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"LA MORAL DICE QUÉ HACER" - La Pascua en la vida
Padre Raniero Cantalamessa, OFM
Tercera meditación de Cuaresma al Santo Padre y a la Curia, 2004
Traducción del original italiano realizada por Zenit
1. De la
fe a las virtudes
La letra te enseña lo ocurrido; lo que debes creer, la alegoría. / La
moral, qué hacer; hacia dónde tender, la anagogía (Littera gesta docet,
quid credas allegoria. / Moralis, quid agas; quo tendas anagogia). Hemos
llegado al tercer nivel de lectura de la Escritura: el moral, que trata
de sacar de la Pascua enseñanzas prácticas para la vida y las
costumbres.
Es importante observar el orden con el que se suceden estos distintos
sentidos de la Biblia: no viene primero la moral y después el misterio,
primero las obras y después la fe, sino al contrario. Se respeta el
principio formulado por San Gregorio Magno: «No se llega de las virtudes
a la fe, sino de la fe a las virtudes» [1].
Lamentablemente en cierto momento este orden se perturba. A algunos
Padres les pareció pedagógicamente más conveniente tratar antes de las
cosas morales y después de las místicas, que son las más elevadas.
Ambrosio propone por lo tanto un nuevo orden: primero, la historia,
segundo la moral, tercero el misterio [2]. Esta tendencia se reforzaba
por el hecho de que se ponía en relación la vida activa con la moral y
la vida contemplativa con el misterio y se sabe cuánto, en la Edad
Media, la contemplación simbolizada por María se consideraba más elevada
que la vida activa representada por Marta. Cuando después se afirmó la
costumbre de dividir la vida espiritual en las tres famosas etapas de
vida purgativa, vida iluminativa y vida mística, la moral que preside la
vida purgativa no podía sino preceder, al comentar la Escritura, la
atención al misterio.
De tal forma, en la práctica, si bien no en teoría, se colocaban las
obras por delante de la fe, la moral por delante del kerygma [3].
También esto contribuirá a crear la situación que dará a Lutero el
pretexto para su contestación radical. Cristo no es para él un modelo a
imitar con la propia vida, sino un don a acoger mediante la fe, y punto.
Nacía la controversia sobre fe y obras, destinada a arrastrase tan
prolongadamente y crear tantas falsas contraposiciones.
Hoy, con el documento común de la Iglesia Católica y la Federación de
las Iglesias Luteranas, se ha llegado, al menos sobre este punto, a un
acuerdo; no o la fe o las obras, sino y la fe y las obras, cada una sin
embargo en el propio orden. En el fondo era lo que había enunciado San
Gregorio Magno con su máxima: «No se llega de las virtudes a la fe, sino
de la fe a las virtudes».
2. Quitad la levadura vieja
Aplicada a la Pascua, la lectura moral tiene detrás una larga historia.
San Pablo escribe a los Corintios: «Purificaos de la levadura vieja,
para ser masa nueva; pues sois ázimos. Porque Cristo, nuestra Pascua, ha
sido inmolado. Así que, celebremos la fiesta, no con vieja levadura, ni
con levadura de malicia e inmoralidad, sino con ázimos de pureza y
verdad» (1 Co 5, 7-8)
Todo parece indicar que el Apóstol escribe estas palabras ante la
inminencia de una fiesta de Pascua, tal vez la del año 57. La
exhortación «así que celebremos la fiesta» se refiere precisamente a la
Pascua que ya no se entiende sólo como recuerdo de la inmolación del
cordero y de la salida de Egipto, sino también y sobre todo como
recuerdo de la inmolación de Cristo. Es el más antiguo testimonio de la
existencia de una Pascua cristiana, «nuestra Pascua».
Esta de San Pablo es por lo tanto la primera predicación «cuaresmal» del
cristianismo y esto la hace aún más actual en este momento. El Apóstol
se basa en la costumbre judía de revisar la casa la víspera de Pascua y
eliminar todo rastro de pan fermentado para ilustrar las implicaciones
morales de la Pascua cristiana. El creyente también debe explorar la
casa interior de su corazón para destruir todo lo que pertenece al viejo
régimen del pecado y de la corrupción.
