REDEMPTORIS MATER
Carta Encíclica del Sumo Pontífice Juan Pablo II
Sobre la Bienaventurada Virgen María en la Vida de la Iglesia
peregrina.
Marzo 25, 1987
www.vatican.va
BENDICIÓN
Venerables Hermanos
amadísimos hijos e hijas:
¡Salud y Bendición Apostólica!
INTRODUCCIÓN
1. La Madre del
Redentor tiene un lugar preciso en el plan de la salvación,
porque « al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su
Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los
que se hallaban bajo la ley, para que recibieran la filiación
adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá,
Padre! » (Gál 4, 4-6).
Con
estas palabras del apóstol Pablo, que el Concilio Vaticano II
cita al comienzo de la exposición sobre la bienaventurada Virgen
María,1
deseo iniciar también mi reflexión sobre el significado que
María tiene en el misterio de Cristo y sobre su presencia activa
y ejemplar en la vida de la Iglesia. Pues, son palabras que
celebran conjuntamente el amor del Padre, la misión del Hijo, el
don del Espíritu, la mujer de la que nació el Redentor, nuestra
filiación divina, en el misterio de la « plenitud de los tiempos
».2
Esta
plenitud delimita el momento, fijado desde toda la eternidad, en
el cual el Padre envió a su Hijo « para que todo el que crea en
él no perezca sino que tenga vida eterna » (Jn 3, 16).
Esta plenitud señala el momento feliz en el que « la Palabra que
estaba con Dios ... se hizo carne, y puso su morada entre
nosotros » (Jn 1, 1. 14), haciéndose nuestro hermano.
Esta misma plenitud señala el momento en que el Espíritu Santo,
que ya había infundido la plenitud de gracia en María de
Nazaret, plasmó en su seno virginal la naturaleza humana de
Cristo. Esta plenitud define el instante en el que, por la
entrada del eterno en el tiempo, el tiempo mismo es redimido y,
llenándose del misterio de Cristo, se convierte definitivamente
en « tiempo de salvación ». Designa, finalmente, el comienzo
arcano del camino de la Iglesia. En la liturgia, en efecto, la
Iglesia saluda a María de Nazaret como a su exordio,3
ya que en la Concepción inmaculada ve la proyección, anticipada
en su miembro más noble, de la gracia salvadora de la Pascua y,
sobre todo, porque en el hecho de la Encarnación encuentra
unidos indisolublemente a Cristo y a María: al que es su Señor y
su Cabeza y a la que, pronunciando el primer fiat de la
Nueva Alianza, prefigura su condición de esposa y madre.
2. La
Iglesia, confortada por la presencia de Cristo (cf. Mt
28, 20), camina en el tiempo hacia la consumación de los
siglos y va al encuentro del Señor que llega. Pero en este
camino —deseo destacarlo enseguida— procede recorriendo de nuevo
el itinerario realizado por la Virgen María, que «
avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión
con su Hijo hasta la Cruz ».4
Tomo estas palabras tan densas y evocadoras de la Constitución
Lumen gentium, que en su parte final traza una síntesis
eficaz de la doctrina de la Iglesia sobre el tema de la Madre de
Cristo, venerada por ella como madre suya amantísima y como su
figura en la fe, en la esperanza y en la caridad.
Poco
después del Concilio, mi gran predecesor Pablo VI quiso volver a
hablar de la Virgen Santísima, exponiendo en la Carta Encíclica
Christi Matri y más tarde en las Exhortaciones
Apostólicas Signum magnum y Marialis cultus
5
los fundamentos y criterios de aquella singular
veneración que la Madre de Cristo recibe en la Iglesia, así como
las diferentes formas de devoción mariana —litúrgicas, populares
y privadas— correspondientes al espíritu de la fe.
3. La circunstancia
que ahora me empuja a volver sobre este tema es la
perspectiva del año dos mil, ya cercano, en el que el
Jubileo bimilenario del nacimiento de Jesucristo orienta, al
mismo tiempo, nuestra mirada hacia su Madre. En los últimos años
se han alzado varias voces para exponer la oportunidad de hacer
preceder tal conmemoración por un análogo Jubileo, dedicado a la
celebración del nacimiento de María.
En
realidad, aunque no sea posible establecer un preciso punto
cronológico para fijar la fecha del nacimiento de María, es
constante por parte de la Iglesia la conciencia de que María
apareció antes de Cristo en el horizonte de la historia
de la salvación.6
Es un
hecho que, mientras se acercaba definitivamente « la plenitud de
los tiempos », o sea el acontecimiento salvífico del Emmanuel,
la que había sido destinada desde la eternidad para ser su Madre
ya existía en la tierra. Este « preceder » suyo a la venida de
Cristo se refleja cada año en la liturgia de Adviento.
Por consiguiente, si los años que se acercan a la conclusión del
segundo Milenio después de Cristo y al comienzo del tercero se
refieren a aquella antigua espera histórica del Salvador, es
plenamente comprensible que en este período deseemos dirigirnos
de modo particular a la que, en la « noche » de la espera de
Adviento, comenzó a resplandecer como una verdadera « estrella
de la mañana » (Stella matutina). En
efecto, igual que esta estrella junto con la « aurora » precede
la salida del sol, así María desde su concepción inmaculada ha
precedido la venida del Salvador, la salida del « sol de
justicia » en la historia del género humano.7
Su presencia en medio
de Israel —tan discreta que pasó casi inobservada a los ojos de
sus contemporáneos— resplandecía claramente ante el Eterno, el
cual había asociado a esta escondida « hija de Sión » (cf. So
3, 14; Za 2, 14) al plan salvífico que abarcaba toda
la historia de la humanidad. Con razón pues, al término del
segundo Milenio, nosotros los cristianos, que sabemos como el
plan providencial de la Santísima Trinidad sea la realidad
central de la revelación y de la fe, sentimos la necesidad
de poner de relieve la presencia singular de la Madre de Cristo
en la historia, especialmente durante estos últimos años
anteriores al dos mil.
4. Nos
prepara a esto el Concilio Vaticano II, presentando en su
magisterio a la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de
la Iglesia. En efecto, si es verdad que « el misterio del
hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado »
—como proclama el mismo Concilio
8—,
es necesario aplicar este principio de modo muy particular a
aquella excepcional « hija de las generaciones humanas », a
aquella « mujer » extraordinaria que llegó a ser Madre de
Cristo. Sólo en el misterio de Cristo se esclarece
plenamente su misterio. Así, por lo demás, ha intentado
leerlo la Iglesia desde el comienzo. El misterio de la
Encarnación le ha permitido penetrar y esclarecer cada vez mejor
el misterio de la Madre del Verbo encarnado. En este profundizar
tuvo particular importancia el Concilio de Éfeso (a. 431)
durante el cual, con gran gozo de los cristianos, la verdad
sobre la maternidad divina de María fue confirmada solemnemente
como verdad de fe de la Iglesia. María es la Madre de Dios
(Theotókos), ya que por obra del Espíritu Santo
concibió en su seno virginal y dio al mundo a Jesucristo, el
Hijo de Dios consubstancial al Padre.9
« El Hijo de Dios... nacido de la Virgen María... se hizo
verdaderamente uno de los nuestros... »,10
se hizo hombre. Así pues, mediante el misterio de Cristo, en el
horizonte de la fe de la Iglesia resplandece plenamente el
misterio de su Madre. A su vez, el dogma de la maternidad divina
de María fue para el Concilio de Éfeso y es para la Iglesia como
un sello del dogma de la Encarnación, en la que el Verbo asume
realmente en la unidad de su persona la naturaleza humana sin
anularla.
5. El
Concilio Vaticano II, presentando a María en el misterio de
Cristo, encuentra también, de este modo, el camino para
profundizar en el conocimiento del misterio de la Iglesia. En
efecto, María, como Madre de Cristo, está unida de modo
particular a la Iglesia, « que el Señor constituyó como su
Cuerpo ».11
El texto conciliar acerca significativamente esta verdad sobre
la Iglesia como cuerpo de Cristo (según la enseñanza de las
Cartas paulinas) a la verdad de que el Hijo de Dios « por
obra del Espíritu Santo nació de María Virgen ». La realidad de
la Encarnación encuentra casi su prolongación en el misterio
de la Iglesia-cuerpo de Cristo. Y no puede pensarse en la
realidad misma de la Encarnación sin hacer referencia a María,
Madre del Verbo encarnado.
En las
presentes reflexiones, sin embargo, quiero hacer referencia
sobre todo a aquella « peregrinación de la fe », en la que « la
Santísima Virgen avanzó », manteniendo fielmente su unión con
Cristo.12
De esta manera aquel doble vínculo, que une la Madre de
Dios a Cristo y a la Iglesia, adquiere un significado
histórico. No se trata aquí sólo de la historia de la Virgen
Madre, de su personal camino de fe y de la « parte mejor » que
ella tiene en el misterio de la salvación, sino además de la
historia de todo el Pueblo de Dios, de todos los que toman
parte en la misma peregrinación de
la fe.
Esto
lo expresa el Concilio constatando en otro pasaje que María «
precedió », convirtiéndose en « tipo de la Iglesia ... en el
orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo
».13
Este « preceder » suyo como tipo, o modelo, se
refiere al mismo misterio íntimo de la Iglesia, la cual realiza
su misión salvífica uniendo en sí —como María— las cualidades de
madre y virgen. Es virgen que « guarda pura e
íntegramente la fe prometida al Esposo » y que « se hace también
madre ... pues ... engendra a una vida nueva e inmortal a los
hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios
».14
6. Todo esto se
realiza en un gran proceso histórico y, por así decir, « en un
camino ». La peregrinación de la fe indica la historia
interior, es decir la historia de las almas. Pero ésta es
también la historia de los hombres, sometidos en esta tierra a
la transitoriedad y comprendidos en la dimensión de la historia.
En las siguientes reflexiones deseamos concentrarnos ante todo
en la fase actual, que de por sí no es aún historia, y sin
embargo la plasma sin cesar, incluso en el sentido de historia
de la salvación. Aquí se abre un amplio espacio, dentro del cual
la bienaventurada Virgen María sigue « precediendo
» al Pueblo de Dios. Su excepcional peregrinación
de la fe representa un punto de referencia constante para la
Iglesia, para los individuos y comunidades, para los pueblos y
naciones, y, en cierto modo, para toda la humanidad. De veras es
difícil abarcar y medir su radio de acción.
El
Concilio subraya que la Madre de Dios es ya el cumplimiento
escatológico de la Iglesia: « La Iglesia ha alcanzado en la
Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene
mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27) » y al mismo
tiempo que « los fieles luchan todavía por crecer en santidad,
venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos
a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda
la comunidad de los elegidos ».15
La peregrinación de la fe ya no pertenece a la Madre del Hijo de
Dios; glorificada junto al Hijo en los cielos, María ha superado
ya el umbral entre la fe y la visión « cara a cara » (1
Cor 13, 12). Al mismo tiempo, sin embargo, en este
cumplimiento escatológico no deja de ser la « Estrella del mar »
(Maris Stella)
16
para todos los que aún siguen el camino de la fe. Si alzan los
ojos hacia ella en los diversos lugares de la existencia terrena
lo hacen porque ella « dio a luz al Hijo, a quien Dios
constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8,
29) »,17
y también porque a la « generación y educación » de estos
hermanos y hermanas « coopera con amor materno ».18
I PARTE - MARÍA EN EL MISTERIO
DE CRISTO
1. Llena de gracia
7. « Bendito sea el
Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido
con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en
Cristo » (Ef 1, 3). Estas palabras de la Carta
a los Efesios revelan el eterno designio de Dios Padre, su
plan de salvación del hombre en Cristo. Es un plan universal,
que comprende a todos los hombres creados a imagen y semejanza
de Dios (cf. Gén 1, 26). Todos, así como están
incluidos « al comienzo » en la obra creadora de Dios, también
están incluidos eternamente en el plan divino de la salvación,
que se debe revelar completamente, en la « plenitud de los
tiempos », con la venida de Cristo. En efecto, Dios, que es «
Padre de nuestro Señor Jesucristo, —son las palabras sucesivas
de la misma Carta— « nos ha elegido en él antes de la
fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su
presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus «
hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de
su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la que
nos agració en el Amado. En él tenemos por medio de su
sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza
de su gracia » (Ef 1, 4-7).
El
plan divino de la salvación,
que nos ha sido
revelado plenamente con la venida de Cristo, es eterno. Está
también —según la enseñanza contenida en aquella Carta y
en otras Cartas paulinas— eternamente unido a Cristo.
Abarca a todos los hombres, pero reserva un lugar particular
a la « mujer » que es la Madre de aquel, al cual el Padre
ha confiado la obra de la salvación.19
Como escribe el Concilio Vaticano II, « ella misma es insinuada
proféticamente en la promesa dada a nuestros primeros padres
caídos en pecado », según el libro del Génesis (cf. 3,
15). « Así también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz
un Hijo cuyo nombre será Emmanuel », según las palabras de
Isaías (cf. 7, 14).20
De este modo el Antiguo Testamento prepara aquella « plenitud de
los tiempos », en que Dios « envió a su Hijo, nacido de mujer,
... para que recibiéramos la filiación adoptiva ». La venida del
Hijo de Dios al mundo es el acontecimiento narrado en los
primeros capítulos de los Evangelios según Lucas y Mateo.
8.
María es introducida definitivamente en el
misterio de Cristo a través de este acontecimiento: la
anunciación del ángel. Acontece en Nazaret, en
circunstancias concretas de la historia de Israel, el primer
pueblo destinatario de las promesas de Dios. El mensajero divino
dice a la Virgen: « Alégrate, llena de gracia, el Señor está
contigo » (Lc 1, 28). María « se conturbó por
estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo » (Lc
1, 29). Qué significarían aquellas extraordinarias palabras y,
en concreto, la expresión « llena de gracia » (Kejaritoméne).21
Si queremos meditar
junto a María sobre estas palabras y, especialmente sobre la
expresión « llena de gracia », podemos encontrar una
verificación significativa precisamente en el pasaje
anteriormente citado de la Carta a los Efesios. Si,
después del anuncio del mensajero celestial, la Virgen de
Nazaret es llamada también « bendita entre las mujeres » (cf.
Lc 1, 42), esto se explica por aquella bendición de la que «
Dios Padre » nos ha colmado « en los cielos, en Cristo ». Es una
bendición espiritual, que se refiere a todos los hombres,
y lleva consigo la plenitud y la universalidad (« toda bendición
»), que brota del amor que, en el Espíritu Santo, une al Padre
el Hijo consubstancial. Al mismo tiempo, es una bendición
derramada por obra de Jesucristo en la historia del hombre desde
el comienzo hasta el final: a todos los hombres. Sin embargo,
esta bendición se refiere a María de modo especial y
excepcional; en efecto, fue saludada por Isabel como «
bendita entre las mujeres ».
La razón de este
doble saludo es, pues, que en el alma de esta « hija de Sión »
se ha manifestado, en cierto sentido, toda la « gloria de su
gracia », aquella con la que el Padre « nos agració en el Amado
». El mensajero saluda, en efecto, a María como « llena de
gracia »; la llama así, como si éste fuera su verdadero nombre.
No llama a su interlocutora con el nombre que le es propio en el
registro civil: « Miryam » (María), sino con este nombre
nuevo: «llena de gracia ». ¿Qué significa este nombre?
¿Porqué el arcángel llama así a la Virgen de Nazaret?
En el lenguaje de la
Biblia « gracia » significa un don especial que, según el Nuevo
Testamento, tiene la propia fuente en la vida trinitaria de Dios
mismo, de Dios que es amor (cf. 1 Jn 4, 8). Fruto de este
amor es la elección, de la que habla la Carta a los
Efesios. Por parte de Dios esta elección es la eterna
voluntad de salvar al hombre a través de la participación de su
misma vida en Cristo (cf. 2 P 1, 4): es la salvación en
la participación de la vida sobrenatural. El efecto de este don
eterno, de esta gracia de la elección del hombre, es como un
germen de santidad, o como una fuente que brota en el alma
como don de Dios mismo, que mediante la gracia vivifica y
santifica a los elegidos. De este modo tiene lugar, es decir, se
hace realidad aquella bendición del hombre « con toda clase de
bendiciones espirituales », aquel « ser sus hijos adoptivos ...
en Cristo » o sea en aquel que es eternamente el « Amado » del
Padre.
