Del Oficio de
Lectura, 13 de agosto,
San Ponciano, Papa y San
Hipólito, Presbítero. Mártires
Fe inquebrantable
De las cartas de
san Cipriano, obispo
y mártir
Carta 10, 2-3. 5
¿Con qué alabanzas podré ensalzaros, hermanos valerosísimos?
¿Cómo podrán mis palabras expresar debidamente vuestra fortaleza
de ánimo y vuestra fe perseverante? Tolerasteis una durísima
lucha hasta alcanzar la gloria, y no cedisteis ante los
suplicios, sino que fueron más bien los suplicios quienes
cedieron ante vosotros. En las coronas de vuestra victoria
hallasteis el término de vuestros sufrimientos, término que no
hallabais en los tormentos. La cruel dilaceración de vuestros
miembros duró tanto, no para hacer vacilar vuestra fe, sino para
haceros llegar con más presteza al Señor.
La multitud de los presentes contempló admirada la celestial
batalla por Dios y el espiritual combate por Cristo, vio cómo
sus siervos confesaban abiertamente su fe con entera libertad,
sin ceder en lo más mínimo, con la fuerza de Dios, enteramente
desprovistos de las armas de este mundo, pero armados, como
creyentes, con las armas de la fe. En medio del tormento, su
fortaleza superó la fortaleza de aquellos que los atormentaban,
y los miembros golpeados y desgarrados vencieron a los garfios
que los golpeaban y desgarraban.
Las heridas, aunque reiteradas una y otra vez, y por largo
tiempo, no pudieron, con toda su crueldad, superar su fe
inquebrantable, por más que, abiertas sus entrañas, los
tormentos recaían no ya en los miembros, sino en las mismas
heridas de aquellos siervos de Dios. Manaba la sangre que había
de extinguir el incendio de la persecución, que había de
amortecer las llamas y el fuego del infierno. ¡Qué espectáculo a
los ojos del Señor, cuán sublime, cuán grande, cuán aceptable a
la presencia de Dios, que veía la entrega y la fidelidad de su
soldado al juramento prestado, tal como está escrito en los
salmos, en los que nos amonesta el Espíritu Santo, diciendo. Es
valiosa a los ojos del Señor la muerte de sus fieles. Es valiosa
una muerte semejante, que compra la inmortalidad al precio de su
sangre, que recibe la corona de mano de Dios, después de haber
dado la máxima prueba de fortaleza.
Con qué alegría estuvo allí Cristo, cuán de buena gana luchó y
venció en aquellos siervos suyos, como protector de su fe, y
dando a los que en él confiaban tanto cuanto cada uno confiaba
en recibir. Estuvo presente en su combate, sostuvo, fortaleció,
animó a los que combatían defender el honor de su nombre. Y el
que por nosotros venció a la muerte de una vez para siempre
continúa venciendo en nosotros.
Dichosa Iglesia nuestra, a la que Dios se digna honrar con
semejante esplendor, ilustre en nuestro tiempo por la sangre
gloriosa de los mártires. Antes era blanca por las obras de los
hermanos; ahora se ha vuelto roja por la sangre de los mártires.
Entre sus flores no faltan ni los lirios ni las rosas. Que cada
uno de nosotros se esfuerce ahora por alcanzar el honor de una y
otra altísima dignidad, para recibir así las coronas blancas de
las buenas obras o las rojas del martirio.
Oración
Te rogamos, Señor, que el glorioso martirio de tus santos
aumente en nosotros los deseos de amarte y fortalezca la fe en
nuestros corazones. Por nuestro Señor Jesucristo.