de lo que
tenemos necesidad hoy, para no resbalar cada vez más en el abismo de
una violencia globalizada. El Apóstol escribía a los Colosenses:
«Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de
entrañas [literalmente] de misericordia, de bondad, humildad,
mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos
mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os
perdonó, perdonaos también vosotros» (Col 3,12-13)
Tener misericordia significa apiadarse (misereor) en
el corazón (cordis) respecto al propio enemigo, comprender de
qué pasta estamos hechos todos y por lo tanto perdonar. ¿Qué podría
ocurrir si, por un milagro de la historia, en Oriente Próximo, los
dos pueblos en lucha desde hace décadas, más que en las culpas
empezaran a pensar los unos en el sufrimiento de los otros, a
apiadarse los unos de los otros? Ya no sería necesario ningún muro
de división entre ellos. Lo mismo se debe decir de muchos otros
conflictos presentes en el mundo, incluidos aquellos entre las
diferentes confesiones religiosas e Iglesias cristianas.
Cuánta verdad en el verso de nuestro Pascoli: «¡Hombres, tened paz!
Que en la prona tierra grande es el misterio» [11]. Un común destino
de muerte se cierne sobre todos. ¡La humanidad está envuelta por
tanta oscuridad e inclinada («prona») bajo tanto sufrimiento que
deberíamos también tener un poco de compasión y de solidaridad los
unos con los otros!
5. El deber de amar
Hay otra enseñanza que nos viene del amor de Dios manifestado en la
cruz de Cristo. El amor de Dios por el hombre es fiel y eterno: «Con
amor eterno te he amado», dice Dios al hombre en los profetas (Jr,
31,3), y también: «En mi lealtad no fallaré» (Sal 89,34). Dios se ha
ligado a amar para siempre, se ha privado de la libertad de volver
atrás. Es éste el sentido profundo de la alianza que en Cristo se ha
transformado en «nueva y eterna».
En la encíclica papal leemos: «El desarrollo del amor hacia sus más
altas cotas y su más íntima pureza conlleva el que ahora aspire a lo
definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica
exclusividad —“sólo esta persona”—, y en el sentido del “para
siempre”. El amor engloba la existencia entera y en todas sus
dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra
manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende
a la eternidad» [12].
En nuestra sociedad se cuestiona cada vez con mayor frecuencia qué
relación puede haber entre el amor de dos jóvenes y la ley del
matrimonio; qué necesidad de «vincularse» tiene el amor, que es todo
impulso y espontaneidad. Así, son cada vez más numerosos quienes
rechazan la institución del matrimonio y optan por el llamado amor
libre o la simple convivencia de hecho. Sólo si se descubre la
relación profunda y vital que hay entre ley y amor, entre decisión e
institución, se puede responder correctamente a esas preguntas y dar
a los jóvenes un motivo convincente para «atarse» a amar para
siempre y no tener miedo a hacer del amor un «deber».
«Sólo cuando existe el deber de amar --apuntó el filósofo
que, después de Platón, ha escrito las cosas más bellas sobre el
amor, Kierkegaard--, sólo entonces el amor está garantizado para
siempre contra cualquier alteración; eternamente liberado en feliz
independencia; asegurado en eterna bienaventuranza contra cualquier
desesperación» [13]. El sentido de estas palabras es que la persona
que ama, cuanto más intensamente ama, más percibe con angustia el
peligro que corre su amor. Peligro que no viene de otros, sino de
ella misma. Bien sabe que es voluble, y que mañana, ¡ay!, podría
cansarse y no amar más, o cambiar el objeto de su amor. Y ya que,
ahora que está en la luz del amor, ve con claridad la pérdida
irreparable que esto comportaría, he aquí que se previene «atándose»
a amar con el vínculo del deber y anclando, de este modo, a la
eternidad su acto de amor, el cual se sitúa en el tiempo.
Ulises deseaba volver a ver su patria y a su esposa, pero tenía que
atravesar el lugar de las sirenas que fascinan a los navegantes con
su canto y les llevan a estrellarse contra las rocas. ¿Qué hizo? Se
hizo atar al mástil de la nave, después de haber tapado con cera los
oídos a sus compañeros. Al llegar a tal lugar, hechizado gritaba
para que le desataran y poder alcanzar a las sirenas, pero sus
compañeros no podían oírle, y así pudo volver a ver su patria y
volver a abrazar a su esposa e hijo [14]. Es un mito, pero ayuda a
entender el porqué, también humano y existencial, del matrimonio
«indisoluble» y, en un plano diferente, de los votos religiosos.