Cuando
leemos que el mensajero dice a María « llena de gracia », el
contexto evangélico, en el que confluyen revelaciones y promesas
antiguas, nos da a entender que se trata de una bendición
singular entre todas las « bendiciones espirituales en Cristo ».
En el misterio de Cristo María está presente ya « antes
de la creación del mundo » como aquella que el Padre « ha
elegido » como Madre de su Hijo en la Encarnación, y
junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola
eternamente al Espíritu de santidad. María está unida a Cristo
de un modo totalmente especial y excepcional, e igualmente es
amada en este « Amado »eternamente, en este
Hijo consubstancial al Padre, en el que se concentra toda « la
gloria de la gracia ». A la vez, ella está y sigue abierta
perfectamente a este « don de lo alto » (cf. St 1, 17).
Como enseña el Concilio, María « sobresale entre los humildes y
pobres del Señor, que de El esperan con confianza la salvación
».22
9. Si el saludo y el
nombre « llena de gracia » significan todo esto, en el contexto
del anuncio del ángel se refieren ante todo a la elección de
María como Madre del Hijo de Dios. Pero, al mismo tiempo, la
plenitud de gracia indica la dádiva sobrenatural, de la que se
beneficia María porque ha sido elegida y destinada a ser Madre
de Cristo. Si esta elección es fundamental para el cumplimiento
de los designios salvíficos de Dios respecto a la humanidad, si
la elección eterna en Cristo y la destinación a la dignidad de
hijos adoptivos se refieren a todos los hombres, la elección de
María es del todo excepcional y única. De aquí, la singularidad
y unicidad de su lugar en el misterio de Cristo.
El mensajero divino
le dice: « No temas, María, porque has hallado gracia delante de
Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un Hijo, a
quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado
Hijo del Altísimo » (Lc 1, 30-32). Y cuando la Virgen,
turbada por aquel saludo extraordinario, pregunta: « ¿Cómo será
esto, puesto que no conozco varón? », recibe del ángel la
confirmación y la explicación de las palabras precedentes.
Gabriel le dice: « El Espíritu Santo vendrá sobre ti yel
poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha
de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios » (Lc 1,
35).
Por
consiguiente, la Anunciación es la revelación del misterio de la
Encarnación al comienzo mismo de su cumplimiento en la tierra.
El donarse salvífico que Dios hace de sí mismo y de su vida en
cierto modo a toda la creación, y directamente al hombre,
alcanza en el misterio de la Encarnación uno de sus vértices.
En efecto, este es un vértice entre todas las donaciones de
gracia en la historia del hombre y del cosmos. María es « llena
de gracia », porque la Encarnación del Verbo, la unión
hipostática del Hijo de Dios con la naturaleza humana, se
realiza y cumple precisamente en ella. Como afirma el Concilio,
María es « Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta
del Padre y el sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia
tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales
y terrenas ».23
10. La
Carta a los Efesios, al hablar de la « historia de la
gracia » que « Dios Padre ... nos agració en el Amado », añade:
« En él tenemos por medio de su sangre la redención » (Ef
1, 7). Según la doctrina, formulada en documentos solemnes de la
Iglesia, esta « gloria de la gracia » se ha manifestado en la
Madre de Dios por el hecho de que ha sido redimida « de un modo
eminente ».24
En virtud de la riqueza de la gracia del Amado, en razón de los
méritos redentores del que sería su Hijo, María ha sido
preservada de la herencia del pecado original.25
De esta manera, desde el primer instante de su concepción, es
decir de su existencia, es de Cristo, participa de la gracia
salvífica y santificante y de aquel amor que tiene su inicio en
el « Amado », el Hijo del eterno Padre, que mediante la
Encarnación se ha convertido en su propio Hijo. Por eso, por
obra del Espíritu Santo, en el orden de la gracia, o sea de la
participación en la naturaleza divina, María recibe la vida
de aquel al que ella misma dio la vida como madre, en el
orden de la generación terrena. La liturgia no duda en llamarla
« madre de su Progenitor »
26
y en saludarla con las palabras que Dante Alighieri pone en boca
de San Bernardo: « hija de tu Hijo ».27
Y dado que esta « nueva vida » María la recibe con una plenitud
que corresponde al amor del Hijo a la Madre y, por consiguiente,
a la dignidad de la maternidad divina, en la anunciación el
ángel la llama « llena de gracia ».
11. En el designio
salvífico de la Santísima Trinidad el misterio de la Encarnación
constituye el cumplimiento sobreabundante de la
promesa hecha por Dios a los hombres, después del pecado
original, después de aquel primer pecado cuyos efectos pesan
sobre toda la historia del hombre en la tierra (cf. Gén
3, 15). Viene al mundo un Hijo, el « linaje de la mujer » que
derrotará el mal del pecado en su misma raíz: « aplastará la
cabeza de la serpiente ». Como resulta de las palabras del
protoevangelio, la victoria del Hijo de la mujer no sucederá sin
una dura lucha, que penetrará toda la historia humana. « La
enemistad », anunciada al comienzo, es confirmada en el
Apocalipsis, libro de las realidades últimas de la Iglesia y del
mundo, donde vuelve de nuevo la señal de la « mujer », esta vez
« vestida del sol » (Ap 12, 1).
María, Madre del
Verbo encarnado, está situada en el centro mismo de aquella
« enemistad », de aquella lucha que acompaña la
historia de la humanidad en la tierra y la historia misma de la
salvación. En este lugar ella, que pertenece a los « humildes y
pobres del Señor », lleva en sí, como ningún otro entre los
seres humanos, aquella « gloria de la gracia » que el Padre «
nos agració en el Amado », y esta gracia determina la
extraordinaria grandeza y belleza de todo su ser. María
permanece así ante Dios, y también ante la humanidad entera,
como el signo inmutable e inviolable de la elección por parte de
Dios, de la que habla la Carta paulina: « Nos ha elegido
en él (Cristo) antes de la fundación del mundo, ... eligiéndonos
de antemano para ser sus hijos adoptivos » (Ef 1, 4.5).
Esta elección es más fuerte que toda experiencia del mal y del
pecado, de toda aquella « enemistad » con la que ha sido marcada
la historia del hombre. En esta historia María sigue siendo una
señal de esperanza segura.
2. Feliz la que ha
creído
12. Poco después de
la narración de la anunciación, el evangelista Lucas nos guía
tras los pasos de la Virgen de Nazaret hacia « una ciudad de
Judá » (Lc 1, 39). Según los estudiosos esta ciudad debería ser
la actual Ain-Karim, situada entre las montañas, no distante de
Jerusalén. María llegó allí « con prontitud » para visitar a
Isabel su pariente. El motivo de la visita se halla también
en el hecho de que, durante la anunciación, Gabriel había
nombrado de modo significativo a Isabel, que en edad avanzada
había concebido de su marido Zacarías un hijo, por el poder de
Dios: « Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo
en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban
estéril, porque ninguna cosa es imposible a Dios »(Lc
1, 36-37). El mensajero divino se había referido a cuanto
había acontecido en Isabel, para responder a la pregunta de
María: « ¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? » (Lc
1, 34). Esto sucederá precisamente por el « poder del
Altísimo », como y más aún que en el caso de Isabel.
Así pues María,
movida por la caridad, se dirige a la casa de su pariente.
Cuando entra, Isabel, al responder a su saludo y sintiendo
saltar de gozo al niño en su seno, « llena de Espíritu Santo »,
a su vez saluda a María en alta voz: « Bendita tú entre
las mujeres y bendito el fruto de tu seno » (cf. Lc 1,
40-42). Esta exclamación o aclamación de Isabel entraría
posteriormente en el Ave María, como una continuación del
saludo del ángel, convirtiéndose así en una de las plegarias más
frecuentes de la Iglesia. Pero más significativas son todavía
las palabras de Isabel en la pregunta que sigue: « ¿de donde a
mí que la madre de mi Señor venga a mí? »(Lc 1,
43). Isabel da testimonio de María: reconoce y proclama que
ante ella está la Madre del Señor, la Madre del Mesías. De este
testimonio participa también el hijo que Isabel lleva en su
seno: « saltó de gozo el niño en su seno » (Lc 1,
44). EL niño es el futuro Juan el Bautista, que en el Jordán
señalará en Jesús al Mesías.
En el
saludo de Isabel cada palabra está llena de sentido y, sin
embargo, parece ser de importancia fundamental lo que
dice al final: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían
las cosas que le fueron dichas de parte del Señor! » (Lc
1, 45).28
Estas palabras se pueden poner junto al apelativo « llena de
gracia » del saludo del ángel. En ambos textos se revela un
contenido mariológico esencial, o sea, la verdad sobre María,
que ha llegado a estar realmente presente en el misterio de
Cristo precisamente porque « ha creído ». La plenitud de
gracia, anunciada por el ángel, significa el don de Dios
mismo; la fe de María, proclamada por Isabel en la
visitación, indica como la Virgen de Nazaret
ha respondido a este don.
13. «
Cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe
» (Rom 16, 26; cf. Rom 1, 5; 2 Cor 10,
5-6), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios,
como enseña el Concilio.29
Esta descripción de la fe encontró una realización perfecta en
María. El momento « decisivo » fue la anunciación, y las mismas
palabras de Isabel « Feliz la que ha creído » se refieren en
primer lugar a este instante.30
En
efecto, en la Anunciación María se ha abandonado en Dios
completamente, manifestando « la obediencia de la fe » a aquel
que le hablaba a través de su mensajero y prestando « el
homenaje del entendimiento y de la voluntad ».31
Ha respondido, por tanto, con todo su « yo »
humano, femenino, y en esta respuesta de fe estaban
contenidas una cooperación perfecta con « la gracia de Dios que
previene y socorre » y una disponibilidad perfecta a la acción
del Espíritu Santo, que, « perfecciona constantemente la fe por
medio de sus dones ».32
La
palabra del Dios viviente, anunciada a María por el ángel, se
refería a ella misma « vas a concebir en el seno y vas a dar a
luz un hijo » (Lc 1, 31). Acogiendo este anuncio, María
se convertiría en la « Madre del Señor » y en ella se realizaría
el misterio divino de la Encarnación: « El Padre de las
misericordias quiso que precediera a la encarnación la
aceptación de parte de la Madre predestinada ».33
Y María da este consentimiento, después de haber escuchado todas
las palabras del mensajero. Dice: « He aquí la esclava del
Señor; hágase en mí según tu palabra » (Lc 1, 38). Este
fiat de María —« hágase en mí »— ha decidido, desde el
punto de vista humano, la realización del misterio divino. Se da
una plena consonancia con las palabras del Hijo que, según la
Carta a los Hebreos, al venir al mundo dice al Padre: «
Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un
cuerpo ... He aquí que vengo ... a hacer, oh Dios, tu
voluntad » (Hb 10, 5-7). El misterio de la Encarnación se ha
realizado en el momento en el cual María ha pronunciado su
fiat: « hágase en mí según tu palabra », haciendo posible,
en cuanto concernía a ella según el designio divino, el
cumplimiento del deseo de su Hijo. María ha pronunciado este
fiat por medio de la fe. Por medio de la fe se confió a Dios
sin reservas y « se consagró totalmente a sí misma, cual esclava
del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo ».34
Y este Hijo —como enseñan los Padres— lo ha concebido en la
mente antes que en el seno: precisamente por medio de la fe.35
Justamente, por ello, Isabel alaba a María: « ¡Feliz la que ha
creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas
por parte del Señor! ». Estas palabras ya se han realizado.
María de Nazaret se presenta en el umbral de la casa de Isabel y
Zacarías como Madre del Hijo de Dios. Es el descubrimiento
gozoso de Isabel: « ¿de donde a mí que la Madre de mi Señor
venga a mí? ».
14. Por lo tanto, la
fe de María puede parangonarse también a la de
Abraham, llamado por el Apóstol « nuestro padre en la fe »
(cf. Rom 4, 12). En la economía salvífica de la
revelación divina la fe de Abraham constituye el comienzo de la
Antigua Alianza; la fe de María en la anunciación da comienzo a
la Nueva Alianza. Como Abraham « esperando contra toda
esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones » (cf.
Rom 4, 18), así María, en el instante de la anunciación,
después de haber manifestado su condición de virgen (« ¿cómo
será esto, puesto que no conozco varón? »), creyó que por
el poder del Altísimo, por obra del Espíritu Santo, se
convertiría en la Madre del Hijo de Dios según la revelación del
ángel: « el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de
Dios » (Lc 1, 35).
Sin embargo las
palabras de Isabel « Feliz la que ha creído » no se aplican
únicamente a aquel momento concreto de la anunciación.
Ciertamente la anunciación representa el momento culminante de
la fe de María a la espera de Cristo, pero es además el punto de
partida, de donde inicia todo su « camino hacia Dios », todo su
camino de fe. Y sobre esta vía, de modo eminente y realmente
heroico —es mas, con un heroísmo de fe cada vez mayor— se
efectuará la « obediencia » profesada por ella a la palabra de
la divina revelación. Y esta « obediencia de la fe » por parte
de María a lo largo de todo su camino tendrá analogías
sorprendentes con la fe de Abraham. Como el patriarca del Pueblo
de Dios, así también María, a través del camino de su fiat
filial y maternal, « esperando contra esperanza, creyó ». De
modo especial a lo largo de algunas etapas de este camino la
bendición concedida a « la que ha creído » se revelará con
particular evidencia. Creer quiere decir « abandonarse » en la
verdad misma de la palabra del Dios viviente, sabiendo y
reconociendo humildemente « ¡cuan insondables son sus designios
e inescrutables sus caminos! » (Rom 11, 33).
María, que por la eterna voluntad del Altísimo se ha encontrado,
puede decirse, en el centro mismo de aquellos « inescrutables
caminos » y de los « insondables designios » de Dios, se
conforma a ellos en la penumbra de la fe, aceptando plenamente y
con corazón abierto todo lo que está dispuesto en el designio
divino.
15. María, cuando en
la anunciación siente hablar del Hijo del que será madre y al
que « pondrá por nombre Jesús » (Salvador), llega a conocer
también que a el mismo « el Señor Dios le dará el trono de
David, su padre » y que « reinará sobre la casa de Jacob por los
siglos y su reino no tendrá fin » (Lc 1, 32-33) En esta
dirección se encaminaba la esperanza de todo el pueblo de
Israel. EL Mesías prometido debe ser « grande », e incluso el
mensajero celestial anuncia que « será grande »,
grande tanto por el nombre de Hijo del Altísimo como por
asumir la herencia de David. Por lo tanto, debe ser rey,
debe reinar « en la casa de Jacob ». María ha crecido en medio
de esta expectativa de su pueblo, podía intuir, en el momento de
la anunciación ¿qué significado preciso tenían las palabras del
ángel? ¿Cómo conviene entender aquel « reino » que no « tendrá
fin »?
Aunque por medio de
la fe se haya sentido en aquel instante Madre del « Mesías-rey
», sin embargo responde: « He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra » (Lc 1, 38 ). Desde el
primer momento, María profesa sobre todo « la obediencia de la
fe », abandonándose al significado que, a las palabras de la
anunciación, daba aquel del cual provenían: Dios mismo.
16. Siempre a través
de este camino de la « obediencia de la fe » María oye algo más
tarde otras palabras; las pronunciadas por Simeón
en el templo de Jerusalén. Cuarenta días después del nacimiento
de Jesús, según lo prescrito por la Ley de Moisés, María y José
« llevaron al niño a Jerusalén para presentarle al Señor » (Lc
2, 22) El nacimiento se había dado en una situación de extrema
pobreza. Sabemos, pues, por Lucas que, con ocasión del censo de
la población ordenado por las autoridades romanas, María se
dirigió con José a Belén; no habiendo encontrado « sitio en el
alojamiento », dio a luz a su hijo en un establo y «le
acostó en un pesebre » (cf. Lc 2, 7).