El desarrollo sucesivo de la doctrina y de la práctica de la Iglesia ha
precisado dónde y cómo esta purificación pascual debe hallar su
actuación concreta, cómo se hace para eliminar «la levadura vieja»: en
el sacramento de la reconciliación. Aplicando a la Pascua el esquema
cuatripartito que seguimos en estas meditaciones, un autor medieval
escribe: «Pascua puede tener un significado histórico, uno alegórico,
uno moral y uno anagógico. Históricamente, la Pascua sucede cuando el
ángel exterminador pasó por Egipto; alegóricamente, cuando la Iglesia,
en el bautismo, pasa de la infidelidad a la fe; moralmente, cuando el
alma, a través de la confesión y la contrición, pasa del vicio a la
virtud; anagógicamente, cuando pasamos de la miseria de esta vida a las
alegrías eternas» [4].
El vínculo estrecho entre Pascua y confesión fue confirmado
canónicamente por el Concilio Lateranente IV de 1215 que prescribió
confesar y comulgar al menos en Pascua [5]. En la Novo millennio ineunte,
el Santo Padre exhorta a «proponer de modo persuasivo y eficaz la
práctica del sacramento de la reconciliación» [6]. No sé si lograré
hacerlo «de modo persuasivo y eficaz»; sin embargo deseo recoger
igualmente la invitación y decir algo que acreciente en nosotros el
deseo de una buena confesión pascual.
Digamos ante todo que el sacramento de la reconciliación no es el único
medio que tenemos a disposición en la lucha diaria contra el pecado. Los
Padres y los doctores de la Iglesia han reconocido a la Eucaristía una
eficacia general para la liberación del pecado [7]. La sangre de Cristo
que en ella recibimos «purifica nuestras conciencias de las obras de
muerte», nos asegura la Carta a los Hebreos (Hb 9, 14). «Cada vez que
bebes esta sangre –escribe San Ambrosio— recibes la remisión de los
pecados y te embriagas de Espíritu», y también: «Este pan es la remisión
de los pecados» [8]. Antes de distribuir la comunión, la liturgia hace
decir al celebrante: «Este es el Cordero de Dios que quita los pecados
del mundo». También la invocación del Padre Nuestro «Perdona nuestras
ofensas», según los Padres, es un medio para obtener el perdón de los
pecados.
Sabemos no obstante que el medio ordinario y necesario para obtener el
perdón de los pecados graves cometidos después del bautismo es el
sacramento de la reconciliación. Este es también un medio excelente para
librarse de los pecados veniales y de los defectos ordinarios. No es
necesario repetir aquí los principios históricos y teológicos relativos
a este sacramento que todos conocemos y que la exhortación post-sinodal
sobre «Reconciliación y penitencia» de 1984 ha ilustrado ampliamente.
Sólo algunas reflexiones de carácter existencial y espiritual.
La confesión es el momento en que la dignidad de cada creyente es
afirmada más claramente. En cualquier otro momento de la vida de la
Iglesia el creyente es uno entre tantos: uno de los que escuchan la
Palabra, uno de los que reciben la Eucaristía. Aquí él es único; la
Iglesia existe en ese momento sólo para él o para ella.
Esta forma de liberarse del pecado confesándolo a Dios a través de su
ministro se corresponde con la necesidad natural de la psiquis humana de
liberarse de lo que oprime la conciencia manifestándolo, sacándolo a la
luz y expresándolo verbalmente. El Salmo 32 describe la felicidad que
brota de tal experiencia.
¡Dichoso el que es perdonado de su culpa,
y le queda cubierto su pecado!...
Cuando yo me callaba, su sumían mis huesos
en mi rugir de cada día,
mientras pesaba, día y noche,
tu mano sobre mí;
mi corazón se alteraba como un campo
en los ardores del estío.
Mi pecado te reconocí,
Y no oculté mi culpa;
dije: «Me confesaré
al Señor de mis rebeldías».
Y tu absolviste mi culpa,
perdonaste mi pecado.
