El nuevo libro es «una biografía interior». explicó
Joaquín Navarro-Valls.
"la Redención es la palabra clave de todo el
pensamiento de Juan Pablo II y, desde esta perspectiva, el mal se
convierte en un instrumento para el bien" -Cardenal Ratzinger,
momentario sobre el libro.
Presenta la experiencia sobre el atentado
del 13 de mayo de 1981 que él comparte junto a su secretario personal,
monseñor Stanislaw Dziwisz.
"Se plantea el problema de la coexistencia entre el
bien y el mal, no un mal físico sino moral, derivado de las decisiones
humanas libres"- Navarro-Valls.
El libro es fruto de conversaciones del Papa con los filósofos polacos
Józef Tischner y Krzysztof Michalsk en los jardines de Castelgandolfo en
el verano del 1993. A este material, el Santo Padre ha añadido o
reelaborado algunos pasajes del volumen. Recoge en conjunto reflexiones
sobre las grandes cuestiones de nuestro tiempo.
La editorial italiana «Rizzoli» tiene los derechos internacionales del
volumen. De su lanzamiento este miércoles en español se ha encargado «La
Esfera de los Libros» (www.esferalibros.com).
Fuente: Zenit.org
A continuación publicamos íntegras las páginas del relato del atentado
contra el Santo Padre, qué significó para él y su reflexión sobre las
«proporciones gigantescas» del mal en el siglo XX, las redes del terror
que hoy amenazan a millones de inocentes y finalmente sobre el sentido
del sufrimiento, que abre las puertas a la esperanza, pues «no existe
mal del que Dios no pueda obtener un bien más grande».
EPÍLOGO
La última conversación tuvo lugar en el pequeño comedor del palacio
pontificio de Castel Gandolfo. Participó también el secretario del Santo
Padre, monseñor Stanislaw Dziwisz.
«Alguien desvió esta bala»
¿Cómo se desarrollaron verdaderamente los hechos de aquel
13 de mayo de 1981? El atentado y todo lo que comportó, ¿no revelaron
alguna verdad sobre el papado, tal vez olvidada? ¿No se podría leer en
ellos un mensaje peculiar de su misión personal, Santo Padre? Usted
visitó en la cárcel al autor del atentado y se encontró con él cara a
cara. ¿Cómo ve hoy aquellos sucesos, después de tantos años? ¿Qué
significado han tenido en su vida el atentado y los demás
acontecimientos relacionados con él?
Juan Pablo II: Todo esto ha sido una muestra de la gracia divina.
Veo en ello una cierta analogía con la prueba a la que fue sometido el
cardenal Wyszynski durante su prisión. Sólo que la experiencia del
primado de Polonia duró más de tres años, mientras que la mía fue más
bien breve, apenas unos meses. Agca sabía cómo disparar y disparó
ciertamente a dar. Pero fue como si alguien hubiera guiado y desviado
esa bala...
Stanislaw Dziwisz: Agca tiró a matar. Aquel disparo debería haber
sido mortal. La bala atravesó el cuerpo del Santo Padre, hiriéndolo en
el vientre, en el codo derecho y en el dedo índice izquierdo. El
proyectil cayó después entre el Papa y yo. Oí dos disparos más, y dos
personas que estaban a nuestro lado cayeron heridas.
Pregunté al Santo Padre: «¿Dónde?» Contestó: «En el vientre.» «¿Le
duele?» «Duele.»
No había ningún médico cerca. No había tiempo para pensar. Trasladamos
inmediatamente al Santo Padre a la ambulancia y a toda velocidad fuimos
al Policlínico Gemelli. El Santo Padre iba rezando a media voz. Después,
ya durante el trayecto, perdió el conocimiento.
Varios factores fueron decisivos para salvar su vida. Uno de ellos fue
el tiempo, el tiempo empleado para llegar a la clínica: unos minutos
más, un pequeño obstáculo en el camino, y hubiera llegado demasiado
tarde. En todo esto se ve la mano de Dios. Todos los detalles lo
indican.
Juan Pablo II: Sí, me acuerdo de aquel traslado al hospital.
Estuve consciente poco tiempo. Tenía la sensación de que podría superar
aquello. Estaba sufriendo, y esto me daba motivos para tener miedo, pero
mantenía una extraña confianza.
Dije a don Stanislaw que perdonaba al agresor. Lo que pasó en el
hospital, ya no lo recuerdo.
Stanislaw Dziwisz: Casi inmediatamente después de la llegada al
policlínico llevaron al Santo Padre al quirófano. La situación era muy
grave. Su organismo había perdido mucha sangre. La tensión arterial
bajaba dramáticamente, el latido del corazón apenas era perceptible. Los
médicos me sugirieron que administrara la Unción de los Enfermos al
Santo Padre. Lo hice de inmediato.