Un hombre justo y
piadoso, llamado Simeón, aparece al comienzo del « itinerario »
de la fe de María. Sus palabras, sugeridas por el Espíritu Santo
(cf. Lc 2, 25-27), confirman la verdad de la anunciación.
Leemos, en efecto, que « tomó en brazos » al niño, al que —según
la orden del ángel— « se le dio el nombre de Jesús » (cf. Lc
2, 21). El discurso de Simeón es conforme al significado de este
nombre, que quiere decir Salvador: « Dios es la salvación ».
Vuelto al Señor, dice lo siguiente: « Porque han visto mis ojos
tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los
pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu
pueblo Israel » (Lc 2, 30-32). Al mismo tiempo, sin embargo,
Simeón se dirige a María con estas palabras: « Este está puesto
para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal
de contradicción ... a fin de que queden al descubierto las
intenciones de muchos corazones »; y añade con referencia
directa a María: « y a ti misma una espada te atravesará el alma
(Lc 2, 34-35). Las palabras de Simeón dan nueva luz al
anuncio que María ha oído del ángel: Jesús es el Salvador, es «
luz para iluminar » a los hombres. ¿No es aquel que se
manifestó, en cierto modo, en la Nochebuena, cuando los
pastores fueron al establo? ¿No es aquel que debía
manifestarse todavía más con la llegada de los Magos del
Oriente? (cf. Mt 2, 1-12). Al mismo tiempo,
sin embargo, ya al comienzo de su vida, el Hijo de María —y con
él su Madre— experimentarán en sí mismos la verdad de las
restantes palabras de Simeón: « Señal de contradicción » (Lc 2,
34). El anuncio de Simeón parece como un segundo anuncio a
María, dado que le indica la concreta dimensión histórica en
la cual el Hijo cumplirá su misión, es decir en la incomprensión
y en el dolor. Si por un lado, este anuncio confirma su fe en el
cumplimiento de las promesas divinas de la salvación, por otro,
le revela también que deberá vivir en el sufrimiento su
obediencia de fe al lado del Salvador que sufre, y que su
maternidad será oscura y dolorosa. En efecto, después de la
visita de los Magos, después de su homenaje (« postrándose le
adoraron »), después de ofrecer unos dones (cf. Mt 2,
11), María con el niño debe huir a Egipto bajo la
protección diligente de José, porque « Herodes buscaba al niño
para matarlo » (cf. Mt 2, 13). Y hasta la muerte de
Herodes tendrán que permanecer en Egipto (cf. Mt 2, 15).
17. Después de la
muerte de Herodes, cuando la sagrada familia regresa a Nazaret,
comienza el largo período de la vida oculta. La que « ha
creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte
del Señor » (Lc 1, 45) vive cada día el contenido de
estas palabras. Diariamente junto a ella está el Hijo a quien
ha puesto por nombre Jesús; por consiguiente, en la relación
con él usa ciertamente este nombre, que por lo demás no podía
maravillar a nadie, usándose desde hacía mucho tiempo en Israel.
Sin embargo, María sabe que el que lleva por nombre Jesús
ha sido llamado por el ángel « Hijo del Altísimo »
(cf. Lc 1, 32). María sabe que lo ha concebido y dado a
luz « sin conocer varón », por obra del Espíritu Santo, con el
poder del Altísimo que ha extendido su sombra sobre ella (cf.
Lc 1, 35), así como la nube velaba la presencia de Dios en
tiempos de Moisés y de los padres (cf. Ex 24, 16; 40,
34-35; 1 Rom 8, 10-12). Por lo tanto, María sabe
que el Hijo dado a luz virginalmente, es precisamente aquel «
Santo », el « Hijo de Dios », del que le ha hablado el ángel.
A lo largo de la vida
oculta de Jesús en la casa de Nazaret, también la vida de
María está « oculta con Cristo en Dios » (cf. Col
3, 3), por medio de la fe. Pues la fe es un contacto
con el misterio de Dios. María constantemente y diariamente está
en contacto con el misterio inefable de Dios que se ha hecho
hombre, misterio que supera todo lo que ha sido revelado en la
Antigua Alianza. Desde el momento de la anunciación, la mente de
la Virgen-Madre ha sido introducida en la radical « novedad » de
la autorrevelación de Dios y ha tomado conciencia del misterio.
Es la primera de aquellos « pequeños », de los que Jesús dirá: «
Padre ... has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se
las has revelado a pequeños » (Mt 11, 25). Pues « nadie
conoce bien al Hijo sino el Padre » (Mt 11, 27). ¿Cómo
puede, pues, María « conocer al Hijo »? Ciertamente no lo conoce
como el Padre; sin embargo, es la primera entre aquellos a
quienes el Padre « lo ha querido revelar » (cf. Mt
11, 26-27; 1 Cor 2, 11). Pero si desde el
momento de la anunciación le ha sido revelado el Hijo, que sólo
el Padre conoce plenamente, como aquel que lo engendra en el
eterno « hoy » (cf. Sal 2, 7), María, la Madre, está en
contacto con la verdad de su Hijo únicamente en la fe y por la
fe. Es, por tanto, bienaventurada, porque « ha creído » y
cree cada día en medio de todas las pruebas y contrariedades
del período de la infancia de Jesús y luego durante los años de
su vida oculta en Nazaret, donde « vivía sujeto a ellos » (Lc
2, 51): sujeto a María y también a José, porque éste hacía las
veces de padre ante los hombres; de ahí que el Hijo de María era
considerado también por las gentes como « el hijo del carpintero
» (Mt 13, 55).
La
Madre de aquel Hijo, por consiguiente, recordando cuanto
le ha sido dicho en la anunciación y en los acontecimientos
sucesivos, lleva consigo la radical « novedad » de la fe: el
inicio de la Nueva Alianza. Esto es el comienzo del
Evangelio, o sea de la buena y agradable nueva. No es difícil,
pues, notar en este inicio una particular fatiga del
corazón, unida a una especie de a noche de la fe » —usando
una expresión de San Juan de la Cruz—, como un « velo » a través
del cual hay que acercarse al Invisible y vivir en intimidad con
el misterio.36
Pues de este modo María, durante muchos años, permaneció en
intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su
itinerario de fe, a medida que Jesús « progresaba en sabiduría
... en gracia ante Dios y ante los hombres » (Lc 2, 52).
Se manifestaba cada vez más ante los ojos de los hombres la
predilección que Dios sentía por él. La primera entre estas
criaturas humanas admitidas al descubrimiento de Cristo era
María , que con José vivía en la casa de Nazaret.
Pero,
cuando, después del encuentro en el templo, a la pregunta de la
Madre: « ¿por qué has hecho esto? », Jesús, que tenía doce
años, responde « ¿No sabíais que yo debía estar en la casa
de mi Padre? », y el evangelista añade: « Pero ellos
(José y María) no comprendieron la respuesta que les dio
» (Lc 2, 48-50) Por lo tanto, Jesús tenía conciencia de
que « nadie conoce bien al Hijo sino el Padre » (cf. Mt
11, 27), tanto que aun aquella, a la cual había sido revelado
más profundamente el misterio de su filiación divina, su Madre,
vivía en la intimidad con este misterio sólo por medio de la fe.
Hallándose al lado del hijo, bajo un mismo techo y « manteniendo
fielmente la unión con su Hijo », « avanzaba en la
peregrinación de la fe »,como subraya el Concilio.37
Y así sucedió a lo largo de la vida pública de Cristo (cf. Mc
3, 21,35); de donde, día tras día, se cumplía en ella la
bendición pronunciada por Isabel en la visitación: « Feliz la
que ha creído ».
18.
Esta bendición alcanza su pleno significado, cuando María
está junto a la Cruz de su Hijo (cf. Jn 19, 25). El
Concilio afirma que esto sucedió « no sin designio divino »: «
se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con
corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la
inmolación de la víctima engendrada por Ella misma »; de este
modo María « mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la
Cruz »:
38
la unión por medio de la fe, la misma fe con la que había
acogido la revelación del ángel en el momento de la anunciación.
Entonces había escuchado las palabras: « El será grande ...
el Señor Dios le dará el trono de David, su padre ...
reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no
tendrá fin » (Lc 1, 32-33).
Y he
aquí que, estando junto a la Cruz, María es testigo, humanamente
hablando, de un completo desmentido de estas palabras. Su
Hijo agoniza sobre aquel madero como un condenado. «
Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores ...
despreciable y no le tuvimos en cuenta »: casi anonadado (cf.
Is 53, 35) ¡Cuan grande, cuan heroica en esos
momentos la obediencia de la fe demostrada por María ante
los « insondables designios » de Dios! ¡Cómo se « abandona en
Dios » sin reservas, « prestando el homenaje del entendimiento y
de la voluntad »
39
a aquel, cuyos « caminos son inescrutables »! (cf. Rom
11, 33). Y a la vez ¡cuan poderosa es la acción de la gracia en
su alma, cuan penetrante es la influencia del Espíritu Santo, de
su luz y de su fuerza!
Por
medio de esta fe María está unida perfectamente a Cristo en su
despojamiento.
En efecto, « Cristo,
... siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser
igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo, tomando la
condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres »;
concretamente en el Gólgota « se humilló a sí mismo, obedeciendo
hasta la muerte y muerte de cruz » (cf. Flp 2, 5-8).
A los pies de la Cruz María participa por medio de la fe en
el desconcertante misterio de este despojamiento. Es ésta tal
vez la más profunda « kénosis » de la fe en la historia de la
humanidad. Por medio de la fe la Madre participa en la muerte
del Hijo, en su muerte redentora; pero a diferencia de la de los
discípulos que huían, era una fe mucho más iluminada. Jesús en
el Gólgota, a través de la Cruz, ha confirmado definitivamente
ser el « signo de contradicción », predicho por Simeón. Al mismo
tiempo, se han cumplido las palabras dirigidas por él a María: «
¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! ».40
19.
¡Sí, verdaderamente « feliz la que ha creído »! Estas palabras,
pronunciadas por Isabel después de la anunciación, aquí, a los
pies de la Cruz, parecen resonar con una elocuencia suprema y se
hace penetrante la fuerza contenida en ellas. Desde la Cruz, es
decir, desde el interior mismo del misterio de la redención, se
extiende el radio de acción y se dilata la perspectiva de
aquella bendición de fe. Se remonta « hasta el comienzo » y,
como participación en el sacrificio de Cristo, nuevo Adán, en
cierto sentido, se convierte en el contrapeso de la
desobediencia y de la incredulidad contenidas en el pecado
de los primeros padres. Así enseñan los Padres de la Iglesia y,
de modo especial, San Ireneo, citado por la Constitución
Lumen gentium: « El nudo de la desobediencia de Eva fue
desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva
por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe
»,41
A la luz de esta comparación con Eva los Padres —como recuerda
todavía el Concilio— llaman a María « Madre de los vivientes » y
afirman a menudo: a la muerte vino por Eva, por María la vida ».42
Con razón, pues, en
la expresión « feliz la que ha creído » podemos encontrar
como una clave que nos abre a la realidad íntima de María, a
la que el ángel ha saludado como « llena de gracia ». Si como a
llena de gracia » ha estado presente eternamente en el misterio
de Cristo, por la fe se convertía en partícipe en toda la
extensión de su itinerario terreno: « avanzó en la peregrinación
de la fe » y al mismo tiempo, de modo discreto pero directo y
eficaz, hacía presente a los hombres el misterio de Cristo.
Y sigue haciéndolo todavía. Y por el misterio de Cristo está
presente entre los hombres. Así, mediante el misterio del Hijo,
se aclara también el misterio de la Madre.
3. Ahí tienes a tu
madre
20. El evangelio de
Lucas recoge el momento en el que « alzó la voz una mujer de
entre la gente, y dijo, dirigiéndose a Jesús: « ¡Dichoso
el seno que te llevó y los pechos que te criaron! »
(Lc 11, 27). Estas palabras constituían una alabanza para
María como madre de Jesús, según la carne. La Madre de Jesús
quizás no era conocida personalmente por esta mujer. En efecto,
cuando Jesús comenzó su actividad mesiánica, María no le
acompañaba y seguía permaneciendo en Nazaret. Se diría que las
palabras de aquella mujer desconocida le hayan hecho salir, en
cierto modo, de su escondimiento.
A
través de aquellas palabras ha pasado rápidamente por la mente
de la muchedumbre, al menos por un instante, el evangelio de la
infancia de Jesús. Es el evangelio en que María está presente
como la madre que concibe a Jesús en su seno, le da a luz y le
amamanta maternalmente: la madre-nodriza, a la que se refiere
aquella mujer del pueblo. Gracias a esta maternidad Jesús —Hijo
del Altísimo (cf. Lc 1, 32)— es un verdadero hijo del
hombre. Es «carne », como todo hombre: es « el Verbo (que)
se hizo carne » (cf. Jn 1, 14). Es carne y sangre de
María.43
Pero a la bendición
proclamada por aquella mujer respecto a su madre según la carne,
Jesús responde de manera significativa: « Dichosos más bien
los que oyen la Palabra de Dios y la guardan » (cf. Lc
11, 28). Quiere quitar la atención de la maternidad
entendida sólo como un vínculo de la carne, para orientarla
hacia aquel misterioso vínculo del espíritu, que se forma en la
escucha y en la observancia de la palabra de Dios.
El mismo paso a la
esfera de los valores espirituales se delinea aun más claramente
en otra respuesta de Jesús, recogida por todos los Sinópticos.
Al ser anunciado a Jesús que su « madre y sus hermanos están
fuera y quieren verle », responde: « Mi madre y mis
hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen
» (cf. Lc 8, 20-21). Esto dijo «
mirando en torno a los que estaban sentados en corro », como
leemos en Marcos (3, 34) o, según Mateo (12, 49) « extendiendo
su mano hacia sus discípulos ».
Estas expresiones
parecen estar en la línea de lo que Jesús, a la edad de doce
años, respondió a María y a José, al ser encontrado después
de tres días en el templo de Jerusalén.
Así pues, cuando
Jesús se marchó de Nazaret y dio comienzo a su vida pública en
Palestina, ya estaba completa y exclusivamente «
ocupado en las cosas del Padre » (cf. Lc 2, 49).
Anunciaba el Reino: « Reino de Dios » y « cosas del Padre », que
dan también una dimensión nueva y un sentido nuevo a todo lo que
es humano y, por tanto, a toda relación humana, respecto a las
finalidades y tareas asignadas a cada hombre. En esta dimensión
nueva un vínculo, como el de la « fraternidad », significa
también una cosa distinta de la « fraternidad según la carne »,
que deriva del origen común de los mismos padres. Y aun la «
maternidad », en la dimensión del reino de Dios, en la
esfera de la paternidad de Dios mismo, adquiere un significado
diverso. Con las palabras recogidas por Lucas Jesús enseña
precisamente este nuevo sentido de la maternidad.
