Nació en París en 1591, Hija de Louis de Marillac,
señor de Ferrieres. Perdió a su madre desde temprana
edad, pero tuvo una buena educación, gracias, en parte,
a los monjes de Poissy, a cuyos cuidados fue confiada por
un tiempo, y en parte, a la instrucción personal de su
propio padre, que murió cuando ella tenía poco más de
quince años. Luisa había deseado hacerse hermana
capuchina, pero el que entonces era su confesor,
capuchino él mismo, la disuadió de ello a causa de su
endeble salud. Finalmente se le encontró un esposo
digno: Antonio Le Gras, hombre que parecía destinado a
una distinguida carrera y que ella aceptó. Tuvieron un
hijo. En el período en que Antonio estuvo gravemente
enfermo, ella lo cuidó con esmero y completa
dedicación.. Desgraciadamente, Luisa sucumbió a la
tentación de considerar esta enfermedad como un castigo
por no haber mostrado su agradecimiento a Dios, que la
colmaba de bendiciones, y estas angustias de conciencia
fueron motivos de largos períodos de dudas y aridez
espiritual. Tuvo, sin embargo, la buena fortuna de
conocer a San Francisco de
Sales, quien pasó algunos meses en París, durante
el año 1619. De él recibió la dirección más sabia y
comprensiva. Pero París no era el lugar del santo.
Un poco antes de la muerte de su esposo, Luisa hizo
voto de no contraer matrimonio de nuevo y dedicarse
totalmente al servicio de Dios. Después, tuvo una
extraña visión espiritual en la que sintió disipadas
sus dudas y comprendió que había sido escogida para
llevar a cabo una gran obra en el futuro, bajo la guía
de un director a quien ella no conocía aun. Antonio Le
Gras murió en 1625. Pero ya para entonces Luisa había
conocido a "Monsieur
Vicente", quien mostró al principio cierta
renuncia en ser su confesor, pero al fin consintió. San
Vicente en aquel tiempo estaba organizando sus
"Conferencias de Caridad", con el objeto de
remediar la espantosa miseria que existía entre la gente
del campo, para ello necesitaba una buena organización y
un gran numero de cooperadores. La supervisión y la
dirección de alguien que infundiera absoluto respeto y
que tuviera, a la vez, el tacto suficiente para ganarse
los corazones y mostrarles el buen camino con su ejemplo.
A medida que fue conociendo más profundamente a
"Mademoiselle Le Gras", San Vicente descubrió
que tenía a la mano el preciso instrumento que
necesitaba. Era una mujer decidida y valiente, dotada de
clara inteligencia y una maravillosa constancia, a pesar
de la debilidad de salud y, quizás lo más importante de
todo, tenía la virtud de olvidarse completamente de si
misma por el bien de los demás. Tan pronto como San
Vicente le habló de sus propósitos, Luisa comprendió
que se trataba de una obra para la gloria de Dios.
Quizás nunca existió una obra religiosa tan grande o
tan firme, llevada a cabo con menos sensacionalismo, que
la fundación de la sociedad, que fue conocida como
"Hijas de la Caridad" y que se ha ganado el
respeto de los hombres de la más diversas creencias en
todas partes del mundo. Solamente después de cinco años
de trato personal con Mlle. Le Gras, Monsieur Vicente,
que siempre tenía paciencia para esperar la oportunidad
enviada por Dios, mandó a esta dama devota, en mayo de
1629, a hacer lo que podríamos llamar una visita a
"La Caridad" de Montmirail. Esta fue la
precursora de muchas misiones similares y, a pesar de la
mala salud de la señorita, tomada muy en cuenta por San
Vicente, ella no retrocedió ante las molestias y
sacrificios.
