"EL ESPIRITU
SANTO HABLA A TRAVÉS DE LA CONCIENCIA"
3ra Predicación de Cuaresma
Padre Raniero Cantalamessa, OFMCap, predicador de la Casa
Pontifica
Marzo 27.2009
www.zenit.org
"Todos los que son
guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios" (Rm 8, 14)
1. ¿Una era del Espíritu Santo?
"Por consiguiente, ninguna condenación pesa ya sobre los que
están en Cristo Jesús. Porque la ley del espíritu que da la vida
en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte...
El que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece; mas si
Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo haya muerto ya a causa
del pecado, el espíritu es vida a causa de la justificación. Y
si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los
muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre
los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por
su Espíritu que habita en vosotros".
Son cuatro versículos del capítulo octavo de la Carta a los
Romanos sobre el Espíritu Santo y en ellos resuena seis veces el
nombre de Cristo. La misma frecuencia se mantiene en el resto
del capítulo, si consideramos también las veces que hay
referencias a Él con el pronombre o con el término Hijo. Este
hecho es de importancia fundamental; nos dice que para Pablo la
obra del Espíritu Santo no sustituye a la de Cristo, sino que la
prosigue, la cumple y la actualiza.
El hecho de que el recién elegido presidente de los Estados
Unidos, durante su campaña electoral, haya aludido tres veces a
Joaquín de Fiore, ha vuelto a suscitar el interés por la
doctrina de este monje del medioevo. Pocos de los que hablan de
él, especialmente en Internet, saben o se preocupan de saber qué
dijo exactamente este autor. Toda idea de renovación eclesial o
mundial se pone bajo su nombre con desenvoltura, hasta la idea
de un nuevo Pentecostés para la Iglesia invocado por Juan XXIII.
Una cosa es cierta. Sea o no atribuible a Joaquín de Fiore, la
idea de una tercera era del Espíritu que sucedería a la del
Padre en el Antiguo Testamento y de Cristo en el Nuevo es falsa
y herética, porque ataca el corazón mismo del dogma trinitario.
Bien distinta es la afirmación de san Gregorio Nacianceno, quien
distingue tres fases en la revelación de la Trinidad: en el
Antiguo Testamento, se ha revelado plenamente el Padre y se ha
prometido y anunciado el Hijo; en el Nuevo Testamento, se ha
revelado plenamente el Hijo y ha sido anunciado y prometido el
Espíritu Santo; en el tiempo de la Iglesia, se conoce finalmente
por completo el Espíritu Santo y se goza de su presencia [1].
Sólo por haber citado en un libro mío este texto de san
Gregorio, acabé también en la lista de los seguidores de Joaquín
de Fiore, pero san Gregorio habla del orden de la manifestación
del Espíritu, no de su ser o de su actuar, y en tal sentido su
afirmación expresa una verdad incontestable, acogida
pacíficamente por toda la tradición.
La tesis llamada joaquimita la excluye de raíz Pablo y todo el
Nuevo Testamento. Para estos el Espíritu Santo no es sino el
Espíritu de Cristo: objetivamente porque es el fruto de su
Pascua; subjetivamente porque es Él quien lo infunde en la
Iglesia, como dirá Pedro a la multitud el día mismo de
Pentecostés: "Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del
Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros
veis y oís" (Hechos 2, 33). El tiempo del Espíritu es por ello
co-extensivo al tiempo de Cristo.
El Espíritu Santo es el Espíritu que procede primariamente del
Padre, que ha descendido y se ha "posado" en plenitud en Jesús,
"historificándose" y acostumbrándose en Él -dice san Ireneo- a
vivir entre los hombres, y que en Pascua-Pentecostés desde Él es
infundido en la humanidad. Otra prueba de todo esto es
precisamente el grito "Abbà" que el Espíritu repite en el
creyente (Ga 4,6) o enseña a repetir al creyente (Rm 8, 15).
¿Cómo puede el Espíritu gritar Abbà al Padre? No es generado
desde el Padre, no es su Hijo... Puede hacerlo -observa san
Agustín- porque es el Espíritu del Hijo y prolonga el grito de
Jesús.
2. El Espíritu como guía en la Escritura
Después de esta premisa, vamos al versículo del capítulo octavo
de la Carta a los Romanos sobre el que desearía detenerme hoy:
"Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de
Dios" (Rm 8,14).
