Oficio de lectura, martes IV
semana
de pascua
Se tu mismo el sacrificio y
el sacerdote de Dios
De los sermones de
San Pedro Crisólogo,
obispo
Sermón 108
Os exhorto,
por la misericordia de Dios, nos
dice San Pablo. Él nos exhorta, o mejor dicho, Dios nos exhorta, por
medio de él. El Señor se presenta como quien ruega, porque prefiere
ser amado que temido, y le agrada más mostrarse como Padre que
aparecer como Señor. Dios, pues, suplica por misericordia para no
tener que castigar con rigor.
Escucha cómo suplica el Señor: «Mirad y contemplad
en mí vuestro mismo cuerpo, vuestros miembros, vuestras entrañas,
vuestros huesos, vuestra sangre. Y si ante lo que es propio de
Dios teméis, ¿por qué no amáis al contemplar lo que es de vuestra
misma naturaleza? Si teméis a Dios como Señor, por qué no acudís
a él como Padre?
Pero quizá sea la inmensidad de mi Pasión, cuyos
responsables fuisteis vosotros, lo que os confunde. No temáis. Esta
cruz no es mi aguijón, sino el aguijón de la muerte. Estos clavos no
me infligen dolor, lo que hacen es acrecentar en mí el amor por
vosotros. Estas llagas no provocan mis gemidos, lo que hacen es
introduciros más en mis entrañas. Mi cuerpo al ser extendido en
la cruz os acoge con un seno más dilatado, pero no aumenta mi
sufrimiento. Mi sangre no es para mí una pérdida, sino el pago de
vuestro precio.
Venid, pues, retornad y comprobaréis que soy un
padre, que devuelvo bien por mal, amor por injurias, inmensa caridad
como paga de las muchas heridas».
Pero escuchemos ya lo que nos dice el Apóstol:
Os exhorto –dice–
a presentar vuestros cuerpos.
Al rogar así el Apóstol eleva a todos los hombres a la dignidad del
sacerdocio: a presentar
vuestros cuerpos como hostia viva.
¡Oh inaudita riqueza del sacerdocio cristiano: el
hombre es, a la vez, sacerdote y víctima! El cristiano ya no
tiene que buscar fuera de sí la ofrenda que debe inmolar a Dios:
lleva consigo y en sí mismo lo que va a sacrificar a Dios. Tanto
la víctima como el sacerdote permanecen intactos: la víctima
sacrificada sigue viviendo, y el sacerdote que presenta el
sacrificio no podría matar esta víctima.
Misterioso sacrificio en que el cuerpo es ofrecido
sin inmolación del cuerpo, y la sangre se ofrece sin derramamiento
de sangre. Os exhorto, por la
misericordia de Dios –dice–,
a presentar vuestros cuerpos como
hostia viva.
Este sacrificio, hermanos, es como una imagen del
de Cristo que, permaneciendo vivo, inmoló su cuerpo por la vida del
mundo: él hizo efectivamente de su cuerpo
una hostia viva, porque
a pesar de haber sido muerto, continúa viviendo. En un sacrificio
como éste, la muerte tuvo su parte, pero la víctima permaneció viva;
la muerte resultó castigada, la víctima, en cambio, no perdió la
vida. Así también, para los mártires, la muerte fue un nacimiento:
su fin, un principio, al ajusticiarlos encontraron la vida y,
cuando, en la tierra, los hombres pensaban que habían muerto,
empezaron a brillar resplandecientes en el cielo.
Os exhorto, por la misericordia de Dios, a
presentar vuestros cuerpos como una hostia viva. Es lo mismo que ya
había dicho el profeta: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero
me has preparado un cuerpo.
Hombre, procura, pues, ser tú mismo el sacrificio
y el sacerdote de Dios. No desprecies lo que el poder de Dios te
ha dado y concedido. Revístete con la túnica de la santidad, que
la castidad sea tu ceñidor, que Cristo sea el casco de tu cabeza,
que la cruz defienda tu frente, que en tu pecho more el conocimiento
de los misterios de Dios, que tú oración arda continuamente, como
perfume de incienso: toma en tus manos la espada del Espíritu: haz
de tu corazón un altar, y así, afianzado en Dios, presenta tu cuerpo
al Señor como sacrificio.
Dios te pide la fe, no desea tu muerte; tiene sed
de tu entrega, no de tu sangre; se aplaca, no con tu muerte, sino
con tu buena voluntad.