"La letra narra lo ocurrido" - La Pascua de la historia
Padre Raniero Cantalamessa, OFM al Papa y a la
Curia
Primera meditación de Cuaresma al Santo Padre y a la Curia, 2004
Traducción del original italiano realizada por Zenit
En toda la
tradición cristiana se ha dado una doble manera de leer las Escrituras,
resumida en letra y Espíritu. Letra quiere decir el sentido literal o el
hecho histórico narrado; Espíritu indica el misterio escondido en el
hecho histórico que se comprende sólo a través de la fe. Dentro del
sentido espiritual, se han distinguido, a su vez, tres niveles de
significado: el significado cristológico que subraya la referencia a
Cristo y a la Iglesia, el significado moral que se refiere al actuar
cristiano, y el significado escatológico que se refiere al cumplimiento
final.
Este esquema cuatripartito ha sido resumido en un dístico famoso: «Littera
gesta docet, quid credas allegoria. / Moralis, quid agas; quo tendas
anagogia». La letra te enseña lo ocurrido; lo que debes creer, la
alegoría. / La moral enseña qué es lo que hay que hacer; hacia dónde
tender, la anagogía.
Esta manera de acercarse a la Escritura despliega toda su pertinencia y
fecundidad cuando se aplica a la Pascua. Un autor medieval lo hace en
estos términos: «La Pascua puede tener un significado histórico, uno
alegórico, uno moral y uno anagógico. Históricamente, la Pascua ocurrió
cuando el ángel exterminador pasó por Egipto; alegóricamente, cuando la
Iglesia, en el bautismo, pasa de la infidelidad a la fe; moralmente,
cuando el alma, a través dela confesión y la contrición, pasa del vicio
a la virtud; anagógicamente, cuando pasamos de la miseria de esta vida a
los gozos eternos» (Sicardo de Cremona, «Mitral», VI, 15 (PL 213, 543).
En las meditaciones cuaresmales de este año quisiera explorar el sentido
de la Pascua de Cristo, siguiendo este método que procede de la
tradición más constante de la Iglesia. Dado que sólo tenemos a nuestra
disposición tres momentos (el viernes 19 de marzo es la fiesta de san
José), tendremos que renunciar a tratar el último sentido, el anagógico,
que nos invita a tender hacia la Pascua eterna del cielo. Lo dejaremos
para la meditación personal.
En esta primera meditación reflexionemos sobre la dimensión histórica de
la Pascua, es decir, sobre los acontecimientos en los que encuentra su
origen. Si habláramos de la Pascua en general, la «letra» que habría que
examinar serían las narraciones del Éxodo, que hablan de la inmolación
del cordero en Egipto; concentrándonos en la Pascua cristiana, la
«letra» son las narraciones de la pasión y resurrección de Cristo.
1. La letra, ¿narra verdaderamente lo ocurrido?
En este sentido, surge una pregunta muy actual: la letra, ¿refiere
verdaderamente, en este caso, a «los hechos», como dice el dístico
antiguo, o más bien ofrece una versión «tendenciosa» de ellos, que
responde a fines apologéticos? Como reacción a una reciente película
sobre la Pasión de Cristo, se ha difundido en este sentido una opinión
que no puede dejarse sin respuesta.
La tesis adoptada por revistas de difusión mundial y divulgada en Italia
incluso por un telediario de la noche, es, en resumidas cuentas, la
siguiente. Atenerse estrictamente a las narraciones evangélicas en la
manera de representar la pasión significa ignorar los resultados de la
ciencia exegética moderna. Ésta afirma que, al contar los hechos, Marcos
y, detrás de él los demás evangelistas, han atribuido la responsabilidad
de la muerte de Cristo a los judíos para ganarse el favor del poder
político romano y tranquilizarlo ante la nueva religión. En realidad, el
motivo principal de la condena de Jesús fue de carácter político y no
religioso, es decir, a causa de la amenaza que él constituía para el
orden establecido (Cf. John Meacham, «Who killed Jesus?» --¿Quién mató a
Jesús?»--, en «Newsweek», 16 de febrero de 2004, páginas 49-57).