¿Se aleja con esto de
la que ha sido su madre según la carne? ¿Quiere tal vez dejarla
en la sombra del escondimiento, que ella misma ha elegido? Si
así puede parecer en base al significado de aquellas palabras,
se debe constatar, sin embargo, que la maternidad nueva y
distinta, de la que Jesús habla a sus discípulos, concierne
concretamente a María de un modo especialísimo. ¿No es tal vez
María la primera entre «aquellos que escuchan la
Palabra de Dios y la cumplen »? Y por consiguiente ¿no se
refiere sobre todo a ella aquella bendición pronunciada por
Jesús en respuesta a las palabras de la mujer anónima? Sin lugar
a dudas, María es digna de bendición por el hecho de haber sido
para Jesús Madre según la carne (« ¡Dichoso el seno que te llevó
y los pechos que te criaron! »), pero también y sobre todo
porque ya en el instante de la anunciación ha acogido la palabra
de Dios, porque ha creído, porque fue obediente a Dios,
porque « guardaba » la palabra y « la conservaba cuidadosamente
en su corazón » (cf. Lc 1, 38.45; 2, 19. 51 ) y la
cumplía totalmente en su vida. Podemos afirmar, por lo tanto,
que el elogio pronunciado por Jesús no se contrapone, a pesar de
las apariencias, al formulado por la mujer desconocida, sino que
viene a coincidir con ella en la persona de esta Madre-Virgen,
que se ha llamado solamente « esclava del Señor » (Lc 1,
38). Sies cierto que « todas las generaciones la llamarán
bienaventurada » (cf. Lc 1, 48), se puede decir
que aquella mujer anónima ha sido la primera en confirmar
inconscientemente aquel versículo profético del Magníficat
de María y dar comienzo al Magníficat de los siglos.
Si por medio de la fe
María se
ha convertido en la Madre del Hijo que le ha sido dado por el
Padre con el poder del Espíritu Santo, conservando íntegra su
virginidad, en la misma fe ha descubierto y acogido la otra
dimensión de la maternidad, revelada por Jesús durante su
misión mesiánica. Se puede afirmar que esta dimensión de la
maternidad pertenece a María desde el comienzo, o sea desde el
momento de la concepción y del nacimiento del Hijo. Desde
entonces era « la que ha creído ». A medida que se esclarecía
ante sus ojos y ante su espíritu la misión del Hijo, ella misma
como Madre se abría cada vez más a aquella « novedad
»de la maternidad, que debía constituir su « papel »
junto al Hijo. ¿No había dicho desde el comienzo: « He aquí la
esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra »? (Lc 1,
38). Por medio de la fe María seguía oyendo y meditando
aquella palabra, en la que se hacía cada vez más transparente,
de un modo « que excede todo conocimiento » (Ef 3, 19),
la autorrevelación del Dios viviente. María madre se convertía
así, en cierto sentido, en la primera « discípula
» de su Hijo, la primera a la cual parecía decir: «
Sígueme » antes aún de dirigir esa llamada a los apóstoles o a
cualquier otra persona (cf. Jn 1, 43).
21. Bajo este punto
de vista, es particularmente significativo el texto del
Evangelio de Juan, que nos presenta a María en las bodas de
Caná. María aparece allí como Madre de Jesús al comienzo de su
vida pública: « Se celebraba una boda en Caná de Galilea
y estaba allí la Madre de Jesús. Fue invitado también a la boda
Jesús con sus discípulos (Jn 2, 1-2). Según el texto
resultaría que Jesús y sus discípulos fueron invitados junto con
María, dada su presencia en aquella fiesta: el Hijo parece que
fue invitado en razón de la madre. Es conocida la continuación
de los acontecimientos concatenados con aquella invitación,
aquel « comienzo de las señales » hechas por Jesús —el agua
convertida en vino—, que hace decir al evangelista: Jesús «
manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos » (Jn
2, 11).
María está presente
en Caná de Galilea como Madre de Jesús, y de modo
significativo contribuye a aquel « comienzo de las
señales », que revelan el poder mesiánico de su Hijo. He aquí
que: « como faltaba vino, le dice a Jesús su Madre: "no tienen
vino". Jesús le responde: « ¿Qué tengo yo contigo, mujer?
Todavía no ha llegado mi hora » (Jn 2, 3-4). En el
Evangelio de Juan aquella « hora » significa el momento
determinado por el Padre, en el que el Hijo realiza su obra y
debe ser glorificado (cf. Jn 7, 30; 8, 20; 12, 23. 27;
13, 1; 17, 1; 19, 27). Aunque la respuesta de Jesús a su
madre parezca como un rechazo (sobre todo si se mira, más que a
la pregunta, a aquella decidida afirmación: « Todavía no ha
llegado mi hora »), a pesar de esto María se dirige a los
criados y les dice: « Haced lo que él os diga » (Jn 2,
5). Entonces Jesús ordena a los criados llenar de agua las
tinajas, y el agua se convierte en vino, mejor del que se había
servido antes a los invitados al banquete nupcial.
¿Qué entendimiento
profundo se ha dado entre Jesús y su Madre? ¿Cómo explorar el
misterio de su íntima unión espiritual? De todos modos el hecho
es elocuente. Es evidente que en aquel hecho se delinea ya con
bastante claridad la nueva dimensión, el nuevo sentido
de la maternidad de María. Tiene un significado que no está
contenido exclusivamente en las palabras de Jesús y en los
diferentes episodios citados por los Sinópticos (Lc 11,
27-28; 8, 19-21; Mt 12, 46-50; Mc 3, 31-35). En
estos textos Jesús intenta contraponer sobre todo la maternidad,
resultante del hecho mismo del nacimiento, a lo que esta «
maternidad » (al igual que la « fraternidad ») debe ser en la
dimensión del Reino de Dios, en el campo salvífico de la
paternidad de Dios. En el texto joánico, por el contrario, se
delinea en la descripción del hecho de Caná lo que concretamente
se manifiesta como nueva maternidad según el espíritu y no
únicamente según la carne, o sea la solicitud de María por
los hombres, el ir a su encuentro en toda la gama de sus
necesidades. En Caná de Galilea se muestra sólo un aspecto
concreto de la indigencia humana, aparentemente pequeño y de
poca importancia « No tienen vino »). Pero esto tiene un valor
simbólico. El ir al encuentro de las necesidades del hombre
significa, al mismo tiempo, su introducción en el radio de
acción de la misión mesiánica y del poder salvífico de Cristo.
Por consiguiente, se da una mediación: María se pone entre su
Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones,
indigencias y sufrimientos. Se pone « en medio »,
o sea hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su
papel de madre, consciente de que como tal puede —más bien «
tiene el derecho de »— hacer presente al Hijo las necesidades de
los hombres. Su mediación, por lo tanto, tiene un carácter de
intercesión: María « intercede » por los hombres. No sólo: como
Madre desea también que se manifieste el poder mesiánico del
Hijo, es decir su poder salvífico encaminado a socorrer la
desventura humana, a liberar al hombre del mal que bajo diversas
formas y medidas pesa sobre su vida. Precisamente como había
predicho del Mesías el Profeta Isaías en el conocido texto, al
que Jesús se ha referido ante sus conciudadanos de Nazaret «
Para anunciar a los pobres la Buena Nueva, para proclamar la
liberación a los cautivos y la vista a los ciegos ... » (cf.
Lc 4, 18).
Otro elemento
esencial de esta función materna de María se encuentra en las
palabras dirigidas a los criados: « Haced lo que él os diga ».
La Madre de Cristo se presenta ante los hombres como
portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas
exigencias que deben cumplirse. para que pueda manifestarse el
poder salvífico del Mesías. En Caná, merced a la intercesión de
María y a la obediencia de los criados, Jesús da comienzo a « su
hora ». En Caná María aparece como la que cree en Jesús;
su fe provoca la primera « señal » y contribuye a
suscitar la fe de los discípulos.
22.
Podemos decir, por tanto, que en esta página del Evangelio de
Juan encontramos como un primer indicio de la verdad sobre la
solicitud materna de María. Esta verdad ha encontrado su
expresión en el magisterio del último Concilio. Es
importante señalar cómo la función materna de María es ilustrada
en su relación con la mediación de Cristo. En efecto, leemos lo
siguiente: « La misión maternal de María hacia los hombres de
ninguna manera oscurece ni disminuye esta única mediación de
Cristo, sino más bien muestra su eficacia », porque « hay un
solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre
también » (1 Tm 2, 5). Esta función materna brota, según
el beneplácito de Dios, « de la superabundancia de los méritos
de Cristo... de ella depende totalmente y de la misma saca toda
su virtud ».44
Y precisamente en este sentido el hecho de Caná de Galilea, nos
ofrece como una predicción de la mediación de María,
orientada plenamente hacia Cristo y encaminada a la revelación
de su poder salvífico.
Por el
texto joánico parece que se trata de una mediación maternal.
Como proclama el Concilio: María « es nuestra Madre en el orden
de la gracia ». Esta maternidad en el orden de la gracia ha
surgido de su misma maternidad divina, porque siendo, por
disposición de la divina providencia, madre-nodriza del divino
Redentor se ha convertido de « forma singular en la generosa
colaboradora entre todas las creaturas y la humilde esclava del
Señor » y que « cooperó ... por la obediencia, la fe, la
esperanza y la encendida caridad, en la restauración de la vida
sobrenatural de las almas ».45
« Y esta maternidad de María perdura sin cesar en la
economía de la gracia ... hasta la consumación de todos los
elegidos ».46
23. Si el pasaje del
Evangelio de Juan sobre el hecho de Caná presenta la maternidad
solícita de María al comienzo de la actividad mesiánica de
Cristo, otro pasaje del mismo Evangelio confirma esta maternidad
de María en la economía salvífica de la gracia en su momento
culminante, es decir cuando se realiza el sacrificio de la Cruz
de Cristo, su misterio pascual. La descripción de Juan es
concisa: « Junto a la cruz de Jesús estaban su Madre y la
hermana de su madre. María, mujer de Cleofás, y María Magdalena.
Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien
amaba, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice
al discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y desde aquella hora el
discípulo la acogió en su casa » (Jn 19, 25-27).
Sin
lugar a dudas se percibe en este hecho una expresión de la
particular atención del Hijo por la Madre, que dejaba con tan
grande dolor. Sin embargo, sobre el significado de esta atención
el « testamento de la Cruz » de Cristo dice aún más. Jesús ponía
en evidencia un nuevo vínculo entre Madre e Hijo, del que
confirma solemnemente toda la verdad y realidad. Se puede decir
que, si la maternidad de María respecto de los hombres ya había
sido delineada precedentemente, ahora es precisada y establecida
claramente; ella emerge de la definitiva maduración
del misterio pascual del Redentor. La Madre de Cristo,
encontrándose en el campo directo de este misterio que abarca al
hombre —a cada uno y a todos—, es entregada al hombre —a cada
uno y a todos— como madre. Este hombre junto a la cruz es Juan,
« el discípulo que él amaba ».47
Pero no está él solo. Siguiendo la tradición, el Concilio no
duda en llamar a María « Madre de Cristo, madre de los
hombres ». Pues, está « unida en la estirpe de Adán con
todos los hombres...; más aún, es verdaderamente madre de los
miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que
naciesen en la Iglesia los fieles ».48
Por consiguiente,
esta « nueva maternidad de María », engendrada por la fe, es
fruto del « nuevo » amor, que maduró en ella
definitivamente junto a la Cruz, por medio de su participación
en el amor redentor del Hijo.
24.
Nos encontramos así en el centro mismo del cumplimiento de la
promesa, contenida en el protoevangelio: el « linaje de la mujer
pisará la cabeza de la serpiente » (cf. Gén 3, 15).
Jesucristo, en efecto, con su muerte redentora vence el mal
del pecado y de la muerte en sus mismas raíces. Es significativo
que, al dirigirse a la madre desde lo alto de la Cruz, la llame
« mujer » y le diga: « Mujer, ahí tienes a tu hijo ». Con la
misma palabra, por otra parte, se había dirigido a ella en Caná
(cf. Jn 2, 4). ¿Cómo dudar que especialmente
ahora, en el Gólgota, esta frase no se refiera en profundidad al
misterio de María, alcanzando el singular lugar que ella
ocupa en toda la economía de la salvación? Como
enseña el Concilio, con María, « excelsa Hija de Sión, tras
larga espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos
y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió
de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado
mediante los misterios de su carne ».49
Las
palabras que Jesús pronuncia desde lo alto de la Cruz significan
que la maternidad de su madre encuentra una « nueva »
continuación en la Iglesia y a través de la Iglesia,
simbolizada y representada por Juan. De este modo, la que como «
llena de gracia » ha sido introducida en el misterio de Cristo
para ser su Madre, es decir, la Santa Madre de Dios, por medio
de la Iglesia permanece en aquel misterio como « la
mujer » indicada por el libro del Génesis (3, 15) al
comienzo y por el Apocalipsis (12, 1) al final de
la historia de la salvación. Según el eterno designio de la
Providencia la maternidad divina de María debe derramarse sobre
la Iglesia, como indican algunas afirmaciones de la Tradición
para las cuales la « maternidad » de María respecto de la
Iglesia es el reflejo y la prolongación de su maternidad
respecto del Hijo de Dios.50
Ya el
momento mismo del nacimiento de la Iglesia y de su plena
manifestación al mundo, según el Concilio, deja entrever esta
continuidad de la maternidad de María: « Como quiera que plugo a
Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la salvación
humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos
a los apóstoles antes del día de Pentecostés "perseverar
unánimemente en la oración, con las mujeres y María la
Madre de Jesús y los hermanos de Este" (Hch 1, 14); y a
María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, quien
ya la había cubierto con su sombra en la anunciación ».51
Por consiguiente, en
la economía de la gracia, actuada bajo la acción del Espíritu
Santo, se da una particular correspondencia entre el momento de
la encarnación del Verbo y el del nacimiento de la Iglesia. La
persona que une estos dos momentos es María: María en Nazaret
y María en el cenáculo de Jerusalén. En ambos casos su
presencia discreta, pero esencial, indica el camino del «
nacimiento del Espíritu ». Así la que está presente en el
misterio de Cristo como Madre, se hace —por voluntad del Hijo y
por obra del Espíritu Santo— presente en el misterio de la
Iglesia. También en la Iglesia sigue siendo una presencia
materna, como indican las palabras pronunciadas en la Cruz:
« Mujer, ahí tienes a tu hijo »; « Ahí tienes a tu madre ».
II PARTE - LA MADRE
DE DIOS EN EL CENTRO
DE LA IGLESIA PEREGRINA
1. La Iglesia, Pueblo
de Dios radicado en todas las naciones de la tierra
25. «
La Iglesia, "va peregrinando entre las persecuciones del mundo y
los consuelos de Dios",52
anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que El venga
(cf. 1 Co 11, 26) ».53
« Así como el pueblo de Israel según la carne, el peregrino del
desierto, es llamado alguna vez Iglesia de Dios (cf. 2 Esd
13, 1; Núm 20, 4; Dt 23, 1 ss.), así el
nuevo Israel... se llama Iglesia de Cristo (cf. Mt 16,
18), porque El la adquirió con su sangre (cf. Hch 20,
28), la llenó de su Espíritu y la proveyó de medios aptos para
una unión visible y social. La congregación de todos los
creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación y
principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia convocada y
constituida por Dios para que sea sacramento visible de esta
unidad salutífera para todos y cada uno ».54
El
Concilio Vaticano II habla de la Iglesia en camino,
estableciendo una analogía con el Israel de la Antigua Alianza
en camino a través del desierto. El camino posee un carácter
incluso exterior, visible en el tiempo y en el
espacio, en el que se desarrolla históricamente. La Iglesia, en
efecto, debe « extenderse por toda la tierra », y por esto «
entra en la historia humana rebasando todos los límites de
tiempo y de lugares ».55
Sin embargo, el carácter esencial de su camino es
interior. Se trata de una peregrinación a través de la
fe, por « la fuerza del Señor Resucitado »,56
de una peregrinación en el Espíritu Santo, dado a la Iglesia
como invisible Consolador (parákletos) (cf. Jn
14, 26; 15, 26; 16, 7): « Caminando, pues, la Iglesia a
través de los peligros y de tribulaciones, de tal forma se ve
confortada por la fuerza de la gracia de Dios que el Señor le
prometió ... y no deja de renovarse a sí misma bajo la acción
del Espíritu Santo hasta que por la cruz llegue a la luz sin
ocaso ».57
Precisamente en este camino —peregrinación eclesial— a
través del espacio y del tiempo, y más aún a través de la
historia de las almas, María está presente, como la que
es « feliz porque ha creído », como la que avanzaba « en la
peregrinación de la fe », participando como ninguna otra
criatura en el misterio de Cristo. Añade el Concilio que « María
... habiendo entrado íntimamente en la historia de la salvación,
en cierta manera en sí une y refleja las más grandes exigencias
de la fe ».58
Entre todos los creyentes es como un « espejo »,
donde se reflejan del modo más profundo y claro « las
maravillas de Dios » (Hch 2, 11).