Juan Pablo II: Prácticamente estaba ya del otro lado.
Stanislaw Dziwisz: Después hicieron al Santo Padre una
transfusión de sangre.
Juan Pablo II: Las complicaciones posteriores y el retardo en
todo el proceso de restablecimiento fueron, después de todo,
consecuencias de aquella transfusión.
Stanislaw Dziwisz: El organismo rechazó la primera sangre. Pero
se encontraron médicos del mismo hospital que donaron su propia sangre
para el Santo Padre. Esta segunda transfusión tuvo éxito. Los médicos
hicieron la operación sin muchas esperanzas de que el paciente
sobreviviría. Como es comprensible, no se preocuparon para nada del dedo
índice traspasado por la bala. Me dijeron: «Si sobrevive, ya se hará
algo después para resolver este problema.» En realidad, la herida del
dedo cicatrizó sola, sin ninguna intervención particular.
Después de la operación, llevaron al Santo Padre a la sala de
reanimación. Los médicos temían una infección que, en aquella situación,
podía ser fatal. Algunos órganos internos del Santo Padre estaban
gravemente afectados. La operación fue muy difícil. Pero, finalmente,
todo cicatrizó perfectamente y sin complicaciones, aunque todos saben
que éstas son frecuentes tras una intervención tan compleja.
Juan Pablo II: En Roma el Papa moribundo, en Polonia el luto...
En mi Cracovia, los estudiantes organizaron una manifestación: la
«marcha blanca.» Cuando fui a Polonia, dije: He venido para agradeceros
la «marcha blanca». Estuve también en Fátima para dar gracias a la
Virgen.
¡Dios mío! Esto fue una dura experiencia. Me desperté sólo al día
siguiente, hacia el mediodía. Y dije a don Stanislaw: «Anoche no recé
Completas.»
Stanislaw Dziwisz: Para ser más exactos, usted, Santo Padre, me
preguntó: «¿He rezado ya Completas?» Porque pensaba que todavía era el
día anterior.
Juan Pablo II: No me daba cuenta alguna de todo lo que sabía don
Stanislaw. No me decían que la situación era tan grave. Además, había
estado inconsciente durante bastante tiempo.
Al despertar, me hallaba incluso de bastante buen ánimo. Por lo menos al
principio.
Stanislaw Dziwisz: Los tres días siguientes fueron terribles. El
Santo Padre sufría muchísimo. Porque tenía drenajes y cortes por todos
los lados. No obstante, la convalecencia seguía un proceso muy rápido. A
comienzos de junio, el Santo Padre volvió a casa. Ni siquiera tuvo que
seguir una dieta especial.
Juan Pablo II: Como se ve, mi organismo es bastante fuerte.
Stanislaw Dziwisz: Algo más tarde, el organismo fue atacado por
un virus peligroso, como consecuencia de la primera transfusión o tal
vez del agotamiento general. Se había suministrado al Santo Padre una
enorme cantidad de antibióticos para protegerlo de la infección. Pero
eso redujo notablemente sus defensas inmunológicas. Comenzó a
desarrollarse así otra enfermedad. El Santo Padre fue llevado de nuevo
al hospital.
Gracias a una terapia intensiva, su estado de salud mejoró de tal manera
que los médicos estimaron que se podía acometer una nueva operación para
completar las intervenciones quirúrgicas realizadas el día del atentado.
El Santo Padre escogió el 5 de agosto, el día de Nuestra Señora de las
Nieves, que en el calendario litúrgico figura como el día de la
Dedicación de la Basílica de Santa María la Mayor.
También aquella segunda fase fue superada. El 13 de agosto, tres meses
después del atentado, los médicos emitieron un comunicado en el que
informaban de la conclusión de los cuidados clínicos. El paciente pudo
regresar definitivamente a casa.
Cinco meses después del atentado, el Papa volvió a asomarse a la plaza
de San Pedro para recibir de nuevo a los fieles. No demostraba sombra
alguna de temor ni de estrés, por más que los médicos hubieran advertido
de esta posibilidad. Dijo entonces: «Y de nuevo me he hecho deudor de la
Santísima Virgen y de todos los santos Patronos. ¿Podría olvidar que el
evento en la plaza de San Pedro tuvo lugar el día y a la hora en que,
hace más de sesenta años, se recuerda en Fátima, Portugal, la primera
aparición de la Madre de Cristo a los pobres niños campesinos? Porque,
en todo lo que me ha sucedido precisamente ese día, he notado la
extraordinaria materna protección y solicitud, que se ha manifestado más
fuerte que el proyectil mortífero.»