Hay que decir, ante todo, que independientemente de cuál sea la
explicación que se dé de las circunstancias externas y de las
motivaciones jurídicas de la muerte de Cristo, éstas no afectan en lo
más mínimo al sentido real de su muerte, que depende de lo que él
pensaba, y no de lo que pensaban los demás. Y el sentido que él daba a
su muerte lo dejó claro anticipadamente, en el momento de la institución
de la Eucaristía: «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo,
que será entregado por vosotros».
Una vez hecha esta aclaración, hay que observar sin embargo la seriedad
de lo que nos estamos jugando con estas discusiones. La fe cristiana es
una fe basada en la historia; la compatibilidad con la historia no es
menos necesaria que la compatibilidad con la razón. No es suficiente
decir que los evangelios «no nos han caído del cielo ya perfectamente
redactados, sino que son producidos por manos y corazones humanos»,
sometidos a condicionamientos y prejuicios. Esto lo admite hoy todo
cultor serio de los estudios bíblicos. El problema consiste en saber si
son narraciones honestas o no; si el prejuicio es inconsciente, o si es
una tesis conscientemente asumida y llevada adelante según su antojo.
Dado que afronté este problema cuando enseñaba historia de los orígenes
cristianos en la Universidad Católica de Milán (Cf. Los resultados de la
investigación en "Los primeros cristianos, la política y el estado» [«I
primi cristiani, la politica e lo stato»], «Vita e Pensiero» [año 54,
n.6, noviembre-diciembre de 1972], en particular «Jesús y la revolución»
[«Gesù e la rivoluzione»], pp. 5-18 y «Diez años de estudios sobre el
proceso de Jesús y sobre Jesús y los zelotes» [«Dieci anni di studi sul
processo di Gesù e su Gesù e gli zeloti»], pp. 108-136), me parece que
es mi deber ofrecer una pequeña contribución para aclarar esta
discusión. Hay que negar enérgicamente que la investigación histórica
moderna haya llegado a conclusiones diferentes de las que se sacaban de
la lectura de los Evangelios sobre la condena de Cristo.
La tesis de la motivación esencialmente política de la condena de Cristo
surgió en los últimos cincuenta años por dos preocupaciones y tuvo dos
razones de ser. La primera, fue el epílogo trágico del antisemitismo con
el Holocausto, la segunda la afirmación en los años sesenta y setenta de
la así llamada teología de la revolución. Si no se quería que Che
Guevara conquistar el lugar de Cristo en el corazón de las nuevas
generaciones, no quedaba otra solución que hacer de él su discípulo. Los
dos puntos de vista, por caminos diferentes, llegaban esencialmente a
una conclusión común: Jesús fue un simpatizante del movimiento zelote,
que buscaba levantar con la fuerza el yugo de la dominación romana y de
las clases ricas locales que lo apoyaban. Se veían pruebas de esto en el
hecho de que uno de sus discípulos se llamaba Simón «Zelotes» (con este
mismo razonamiento se podía defender la tesis de que Jesús colaboraba
con los romanos, habiendo llamado a su seguimiento a Mateo el
«Publicano»), o el apodo de Judas «Iscariote», que podía ser una
deformación de «Sicariote», el nombre con el que se designaba al ala más
radical del partido zelote, así como otros hechos, como la expulsión del
templo de los mercaderes, la entrada triunfal en Jerusalén, la
multiplicación de los panes y el intento de hacerle rey...
En pocos años, la tesis del Jesús revolucionario ha sido abandonada como
algo imposible de sostener. Terminaba por atribuir a Jesús precisamente
la idea de un Mesías que se impone con la fuerza sobre esa misma fuerza
contra la que lucho durante toda su vida. Ha quedado en pie, sin
embargo, la otra tesis, sugerida por el deseo de quitar todo pretexto al
antisemitismo.
Se trata de una preocupación justa, pero es sabido que el daño más grave
que se le puede hacer a una causa justa es el de defenderla con
argumentos equivocados. La lucha contra el antisemitismo tiene que
basarse sobre un fundamento más seguro que el de una hipótesis
discutible como ésta. El Concilio Vaticano II lo formula así: «Aunque
las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de
Cristo, sin embargo, lo que en su Pasión se hizo, no puede ser imputado
ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los
judíos de hoy» («Nostra aetate», 4).