26.
La Iglesia, edificada por Cristo sobre los apóstoles, se
hace plenamente consciente de estas grandes obras de Dios el
día de Pentecostés, cuando los reunidos en el cenáculo «
quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar
en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse » (Hch
2, 4). Desde aquel momento inicia también aquel
camino de fe, la peregrinación de la Iglesia a través de
la historia de los hombres y de los pueblos. Se sabe que al
comienzo de este camino está presente María, que vemos en medio
de los apóstoles en el cenáculo « implorando con sus ruegos el
don del Espíritu ».59
Su
camino de fe es, en cierto modo, más largo. El Espíritu Santo ya
ha descendido a ella, que se ha convertido en su esposa fiel
en la anunciación, acogiendo al Verbo de Dios verdadero,
prestando « el homenaje del entendimiento y de la voluntad, y
asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por El », más
aún abandonándose plenamente en Dios por medio de « la
obediencia de la fe »,60
por la que respondió al ángel: « He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra ». El camino de fe de María, a la
que vemos orando en el cenáculo, es por lo tanto « más largo »
que el de los demás reunidos allí: María les « precede », «
marcha delante de » ellos.61
El momento de Pentecostés
en Jerusalén ha sido preparado,
además de la Cruz, por el momento de la Anunciación en
Nazaret. En el cenáculo el itinerario de María se encuentra con
el camino de la fe de la Iglesia ¿De qué manera?
Entre los que en el
cenáculo eran asiduos en la oración, preparándose para ir « por
todo el mundo » después de haber recibido el Espíritu Santo,
algunos habían sido llamados por Jesús sucesivamente
desde el inicio de su misión en Israel. Once de ellos habían
sido constituidos apóstoles, y a ellos Jesús había
transmitido la misión que él mismo había recibido del Padre: «
Como el Padre me envió, también yo os envío » (Jn 20,
21), había dicho a los apóstoles después de la resurrección. Y
cuarenta días más tarde, antes de volver al Padre, había
añadido: cuando « el Espíritu Santo vendrá sobre vosotros ...
seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra »
(cf. Hch 1, 8). Esta misión de los apóstoles comienza en
el momento de su salida del cenáculo de Jerusalén. La Iglesia
nace y crece entonces por medio del testimonio que Pedro y los
demás apóstoles dan de Cristo crucificado y resucitado (cf.
Hch 2, 31-34; 3, 15-18; 4, 10-12; 5, 30-32).
María
no ha recibido directamente esta misión apostólica.
No se encontraba
entre los que Jesús envió « por todo el mundo para enseñar a
todas las gentes » (cf. Mt 28, 19), cuando les confirió
esta misión. Estaba, en cambio, en el cenáculo, donde los
apóstoles se preparaban a asumir esta misión con la venida del
Espíritu de la Verdad: estaba con ellos. En medio de ellos María
« perseveraba en la oración » como « madre de Jesús » (Hch
1, 13-14), o sea de Cristo crucificado y resucitado. Y aquel
primer núcleo de quienes en la fe miraban « a Jesús como autor
de la salvación »,62
era consciente de que Jesús era el Hijo de María, y que ella era
su madre, y como tal era, desde el momento de la concepción y
del nacimiento, un testigo singular del misterio de Jesús,
de aquel misterio que ante sus ojos se había manifestado y
confirmado con la Cruz y la resurrección. La Iglesia, por tanto,
desde el primer momento, « miró » a María, a través de Jesús,
como « miró » a Jesús a través de María. Ella fue para la
Iglesia de entonces y de siempre un testigo singular de los años
de la infancia de Jesús y de su vida oculta en Nazaret, cuando «
conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón »
(Lc 2, 19; cf. Lc 2, 51).
Pero en la Iglesia de
entonces y de siempre María ha sido y es sobre todo la que es «
feliz porque ha creído »: ha sido la primera en creer.
Desde el momento de la anunciación y de la concepción, desde el
momento del nacimiento en la cueva de Belén, María siguió paso
tras paso a Jesús en su maternal peregrinación de fe. Lo siguió
a través de los años de su vida oculta en Nazaret; lo siguió
también en el período de la separación externa, cuando él
comenzó a « hacer y enseñar » (cf. Hch 1, 1 ) en Israel;
lo siguió sobre todo en la experiencia trágica del Gólgota.
Mientras María se encontraba con los apóstoles en el cenáculo de
Jerusalén en los albores de la Iglesia, se confirmaba su
fe, nacida de las palabras de la anunciación. El ángel le
había dicho entonces: « Vas a concebir en el seno y vas a dar a
luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande..
reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no
tendrá fin » (Lc 1, 32-33). Los recientes acontecimientos
del Calvario habían cubierto de tinieblas aquella promesa; y ni
siquiera bajo la Cruz había disminuido la fe de María. Ella
también, como Abraham, había sido la que « esperando contra toda
esperanza, creyó » (Rom 4, 18). Y he aquí que, después de
la resurrección, la esperanza había descubierto su verdadero
rostro y la promesa había comenzado a transformarse en
realidad. En efecto, Jesús, antes de volver al Padre, había
dicho a los apóstoles: « Id, pues, y haced discípulos a todas
las gentes ... Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los
días hasta el fin del mundo » (Mt 28, 19.20). Así había
hablado el que, con su resurrección, se reveló como el
triunfador de la muerte, como el señor del reino que « no tendrá
fin », conforme al anuncio del ángel.
27. Ya
en los albores de la Iglesia, al comienzo del largo camino por
medio de la fe que comenzaba con Pentecostés en Jerusalén, María
estaba con todos los que constituían el germen del « nuevo
Israel ». Estaba presente en medio de ellos como un testigo
excepcional del misterio de Cristo. Y la Iglesia perseveraba
constante en la oración junto a ella y, al mismo tiempo, « la
contemplaba a la luz del Verbo hecho hombre ». Así sería
siempre. En efecto, cuando la Iglesia « entra más profundamente
en el sumo misterio de la Encarnación », piensa en la Madre de
Cristo con profunda veneración y piedad.63
María pertenece indisolublemente al misterio de Cristo y
pertenece además al misterio de la Iglesia desde el comienzo,
desde el día de su nacimiento. En la base de lo que la Iglesia
es desde el comienzo, de lo que debe ser constantemente, a
través de las generaciones, en medio de todas las naciones de la
tierra, se encuentra la que « ha creído que se cumplirían las
cosas que le fueron dichas de parte del Señor » (Lc 1,
45). Precisamente esta fe de María, que señala el comienzo de la
nueva y eterna Alianza de Dios con la humanidad en Jesucristo,
esta heroica fe suya « precede » el testimonio
apostólico de la Iglesia, y permanece en el corazón de la
Iglesia, escondida como un especial patrimonio de la revelación
de Dios. Todos aquellos que, a lo largo de las generaciones,
aceptando el testimonio apostólico de la Iglesia participan de
aquella misteriosa herencia, en cierto
sentido, participan de la fe de María.
Las palabras de
Isabel « feliz la que ha creído » siguen acompañando a María
incluso en Pentecostés, la siguen a través de las generaciones,
allí donde se extiende, por medio del testimonio apostólico y
del servicio de la Iglesia, el conocimiento del misterio
salvífico de Cristo. De este modo se cumple la profecía del
Magníficat: « Me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es
santo » (Lc 1, 48-49). En efecto, al conocimiento del
misterio de Cristo sigue la bendición de su Madre bajo forma de
especial veneración para la Theotókos. Pero en esa
veneración está incluida siempre la bendición de su fe. Porque
la Virgen de Nazaret ha llegado a ser bienaventurada por medio
de esta fe, de acuerdo con las palabras de Isabel. Los que a
través de los siglos, de entre los diversos pueblos y naciones
de la tierra, acogen con fe el misterio de Cristo, Verbo
encarnado y Redentor del mundo, no sólo se dirigen con
veneración y recurren con confianza a María como a su Madre,
sino que buscan en su fe el sostén para la propia fe. Y
precisamente esta participación viva de la fe de María decide su
presencia especial en la peregrinación de la Iglesia como nuevo
Pueblo de Dios en la tierra.
28.
Como afirma el Concilio: « María ... habiendo entrado
íntimamente en la historia de la salvación ... mientras es
predicada y honrada atrae a los creyentes hacia su Hijo y su
sacrificio, y hacia el amor del Padre ».64
Por lo tanto, en cierto modo la fe de María, sobre la base del
testimonio apostólico de la Iglesia, se convierte sin cesar en
la fe del pueblo de Dios en camino: de las personas y
comunidades, de los ambientes y asambleas, y finalmente de los
diversos grupos existentes en la Iglesia. Es una fe que se
transmite al mismo tiempo mediante el conocimiento y el corazón.
Se adquiere o se vuelve a adquirir constantemente mediante la
oración. Por tanto « también en su obra apostólica con razón
la Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo,
concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen,
precisamente para que por la Iglesia nazca y crezca también
en los corazones de los fieles ».65
Ahora,
cuando en esta peregrinación de la fe nos acercamos al final del
segundo Milenio cristiano, la Iglesia, mediante el magisterio
del Concilio Vaticano II, llama la atención sobre lo que ve en
sí misma. como un « único Pueblo de Dios ... radicado en todas
las naciones de la tierra », y sobre la verdad según la cual
todos los fieles, aunque a esparcidos por el haz de la tierra
comunican en el Espíritu Santo con los demás »,66
de suerte que se puede decir que en esta unión se realiza
constantemente el misterio de Pentecostés. Al mismo tiempo, los
apóstoles y los discípulos del Señor, en todas las naciones de
la tierra « perseveran en la oración en compañía de María, la
madre de Jesús » (cf. Hch 1, 14). Constituyendo a
través de las generaciones « el signo del Reino » que no es de
este mundo,67
ellos son asimismo conscientes de que en medio de este mundo
tienen que reunirse con aquel Rey, al que han sido dados en
herencia los pueblos (Sal 2, 8), al que el Padre ha dado
« el trono de David su padre », por lo cual « reina sobre la
casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin ».
En
este tiempo de vela María, por medio de la misma fe que la hizo
bienaventurada especialmente desde el momento de la anunciación,
está presente en la misión y en la obra de la Iglesia que
introduce en el mundo el Reino de su Hijo.68
Esta
presencia de María encuentra múltiples medios de expresión en
nuestros días al igual que a lo largo de la historia de la
Iglesia. Posee también un amplio radio de acción; por medio de
la fe y la piedad de los fieles, por medio de las tradiciones de
las familias cristianas o « iglesias domésticas », de las
comunidades parroquiales y misioneras, de los institutos
religiosos, de las diócesis, por medio de la fuerza atractiva e
irradiadora de los grandes santuarios, en los que no sólo los
individuos o grupos locales, sino a veces naciones enteras y
continentes, buscan el encuentro con la Madre del Señor, con la
que es bienaventurada porque ha creído; es la primera entre los
creyentes y por esto se ha convertido en Madre del Emmanuel.
Este es el mensaje de la tierra de Palestina, patria espiritual
de todos los cristianos, al ser patria del Salvador del mundo y
de su Madre. Este es el mensaje de tantos templos que en Roma y
en el mundo entero la fe cristiana ha levantado a lo largo de
los siglos. Este es el mensaje de los centros como Guadalupe,
Lourdes, Fátima y de los otros diseminados en las distintas
naciones, entre los que no puedo dejar de citar el de mi tierra
natal Jasna Gora. Tal vez se podría hablar de una específica a «
geografía » de la fe y de la piedad mariana, que abarca todos
estos lugares de especial peregrinación del Pueblo de Dios, el
cual busca el encuentro con la Madre de Dios para hallar, en el
ámbito de la materna presencia de « la que ha creído », la
consolidación de la propia fe. En efecto, en la fe de María,
ya en la anunciación y definitivamente junto a la Cruz, se
ha vuelto a abrir por parte del hombre aquel espacio interior
en el cual el eterno Padre puede colmarnos « con toda clase
de bendiciones espirituales »: el espacio « de la nueva y eterna
Alianza ».69
Este espacio subsiste en la Iglesia, que es en Cristo como « un
sacramento ... de la íntima unión con Dios y de la unidad de
todo el género humano ».70
En la
fe, que María profesó en la Anunciación como « esclava del Señor
» y en la que sin cesar « precede » al « Pueblo de Dios » en
camino por toda la tierra, la Iglesia « tiende eficaz
y constantemente a recapitular la Humanidad entera ... bajo
Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu ».71
2. El camino de la
Iglesia y la unidad de todos los cristianos
29. «
El Espíritu promueve en todos los discípulos de Cristo el deseo
y la colaboración para que todos se unan en paz, en un
rebaño y bajo un solo pastor, como Cristo determinó ».72
El camino de la Iglesia, de modo especial en nuestra época, está
marcado por el signo del ecumenismo; los cristianos buscan las
vías para reconstruir la unidad, por la que Cristo invocaba al
Padre por sus discípulos el día antes de la pasión: « para
que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que
ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea que
tú me has enviado » (Jn 17, 21). Por
consiguiente, la unidad de los discípulos de Cristo es un gran
signo para suscitar la fe del mundo, mientras su división
constituye un escándalo.73
El
movimiento ecuménico, sobre la base de una conciencia más lúcida
y difundida de la urgencia de llegar a la unidad de todos los
cristianos, ha encontrado por parte de la Iglesia católica su
expresión culminante en el Concilio Vaticano II. Es necesario
que los cristianos profundicen en sí mismos y en cada una de sus
comunidades aquella « obediencia de la fe », de la que María es
el primer y más claro ejemplo. Y dado que « antecede con su luz
al pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y
consuelo », ofrece gran gozo y consuelo para este sacrosanto
Concilio el hecho de que tampoco falten entre los hermanos
separados quienes tributan debido honor a la Madre del Señor
y Salvador, especialmente entre los Orientales ».74
30.
Los cristianos saben que su unidad se conseguirá verdaderamente
sólo si se funda en la unidad de su fe. Ellos deben resolver
discrepancias de doctrina no leves sobre el misterio y
ministerio de la Iglesia, y a veces también sobre la función de
María en la obra de la salvación.75
Los diferentes coloquios, tenidos por la Iglesia católica con
las Iglesias y las Comunidades eclesiales de Occidente,76
convergen cada vez más sobre estos dos aspectos inseparables
del mismo misterio de la salvación. Si el misterio del Verbo
encarnado nos permite vislumbrar el misterio de la maternidad
divina y si, a su vez, la contemplación de la Madre de Dios nos
introduce en una comprensión más profunda del misterio de la
Encarnación, lo mismo se debe decir del misterio de la Iglesia y
de la función de María en la obra de la salvación. Profundizando
en uno y otro, iluminando el uno por medio del otro, los
cristianos deseosos de hacer —como les recomienda su Madre— lo
que Jesús les diga (cf. Jn 2, 5), podrán caminar juntos
en aquella « peregrinación de la fe », de la que María es
todavía ejemplo y que debe guiarlos a la unidad querida por su
único Señor y tan deseada por quienes están atentamente a la
escucha de lo que hoy « el Espíritu dice a las Iglesias » (Ap
2, 7.
11. 17).
Entre tanto es un
buen auspicio que estas Iglesias y Comunidades eclesiales
concuerden con la Iglesia católica en puntos fundamentales de la
fe cristiana, incluso en lo concerniente a la Virgen María. En
efecto, la reconocen como Madre del Señor y consideran que esto
forma parte de nuestra fe en Cristo, verdadero Dios y verdadero
hombre. Estas Comunidades miran a María que, a los pies de la
Cruz, acoge como hijo suyo al discípulo amado, el cual a su vez
la recibe como madre.