Juan Pablo II: Durante el tiempo de Navidad de 1983 visité al
autor del atentado en la cárcel. Conversamos largamente. Alí Agca, como
dicen todos, es un asesino profesional. Esto significa que el atentado
no fue iniciativa suya, sino que algún otro lo proyectó, algún otro se
lo encargó. Durante toda la conversación se vio claramente que Alí Agca
continuaba preguntándose cómo era posible que no le saliera bien el
atentado. Porque había hecho todo lo que tenía que hacer, cuidando hasta
el último detalle. Y, sin embargo, la víctima designada escapó de la
muerte. ¿Cómo podía ser?
Lo interesante es que esta inquietud lo había llevado al ámbito
religioso. Se preguntaba qué ocurría con aquel misterio de Fátima y en
qué consistía dicho secreto. Lo que más le interesaba era esto; lo que,
por encima de todo, quería saber.
Mediante aquellas preguntas insistentes, tal vez manifestaba haber
percibido lo que era verdaderamente importante. Alí Agca había intuido
probablemente que, por encima de su poder, el poder de disparar y de
matar, había una fuerza superior. Y, entonces, había comenzado a
buscarla. Espero que la haya encontrado.
Stanislaw Dziwisz: Considero un don del cielo el milagroso
retorno del Santo Padre a la vida y a la salud. El atentado, en su
aspecto humano, sigue siendo un misterio. No lo ha aclarado ni el
proceso, ni la larga reclusión en cárcel del agresor. Fui testigo de la
visita del Santo Padre a Alí Agca en la cárcel. El Papa lo había
perdonado públicamente ya en su primera alocución después del atentado.
Por parte del prisionero nunca le he oído pronunciar las palabras: «Pido
perdón.» Le interesaba únicamente el secreto de Fátima. El Santo Padre
recibió varias veces a la madre y los familiares del ejecutor, y con
frecuencia preguntaba por él a los capellanes del instituto
penitenciario.
En el aspecto divino, el misterio consiste en todo el desarrollo de este
acontecimiento dramático, que debilitó la salud y las fuerzas del Santo
Padre, pero que en modo alguno aminoró la eficacia y fecundidad de su
ministerio apostólico en la Iglesia y en el mundo.
Pienso que no es ninguna exageración aplicar en este caso el dicho:
«Sanguis martyrum semen christianorum». Tal vez había necesidad de esta
sangre en la plaza de San Pedro, en el lugar del martirio de muchos de
los primeros cristianos.
El primer fruto de esta sangre fue sin duda la unión de toda la Iglesia
en la gran oración por la salud del Papa. Durante toda la noche después
del atentado, los peregrinos venidos para la audiencia general y una
creciente multitud de romanos rezaban en la plaza de San Pedro. Los días
sucesivos, en las catedrales, iglesias y capillas de todo el mundo, se
celebraron misas y se elevaron plegarias por la recuperación del Papa.
El mismo Santo Padre decía a este respecto: «Me resulta difícil pensar
en esto sin emoción. Sin una profunda gratitud para todos. Hacia todos
los que el día 13 de mayo se reunieron en oración. Y hacia todos los que
han perseverado en ella durante este tiempo [...]. Estoy agradecido a
Cristo Señor y al Espíritu Santo, el cual, mediante este evento, que
tuvo lugar en la plaza de San Pedro el día 13 de mayo a las 17.17, ha
inspirado a tantos corazones para la oración común. Y, al pensar en esta
gran oración, no puedo olvidar las palabras de los Hechos de los
Apóstoles que se refieren a Pedro: “La Iglesia oraba insistentemente a
Dios por él” (Hch 12, 5)».3
Juan Pablo II: Vivo constantemente convencido de que en todo lo
que digo y hago en cumplimiento de mi vocación y misión, de mi
ministerio, hay algo que no sólo es iniciativa mía. Sé que no soy el
único en lo que hago como Sucesor de Pedro.
Pensemos, por ejemplo, en el sistema comunista. Ya he dicho
precedentemente que su caída se debió principalmente a los defectos de
su doctrina económica. Pero quedarse únicamente en los factores
económicos sería una simplificación más bien ingenua. Por otro lado,
también sé que sería ridículo considerar al Papa como el que derribó con
sus manos el comunismo.
Pienso que la explicación se halla en el Evangelio. Cuando los primeros
discípulos enviados en misión vuelven a Cristo, dicen: «Hasta los
demonios se nos someten en tu nombre» (Lc 10, 17). Cristo les contesta:
«No estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres
porque vuestros nombres están inscritos en el cielo» (Lc 10, 20). Y en
otra ocasión añade: «Decid: “Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo
que teníamos que hacer”» (Lc 17, 10).
Siervos inútiles... La conciencia del «siervo inútil» crece en mí en
medio de todo lo que ocurre a mi alrededor, y pienso que me va bien así.
Volvamos al atentado: creo que haya sido una de las últimas convulsiones
de las ideologías de las prepotencias surgidas en el siglo XX. El
fascismo y el hitlerismo propugnaban la imposición por la fuerza, al
igual que el comunismo. Una imposición similar se ha desarrollado en
Italia con las Brigadas Rojas, asesinando a personas inocentes y
honestas.
