Mensaje del Santo padre benedicto XVI
Para la Cuaresma 2006
«Al ver Jesús a las gentes se compadecía de
ellas» (Mt 9,36)
Amadísimos hermanos y hermanas:
La Cuaresma
es el tiempo privilegiado de la peregrinación interior hacia Aquél que
es la fuente de la misericordia. Es una peregrinación en la que Él mismo
nos acompaña a través del desierto de nuestra pobreza, sosteniéndonos en
el camino hacia la alegría intensa de la Pascua. Incluso en el «valle
oscuro» del que habla el salmista (Sal 23,4), mientras el tentador nos
mueve a desesperarnos o a confiar de manera ilusoria en nuestras propias
fuerzas, Dios nos guarda y nos sostiene. Efectivamente, hoy el Señor
escucha también el grito de las multitudes hambrientas de alegría, de
paz y de amor. Como en todas las épocas, se sienten abandonadas. Sin
embargo, en la desolación de la miseria, de la soledad, de la violencia
y del hambre, que afectan sin distinción a ancianos, adultos y niños,
Dios no permite que predomine la oscuridad del horror. En efecto, como
escribió mi amado predecesor Juan Pablo II, hay un «límite impuesto al
mal por el bien divino», y es la misericordia (Memoria e identidad, 29
ss.). En este sentido he querido poner al inicio de este Mensaje la cita
evangélica según la cual «Al ver Jesús a las gentes se compadecía de
ellas» (Mt 9,36). A este respecto deseo reflexionar sobre una cuestión
muy debatida en la actualidad: el problema del desarrollo. La «mirada»
conmovida de Cristo se detiene también hoy sobre los hombres y los
pueblos, puesto que por el «proyecto» divino todos están llamados a la
salvación. Jesús, ante las insidias que se oponen a este proyecto, se
compadece de las multitudes: las defiende de los lobos, aun a costa de
su vida. Con su mirada, Jesús abraza a las multitudes y a cada uno, y
los entrega al Padre, ofreciéndose a sí mismo en sacrificio de
expiación.
La Iglesia,
iluminada por esta verdad pascual, es consciente de que, para promover
un desarrollo integral, es necesario que nuestra «mirada» sobre el
hombre se asemeje a la de Cristo. En efecto, de ningún modo es posible
dar respuesta a las necesidades materiales y sociales de los hombres sin
colmar, sobre todo, las profundas necesidades de su corazón. Esto debe
subrayarse con mayor fuerza en nuestra época de grandes
transformaciones, en la que percibimos de manera cada vez más viva y
urgente nuestra responsabilidad ante los pobres del mundo. Ya mi
venerado predecesor, el Papa Pablo VI, identificaba los efectos del
subdesarrollo como un deterioro de humanidad. En este sentido, en la
encíclica Populorum progressio denunciaba «las carencias materiales de
los que están privados del mínimo vital y las carencias morales de los
que están mutilados por el egoísmo... las estructuras opresoras que
provienen del abuso del tener o del abuso del poder, de las
explotaciones de los trabajadores o de la injusticia de las
transacciones» (n. 21). Como antídoto contra estos males, Pablo VI no
sólo sugería «el aumento en la consideración de la dignidad de los
demás, la orientación hacia el espíritu de pobreza, la cooperación en el
bien común, la voluntad de la paz», sino también «el reconocimiento, por
parte del hombre, de los valores supremos y de Dios, que de ellos es la
fuente y el fin» (ib.). En esta línea, el Papa no dudaba en proponer
«especialmente, la fe, don de Dios, acogido por la buena voluntad de los
hombres, y la unidad de la caridad de Cristo» (ib.). Por tanto, la
«mirada» de Cristo sobre la muchedumbre nos mueve a afirmar los
verdaderos contenidos de ese «humanismo pleno» que, según el mismo Pablo
VI, consiste en el «desarrollo integral de todo el hombre y de todos los
hombres» (ib., n. 42). Por eso, la primera contribución que la Iglesia
ofrece al desarrollo del hombre y de los pueblos no se basa en medios
materiales ni en soluciones técnicas, sino en el anuncio de la verdad de
Cristo, que forma las conciencias y muestra la auténtica dignidad de la
persona y del trabajo, promoviendo la creación de una cultura que
responda verdaderamente a todos los interrogantes del hombre.