¿Por qué, pues, no
mirar hacia ella todos juntos como a nuestra Madre común,
que reza por la unidad de la familia de Dios y que « precede » a
todos al frente del largo séquito de los testigos de la fe en el
único Señor, el Hijo de Dios, concebido en su seno virginal por
obra del Espíritu Santo?
31.
Por otra parte, deseo subrayar cuan profundamente unidas se
sienten la Iglesia católica, la Iglesia ortodoxa y las antiguas
Iglesias orientales por el amor y por la alabanza a la
Theotókos. No sólo « los dogmas fundamentales de la fe
cristiana: los de la Trinidad y del Verbo encarnado en María
Virgen han sido definidos en concilios ecuménicos celebrados en
Oriente »,77
sino también en su culto litúrgico « los Orientales ensalzan con
himnos espléndidos a María siempre Virgen ... y Madre Santísima
de Dios ».78
Los
hermanos de estas Iglesias han conocido vicisitudes complejas,
pero su historia siempre ha transcurrido con un vivo deseo de
compromiso cristiano y de irradiación apostólica, aunque a
menudo haya estado marcada por persecuciones incluso cruentas.
Es una historia de fidelidad al Señor, una auténtica «
peregrinación de la fe » a través de lugares y tiempos durante
los cuales los cristianos orientales han mirado siempre con
confianza ilimitada a la Madre del Señor, la han celebrado con
encomio y la han invocado con oraciones incesantes. En los
momentos difíciles de la probada existencia cristiana « ellos se
refugiaron bajo su protección »,79
conscientes de tener en ella una ayuda poderosa. Las Iglesias
que profesan la doctrina de Éfeso proclaman a la Virgen «
verdadera Madre de Dios », ya que a nuestro Señor Jesucristo,
nacido del Padre antes de los siglos según la divinidad, en los
últimos tiempos, por nosotros y por nuestra salvación, fue
engendrado por María Virgen Madre de Dios según la carne ».80
Los Padres griegos y la tradición bizantina, contemplando la
Virgen a la luz del Verbo hecho hombre, han tratado de penetrar
en la profundidad de aquel vínculo que une a María, como Madre
de Dios, con Cristo y la Iglesia: la Virgen es una presencia
permanente en toda la extensión del misterio salvífico.
Las
tradiciones coptas y etiópicas han sido introducidas en esta
contemplación del misterio de María por san Cirilo de Alejandría
y, a su vez, la han celebrado con abundante producción poética.81
El genio poético de san Efrén el Sirio, llamado « la cítara del
Espíritu Santo », ha cantado incansablemente a María, dejando
una impronta todavía presente en toda la tradición de la Iglesia
siríaca.82
En su panegírico sobre la Theotókos, san Gregorio de
Narek, una de las glorias más brillantes de Armenia, con fuerte
inspiración poética, profundiza en los diversos aspectos del
misterio de la Encarnación, y cada uno de los mismos es para él
ocasión de cantar y exaltar la dignidad extraordinaria y la
magnífica belleza de la Virgen María, Madre del Verbo encarnado.83
No sorprende, pues,
que María ocupe un lugar privilegiado en el culto de las
antiguas Iglesias orientales con una abundancia incomparable de
fiestas y de himnos.
32. En la liturgia
bizantina, en todas las horas del Oficio divino, la alabanza a
la Madre está unida a la alabanza al Hijo y a la que, por medio
del Hijo, se eleva al Padre en el Espíritu Santo. En la anáfora
o plegaria eucarística de san Juan Crisóstomo, después de la
epíclesis, la comunidad reunida canta así a la Madre de Dios: «
Es verdaderamente justo proclamarte bienaventurada, oh Madre de
Dios, porque eres la muy bienaventurada) toda pura y Madre de
nuestro Dios. Te ensalzamos, porque eres más venerable que los
querubines e incomparablemente más gloriosa que los serafines.
Tú, que sin perder tu virginidad, has dado al mundo el Verbo de
Dios. Tú, que eres verdaderamente la Madre de Dios ».
Estas alabanzas, que
en cada celebración de la liturgia eucarística se elevan a
María, han forjado la fe, la piedad y la oración de los fieles.
A lo largo de los siglos han conformado todo el comportamiento
espiritual de los fieles, suscitando en ellos una devoción
profunda hacia la « Toda Santa Madre de Dios ».
33.
Se conmemora este año el XII centenario del II Concilio
ecuménico de Nicea (a. 787), en el que, al final de la conocida
controversia sobre el culto de las sagradas imágenes, fue
definido que, según la enseñanza de los santos Padres y la
tradición universal de la Iglesia, se podían proponer a la
veneración de los fieles, junto con la Cruz, también las
imágenes de la Madre de Dios, de los Ángeles y de los Santos,
tanto en las iglesias como en las casas y en los caminos.84
Esta costumbre se ha mantenido en todo el Oriente y también en
Occidente. Las imágenes de la Virgen tienen un lugar de honor en
las iglesias y en las casas. María está representada o como
trono de Dios, que lleva al Señor y lo entrega a los hombres (Theotókos),
o como camino que lleva a Cristo y lo muestra (Odigitria),
o bien como orante en actitud de intercesión y signo de la
presencia divina en el camino de los fieles hasta el día del
Señor (Deisis), o como protectora que extiende su manto
sobre los pueblos (Pokrov), o como misericordiosa
Virgen de la ternura (Eleousa). La Virgen es representada
habitualmente con su Hijo, el niño Jesús, que lleva en brazos:
es la relación con el Hijo la que glorifica a la Madre. A veces
lo abraza con ternura (Glykofilousa); otras veces,
hierática, parece absorta en la contemplación de aquel que es
Señor de la historia (cf. Ap 5, 9-14).85
Conviene recordar
también el Icono de la Virgen de Vladimir que ha acompañado
constantemente la peregrinación en la fe de los pueblos de la
antigua Rus'. Se acerca el primer milenio de la conversión al
cristianismo de aquellas nobles tierras: tierras de personas
humildes, de pensadores y de santos. Los Iconos son venerados
todavía en Ucrania, en Bielorusia y en Rusia con diversos
títulos; son imágenes que atestiguan la fe y el espíritu de
oración de aquel pueblo, el cual advierte la presencia y la
protección de la Madre de Dios. En estos Iconos la Virgen
resplandece como la imagen de la divina belleza, morada de la
Sabiduría eterna, figura de la orante, prototipo de la
contemplación, icono de la gloria: aquella que, desde su vida
terrena, poseyendo la ciencia espiritual inaccesible a los
razonamientos humanos, con la fe ha alcanzado el conocimiento
más sublime. Recuerdo, también, el Icono de la Virgen del
cenáculo, en oración con los apóstoles a la espera del Espíritu.
¿No podría ser ésta como un signo de esperanza para todos
aquellos que, en el diálogo fraterno, quieren profundizar su
obediencia de la fe?
34.
Tanta riqueza de alabanzas, acumulada por las diversas
manifestaciones de la gran tradición de la Iglesia, podría
ayudarnos a que ésta vuelva a respirar plenamente con sus « dos
pulmones », Oriente y Occidente. Como he dicho varias veces,
esto es hoy más necesario que nunca. Sería una ayuda valiosa
para hacer progresar el diálogo actual entre la Iglesia católica
y las Iglesias y Comunidades eclesiales de Occidente.86
Sería también, para la Iglesia en camino, la vía para cantar y
vivir de manera más perfecta su
Magníficat.
3. El Magníficat de
la Iglesia en camino
35. La
Iglesia, pues, en la presente fase de su camino, trata de buscar
la unión de quienes profesan su fe en Cristo para manifestar la
obediencia a su Señor que, antes de la pasión, ha rezado por
esta unidad. La Iglesia « va peregrinando ..., anunciando la
cruz del Señor hasta que venga ».87
« Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y
tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de
Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la
fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes al
contrario, persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la
acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la
cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso ».88
La Virgen Madre está
constantemente presente en este camino de fe del Pueblo de Dios
hacia la luz. Lo demuestra de modo especial el cántico del
Magníficat que, salido de la fe profunda de María en la
visitación, no deja de vibrar en el corazón de la Iglesia a
través de los siglos. Lo prueba su recitación diaria en la
liturgia de las Vísperas y en otros muchos momentos de devoción
tanto personal como comunitaria.
« Proclama mi alma la
grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí;
su nombre es santo
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos,
enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia
—como lo había prometido a nuestros padres—
en favor de Abraham y su descendencia por siempre »
(Lc 1, 46-55).
36.
Cuando Isabel saludó a la joven pariente que llegaba de Nazaret,
María respondió con el Magníficat. En el saludo Isabel
había llamado antes a María « bendita » por « el fruto de su
vientre », y luego « feliz » por su fe (cf. Lc 1, 42.
45). Estas dos bendiciones se referían directamente al momento
de la anunciación. Después, en la visitación, cuando el saludo
de Isabel da testimonio de aquel momento culminante, la fe de
María adquiere una nueva conciencia y una nueva expresión. Lo
que en el momento de la anunciación permanecía oculto en la
profundidad de la « obediencia de la fe », se diría que ahora se
manifiesta como una llama del espíritu clara y vivificante. Las
palabras usadas por María en el umbral de la casa de Isabel
constituyen una inspirada profesión le su fe, en la que
la respuesta a la palabra de la revelación se expresa con
la elevación espiritual y poética de todo su ser hacia Dios. En
estas sublimes palabras, que son al mismo tiempo muy sencillas y
totalmente inspiradas por los textos sagrados del pueblo de
Israel,89
se vislumbra la experiencia personal de María, el éxtasis de su
corazón. Resplandece en ellas un rayo del misterio de Dios, la
gloria de su inefable santidad, el eterno
amor que, como un don irrevocable, entra en la
historia del hombre.
María
es la primera en participar de esta nueva revelación de Dios y,
a través de ella, de esta nueva « autodonación » de Dios. Por
esto proclama: « ha hecho obras grandes por mí; su nombre es
santo ». Sus palabras reflejan el gozo del espíritu, difícil de
expresar: « se alegra mi espíritu en Dios mi salvador ». Porque
« la verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre ...
resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación
».90
En su arrebatamiento María confiesa que se ha encontrado en
el centro mismo de esta plenitud de Cristo. Es consciente de
que en ella se realiza la promesa hecha a los padres y, ante
todo, « en favor de Abraham y su descendencia por siempre »; que
en ella, como madre de Cristo, converge toda la economía
salvífica, en la que, « de generación en generación », se
manifiesta aquel que, como Dios de la Alianza, se acuerda « de
la misericordia ».
37. La
Iglesia, que desde el principio conforma su camino terreno con
el de la Madre de Dios, siguiéndola repite constantemente las
palabras del Magníficat. Desde la profundidad de la fe de
la Virgen en la anunciación y en la visitación, la Iglesia llega
a la verdad sobre el Dios de la Alianza, sobre Dios que es
todopoderoso y hace « obras grandes » al hombre: « su nombre es
santo ». En el Magníficat la Iglesia encuentra vencido de
raíz el pecado del comienzo de la historia terrena del hombre y
de la mujer, el pecado de la incredulidad o de la « poca fe » en
Dios. Contra la « sospecha » que el « padre de la mentira » ha
hecho surgir en el corazón de Eva, la primera mujer, María, a la
que la tradición suele llamar « nueva Eva »
91
y verdadera « madre de los vivientes »
92,
proclama con fuerza la verdad no ofuscada sobre Dios: el
Dios Santo y todopoderoso, que desde el comienzo es la fuente
de todo don, aquel que « ha hecho obras grandes ». Al crear,
Dios da la existencia a toda la realidad. Creando al hombre, le
da la dignidad de la imagen y semejanza con él de manera
singular respecto a todas las criaturas terrenas. Y no
deteniéndose en su voluntad de prodigarse no obstante el pecado
del hombre, Dios se da en el Hijo: « Porque tanto amó
Dios al mundo que dio a su Hijo único » (Jn 3, 16). María
es el primer testimonio de esta maravillosa verdad, que se
realizará plenamente mediante lo que hizo y enseñó su Hijo (cf.
Hch 1, 1) y, definitiva mente, mediante su Cruz y
resurrección.
La Iglesia, que aun «
en medio de tentaciones y tribulaciones » no cesa de repetir con
María las palabras del Magníficat, « se ve confortada »
con la fuerza de la verdad sobre Dios, proclamada entonces con
tan extraordinaria sencillez y, al mismo tiempo, con esta
verdad sobre Dios desea iluminar las difíciles y a veces
intrincadas vías de la existencia terrena de los hombres. El
camino de la Iglesia, pues, ya al final del segundo Milenio
cristiano, implica un renovado empeño en su misión. La Iglesia,
siguiendo a aquel que dijo de sí mismo: « (Dios) me ha enviado
para anunciar a los pobres la Buena Nueva » (cf. Lc
4, 18), a través de las generaciones, ha tratado y trata hoy de
cumplir la misma misión.
Su amor preferencial
por los pobres
está inscrito
admirablemente en el Magníficat de María. El Dios de la
Alianza, cantado por la Virgen de Nazaret en la elevación de su
espíritu, es a la vez el que « derriba del trono a los
poderosos, enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma
de bienes y a los ricos los despide vacíos, ... dispersa a los
soberbios ... y conserva su misericordia para los que le temen
». María está profundamente impregnada del espíritu de los «
pobres de Yahvé », que en la oración de los Salmos esperaban de
Dios su salvación, poniendo en El toda su confianza (cf. Sal
25; 31; 35; 55). En cambio, ella proclama la venida del
misterio de la salvación, la venida del « Mesías de los pobres »
(cf. Is 11, 4; 61, 1). La Iglesia, acudiendo al corazón
de María, a la profundidad de su fe, expresada en las palabras
del Magníficat, renueva cada vez mejor en sí la
conciencia de que no se puede separar la verdad sobre Dios
que salva, sobre Dios que es fuente de todo don, de la
manifestación de su amor preferencial por los pobres y los
humildes, que, cantado en el Magníficat, se encuentra
luego expresado en las palabras y obras de Jesús.
La
Iglesia, por tanto, es consciente —y en nuestra época tal
conciencia se refuerza de manera particular— de que no sólo no
se pueden separar estos dos elementos del mensaje contenido en
el Magníficat, sino que también se debe salvaguardar
cuidadosamente la importancia que « los pobres » y « la opción
en favor de los pobres » tienen en la palabra del Dios vivo. Se
trata de temas y problemas orgánicamente relacionados con el
sentido cristiano de la libertad y de la liberación. «
Dependiendo totalmente de Dios y plenamente orientada hacia El
por el empuje de su fe, María, al lado de su Hijo, es la
imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la
humanidad y del cosmos. La Iglesia debe mirar hacia ella, Madre
y Modelo para comprender en su integridad el sentido de su
misión ».93
III PARTE - MEDIACIÓN
MATERNA
1. María, Esclava
del Señor
38. La
Iglesia sabe y enseña con San Pablo que uno solo es nuestro
mediador: « Hay un solo Dios, y también un solo mediador
entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se
entregó a sí mismo como rescate por todos » (1 Tm
2, 5-6). « La misión maternal de María para con los hombres no
oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de
Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder »
94:
es mediación en Cristo.
La
Iglesia sabe y enseña que « todo el influjo salvífico de la
Santísima Virgen sobre los hombres ... dimana del divino
beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo;
se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella
y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir la unión
inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta ».95
Este saludable influjo está mantenido por el Espíritu Santo,
quien, igual que cubrió con su sombra a la Virgen María
comenzando en ella la maternidad divina, mantiene así
continuamente su solicitud hacia los hermanos de su Hijo.