En esta afirmación se da una cierta convergencia con la misma tradición
judía del pasado. De las noticias sobre la muerte de Jesús, presentes en
el «Talmud» y en otras fuentes judías (si bien tardías e históricamente
contradictorias) surge un elemento: la tradición judía nunca ha negado
una participación de las autoridades de la época en la condena de
Cristo. No fundamentó su defensa negando el hecho; en todo caso, negó
que desde el punto de vista judío constituyera un delito o que su
condena haya sido injusta (Cf. J. Blinzler, «El proceso de Jesús» --«Il
Processo di Gesù», Brescia 1966, pp.32 ss).
Esta versión es compatible con la de las fuentes del Nuevo Testamento
que, si bien por una parte destacan la participación de las autoridades
judías en la condena de Cristo, por otra la excusan, atribuyéndola a la
ignorancia (Cf. Lucas 23,34; Hechos 3, 17; 1 Corintios 2,8). Sólo Dios,
que escruta los corazones, sabe hasta qué punto esta ignorancia se debió
a la objetiva dificultad para reconocer como verdadera la reivindicación
mesiánica de Cristo o a motivos menos excusables (Juan 5, 44 menciona
entre éstos la búsqueda de la gloria humana) y ninguno de nosotros puede
dar un juicio definitivo, ni sobre Judas, ni sobre Caifás, ni sobre
Pilatos.
Se llega así a una constatación fundamental: ninguna fórmula de fe del
Nuevo Testamento y de la Iglesia dice que Jesús murió «a causa de los
pecados de los judíos»; todas dicen que «murió a causa de "nuestros"
pecados», es decir, de los pecados de todos.
El falta de responsabilidad del pueblo judío en cuanto tal en la muerte
de Jesús se debe a una certeza bíblica que los cristianos tienen en
común con los judíos, pero que por desgracia por muchos siglos ha sido
olvidada por motivos extraños: «El que peque es quien morirá; el hijo no
cargará con la culpa de su padre, ni el padre con la culpa de su hijo»
(Ezequiel 18, 20). La doctrina de la Iglesia reconoce un solo pecado que
se transmite por herencia de padres a hijos, el pecado original.
Si se consideraba a los judíos de las generaciones futuras responsables
de la muerte de Cristo, por el mismo motivo se debería haber considerado
como responsables y acusar de deicidio a los romanos de las generaciones
futuras, incluidos los papas de familias romanas, pues está claro que,
desde el punto de vista jurídico, la condena de Cristo y su ejecución
(la forma de la crucifixión lo confirma) deben imputarse en último
término a la autoridad romana.
Como creyentes, quizá tenemos que superar la afirmación de la no
culpabilidad del pueblo judío y ver en el sufrimiento injusto que por
este motivo ha sufrido en la historia como algo que le pone de parte del
Siervo sufriente de Dios y, por tanto, para nosotros cristianos, de
parte de Jesús. Edith Stein había comprendido en este sentido el drama
que se estaba gestando para ella y para su pueblo en la Alemania de
Hitler: «Allí, bajo la cruz, comprendí el destino del pueblo de Dios.
Pensé: aquellos que saben que esta es la cruz de Cristo tienen el deber
de cargar con ella, en nombre de todos los demás».
En vez de hablar de la responsabilidad del pueblo judío por la muerte de
Cristo se debería hablar de la responsabilidad del pueblo cristiano por
la muerte de los judíos. Es lo que Juan Pablo II hizo en el mes de marzo
del año jubilar, al poner en una fisura del muro de las lamentaciones de
Jerusalén la petición de perdón por los sufrimientos causados por los
cristianos al pueblo de Israel.
Un comunicado del Congreso Judío de Canadá dice que la película de
Gibson puede convertirse, si queremos, en una «oportunidad» para judíos
y cristianos para avanzar en el camino de la reconciliación y de la
amistad. Para mí, y estoy seguro que para muchos cristianos, todo lo que
se ha escrito sobre esta película (la película no, pues no la he visto)
ha servido para aumentar el sentimiento de la inmensa gratitud que
debemos al pueblo judío por haber dado al mundo a Jesús de Nazaret y por
el precio incalculable que ha tenido que pagar a causa de este don.