El deber de amar protege al amor de la «desesperación» y lo hace
«feliz e independiente» en el sentido de que protege de la
desesperación de no poder amar para siempre. Dadme un verdadero
enamorado --decía el mismo pensador-- y él os dirá si, en amor,
existe oposición entre placer y deber; si el pensamiento de «deber»
amar para toda la vida procura al amante temor y angustia, o más
bien gozo y felicidad total.
Apareciéndose un día de Semana Santa a la beata Angela de Foligno,
Cristo le dijo una palabra que se ha hecho célebre: «¡No te he amado
en broma!» [15]. Cristo verdaderamente no nos ha amado en broma.
Existe una dimensión lúdica y graciosa en el amor, pero él mismo no
es una broma; es lo más serio y lo más cargado de consecuencias que
existe en el mundo; la vida humana depende de él. Esquilo compara el
amor con un leoncillo que se cría en casa, «dócil y tierno primero
más que un niño», con el que se puede hasta bromear, pero que,
creciendo, es capaz de causar estragos y manchar la casa de sangre
[16].
Estas consideraciones no bastarán para modificar la cultura presente
que exalta la libertad de cambiar y la espontaneidad del momento, la
práctica del «usar y tirar» aplicada también al amor. (Se encargará,
lamentablemente, de hacerlo la vida, cuando al final uno se
encuentre con cenizas en la mano y la tristeza de no haber
construido nada duradero con el propio amor). Pero que por lo menos
sirvan, estas consideraciones, para confirmar la bondad y la belleza
de la propia elección a aquellos que han decidido vivir el amor
entre el hombre y la mujer según el proyecto de Dios y sirvan para
animar a muchos jóvenes a hacer la misma opción.
No nos queda más que entonar con Pablo el himno al amor victorioso
de Dios. Nos invita ha realizar con él una maravillosa experiencia
de sanación interior. Piensa en todas las cosas negativas y en los
momentos críticos de su vida: la tribulación, la angustia, la
persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada. Los
contempla a la luz de la certeza del amor de Dios y grita: «¡Pero en
todo esto salimos vencedores gracias a aquél que nos amó!».
Alza entonces la mirada; desde su vida personal pasa a considerar el
mundo que le rodea y el destino humano universal, y de nuevo la
misma certeza gozosa: «Estoy seguro de que ni la muerte ni la
vida..., ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la
altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá jamás
separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús Señor
nuestro» (Rm 8,37-39).
Recojamos su invitación, en este Viernes de Pasión, y repitamos para
nosotros sus palabras mientras, dentro de poco, adoremos la cruz de
Cristo.
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[1] H. Bloom, en el ensayo interpretativo que acompaña la edición de
M. Meyer, The Gospel of Thomas, HarperSan Francisco, s.d., p.
125.
[2] R. Brown, The Death of the Messiah, II, New York 1998,
pp. 1092-1096.
[3] Ver el logion 114 en el mismo Evangelio de Tomás (ed.
Mayer, p. 63); en el Evangelio de los Egipcios Jesús dice:
«He venido a destruir las obras de la mujer» (Cf. Clemente Al.,
Stromati, III, 63). Esto explica por qué el Evangelio de Tomás
se convierte en el evangelio de los maniqueos, mientras que fue
combatido severamente por los autores eclesiásticos (por ejemplo por
Hipólito de Roma) que defendían la bondad del matrimonio y de la
creación en general.
[4] Paradiso, V, 73-80.
[5] Benedicto XVI, Enc. «Deus caritas est», n.12.
[6] Cf. N. Cabasilas, Vita in Cristo, VI, 2 (PG 150, 645)
[7] Cf. Orígenes, Homilías sobre Ezequiel, 6,6 (GCS, 1925, p.
384 s).
[8] Enc. «Deus caritas est», n.5.
[9] Cf. B. Pascal, Pensieri, 793, ed. Brunschvicg.
[10] Henryk Sienkiewicz, Quo vadis, cap. 33.
[11] Giovanni Pascoli, «I due fanciulli».
[12] Enc. «Deus caritas est», n.6.
[13] S. Kierkegaard, Gli atti dell’amore, I, 2, 40, ed. a
cura di C. Fabro, Milano 1983, p. 177 ss.
[14] Cf. Odisea, canto XII.
[15] Il libro della Beata Angela da Foligno, Instructio 23 (ed.
Quaracchi, Grottaferrata 1985, p. 612).
[16] Eschilo, Agamennone, vv. 717 ss.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
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