El tema del Espíritu Santo-guía no es nuevo en la Escritura. En
Isaías todo el camino del pueblo en el desierto se atribuye a la
guía del Espíritu. "El Espíritu del Señor los guió a descansar"
(Is 63, 14). Jesús mismo "Jesús fue llevado (ductus) por el
Espíritu al desierto" (Mt 4,1). Los Hechos de los Apóstoles nos
muestran una Iglesia que, poco a poco, es "conducida por el
Espíritu". El mismo proyecto de san Lucas de hacer que, al
evangelio, le sigan los Hechos de los Apóstoles, tiene el
objetivo de mostrar cómo el mismo Espíritu que había guiado a
Jesús en su vida terrena ahora guía a la Iglesia, como Espíritu
"de Cristo". ¿Va Pedro hacia Cornelio y los paganos? Es el
Espíritu quien se lo ordena (Cf. Hch 10,19;11,12); en Jerusalén,
¿los apóstoles toman decisiones importantes? Es el Espíritu
quien las ha sugerido (15, 28).
La guía del Espíritu se ejerce no sólo en las grandes
decisiones, sino también en las cosas pequeñas. Pablo y Timoteo
quieren predicar el Evangelio en la provincia de Asia, pero "el
Espíritu Santo se lo había impedido"; intentan dirigirse hacia
Bitinia, pero "no lo consintió el Espíritu de Jesús" (Hch 16, 6
s.). Se comprende después el porqué de esta guía tan apremiante:
el Espíritu Santo empujaba de este modo a la Iglesia naciente a
salir de Asia y asomarse a un nuevo continente, Europa (Cf. Hch
16,9).
Para Juan, la guía del Paráclito se ejerce sobre todo en el
ámbito de la conciencia. Es Aquel que "guiará" a los discípulos
hacia la verdad completa (Jn 16,3); su unción "enseña toda
cosa", hasta el punto que quien la posee no necesita de otros
maestros (Cf. 1 Jn 2, 27). Pablo introduce una importante
novedad. Para él, el Espíritu Santo no es sólo "el maestro
interior"; es un principio de vida nueva (¡"los que son guiados
por Él son hijos de Dios"!); no se limita a indicar qué hay que
hacer, sino que también da la capacidad de hacer lo que manda.
En ello, la guía del Espíritu se diferencia esencialmente de la
de la Ley que permite ver el bien que hay que cumplir, pero que
deja a la persona a solas con el mal que no quiere (Cf. Rm 7, 15
ss.). "Si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley"
(Ga 5,18), había dicho el Apóstol anteriormente, en la Carta a
los Gálatas (Ga 5,18).
Esta visión paulina de la guía del Espíritu, más profunda y
ontológica (en cuanto toca el ser mismo del creyente), no
excluye la más común de maestro interior, de guía en el
conocimiento de la verdad y de la voluntad de Dios, y en esta
ocasión es precisamente de lo que querría hablar.
Se trata de un tema que ha tenido un amplio desarrollo en la
tradición de la Iglesia. Si Jesucristo es "el camino" (odòs) que
lleva al Padre (Jn 14, 6), el Espíritu Santo -decían los Padres-
es "la guía a lo largo del camino" (odegòs) [2]. "Este es el
Espíritu -escribe san Ambrosio-, nuestra cabeza y guía (ductor
et princeps), que dirige la mente, confirma el afecto, nos atrae
adonde quiere y orienta hacia lo alto nuestros pasos" [3]. El
himno Veni creator recoge esta tradición en los versos: "Ductore
sic te praevio vitemus omne noxium": contigo como guía todo mal
evitaremos. El Concilio Vaticano II se comprende en esta línea
cuando habla "del Pueblo de Dios, movido por la fe, que le
impulsa a creer que quien lo conduce es el Espíritu del Señor"
[4].
3. El Espíritu guía a través de la conciencia
¿Dónde se explica esta guía del Paráclito? El primer ámbito u
órgano es la conciencia. Hay una relación estrechísima entre
conciencia y Espíritu Santo. ¿Qué es la famosa "voz de la
conciencia" más que una especie de "repetidor a distancia" a
través del cual el Espíritu Santo habla a cada hombre? "Mi
conciencia me lo atestigua en el Espíritu Santo", exclama san
Pablo, hablando de su amor por los connacionales israelitas (Cf.
Rm 9, 1).
A través de este "órgano", la guía del Espíritu Santo se
extiende también fuera de la Iglesia, a todos los hombres. Los
paganos "muestran tener la realidad de esa ley escrita en su
corazón, atestiguándolo su conciencia" (Rm 2, 14 s.).
Precisamente porque el Espíritu Santo habla en todo ser
razonable a través de la conciencia -decía san Máximo el
Confesor-, "vemos a muchos hombres, también entre los bárbaros y
los nómadas, orientarse a una vida decorosa y buena, y
despreciar las leyes violentas que desde los orígenes les habían
gobernado" [5].