2. ¿Podemos seguir creyendo todavía en las narraciones de la
pasión?
Una vez dejado claro el rechazo del antisemitismo, podemos volver a
afrontar la cuestión del carácter atendible de las narraciones de la
pasión, la única que nos interesa en esta sede. Quisiera hacer presentes
algunos hechos que inducen a tomar con mucha cautela la tesis, según la
cual, han sido escritos con la preocupación de tranquilizar a las
autoridades del imperio sobre los cristianos.
Esta tesis acaba colocando los escritos apostólicos en el mismo género
literario de las Apologías, dirigidas por autores cristianos del siglo
II a los emperadores romanos para convencerles de la bondad de su
religión. Se olvida que surgieron para el uso interno de la comunidad
cristiana, sin pensar en lectores ajenos a ella y de hecho nunca lo
fueron. (El primer autor pagano que demuestra haber leído las fuentes
cristianas es Celso, en el siglo II, y no precisamente por motivos
políticos).
Sabemos que las narraciones de la pasión, en unidades más breves y en
forma oral, circulaban en las comunidades ya mucho antes de la redacción
final de los evangelios, incluido el de Marcos. Pablo, en su carta más
antigua, escrita en torno al año 50, ofrece la misma versión fundamental
de los evangelios sobre la muerte de Cristo (Cf. 1 Tesalonicenes 2,15).
Sobre los hechos acaecidos en Jerusalén poco antes de su llegada a la
ciudad debía haber sido informado mejor que nosotros, modernos, pues al
inicio había defendido los motivos de esta condena.
Durante esta fase más antigua, el cristianismo se consideraba todavía
destinado principalmente a Israel; las comunidades en las que se habían
formado las primeras tradiciones estaban constituidas en su mayoría por
judíos convertidos; Mateo se preocupa por mostrar que Jesús vino para
dar cumplimiento a la ley, no para abolir la ley. Si se hubiera dado,
por tanto, una preocupación apologética, ésta hubiera debido llevar a
presentar la condena de Jesús como una obra más bien de paganos que de
las autoridades judías, con el fin de tranquilizar a los judíos de
Palestina y de la diáspora.
Muchos de los equívocos surgen por el hecho de que proyectamos al inicio
de la Iglesia la situación posterior de contraposición entre judíos y
cristianos, mientras que, hasta la afirmación de comunidades compuestas
en su mayoría por gentiles, se daba otro tipo de contraposición, es
decir, judíos creyentes (en Cristo) y judíos no creyentes en él La
distinción se daba dentro de la común identidad judía. Los discípulos de
Jesús podían decir con Pablo: «¿Son judíos? ¡También yo!». Esto da un
sentido totalmente diferente a la polémica antijudía de los autores del
Nuevo Testamento con respecto a la del cristianismo posterior, al igual
que son totalmente diferentes los ataques contra el pueblo de Israel de
Moisés y de los profetas a los lanzados por ciertos Padres de la Iglesia
o por Lutero.
Por otra parte, cuando Marcos y los demás evangelistas escriben su
evangelio ya se había dado la persecución de Nerón; esto debería haber
llevado a ver en Jesús la primera víctima del poder romano y en los
mártires cristianos víctimas que habían sufrido la misma suerte del
Maestro. Se da una confirmación de esto en el Apocalipsis, escrito tras
la persecución de Domiciano, durante la cual Roma fue objeto de un
ataque feroz («Babilonia», la «Bestia», la «prostituta») a causa de la
sangre de los mártires (Cf. Apocalipsis. 13 ss.).
No es posible leer las narraciones de la Pasión ignorando todo lo que
las precede. El evangelio atestigua, en cierto sentido en cada página,
un contraste religioso creciente entre Jesús y un grupo influyente de
judíos (fariseos, doctores de la ley, escribas) sobre la observancia del
sábado, sobre la actitud hacia los pecadores y los publicanos, sobre lo
puro y lo impuro. J. Jeremias demostró la motivación antifarisea que se
da en casi todas las parábolas de Jesús (Cf. J. Jeremias, «Die
Gleichnisse Jesu», Gottingen 1962). No es posible eliminar esta premisa
sin desintegrar completamente los evangelios y hacerlos incomprensibles.
