TIEMPO DE CUARESMA
Lecturas de la liturgia de las horas
Cuarto
jueves de Cuaresma
PRIMERA LECTURA
Del libro de los Números 12, 16-13, 3a. 17-33
Son enviados los exploradores a Canaán
SEGUNDA LECTURA
De los Sermones de San León Magno, Papa
(Sermón 15 sobre la pasión del Señor, 3-4: PL 54, 366-367)
Contemplación de la pasión del Señor
El verdadero venerador de la pasión del Señor tiene que contemplar de
tal manera, con la mirada del corazón, a Jesús crucificado, que
reconozca en Él su propia carne.
Toda tierra ha de estremecerse ante el suplicio del Redentor: Las
mentes infieles, duras como la piedra, han de romperse, y los que están
en los sepulcros, quebradas las losas que los encierra, han de salir de
sus moradas mortuorias. Que se aparezcan también ahora en la ciudad
santa, esto es, en la Iglesia de Dios, como un anuncio de la
resurrección futura, y lo que un día ha de realizarse en los cuerpos
efectúese ya ahora en los corazones.
A ninguno de los pecadores se le niega su parte en la cruz, ni existe
nadie a quien no auxilie la oración de Cristo. Si ayudó incluso a sus
verdugos, ¿cómo no va a beneficiar a los que se convierten a Él?
Se eliminó la ignorancia, se suavizaron las dificultades, y la sangre de
Cristo suprimió aquella espada de fuego que impedía la entrada en el
paraíso de la vida. La oscuridad de la vieja noche cedió ante la luz
verdadera.
Se invita a todo el pueblo cristiano a disfrutar de las riquezas del
paraíso, y a todos los bautizados se les abre la posibilidad de regresar
a la patria perdida, a no ser que alguien se cierre a sí mismo aquel
camino que quedó abierto, incluso, ante la fe del ladrón arrepentido.
No dejemos, por tanto, que las preocupaciones y la soberbia de la vida
presente se apoderen de nosotros, de modo que renunciemos al empeño de
conformarnos a nuestro Redentor, a través de sus ejemplos, con todo el
impulso de nuestro corazón. Porque no dejó de hacer ni sufrir nada que
fuera útil para nuestra salvación, para que la virtud que residía en la
cabeza residiera también en el cuerpo.
Y, en primer lugar, el hecho de que Dios acogiera nuestra condición
humana, cuando la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros,
¿a quién excluyó de su misericordia, sino al infiel? ¿Y quien no tiene
una naturaleza común con Cristo, con tal de que acoja al que a su vez lo
ha asumido a él, puesto que fue regenerado por el mismo Espíritu por el
que Él fue concebido? Y además, ¿quién no reconocerá en Él sus propias
debilidades? ¿Quién dejará de advertir que el hecho de tomar alimento,
buscar el descanso y el sueño, experimentar la solicitud de la tristeza
y las lágrimas de la compasión es el fruto de la condición humana del
Señor?
Y como, desde antiguo, la condición humana esperaba ser sanada de sus
heridas y purificada de sus pecados, el que era unigénito Hijo de Dios
quiso hacerse también hijo de hombre, para que no le faltara ni la
realidad de la naturaleza humana ni la plenitud de la naturaleza divina.
Nuestro es lo que, por tres días, yació exánime en el sepulcro y, al
tercer día, resucitó; lo que ascendió sobre todas las alturas de los
cielos hasta la diestra de la majestad paterna: para que también
nosotros, si caminamos tras sus mandatos y no nos avergonzamos de
reconocer lo que, en la humildad del cuerpo, tiene que ver con nuestra
salvación, seamos llevados hasta la compañía de su gloria; puesto que
habrá de cumplirse lo que manifiestamente proclamó: Si uno se pone
de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi
Padre del cielo.