Efectivamente, la mediación de María está íntimamente unida a
su maternidad y posee un carácter específicamente materno
que la distingue del de las demás criaturas que, de un modo
diverso y siempre subordinado, participan de la única mediación
de Cristo, siendo también la suya una mediación participada.96
En efecto, si « jamás podrá compararse criatura alguna con el
Verbo encarnado y Redentor », al mismo tiempo « la única
mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las
criaturas diversas clases de cooperación, participada de
la única fuente »; y así « la bondad de Dios se difunde de
distintas maneras sobre las criaturas ».97
La
enseñanza del Concilio Vaticano II presenta la verdad sobre la
mediación de María como una participación de esta única
fuente que es la mediación de Cristo mismo. Leemos al
respecto: « La Iglesia no duda en confesar esta función
subordinada de María, la experimenta continuamente y la
recomienda a la piedad de los fieles, para que, apoyados en esta
protección maternal, se unan con mayor intimidad al Mediador y
Salvador ».98
Esta función es, al mismo tiempo, especial y extraordinaria.
Brota de su maternidad divina y puede ser comprendida y
vivida en la fe, solamente sobre la base de la plena verdad de
esta maternidad. Siendo María, en virtud de la elección divina,
la Madre del Hijo consubstancial al Padre y « compañera
singularmente generosa » en la obra de la redención, es nuestra
madre en el orden de la gracia ».99
Esta función constituye una dimensión real de su presencia en el
misterio salvífico de Cristo y de la Iglesia.
39. Desde este punto
de vista es necesario considerar una vez más el acontecimiento
fundamental en la economía de la salvación, o sea la encarnación
del Verbo en la anunciación. Es significativo que María,
reconociendo en la palabra del mensajero divino la voluntad del
Altísimo y sometiéndose a su poder, diga: « He aquí la
esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra » (Lc
1, 3). El primer momento de la sumisión a la única mediación
« entre Dios y los hombres » —la de Jesucristo— es la aceptación
de la maternidad por parte de la Virgen de Nazaret. María da su
consentimiento a la elección de Dios, para ser la Madre de su
Hijo por obra del Espíritu Santo. Puede decirse que este
consentimiento suyo para la maternidad es sobre todo
fruto de la donación total a Dios en la virginidad. María
aceptó la elección para Madre del Hijo de Dios, guiada por el
amor esponsal, que « consagra » totalmente una persona humana a
Dios. En virtud de este amor, María deseaba estar siempre y en
todo « entregada a Dios », viviendo la virginidad. Las palabras
« he aquí la esclava del Señor » expresan el hecho de que desde
el principio ella acogió y entendió la propia maternidad como
donación total de sí, de su persona, al servicio de los
designios salvíficos del Altísimo. Y toda su participación
materna en la vida de Jesucristo, su Hijo, la vivió hasta el
final de acuerdo con su vocación a la virginidad.
La
maternidad de María, impregnada profundamente por la actitud
esponsal de « esclava del Señor », constituye la dimensión
primera y fundamental de aquella mediación que la Iglesia
confiesa y proclama respecto a ella,100
y continuamente «
recomienda a la piedad de los fieles » porque confía mucho en
esta mediación. En efecto, conviene reconocer que, antes que
nadie, Dios mismo, el eterno Padre, se entregó a la Virgen de
Nazaret, dándole su propio Hijo en el misterio de la
Encarnación. Esta elección suya al sumo cometido y dignidad de
Madre del Hijo de Dios, a nivel ontológico, se refiere a la
realidad misma de la unión de las dos naturalezas en la persona
del Verbo (unión hipostática). Este hecho fundamental de
ser la Madre del Hijo de Dios supone, desde el principio, una
apertura total a la persona de Cristo, a toda su obra y misión.
Las palabras « he aquí la esclava del Señor » atestiguan esta
apertura del espíritu de María, la cual, de manera perfecta,
reúne en sí misma el amor propio de la virginidad y el amor
característico de la maternidad, unidos y como fundidos
juntamente.
Por
tanto María ha llegado a ser no sólo la « madre-nodriza » del
Hijo del hombre, sino también la « compañera singularmente
generosa »
101
del Mesías y Redentor. Ella —como ya he dicho— avanzaba en la
peregrinación de la fe y en esta peregrinación suya hasta
los pies de la Cruz se ha realizado, al mismo tiempo, su
cooperación materna en toda la misión del Salvador mediante
sus acciones y sufrimientos. A través de esta colaboración en la
obra del Hijo Redentor, la maternidad misma de María conocía una
transformación singular, colmándose cada vez más de « ardiente
caridad » hacia todos aquellos a quienes estaba dirigida la
misión de Cristo. Por medio de esta « ardiente caridad »,
orientada a realizar en unión con Cristo la restauración de la «
vida sobrenatural de las almas »,102
María entraba de manera muy personal en la única mediación
« entre Dios y los hombres », que es la mediación del
hombre Cristo Jesús. Si ella fue la primera en experimentar
en sí misma los efectos sobrenaturales de esta única mediación
—ya en la anunciación había sido saludada como « llena de gracia
»— entonces es necesario decir, que por esta plenitud de gracia
y de vida sobrenatural, estaba particularmente predispuesta a la
cooperación con Cristo, único mediador de la salvación humana.
Y tal cooperación es precisamente esta mediación
subordinada a la mediación de Cristo.
En el caso de María
se trata de una mediación especial y excepcional, basada sobre
su « plenitud de gracia », que se traducirá en la plena
disponibilidad de la « esclava del Señor ». Jesucristo, como
respuesta a esta disponibilidad interior de su Madre, la
preparaba cada vez más a ser para los hombres « madre en el
orden de la gracia ». Esto indican, al menos de manera
indirecta, algunos detalles anotados por los Sinópticos (cf.
Lc 11, 28; 8, 20-21; Mc 3, 32-35; Mt 12,
47-50) y más aún por el Evangelio de Juan (cf. 2, 1-12; 19,
25-27), que ya he puesto de relieve. A este respecto, son
particularmente elocuentes las palabras, pronunciadas por Jesús
en la Cruz, relativas a María y a Juan.
40.
Después de los acontecimientos de la resurrección y de la
ascensión, María, entrando con los apóstoles en el cenáculo a la
espera de Pentecostés, estaba presente como Madre del Señor
glorificado. Era no sólo la que « avanzó en la peregrinación de
la fe » y guardó fielmente su unión con el Hijo « hasta la Cruz
», sino también la « esclava del Señor »,
entregada por su Hijo como madre a la Iglesia naciente: « He
aquí a tu madre ». Así empezó a formarse una relación especial
entre esta Madre y la Iglesia. En efecto, la Iglesia naciente
era fruto de la Cruz y de la resurrección de su Hijo. María, que
desde el principio se había entregado sin reservas a la persona
y obra de su Hijo, no podía dejar de volcar sobre la Iglesia
esta entrega suya materna. Después de la ascensión del Hijo, su
maternidad permanece en la Iglesia como mediación materna;
intercediendo por todos sus hijos, la madre coopera en la acción
salvífica del Hijo, Redentor del mundo. Al respecto enseña el
Concilio: « Esta maternidad de María en la economía de la gracia
perdura sin cesar ... hasta la consumación perpetua de
todos los elegidos ».103
Con la muerte redentora de su Hijo, la mediación materna de la
esclava del Señor alcanzó una dimensión universal, porque la
obra de la redención abarca a todos los hombres. Así se
manifiesta de manera singular la eficacia de la mediación única
y universal de Cristo « entre Dios y los hombres ». La
cooperación de María participa, por su carácter
subordinado, de la universalidad de la mediación del
Redentor, único mediador. Esto lo indica claramente el
Concilio con las palabras citadas antes.
« Pues
—leemos todavía— asunta a los cielos, no ha dejado esta misión
salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa
obteniéndonos los dones de la salvación eterna ».104
Con este carácter de « intercesión », que se manifestó por
primera vez en Caná de Galilea, la mediación de María continúa
en la historia de la Iglesia y del mundo. Leemos que María « con
su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía
peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean
conducidos a la patria bienaventurada ».105
De este modo la maternidad de María perdura incesantemente en la
Iglesia como mediación intercesora, y la Iglesia expresa su fe
en esta verdad invocando a María « con los títulos de Abogada,
Auxiliadora, Socorro, Mediadora ».106
41.
María, por su mediación subordinada a la del Redentor,
contribuye de manera especial a la unión de la Iglesia
peregrina en la tierra con la realidad escatológica y
celestial de la comunión de los santos, habiendo sido ya «
asunta a los cielos ».107
La verdad de la Asunción, definida por Pío XII, ha sido
reafirmada por el Concilio Vaticano II, que expresa así la fe de
la Iglesia: « Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada
inmune de toda mancha de culpa original, terminado el decurso de
su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria
celestial y fue ensalzada por el Señor como Reina
universal con el fin de que se asemeje de forma más plena a
su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del
pecado y de la muerte ».108
Con esta enseñanza Pío XII enlazaba con la Tradición, que ha
encontrado múltiples expresiones en la historia de la Iglesia,
tanto en Oriente como en Occidente.
Con el
misterio de la Asunción a los cielos, se han realizado
definitivamente en María todos los efectos de la única mediación
de Cristo Redentor del mundo y Señor resucitado: « Todos
vivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como
primicias; luego, los de Cristo en su Venida » (1 Co 15, 22-23).
En el misterio de la Asunción se expresa la fe de la Iglesia,
según la cual María « está también íntimamente unida » a Cristo
porque, aunque como madre-virgen estaba singularmente unida a él
en su primera venida, por su cooperación constante con él
lo estará también a la espera de la segunda; « redimida de modo
eminente, en previsión de los méritos de su Hijo »,109
ella tiene también aquella función, propia de la madre, de
mediadora de clemencia en la venida definitiva, cuando
todos los de Cristo revivirán, y « el último enemigo en ser
destruido será la Muerte » (1 Co 15, 26).110
A esta
exaltación de la « Hija excelsa de Sión »,111
mediante la asunción a los cielos, está unido el misterio de su
gloria eterna. En efecto, la Madre de Cristo es glorificada como
« Reina universal ».112
La que en la anunciación se definió como « esclava del Señor »
fue durante toda su vida terrena fiel a lo que este nombre
expresa, confirmando así que era una verdadera « discípula » de
Cristo, el cual subrayaba intensamente el carácter de servicio
de su propia misión: el Hijo del hombre « no ha venido a ser
servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos »
(Mt 20, 28). Por esto María ha sido la primera entre
aquellos que, « sirviendo a Cristo también en los demás,
conducen en humildad y paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo
servicio equivale a reinar »,113
Y ha conseguido plenamente aquel « estado de libertad real »,
propio de los discípulos de Cristo: ¡servir quiere decir reinar!
«
Cristo, habiéndose hecho obediente hasta la muerte y habiendo
sido por ello exaltado por el Padre (cf. Flp 2,
8-9), entró en la gloria de su reino. A El están sometidas todas
las cosas, hasta que El se someta a Sí mismo y todo lo creado al
Padre, a fin de que Dios sea todo en todas las cosas (cf. 1
Co 15, 27-28) ».114
María, esclava del Señor, forma parte de este Reino del Hijo.115
La gloria de servir no cesa de ser su exaltación real;
asunta a los cielos, ella no termina aquel servicio suyo
salvífico, en el que se manifiesta la mediación materna, « hasta
la consumación perpetua de todos los elegidos ».116
Así aquella, que aquí en la tierra « guardó fielmente su unión
con el Hijo hasta la Cruz », sigue estando unida a él, mientras
ya « a El están sometidas todas las cosas, hasta que El se
someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre ». Así en su
asunción a los cielos, María está como envuelta por toda la
realidad de la comunión de los santos, y su misma unión con el
Hijo en la gloria está dirigida toda ella hacia la plenitud
definitiva del Reino, cuando « Dios sea todo en todas
las cosas ».
También en esta fase
la mediación materna de María sigue estando subordinada a aquel
que es el único Mediador, hasta la realización definitiva de
la « plenitud de los tiempos »,es decir, hasta que «
todo tenga a Cristo por Cabeza » (Ef 1, 10).
2. María en la vida
de la Iglesia y de cada cristiano
42.
El Concilio Vaticano II, siguiendo la Tradición, ha dado nueva
luz sobre el papel de la Madre de Cristo en la vida de la
Iglesia. « La Bienaventurada Virgen, por el don ... de la
maternidad divina, con la que está unida al Hijo Redentor, y por
sus singulares gracias y dones, está unida también íntimamente a
la Iglesia. La Madre de Dios es tipo de la Iglesia,
a saber: en el orden de la fe, de la caridad y de la
perfecta unión con Cristo ».117
Ya hemos visto anteriormente como María permanece, desde el
comienzo, con los apóstoles a la espera de Pentecostés y como,
siendo « feliz la que ha creído », a través de las generaciones
está presente en medio de la Iglesia peregrina mediante la fe y
como modelo de la esperanza que no desengaña (cf. Rom 5,
5).
María
creyó que se cumpliría lo que le había dicho el Señor. Como
Virgen, creyó que concebiría y daría a luz un hijo: el « Santo
», al cual corresponde el nombre de « Hijo de Dios », el nombre
de « Jesús » (Dios que salva). Como esclava del Señor,
permaneció perfectamente fiel a la persona y a la misión de este
Hijo. Como madre, « creyendo y obedeciendo, engendró en
la tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer
varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo ».118
Por
estos motivos María « con razón es honrada con especial culto
por la Iglesia; ya desde los tiempos más antiguos ... es honrada
con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles en
todos sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas ».119
Este culto es del todo particular: contiene en sí y expresa
aquel profundo vínculo existente entre la Madre de Cristo
y la Iglesía.120
Como
virgen y madre, María es para la Iglesia un « modelo perenne ».
Se puede decir, pues, que, sobre todo según este aspecto, es
decir como modelo o, más bien como « figura », María, presente
en el misterio de Cristo, está también constantemente presente
en el misterio de la Iglesia. En efecto, también la Iglesia « es
llamada madre y virgen », y estos nombres tienen una profunda
justificación bíblica y teológica.121
43.
La Iglesia « se hace también madre mediante la
palabra de Dios aceptada con fidelidad ».122
Igual que María creyó la primera, acogiendo la palabra de Dios
que le fue revelada en la anunciación, y permaneciendo fiel a
ella en todas sus pruebas hasta la Cruz, así la Iglesia llega a
ser Madre cuando, acogiendo con fidelidad la palabra de Dios,
« por la predicación y el bautismo engendra para la vida
nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo
y nacidos de Dios ».123
Esta característica « materna » de la Iglesia ha sido expresada
de modo particularmente vigoroso por el Apóstol de las gentes,
cuando escribía: « ¡Hijos míos, por quienes sufro de nuevo
dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros! » (Gál
4, 19). En estas palabras de san Pablo está contenido un indicio
interesante de la conciencia materna de la Iglesia primitiva,
unida al servicio apostólico entre los hombres. Esta conciencia
permitía y permite constantemente a la Iglesia ver el misterio
de su vida y de su misión a ejemplo de la misma Madre del
Hijo, que es el « primogénito entre muchos hermanos » (Rom
8, 29).
Se
puede afirmar que la Iglesia aprende también de María la propia
maternidad; reconoce la dimensión materna de su vocación, unida
esencialmente a su naturaleza sacramental, « contemplando su
arcana santidad e imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la
voluntad del Padre ».124
Si la Iglesia es signo e instrumento de la unión íntima con
Dios, lo es por su maternidad, porque, vivificada por el
Espíritu, « engendra » hijos e hijas de la familia humana a una
vida nueva en Cristo. Porque, al igual que María está al
servicio del misterio de la encarnación, así la Iglesia
permanece al servicio del misterio de la adopción como
hijos por medio de la gracia.
Al
mismo tiempo, a ejemplo de María, la Iglesia es la virgen fiel
al propio esposo: « también ella es virgen que custodia pura e
íntegramente la fe prometida al Esposo ».125
La Iglesia es, pues, la esposa de Cristo, como resulta de las
cartas paulinas (cf. Ef 5, 21-33; 2 Co 11,
2) y de la expresión joánica « la esposa del Cordero » (Ap
21, 9). Si la Iglesia como esposa custodia « la fe
prometida a Cristo », esta fidelidad, a pesar de que en la
enseñanza del Apóstol se haya convertido en imagen del
matrimonio (cf. Ef 5, 23-33), posee también el valor tipo
de la total donación a Dios en el celibato « por el Reino de los
cielos », es decir de la virginidad consagrada a Dios
(cf. Mt 19, 11-12; 2 Cor 11, 2).