En 1633, fue necesario establecer una especie de
centro de entrenamiento o noviciado, en la calle que
entonces se conocía como Fosses-Saint-Victor. Ahí
estaba la vieja casona que Le Gras había alquilado para
sí misma después de la muerte de su esposo, donde dio
hospitalidad a las primeras candidatas que fueron
aceptadas para el servicio de los pobres y enfermos;
cuatro sencillas personas cuyos verdaderos nombres
quedaron en el anonimato. Estas, con Luisa como
directora, formaron el grano de mostaza que ha crecido
hasta convertirse en la organización mundialmente
conocida como Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl. Su expansión fue rápida. Pronto se hizo evidente
que convendría tener alguna regla de vida y alguna
garantía de estabilidad. Desde hacía tiempo, Luisa
había querido ligarse a este servicio con voto, pero San
Vicente, siempre prudente y en espera de una clara
manifestación de la voluntad de Dios, había contenido
su ardor. Pero en 1634, el deseo de la santa se cumplió.
San Vicente tenía completa confianza en su hija
espiritual y fue ella misma la que redactó una especie
de regla de vida que deberían seguir los miembros de la
asociación. La sustancia de este documento forma la
médula de la observancia religiosa de las Hermanas de la
Caridad Aunque éste fue un gran paso hacia adelante, el
reconocimiento de las Hermanas de la Caridad como un
instituto de monjas, estaba todavía lejos.
En la actualidad, la blanca cofia y el hábito azul al
que sus hijas han permanecido fieles durante cerca de 300
años, llaman inmediatamente la atención en cualquier
muchedumbre. Este hábito es tan sólo la copia de los
trajes que antaño usaban las campesinas. San Vicente,
enemigo de toda pretensión, se opuso a que sus hijas
reclamaran siquiera una distinción en sus vestidos para
imponer ese respeto que provoca el hábito religioso. No
fue sino hasta 1642, cuando permitió a cuatro miembros
de su institución hacer votos anuales de pobreza,
castidad y obediencia y, solamente 13 años después,
obtuvo en Roma la formal aprobación del instituto y
colocó a las hermanas definitivamente bajo la dirección
de la propia congregación de San Vicente. Mientras
tanto, las buenas obras de las hijas de la caridad se
habían multiplicado aceleradamente. En el desarrollo de
todas estas obras, Mlle. Le Gras soportaba la parte más
pesada de la carga. Había dado un maravilloso ejemplo en
Angers, al hacerse cargo de un hospital terriblemente
descuidado. El esfuerzo había sido tan grande, que a
pesar de la ayuda enorme que le prestaron sus
colaboradores, sufrió una severa postración que fue
diagnosticada erróneamente, como un caso de fiebre
infecciosa. En París había cuidado con esmero a los
afectados durante una epidemia y, a pesar de su delicada
constitución, había soportado la prueba. Los frecuentes
viajes, impuestos por sus obligaciones, habrían puesto a
prueba la resistencia de un ser más robusto; pero ella
estaba siempre a la mano cuando se la requería, llena de
entusiasmo y creando a su alrededor una atmósfera de
gozo y de paz. Como sabemos por sus cartas a San Vicente
y a otros, solamente dos cosas le preocupaban: una era el
respeto y veneración con que se le acogía en sus
visitas; la otra era la ansiedad por el bienestar
espiritual de su hijo Miguel.
En el año de 1660, San Vicente contaba ochenta años
y estaba ya muy débil. La santa habría dado cualquier
cosa por ver una vez más a su amado padre, pero este
consuelo le fue negado. Sin embargo, su alma estaba en
paz; el trabajo de su vida había sido maravillosamente
bendecido y ella se sacrificó sin queja alguna, diciendo
a las que la rodeaban que era feliz de poder ofrecer a
Dios esta última privación. La preocupación de sus
últimos días fue la de siempre, como lo dijo a sus
abatidas hermanas: "Sed empeñosas en el servicio de
los pobres... amad a los pobres, honradlos, hijas mías,
y honraréis al mismo Cristo". Santa Luisa de
Marillac murió el 15 de marzo de 1660; y San Vicente la
siguió al cielo tan sólo seis meses después. Fue
canonizada en 1934.