3. Renovar el sacramento en el Espíritu
Si queremos sin embargo que este sacramento (la Confesión. Ndr) sea
verdaderamente eficaz en la lucha contra el pecado, su modo de
administrarlo y recibirlo debe ser renovado en el Espíritu, como
cualquier otra cosa en la Iglesia. El vínculo entre Espíritu Santo y
perdón de los pecados está en las palabras mismas de institución de este
sacramento: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados,
les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos»
(Jn 20, 22 ss).
Una antigua oración litúrgica dice: «Te rogamos Señor: que el Espíritu
Santo sane nuestras almas con los divinos sacramentos, porque Él mismo
es la remisión de todos los pecados» [9]. Esta audaz afirmación se
inspira en San Ambrosio. «En la remisión de los pecados –escribe el
santo--, los hombres desempeñan un ministerio, pero no ejercen potestad
propia alguna, puesto que es por el Espíritu Santo que los pecados son
perdonados» [10].
Uno de los símbolos del Espíritu Santo es el fuego: «Él os bautizará en
Espíritu Santo y fuego» (Mt 3, 11); «Se les aparecieron unas lenguas
como de fuego... quedaron todos llenos del Espíritu Santo» (Hch 2, 4).
El fuego purifica. También el agua simboliza con frecuencia la
purificación, pero con una diferencia: el agua purifica la superficie de
las cosas, el fuego también el interior, penetra entre fibra y fibra y
libera de la escoria. Para purificar el oro no basta con lavarlo, hay
que pasarlo por el crisol.
Esto hace el Espíritu Santo en el sacramento de la reconciliación. Él
libera la imagen de Dios de las incrustaciones del pecado y le devuelve
su esplendor original. Hablando de la brasa encendida que purifica los
labios de Isaías (Cf. Is 6, 6), San Ambrosio escribe: «Aquel fuego era
figura del Espíritu Santo que descendería tras la ascensión del Señor
para perdonar los pecados de todos y para inflamar, como fuego, el alma
y la mente de los fieles» [11].
Renovar el sacramento en el Espíritu quiere decir vivir la confesión no
como un rito, una costumbre o una obligación canónica que hay que
cumplir, sino como un encuentro personal con el Resucitado que nos
permite, como a Tomás, tocar sus llagas, sentir en nosotros la fuerza
sanadora del su sangre y gustar «el gozo de estar salvados». La
confesión nos permite experimentar en nosotros lo que la Iglesia canta
la noche de Pascua en el Exultet: «¡Oh feliz culpa que nos ha merecido
tal Redentor!». ¡Jesús sabe hacer de todas las culpas humanas, una vez
reconocidas, «felices culpas», culpas que ya no se recuerdan más sino
por la experiencia de misericordia y de ternura divina de la que han
sido ocasión!
Un milagro mayor que decir a un paralítico: «Levántate y anda» sucede en
cada absolución (Cf. Mc 2, 9). Sólo la omnipotencia divina puede crear
de la nada lo que no es, y reducir a la nada lo que es, y esto es lo que
ocurre en la remisión de los pecados. En ella se realiza de hecho lo que
sucede de derecho en la cruz: es «destruido el cuerpo del pecado»,
literalmente «aniquilado» (Rm 6, 7).
El sacramento de la confesión pone a nuestra disposición un medio
excelente e insuperable para hacer siempre de nuevo la experiencia de la
justificación gratuita a través de la fe. Nos da la posibilidad de
realizar cada vez el «maravilloso intercambio» por el que nosotros damos
a Cristo nuestros pecados y Él nos da a nosotros su justicia. Después de
cada buena confesión, somos el publicano que sólo por haber dicho: «¡Oh
Dios, ten piedad de mí, pecador!», vuelve a casa justificado, perdonado,
transformado en criatura nueva.
Recibida la absolución, debemos estar atentos para no repetir el error
de los nueve leprosos que ni siguiera se dieron la vuelta para dar
gracias. Miremos qué hace en el mosaico de esta capilla la pecadora a la
que mucho le ha sido perdonado: con qué infinita devoción y conmoción se
agacha a lavar y besar los pies de Jesús y secarlos con sus cabellos.
También nosotros, después de cada confesión, podemos correr a la casa
donde Jesús está en un banquete –acudir a la Eucaristía o ante el
Santísimo— y dar salida a nuestra conmovida gratitud.