Una vez demostrada esta confrontación, ¿cómo es posible no pensar que no
desempeñó un papel en el momento del ajuste final de cuentas y que las
autoridades judías se decidieron a denunciar a Jesús a Pilatos sólo por
miedo a una intervención armada de los romanos, como si lo hicieran de
mala gana?
Uno de los argumentos más aducidos contra la veracidad de las
narraciones evangélicas es la imagen que nos ofrecen de un Pilatos
sensible a razones de justicia, que se preocupa por la suerte de un
desconocido judío, pues se sabe que era un tipo duro y cruel, capaz de
ahogar en la sangre el indicio más mínimo de revuelta.
Aquí se da una equivocación. Pilatos no trata de salvar a Jesús por
compasión por la víctima, sino únicamente por el espíritu de revancha
contra sus acusadores con los cuales tenía lugar una guerra de sordos
desde su llegada a Judea. Si los primeros cristianos se equivocaron en
algo fue en atribuir la decisión de Pilatos a sentimientos de justicia y
de piedad por Jesús (para Tertuliano era cristiano en secreto y ¡la
Iglesia copta lo ha canonizado junto a su mujer!). En realidad, lo que
le movía era únicamente la voluntad de no dar ninguna satisfacción a sus
odiados jefes judíos. Si se lee con un mínimo de psicología el diálogo
entre él y los acusadores de Jesús, es posible darse cuenta de que los
evangelistas también se dieron cuenta de esta motivación.
Como conclusión, hay que decir que la discusión sobre los motivos de la
condena de Cristo en los años posteriores a la segunda guerra mundial ha
producido una avalancha de hipótesis críticas, que con frecuencia están
en mutua contradicción, pero no ha logrado el consenso de la mayoría de
los historiadores en ningún aspecto importante. Cada vez que se quería
eliminar una dificultad, surgían racimos de otras nuevas. Alguien, por
ejemplo, trató de eliminar el proceso ante el Sanedrín por considerarlo
como antihistórico, pero pronto fue posible darse cuenta de que de este
modo ya no se podía explicar el episodio seguramente histórico de la
negación de Pedro, intrínsecamente ligado al momento y al lugar de ese
proceso.
Las narraciones evangélicas presentan, sin duda, numerosas discrepancias
en los detalles y puntos oscuros pero, si se presta atención, esto
confirma su carácter «ingenuo», narraciones surgidas de la vida y de los
recuerdos de personas diferentes, que no buscan demostrar una tesis. Un
índice de honestidad de las narraciones de la Pasión lo constituye el
papel que desempeñan sus mismo autores: uno lo reniega; otro lo
traiciona, y todos huyen ignominiosamente en el momento crucial. No se
equivocaba totalmente el biblista Lucien Cerfaux cuando decía: «Estamos
persuadidos de que la manera más sencilla del Evangelio es también la
más científica» (Cf. L. Cerfaux, «Jésus aux origines de la tradition»,
Lovaina, 1968, traducción italiana, Roma 1970, p. 15).
Esto deja abierta la cuestión sobre el uso que se hace del material
evangélico. El hecho de que en el pasado se haya utilizado de manera
impropia, con tergiversaciones antijudías, es algo reconocido hoy por
todos y firmemente condenado por la Iglesia en apropiados documentos. A
la luz de las observaciones hechas, podemos decir lo siguiente: una
representación de la pasión debe reprobarse si lleva a creer que todos
los judíos de la época y los que vinieron después son responsables de la
muerte de Cristo; no se puede acusar de haber traicionado la verdad
histórica si se limita a mostrar que un grupo influyente de ellos tuvo
un papel determinante.
3. Jesús callaba
Si bien sigue habiendo disparidad de opiniones sobre el papel y la
conducta de los diferentes personajes y poderes involucrados en la
pasión de Cristo, gracias a Dios hay unanimidad sobre su conducta.
Dignidad sobrehumana, calma, libertad absoluta. Ni un solo gesto o
palabra que desmienta lo que había predicado en su evangelio,
especialmente en las Bienaventuranzas.