La conciencia es también una especie de ley interior, no
escrita, diferente e inferior respecto a la que existe en el
creyente por la gracia, pero no en desacuerdo con ella, dado que
proviene del mismo Espíritu. Quien no posee más que esta ley
"inferior", pero la obedece, está más cerca del Espíritu que
quien posee aquella superior que viene del bautismo, pero no
vive de acuerdo con ella.
En los creyentes esta guía interior de la conciencia está como
potenciada y elevada por la unción que "enseña acerca de todas
las cosas -y es verdadera, no mentirosa-" (1 Jn 2, 27), o sea,
guía infaliblemente si se le presta atención. Precisamente
comentando este texto, san Agustín formuló la doctrina del
Espíritu Santo como "maestro interior". ¿Qué quiere decir -se
preguntaba- "no necesitáis que ninguno os instruya"? ¿Tal vez
que el cristiano solo ya sabe todo por su cuenta y que no
necesita leer, formarse, escuchar a nadie? Pero si así fuera,
¿con qué fin habría escrito el apóstol esta carta suya? La
verdad es que hay necesidad de escuchar a maestros externos y a
predicadores externos, pero sólo entenderá y se aprovechará de
lo que dicen aquel a quien le habla en lo íntimo el Espíritu
Santo. Esto explica por qué muchos escuchan la misma predicación
y la misma enseñanza, pero no todos comprenden de igual forma
[6].
¡Qué consoladora seguridad de todo ello! La palabra que un día
resonó en el Evangelio: "¡El maestro está aquí y te llama!" (Jn
11, 28), es verdadera para cada cristiano. El mismo maestro de
entonces, Cristo, que habla a través de su Espíritu, está dentro
de nosotros y nos llama. Tenía razón san Cirilo de Jerusalén al
definir al Espíritu Santo como "el gran didascalo, esto es,
maestro, de la Iglesia" [7].
En este ámbito íntimo y personal de la conciencia, el Espíritu
Santo nos instruye con las "buenas inspiraciones" o las
"iluminaciones interiores" de las que todos hemos tenido alguna
experiencia en la vida. Son impulsos a seguir el bien y a
rechazar el mal, atracciones y propensiones del corazón que no
se explican naturalmente, porque con frecuencia van en dirección
contraria a la que querría la naturaleza.
Basándose en este componente ético de la persona, precisamente
algunos eminentes científicos y biólogos de la actualidad han
llegado a superar la teoría que contempla el ser humano como
resultado casual de la selección de la especie. Si la ley que
gobierna la evolución es sólo lucha por la supervivencia del más
fuerte, ¿cómo se explican ciertos actos de puro altruismo y
hasta de sacrificio de uno mismo por la causa de la verdad y de
la justicia? [8].
4. El Espíritu guía a través del magisterio de la Iglesia
Hasta aquí, el primer ámbito en el que se ejerce la guía del
Espíritu Santo, el de la conciencia. Existe un segundo, que es
la Iglesia. El testimonio interior del Espíritu Santo se debe
conjugar con el exterior, visible y objetivo, que es el
magisterio apostólico. En el Apocalipsis, al término de cada una
de las siete cartas, oímos la advertencia: "El que tenga oídos,
oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias" (Ap 2, 7 ss.).
El Espíritu habla también a las Iglesias y a las comunidades, no
sólo a los individuos. San Pedro, en Hechos, reúne ambos
testimonios -interior y exterior, personal y público- del
Espíritu Santo. Acaba de hablar a las multitudes de Cristo
entregado a la muerte y resucitado, y aquellas se sintieron
"compungidas" (Cf. Hch 2, 37); lo mismo hace ante los jefes del
sanedrín, y estos se enfurecieron (Cf. Hch 4, 8 ss). Mismo tema,
mismo predicador, pero efecto completamente distinto. ¿Cómo es
eso? La explicación se encuentra en estas palabras que el
apóstol pronuncia en esa circunstancia: "Nosotros somos testigos
de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a
los que le obedecen" (Hch 5, 32).
Dos testimonios deben unirse para que pueda brotar la fe: el de
los apóstoles que proclaman la palabra y el del Espíritu que
permite acogerla. La misma idea se expresa en el evangelio de
Juan cuando, hablando del Paráclito, Jesús dice: "Él dará
testimonio de mí y también vosotros daréis testimonio" (Jn 15,
26).
Es igualmente fatal pretender prescindir de una o de otra de las
dos guías del Espíritu. Cuando se descuida el testimonio
interior, se cae fácilmente en el legalismo y en el
autoritarismo; cuando se descuida el exterior, apostólico, se
cae en el subjetivismo y en el fanatismo. En la antigüedad,
rechazaban el testimonio apostólico, oficial, los gnósticos.