Al leer de nuevo hoy, después de algunos años, la transcripción de las
conversaciones grabadas entonces, noto que las manifestaciones de los
«años de plomo» se han atenuado notablemente. No obstante, en este
último período se han extendido en el mundo las llamadas «redes del
terror», que son una amenaza constante para millones de inocentes. Se ha
tenido una impresionante confirmación en la destrucción de las Torres
Gemelas de Nueva York (11 septiembre 2001), en el atentado en la
Estación de Atocha en Madrid (11 marzo 2004) y en la masacre de Beslan
en Osetia (1-3 septiembre 2004). ¿Dónde nos llevarán estas nuevas
erupciones de violencia?
La caída del nazismo, primero, y después de la Unión Soviética, es la
confirmación de una derrota. Ha mostrado toda la insensatez de la
violencia a gran escala, que había sido teorizada y puesta en práctica
por dichos sistemas. ¿Querrán los hombres tomar nota de las dramáticas
lecciones que la historia les ha dado? O, por el contrario, ¿cederán
ante las pasiones que anidan en el alma, dejándose llevar una vez más
por las insidias nefastas de la violencia?
El creyente sabe que la presencia del mal está siempre acompañada por la
presencia del bien, de la gracia. San Pablo escribió: «No hay proporción
entre la culpa y el don: si por la culpa de uno murieron todos, mucho
más, gracias a un solo hombre, Jesucristo, la benevolencia y el don de
Dios desbordaron sobre todos» (Rm 5, 15). Estas palabras siguen siendo
actuales en nuestros días. La Redención continúa. Donde crece el mal,
crece también la esperanza del bien. En nuestros tiempos, el mal ha
crecido desmesuradamente, sirviéndose de los sistemas perversos que han
practicado a gran escala la violencia y la prepotencia. No me refiero
ahora al mal cometido individualmente por los hombres movidos por
objetivos o motivos personales. El del siglo XX no fue un mal en edición
reducida, «artesanal», por llamarlo así. Fue el mal en proporciones
gigantescas, un mal que ha usado las estructuras estatales mismas para
llevar a cabo su funesto cometido, un mal erigido en sistema.
Pero, al mismo tiempo, la gracia de Dios se ha manifestado con riqueza
sobreabundante. No existe mal del que Dios no pueda obtener un bien más
grande. No hay sufrimiento que no sepa convertir en camino que conduce a
Él. Al ofrecerse libremente a la pasión y a la muerte en la Cruz, el
Hijo de Dios asumió todo el mal del pecado. El sufrimiento de Dios
crucificado no es sólo una forma de dolor entre otros, un dolor más o
menos grande, sino un sufrimiento incomparable. Cristo, padeciendo por
todos nosotros, ha dado al sufrimiento un nuevo sentido, lo ha
introducido en una nueva dimensión, en otro orden: en el orden del amor.
Es verdad que el sufrimiento entra en la historia del hombre con el
pecado original. El pecado es ese «aguijón» (cf. 1 Co 15, 55-56) que
causa dolor e hiere a muerte la existencia humana. Pero la pasión de
Cristo en la cruz ha dado un sentido totalmente nuevo al sufrimiento y
lo ha transformado desde dentro. Ha introducido en la historia humana,
que es una historia de pecado, el sufrimiento sin culpa, el sufrimiento
afrontado exclusivamente por amor. Es el sufrimiento que abre la puerta
a la esperanza de la liberación, de la eliminación definitiva del
«aguijón» que desgarra la humanidad. Es el sufrimiento que destruye y
consume el mal con el fuego del amor, y aprovecha incluso el pecado para
múltiples brotes de bien.
Todo sufrimiento humano, todo dolor, toda enfermedad, encierra en sí una
promesa de liberación, una promesa de la alegría: «Me alegro de sufrir
por vosotros», escribe san Pablo (Col 1, 24). Esto se refiere a todo
sufrimiento causado por el mal, y es válido también para el enorme mal
social y político que estremece el mundo y lo divide: el mal de las
guerras, de la opresión de las personas y los pueblos; el mal de la
injusticia social, del desprecio de la dignidad humana, de la
discriminación racial y religiosa; el mal de la violencia, del
terrorismo y de la carrera de armamentos. Todo este sufrimiento existe
en el mundo también para despertar en nosotros el amor, que es la
entrega de sí mismo al servicio generoso y desinteresado de los que se
ven afectados por el sufrimiento.
En el amor, que tiene su fuente en el Corazón de Jesús, está la
esperanza del futuro del mundo. Cristo es el Redentor del mundo:
«Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron» (Is
53, 5).
[Cortesía de
La Esfera de los Libros para Zenit]
ZS05022320