Renovar el sacramento en el Espíritu significa, además, revisar cada
cierto tiempo también el objeto de nuestras confesiones. Existe el
peligro de detenerse en esquemas de examen de conciencia aprendidos de
jóvenes y seguir con ellos toda la vida, mientras las situaciones han
cambiado y nuestros verdaderos pecados ya no son los mismos de entonces.
A veces, cuando no hay pecados graves que confesar, creo que conviene
dejar aparte todos nuestros esquemas y, preparándonos para la confesión,
hacer con Jesús un diálogo de este tipo: «Jesús, en confianza sólo entre
Tú y yo: ¿qué es lo que en este tiempo te ha desagradado más de mí, qué
verdaderamente te ha entristecido y ofendido?». En general, la repuesta
a esta pregunta no se hace esperar... Una vez obtenida, hay que ir
directamente a la cuestión y no sepultar en la confesión aquello bajo
una avalancha de otros defectos habituales.
4. Penitentes y confesores
Muchos de nosotros aquí presentes no somos sólo penitentes, sino también
confesores; no recibimos sólo el sacramento de la reconciliación, sino
que también lo administramos. La renovación del sacramento no se refiere
sólo al modo de recibirlo, sino también al modo de administrarlo. Me
permito de hacer humildemente alguna reflexión al respecto.
La Iglesia latina ha intentado explicar este sacramento con la idea
jurídica de un proceso del que se sale absuelto, o no absuelto. En este
proceso el ministro reviste la función de juez. Esta visión, si se
acentúa unilateralmente, puede tener consecuencias negativas. Se hace
difícil reconocer en el confesor a Jesús. En la parábola del hijo
pródigo el padre no se comporta como un juez, sino precisamente como
padre; antes aún de que el hijo haya terminado de hacer su confesión, le
abraza y ordena la fiesta. El Evangelio es el verdadero «manual para
confesores»; el Derecho Canónico está para servirlo, no para
sustituirlo.
Jesús no empieza a preguntar en tono perentorio a la adúltera, a Zaqueo
y a todos los pecadores que encuentra «el número y la especie» de los
pecados: «¿Cuántas veces? ¿Con quién? ¿Dónde?». Se preocupa ante todo de
que la persona experimente la misericordia, la ternura y también el gozo
de Dios al acoger al pecador. Sabe que tras esta experiencia será el
propio pecador quien sienta la necesidad de una confesión cada vez más
completa de las culpas. En toda la Biblia vemos en acto la pedagogía de
Dios de no pedir al hombre todo e inmediatamente en materia de moral,
sino sólo aquello que, por el momento, está en grado de comprender.
Pablo habla de una «divina paciencia» al respecto (Cf. Rm 3, 26). Lo
esencial es que haya un inicio de verdadero arrepentimiento y la
voluntad de cambiar y reparar el mal hecho.
El Papa ha dado un fuerte signo en este sentido, y no sólo con la
Encíclica «Dives in misericordia». En 1983, mientras se celebraba el
Sínodo de los Obispos sobre «Penitencia y reconciliación», quiso
proclamar santo, en presencia de todo el Sínodo, al beato Leopoldo
Mandić, el humilde capuchino que había pasado la vida confesando.
Es célebre la afabilidad, el amor, el aliento con que San Leopoldo
acogía y se despedía de cada penitente. A quien le reprochaba que era
«demasiado bueno» y que Dios le pediría cuentas de su excesiva
liberalidad con los penitentes, respondía: «No hemos sido nosotros
quienes hemos muerto por las almas, sino que ha derramado Él su sangre
divina. Debemos por lo tanto tratar a las almas como nos ha enseñado Él
con su ejemplo. Si el Señor me reprochara por excesiva liberalidad,
podría decirle: “¡Señor bendito, este mal ejemplo me lo habéis dado
Vos!”» [12] .
Los frutos dan testimonio de la bondad de esta forma suya de administrar
el sacramento. A medio siglo de distancia, aún se hallan en Italia
personas que atribuyen a él su regreso a la Iglesia. Es cierto que junto
a San Leopoldo, tiernísimo en la confesión, está en la misma orden San
Pío de Pietrelcina, del que son conocidos los modos a veces ásperos de
acoger y despedirse de los penitentes; pero para imitarle en ello habría
que estar seguro de tener el mismo don que poseía él de unir de esta
forma aún más estrechamente hacia sí a las almas y hacerlas volver a su
confesionario inmediatamente después, con disposiciones de corazón
transformadas.