Contra ellos, san Ireneo escribía las conocidas palabras:
"A la Iglesia se le ha confiado el Don de Dios, como el soplo a
la criatura plasmada... De él no son partícipes los que no
siguen a la Iglesia... Separados de la verdad, se agitan en cada
error dejándose zarandear por él; según el momento, piensan cada
vez de modo distinto sobre los mismos temas, sin tener jamás un
criterio estable" [9].
Cuando todo se reduce a la escucha personal, privada, del
Espíritu, se abre el camino a un proceso irrefrenable de
divisiones y subdivisiones, porque cada uno cree que tiene
razón; y la propia división y multiplicación de las
denominaciones y de las sectas, a menudo en oposición entre sí
en puntos esenciales, demuestra que no puede ser en todos el
mismo Espíritu de verdad el que habla, porque de otra forma
estaría Él en contradicción consigo mismo.
Esto, como se sabe, es el peligro al que está más expuesto el
mundo protestante, habiendo erigido el "testimonio interno" del
Espíritu Santo como único criterio de verdad, contra todo
testimonio externo, eclesial, a no ser sólo la Palabra escrita
[10]. Algunas franjas extremas irán tan lejos como para desgajar
la guía interior del Espíritu Santo también de la palabra de la
Escritura; existirán entonces los diversos movimientos de
"entusiastas" y de "iluminados" que han atravesado la historia
de la Iglesia, tanto católica como ortodoxa y protestante. El
punto de llegada más habitual de esta tendencia, que concentra
toda la atención en el testimonio interno del Espíritu, es que
inadvertidamente el Espíritu... pierde la mayúscula y termina
por coincidir con el simple espíritu humano. Es lo que ocurrió
con el racionalismo.
Pero debemos reconocer que existe también el riesgo opuesto: el
de absolutizar el testimonio externo y público del Espíritu,
ignorando el individual que se ejerce a través de la conciencia
iluminada por la gracia. En otras palabras, el de reducir la
guía el Paráclito al único magisterio oficial de la Iglesia,
empobreciendo así la variada acción del Espíritu Santo.
Prevalece fácilmente, en este caso, el elemento humano,
organizativo e institucional; se favorece la pasividad del
cuerpo y se abre la puerta a la marginación del laicado y a la
excesiva clericalización de la Iglesia. Sin contar con que,
también por esta ruta, se puede recaer en el subjetivismo y en
el sectarismo, asumiendo, de la tradición y del magisterio, sólo
la parte que corresponde a la propia elección ideológica o
política.
Igualmente en este caso, como siempre, debemos volver a
encontrar la totalidad, la síntesis, que es el criterio
verdaderamente "católico". Lo ideal es una sana armonía entre la
escucha de lo que el Espíritu me dice a mí, singularmente, y lo
que dice a la Iglesia en su conjunto, y a través de la Iglesia a
cada uno.
5. El discernimiento en la vida personal
Vamos ahora a la guía del Espíritu en el camino espiritual de
cada creyente. Se sitúa bajo el nombre de discernimiento de
espíritu. El primer y fundamental discernimiento de espíritu es
el que permite distinguir "el Espíritu de Dios" del "espíritu
del mundo" (Cf. 1 Co 2, 12). San Pablo brinda un criterio
objetivo de discernimiento, el mismo que había dado Jesús: el de
los frutos. Las "obras de la carne" revelan que cierto deseo
viene del hombre viejo, pecaminoso; "los frutos del Espíritu"
revelan que viene del Espíritu (Cf. Ga 5, 19-22). "La carne de
hecho tiene deseos contrarios al Espíritu y el Espíritu tiene
deseos contarios a la carne" (Ga 5, 17).
Sin embargo a veces este criterio objetivo no basta, porque la
elección no es entre el bien y el mal, sino entre un bien y otro
bien, y se trata de ver qué es lo que Dios quiere en una
circunstancia precisa. Sobre todo para responder a esta
exigencia, san Ignacio de Loyola desarrolló su doctrina sobre el
discernimiento. Invita a mirar sobre todo una cosa: las propias
disposiciones interiores, las intenciones (el "espíritu") que
están detrás de una elección.
San Ignacio sugirió los medios prácticos para aplicar estos
criterios [11]. Uno es el siguiente. Cuando se está ante dos
posibles opciones, es útil detenerse primero en una, como si
hubiera que seguirla sin duda; permanecer en tal estado durante
uno o más días; entonces valorar las reacciones del corazón
frente a tal elección: si da paz, si armoniza con el resto de
las propias elecciones, si algo en ti te alienta en esa
dirección, o, al contrario, si el tema deja un poso de
inquietud... Repetir el proceso con la segunda hipótesis. Todo
en un clima de oración, de abandono a la voluntad de Dios, de
apertura al Espíritu Santo.