Y sin embargo no había nada en él que se parezca al orgulloso desprecio
del dolor propio del estoico. Su reacción ante el sufrimiento y la
crueldad es humanísima: tiembla y suda sangre en Getsemaní, quisiera que
se alejara de él el cáliz, busca apoyo en sus discípulos, grita su
desolación en la cruz.
Una película de hace algunos años --«La última tentación de Jesús»-- le
mostraba en la cruz frente a las tentaciones de la carne. Se constató
con razón la absurdidad psicológica de esa representación. Si Jesús pudo
sentir una tentación mientras estaba colgado de la cruz, con la carne
desgarrada y los enemigos insultándoles, no fue ciertamente la de la
atracción de la carne, sino más bien la del desdén, la de la ira, y la
de los sentimientos de venganza.
El Salterio le ofrecía palabras de fuego para hacerlo: «Levántate,
Señor, destrúyelos...», pero él no cita ninguno de estos salmos de
imprecación, sólo cita el Salmo 22, que es una sentida invocación al
Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». «Al ser
insultado, no respondía con insultos, al padecer, no amenazaba», dice de
él la Primera Carta de Pedro (2, 23). ¡Qué contraste si se compara con
el modelo de martirio propuesto en el libro de los Macabeos! (Cf. 2
Macabeos 7).
Sería posible pasar la vida sumergiéndose en esta perfección de la
santidad de Cristo y nunca se tocaría el fondo. Nos encontramos ante lo
infinito en el orden ético. No hay recuerdo de otra muerte semejante a
ésta en la historia. Habría que detenerse al meditar en la pasión en la
santidad del protagonista y no tanto en la maldad y vileza de quien le
rodea.
Quisiera subrayar un rasgo de esta sobrehumana grandeza de Cristo en la
Pasión: su silencio. «Jesus autem tacebat» (Mateo 26, 63). Calla ante
Caifás, calla ante Pilatos que se irrita por su silencio, calla ante
Herodes que esperaba verle hacer un milagro (Cf. Lucas 23, 8).
Jesús no calla por prejuicios o por protesta. No deja sin respuesta
ninguna de las preguntas que se le dirigen cuando la verdad está en
juego, pero también en este caso se trata de palabras breves,
pronunciadas sin ira. El silencio es en sólo y únicamente amor.
El silencio de Jesús en la Pasión es la clave para comprender el
silencio de Dios. Cuando el ruido de las palabras se hace demasiado
estridente, la única manera de decir algo es callándose. El silencio de
Jesús de hecho inquieta, irrita, saca a la luz la falta de verdad de las
propias palabras, como cuando callaba ante los acusadores de la
adultera.
«Hay que callarse ante aquello de lo que no se puede hablar»: este
eslogan famoso del positivsmo lingüístico que (contra la intención de su
autor) ha servido para excluir la posibilidad de toda afirmación sobre
Dios y sobre la misma teología, puede tener un sentido verdadero y
profundo, y lo tiene en el caso de Jesús. «Tengo muchas cosas que decir,
o más bien una sola pero tan grande como el mar», exclama al estar cerca
de la muerte la heroína de una ópera lírica. Estas palabras se podrían
poner en labios de Jesús. Él sólo tenía una cosa que decir, pero tan
grande que los hombres no estaban preparados para acogerla. Había
tratado de decirla pronunciando, ante Pilatos, la palabra «¡verdad!»,
pero conocemos el desenlace.
Esta primera meditación, sobre la dimensión histórica, la «letra» de la
Pascua, no es el lugar para las aplicaciones morales que vendrán
después. Cada quien debe más bien reflexionar por su cuenta sobre lo que
le dice a él o a la Iglesia este aspecto de Cristo en su Pasión. Lo que
sí está en la línea de las consideraciones históricas que hemos
desarrollado es la apertura de nuestro espíritu a una admiración sin
límites, al entusiasmo y a la acción de agracias a Cristo.
Conmovernos ante la grandeza de su amor y la
majestuosidad de su sufrimiento, diciendo desde lo profundo del corazón:
«Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi, quia per sanctam crucem tuam
redemisti mundum»: «Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, pues con tu
santa Cruz redimiste al mundo».
Traducción del original italiano realizada por
Zenit
Fecha publicación: 2004-03-12