Presentando un libro sobre San Leopoldo, el entonces cardenal prefecto
de la Congregación de los Santos, Pietro Palazzini, escribía: «Si hay
personas que tienen la obligación primaria de salvar la confesión de la
crisis que parece amenazarla, éstas son ante todo los sacerdotes... Si
acaso el alejamiento de los fieles de este humanísimo y consolador
sacramento ocurriera con independencia de otras causas, ello sería
doloroso...; pero no lo sería nunca como en el caso de que ello
dependiera de los ministros» [13]. No es raro dar con personas que se
han alejado de la confesión durante años y a veces durante toda la vida
por un encuentro traumático ocurrido la última vez que se habían
acercado al sacramento.
La administración de la penitencia puede transformarse para un confesor
en una ocasión de conversión y de gracia, como lo es para un predicador
el anuncio de la Palabra de Dios. En los pecados del penitente reconoce
sin dificultad, tal vez en formas distintas, los propios pecados, y
mientras oye una confesión no puede menos que decir para sí: «Señor,
también yo, también yo he hecho lo mismo, ten piedad también de mí».
¡Cuántos pecados, nunca incluidos en los exámenes de conciencia propios,
se descubren oyendo los pecados de los demás! A algún penitente más
afligido, San Leopoldo decía para alentarle: «Estamos aquí dos
pecadores: ¡que Dios tenga piedad de nosotros!» [14].
Termino esta meditación con una poesía de Paul Claudel que describe la
confesión con las mismas imágenes con las que la liturgia celebra la
resurrección de Cristo. Ésta nos hace desear el gozo de llegar a la
Pascua renovados en el espíritu por una buena confesión:
«¡Dios mío, he resucitado y estoy otra vez Contigo!
Dormía y estaba tumbado como un muerto en la noche.
Dios dijo: Hágase la luz y me he despertado
¡Como se lanza un grito!
¡He resucitado y me he despertado,
estoy en pié y comienzo el día que empieza!
Padre mío que me has creado antes de la aurora,
me pongo en Tu presencia,
Mi corazón está libre y mi boca es clara,
el cuerpo y el espíritu están en ayuno.
Estoy absuelto de todos mis pecados
Que he confesado uno por uno.
El anillo nupcial está en mi dedo y mi rostro está limpio.
Soy como un ser inocente en la gracia
Que me has concedido» [15].
¡Feliz y Santa Pascua!
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1 S. Gregorio Magno, Homilías sobre Ezequiel, II, 7 (PL 76, 1018).
2 S. Ambrosio, Comentario al Evangelio de Lucas, III, 35 (PL 15, 1603):
historiam , mores, mysterium.
3 Cf. H. de Lubac, Exégèse médiévale, cit., I,2, p.413.
4 Sicardo de Cremona, Mitral, VI, 15 (PL 213, 543).
5 Cf. Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bologma 1973, p. 245
6 Novo millennio ineunte, 37.
7 Cf. S. Tomás de Aquino, S. Th. III, q. LXXIX, aa.3-6).
8 S. Ambrosio, De sacr. V,3,17 (CSEL 73, p. 65); De ben. Patr. 9,39 (CSEL
32,2, p.147).
9 Misal Romano, martes después de Pentecostés
10 S. Ambrosio, Sobre el Espíritu Santo, III, 137.
11 S. Ambrosio, Sobre los deberes, III, 18, 103 (PL 16, 174).
12 Textos citados en Lorenzo de Fara, Leopoldo Mandić. La humanidad, la
santidad. Padua 1987, pp. 103 s.
13 Card. Pietro Palazzini, Presentación del libro En nombre de la
misericordia. S. Leopoldo Mandić y la confesión hoy, Padua 1990.
14 Cf. Lorenzo de Fara, cit., p. 106.
15 P. Claudel, Corona benignitatis anni Dei, Oeuvres poétiques, París
1976, p. 377.