Una disposición habitual de fondo a realizar, en cualquier caso,
la voluntad de Dios, es la condición más favorable para un buen
discernimiento. Jesús decía: "Mi juicio es justo, porque no
busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado" (Jn
5, 30).
El peligro, en algunas formas modernas de entender y practicar
el discernimiento, es acentuar hasta tal punto los aspectos
psicológicos, que se olvide que el agente primario de todo
discernimiento es el Espíritu Santo. Hay una profunda razón
teológica en ello. El Espíritu Santo es Él mismo la voluntad
sustancial de Dios, y cuando entra en un alma "se manifiesta
como la voluntad misma de Dios para aquel en quien se halla"
[12].
El fruto concreto de esta meditación podría ser una renovada
decisión de confiarse en todo y para todo a la guía interior del
Espíritu Santo, como en una especie de "dirección espiritual".
Está escrito que "cuando la Nube se elevaba de encima de la
Morada, los israelitas levantaban el campamento. Pero si la Nube
no se elevaba, ellos no levantaban el campamento" (Ex 40,
36-37). Tampoco nosotros debemos emprender nada si no es el
Espíritu Santo -de quien la nube, según la tradición, era
figura- quien nos mueve y sin haberle consultado antes de cada
acción.
Tenemos el ejemplo más luminoso de ello en la propia vida de
Jesús. Jamás emprendió nada sin el Espíritu Santo. Con el
Espíritu Santo fue al desierto; con el poder del Espíritu Santo
regresó e inició su predicación; "en el Espíritu Santo" eligió a
sus apóstoles (Cf. Hch 1,2); en el Espíritu oró y se entregó a
sí mismo al Padre (Cf. Hb 9, 14).
Santo Tomás habla de esta conducción interior del Espíritu como
de una especie de "instinto propio de los justos": "Igual que en
la vida corporal el cuerpo no es movido más que por el alma que
lo vivifica, así en la vida espiritual cada movimiento nuestro
debería provenir del Espíritu Santo" [13]. Es así como actúa la
"ley del Espíritu"; es lo que el Apóstol llama "dejarse guiar
por el Espíritu" (Ga 5, 18).
Debemos abandonarnos al Espíritu Santo como las cuerdas del arpa
a los dedos de quien las toca. Como buenos actores, tener el
oído atento a la voz del apuntador escondido, para recitar
fielmente nuestra parte en el escenario de la vida. Es más fácil
de cuanto se piensa, porque nuestro apuntador nos habla dentro,
nos enseña toda cosa, nos instruye en todo. Basta a veces un
simple vistazo interior, un movimiento del corazón, una oración.
De un santo obispo del siglo II, Melitón de Sardes, se lee este
bello elogio que desearía que se pudiera repetir de cada uno de
nosotros después de morir: "En su vida hizo todo movido por el
Espíritu Santo" [14].
[Traducción del original italiano por Marta Lago]
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[1] Cf. S. Gregorio Nazianzeno, Discursos, XXXI, 26 (PG 36, 161
s.).
[2] S. Gregorio Nisseno, Sobre la fe (PG 45, 1241C): cf.
Ps.-Atanasio, Diálogo contra los macedonios, 1, 12 (PG 28,
1308C).
[3] S. Ambrosio, Apología de David, 15, 73 (CSEL 32,2, p. 348).
[4] Gaudium et spes, 11.
[5] S. Máximo Confesor, Capítulos varios, I, 72 (PG 90, 1208D).
[6] Cf. S. Agustín, Sobre la primera carta de Juan, 3,13; 4,1
(PL 35, 2004 s.).
[7] S. Cirilo de Jerusalén, Catequesis, XVI, 19.
[8] Cf. F. Collins, The Language of God
[9] S. Ireneo, Contra las herejías, III, 24, 1-2.
[10] Cf. J.-L. Witte, Esprit-Saint et Eglises séparées, in
Dict.Spir. 4, 1318-1325.
[11] Cf. S. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, cuarta
semana (ed. BAC, Madrid 1963, pp. 262 ss).
[12] Cf. Guillermo de San Thierry, Lo specchio della fede, 61
(SCh 301, p. 128).
[13] Santo Tomás, Sobre la Carta a los Gálatas, c.V, l. 5,
n.318; l. 7, n. 340.
[14] Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, V, 24, 5.
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