Ante los
terribles desafíos de la pobreza de gran parte de la humanidad, la
indiferencia y el encerrarse en el propio egoísmo aparecen como un
contraste intolerable frente a la «mirada» de Cristo. El ayuno y la
limosna, que, junto con la oración, la Iglesia propone de modo especial
en el período de Cuaresma, son una ocasión propicia para conformarnos
con esa «mirada». Los ejemplos de los santos y las numerosas
experiencias misioneras que caracterizan la historia de la Iglesia son
indicaciones valiosas para sostener del mejor modo posible el
desarrollo. Hoy, en el contexto de la interdependencia global, se puede
constatar que ningún proyecto económico, social o político puede
sustituir el don de uno mismo a los demás en el que se expresa la
caridad. Quien actúa según esta lógica evangélica vive la fe como
amistad con el Dios encarnado y, como Él, se preocupa por las
necesidades materiales y espirituales del prójimo. Lo mira como un
misterio inconmensurable, digno de infinito cuidado y atención. Sabe que
quien no da a Dios, da demasiado poco; como decía a menudo la beata
Teresa de Calcuta: «la primera pobreza de los pueblos es no conocer a
Cristo». Por esto es preciso ayudar a descubrir a Dios en el rostro
misericordioso de Cristo: sin esta perspectiva, no se construye una
civilización sobre bases sólidas.
Gracias a
hombres y mujeres obedientes al Espíritu Santo, han surgido en la
Iglesia muchas obras de caridad, dedicadas a promover el desarrollo:
hospitales, universidades, escuelas de formación profesional, pequeñas
empresas. Son iniciativas que han demostrado, mucho antes que otras
actuaciones de la sociedad civil, la sincera preocupación hacia el
hombre por parte de personas movidas por el mensaje evangélico. Estas
obras indican un camino para guiar aún hoy el mundo hacia una
globalización que ponga en el centro el verdadero bien del hombre y,
así, lleve a la paz auténtica. Con la misma compasión de Jesús por las
muchedumbres, la Iglesia siente también hoy que su tarea propia consiste
en pedir a quien tiene responsabilidades políticas y ejerce el poder
económico y financiero que promueva un desarrollo basado en el respeto
de la dignidad de todo hombre. Una prueba importante de este esfuerzo
será la efectiva libertad religiosa, entendida no sólo como posibilidad
de anunciar y celebrar a Cristo, sino también de contribuir a la
edificación de un mundo animado por la caridad. En este esfuerzo se
inscribe también la consideración efectiva del papel central que los
auténticos valores religiosos desempeñan en la vida del hombre, como
respuesta a sus interrogantes más profundos y como motivación ética
respecto a sus responsabilidades personales y sociales. Basándose en
estos criterios, los cristianos deben aprender a valorar también con
sabiduría los programas de sus gobernantes.
No podemos
ocultar que muchos que profesaban ser discípulos de Jesús han cometido
errores a lo largo de la historia. Con frecuencia, ante problemas
graves, han pensado que primero se debía mejorar la tierra y después
pensar en el cielo. La tentación ha sido considerar que, ante
necesidades urgentes, en primer lugar se debía actuar cambiando las
estructuras externas. Para algunos, la consecuencia de esto ha sido la
transformación del cristianismo en moralismo, la sustitución del creer
por el hacer. Por eso, mi predecesor de venerada memoria, Juan Pablo II,
observó con razón: «La tentación actual es la de reducir el cristianismo
a una sabiduría meramente humana, casi como una ciencia del vivir bien.
En un mundo fuertemente secularizado, se ha dado una “gradual
secularización de la salvación”, debido a lo cual se lucha ciertamente
en favor del hombre, pero de un hombre a medias, reducido a la mera
dimensión horizontal. En cambio, nosotros sabemos que Jesús vino a traer
la salvación integral» (Enc. Redemptoris missio, 11).
Teniendo en
cuenta la victoria de Cristo sobre todo mal que oprime al hombre, la
Cuaresma nos quiere guiar precisamente a esta salvación integral. Al
dirigirnos al divino Maestro, al convertirnos a Él, al experimentar su
misericordia gracias al sacramento de la Reconciliación, descubriremos
una «mirada» que nos escruta en lo más hondo y puede reanimar a las
multitudes y a cada uno de nosotros. Devuelve la confianza a cuantos no
se cierran en el escepticismo, abriendo ante ellos la perspectiva de la
salvación eterna. Por tanto, aunque parezca que domine el odio, el Señor
no permite que falte nunca el testimonio luminoso de su amor. A María,
«fuente viva de esperanza» (Dante Alighieri, Paraíso, XXXIII, 12), le
encomiendo nuestro camino cuaresmal, para que nos lleve a su Hijo. A
ella le encomiendo, en particular, las muchedumbres que aún hoy,
probadas por la pobreza, invocan su ayuda, apoyo y comprensión. Con
estos sentimientos, imparto a todos de corazón una especial Bendición
Apostólica.
Vaticano, 29 de septiembre de 2005.
BENEDICTUS PP. XVI