Precisamente esta virginidad, siguiendo el ejemplo de la Virgen
de Nazaret, es fuente de una especial fecundidad espiritual:
es fuente de la maternidad en el
Espíritu Santo.
Pero
la Iglesia custodia también la fe recibida de
Cristo; a ejemplo de María, que guardaba y meditaba en su
corazón (cf. Lc 2, 19. 51) todo lo relacionado con su
Hijo divino, está dedicada a custodiar la Palabra de Dios, a
indagar sus riquezas con discernimiento y prudencia con el fin
de dar en cada época un testimonio fiel a todos los hombres.126
44.
Ante esta ejemplaridad, la Iglesia se encuentra con María e
intenta asemejarse a ella: « Imitando a la Madre de su Señor,
por la virtud del Espíritu Santo conserva virginalmente la fe
íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad ».127
Por consiguiente, María está presente en el misterio de la
Iglesia como modelo. Pero el misterio de la Iglesia
consiste también en el hecho de engendrar a los hombres a una
vida nueva e inmortal: es su maternidad en el Espíritu Santo. Y
aquí María no sólo es modelo y figura de la Iglesia, sino mucho
más. Pues, « con materno amor coopera a la generación y
educación » de los hijos e hijas de la madre Iglesia.
La maternidad de la Iglesia se lleva a cabo no sólo según el
modelo y la figura de la Madre de Dios, sino también con su «
cooperación ». La Iglesia recibe copiosamente de esta
cooperación, es decir de la mediación materna, que es
característica de María, ya que en la tierra ella cooperó a la
generación y educación de los hijos e hijas de la Iglesia, como
Madre de aquel Hijo « a quien Dios constituyó como hermanos ».128
En
ello cooperó —como enseña el Concilio Vaticano II— con materno
amor.129
Se descubre aquí el valor real de las palabras dichas por Jesús
a su madre cuando estaba en la Cruz: « Mujer, ahí tienes a tu
hijo » y al discípulo: « Ahí tienes a tu madre » (Jn 19,
26-27). Son palabras que determinan el lugar de María en la
vida de los discípulos de Cristo y expresan —como he dicho
ya— su nueva maternidad como Madre del Redentor: la maternidad
espiritual, nacida de lo profundo del misterio pascual del
Redentor del mundo. Es una maternidad en el orden de la gracia,
porque implora el don del Espíritu Santo que suscita los nuevos
hijos de Dios, redimidos mediante el sacrificio de Cristo: aquel
Espíritu que, junto con la Iglesia, María ha recibido también el
día de Pentecostés.
Esta maternidad suya
ha sido comprendida y vivida particularmente por el pueblo
cristiano en el sagrado Banquete —celebración litúrgica del
misterio de la Redención—, en el cual Cristo, su verdadero
cuerpo nacido de María Virgen, se hace presente.
Con razón la piedad
del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo
entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la
Eucaristía; es un hecho de relieve en la liturgia tanto
occidental como oriental, en la tradición de las Familias
religiosas, en la espiritualidad de los movimientos
contemporáneos incluso los juveniles, en la pastoral de los
Santuarios marianos María guía a los fieles a la Eucaristía.
45. Es esencial a la
maternidad la referencia a la persona. La maternidad determina
siempre una relación única e irrepetible entre dos
personas: la de la madre con el hijo y la del hijo con la
Madre. Aun cuando una misma mujer sea madre de muchos hijos,
su relación personal con cada uno de ellos caracteriza la
maternidad en su misma esencia. En efecto, cada hijo es
engendrado de un modo único e irrepetible, y esto vale tanto
para la madre como para el hijo. Cada hijo es rodeado del mismo
modo por aquel amor materno, sobre el que se basa su formación y
maduración en la humanidad.
Se puede afirmar que
la maternidad « en el orden de la gracia » mantiene la analogía
con cuanto a en el orden de la naturaleza » caracteriza la unión
de la madre con el hijo. En esta luz se hace más comprensible el
hecho de que, en el testamento de Cristo en el Gólgota, la nueva
maternidad de su madre haya sido expresada en singular,
refiriéndose a un hombre: « Ahí tienes a tu hijo ».
Se puede decir además
que en estas mismas palabras está indicado plenamente el motivo
de la dimensión mariana de la vida de los discípulos de
Cristo; no sólo de Juan, que en aquel instante se encontraba
a los pies de la Cruz en compañía de la Madre de su Maestro,
sino de todo discípulo de Cristo, de todo cristiano. El Redentor
confía su madre al discípulo y, al mismo tiempo, se la da como
madre. La maternidad de María, que se convierte en herencia del
hombre, es un don: un don que Cristo mismo hace
personalmente a cada hombre. El Redentor confía María a Juan, en
la medida en que confía Juan a María. A los pies de la Cruz
comienza aquella especial entrega del hombre a la Madre de
Cristo, que en la historia de la Iglesia se ha ejercido y
expresado posteriormente de modos diversos. Cuando el mismo
apóstol y evangelista, después de haber recogido las palabras
dichas por Jesús en la Cruz a su Madre y a él mismo, añade: « Y
desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa » (Jn
19,27). Esta afirmación quiere decir con certeza que al
discípulo se atribuye el papel de hijo y que él cuidó de la
Madre del Maestro amado. Y ya que María fue dada como madre
personalmente a él, la afirmación indica, aunque sea
indirectamente, lo que expresa la relación íntima de un hijo con
la madre. Y todo esto se encierra en la palabra « entrega ». La
entrega es la respuesta al amor de una persona y, en
concreto, al amor de la madre.
La
dimensión mariana de la vida de un discípulo de Cristo se
manifiesta de modo especial precisamente mediante esta entrega
filial respecto a la Madre de Dios, iniciada con el testamento
del Redentor en el Gólgota. Entregándose filialmente a María, el
cristiano, como el apóstol Juan, « acoge entre sus cosas propias
»
130
a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su
vida interior, es decir, en su « yo » humano y cristiano: «
La acogió en su casa » Así el cristiano, trata de entrar en
el radio de acción de aquella « caridad materna », con la que la
Madre del Redentor « cuida de los hermanos de su Hijo »,131
« a cuya generación y educación coopera »
132
según la medida del don, propia de cada uno por la virtud del
Espíritu de Cristo. Así se manifiesta también aquella maternidad
según el espíritu, que ha llegado a ser la función de María a
los pies de la Cruz y en el cenáculo.
46.
Esta relación filial, esta entrega de un hijo a la Madre no sólo
tiene su comienzo en Cristo, sino que se puede decir que
definitivamente se orienta hacia él. Se puede afirmar que
María sigue repitiendo a todos las mismas palabras que dijo en
Caná de Galilea: « Haced lo que él os diga ». En efecto es él,
Cristo, el único mediador entre Dios y los hombres; es él « el
Camino, la Verdad y la Vida » (Jn 4, 6); es él a quien el
Padre ha dado al mundo, para que el hombre « no perezca, sino
que tenga vida eterna » (Jn 3, 16). La Virgen de Nazaret
se ha convertido en la primera « testigo » de este amor
salvífico del Padre y desea permanecer también su humilde
esclava siempre y por todas partes. Para todo cristiano y
todo hombre, María es la primera que « ha creído », y
precisamente con esta fe suya de esposa y de madre quiere actuar
sobre todos los que se entregan a ella como hijos. Y es sabido
que cuanto más estos hijos perseveran en esta actitud y avanzan
en la misma, tanto más María les acerca a la « inescrutable
riqueza de Cristo » (Ef 3, 8). E igualmente ellos
reconocen cada vez mejor la dignidad del hombre en toda su
plenitud, y el sentido definitivo de su vocación, porque «
Cristo ... manifiesta plenamente el hombre al propio hombre ».133
Esta dimensión
mariana en la vida cristiana adquiere un acento peculiar
respecto a la mujer y a su condición. En efecto, la feminidad
tiene una relación singular con la Madre del Redentor,
tema que podrá profundizarse en otro lugar. Aquí sólo deseo
poner de relieve que la figura de María de Nazaret proyecta luz
sobre la mujer en cuanto tal por el mismo hecho de que
Dios, en el sublime acontecimiento de la encarnación del Hijo,
se ha entregado al ministerio libre y activo de una mujer. Por
lo tanto, se puede afirmar que la mujer, al mirar a María,
encuentra en ella el secreto para vivir dignamente su feminidad
y para llevar a cabo su verdadera promoción. A la luz de María,
la Iglesia lee en el rostro de la mujer los reflejos de una
belleza, que es espejo de los más altos sentimientos, de que es
capaz el corazón humano: la oblación total del amor, la fuerza
que sabe resistir a los más grandes dolores, la fidelidad sin
límites, la laboriosidad infatigable y la capacidad de conjugar
la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo.
47.
Durante el Concilio Pablo VI proclamó solemnemente que María
es Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de
Dios, tanto de los fieles como de los pastores ».134
Más tarde, el año 1968 en la Profesión de fe, conocida bajo el
nombre de « Credo del pueblo de Dios », ratificó esta afirmación
de forma aún más comprometida con las palabras « Creemos que la
Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia continúa
en el cielo su misión maternal para con los miembros de Cristo,
cooperando al nacimiento y al desarrollo de la vida divina en
las almas de los redimidos ».135
El
magisterio del Concilio ha subrayado que la verdad sobre la
Santísima Virgen, Madre de Cristo, constituye un medio eficaz
para la profundización de la verdad sobre la Iglesia. El mismo
Pablo VI, tomando la palabra en relación con la Constitución
Lumen gentium, recién aprobada por el Concilio, dijo: «
El conocimiento de la verdadera doctrina católica sobre
María será siempre la clave para la exacta comprensión
del misterio de Cristo y de la Iglesia ».136
María está presente en la Iglesia como Madre de Cristo y, a la
vez, como aquella Madre que Cristo, en el misterio de la
redención, ha dado al hombre en la persona del apóstol Juan. Por
consiguiente, María acoge, con su nueva maternidad en el
Espíritu, a todos y a cada uno en la Iglesia, acoge
también a todos y a cada uno por medio de la Iglesia. En
este sentido María, Madre de la Iglesia, es también su modelo.
En efecto, la Iglesia —como desea y pide Pablo VI— « encuentra
en ella (María) la más auténtica forma de la perfecta imitación
de Cristo ».137
Merced
a este vínculo especial, que une a la Madre de Cristo con la
Iglesia, se aclara mejor el misterio de aquella «
mujer » que, desde los primeros capítulos del Libro del
Génesis hasta el Apocalipsis, acompaña la revelación
del designio salvífico de Dios respecto a la humanidad. Pues
María, presente en la Iglesia como Madre del Redentor, participa
maternalmente en aquella « dura batalla contra el poder de las
tinieblas »
138
que se desarrolla a lo largo de toda la historia humana. Y por
esta identificación suya eclesial con la « mujer vestida de sol
» (Ap 12, 1),139
se puede afirmar que « la Iglesia en la Beatísima Virgen ya
llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni
arruga »; por esto, los cristianos, alzando con fe los ojos
hacia María a lo largo de su peregrinación terrena, « aún se
esfuerzan en crecer en la santidad ».140
María, la excelsa hija de Sión, ayuda a todos los hijos —donde y
como quiera que vivan— a encontrar en
Cristo el camino hacia la casa del Padre.
Por consiguiente, la
Iglesia, a lo largo de toda su vida, mantiene con la Madre de
Dios un vínculo que comprende, en el misterio salvífico, el
pasado, el presente y el futuro, y la venera como madre
espiritual de la humanidad y abogada de gracia.
3. EL sentido del Año
Mariano
48.
Precisamente el vínculo especial de la humanidad con esta Madre
me ha movido a proclamar en la Iglesia, en el período que
precede a la conclusión del segundo Milenio del nacimiento de
Cristo, un Año Mariano. Una iniciativa similar tuvo lugar ya en
el pasado, cuando Pío XII proclamó el 1954 como Año Mariano, con
el fin de resaltar la santidad excepcional de la Madre de
Cristo, expresada en los misterios de su Inmaculada Concepción
(definida exactamente un siglo antes) y de su Asunción a los
cielos.141
Ahora, siguiendo la
línea del Concilio Vaticano II, deseo poner de relieve la
especial presencia de la Madre de Dios en el misterio de
Cristo y de su Iglesia. Esta es, en efecto, una dimensión
fundamental que brota de la mariología del Concilio, de cuya
clausura nos separan ya más de veinte años. El Sínodo
extraordinario de los Obispos, que se ha realizado el año 1985,
ha exhortado a todos a seguir fielmente el magisterio y las
indicaciones del Concilio. Se puede decir que en ellos —Concilio
y Sínodo— está contenido lo que el mismo Espíritu Santo desea «
decir a la Iglesia » en la presente fase de la historia.
En
este contexto, el Año Mariano deberá promover también una nueva
y profunda lectura de cuanto el Concilio ha dicho sobre la
Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de
Cristo y de la Iglesia, a la que se refieren las consideraciones
de esta Encíclica. Se trata aquí no sólo de la doctrina de
fe, sino también de la vida de fe y, por tanto, de la
auténtica « espiritualidad mariana », considerada a la luz de la
Tradición y, de modo especial, de la espiritualidad a la que nos
exhorta el Concilio.142
Además, la espiritualidad mariana, a la par de la
devoción correspondiente, encuentra una fuente riquísima en
la experiencia histórica de las personas y de las diversas
comunidades cristianas, que viven entre los distintos pueblos y
naciones de la tierra. A este propósito, me es grato recordar,
entre tantos testigos y maestros de la espiritualidad mariana,
la figura de san Luis María Grignion de Montfort, el cual
proponía a los cristianos la consagración a Cristo por manos de
María, como medio eficaz para vivir fielmente el compromiso del
bautismo.143
Observo complacido cómo en nuestros días no faltan tampoco
nuevas manifestaciones de esta espiritualidad y devoción.
49. Este Año
comenzará en la solemnidad de Pentecostés, el 7 de junio
próximo. Se trata, pues, de recordar no sólo que María « ha
precedido » la entrada de Cristo Señor en la historia de la
humanidad, sino de subrayar además, a la luz de María, que desde
el cumplimiento del misterio de la Encarnación la historia de la
humanidad ha entrado en la « plenitud de los tiempos » y que la
Iglesia es el signo de esta plenitud. Como Pueblo de Dios, la
Iglesia realiza su peregrinación hacia la eternidad mediante la
fe, en medio de todos los pueblos y naciones, desde el día de
Pentecostés. La Madre de Cristo, que estuvo presente en
el comienzo del « tiempo de la Iglesia », cuando a la espera del
Espíritu Santo rezaba asiduamente con los apóstoles y los
discípulos de su Hijo, « precede » constantemente a la Iglesia
en este camino suyo a través de la historia de la
humanidad. María es también la que, precisamente como esclava
del Señor, coopera sin cesar en la obra de la salvación llevada
a cabo por Cristo, su Hijo.
Así, mediante este
Año Mariano, la Iglesia es llamada no sólo a recordar
todo lo que en su pasado testimonia la especial y materna
cooperación de la Madre de Dios en la obra de la salvación en
Cristo Señor, sino además a preparar, por su parte, cara
al futuro las vías de esta cooperación, ya que el final del
segundo Milenio cristiano abre como una nueva perspectiva.
50.
Como ya ha sido recordado, también entre los hermanos separados
muchos honran y celebran a la Madre del Señor, de modo especial
los Orientales. Es una luz mariana proyectada sobre el
ecumenismo. De modo particular, deseo recordar todavía que,
durante el Año Mariano, se celebrará el Milenio del bautismo
de San Vladimiro, Gran Príncipe de Kiev (a. 988), que dio
comienzo al cristianismo en los territorios de la Rus' de
entonces y, a continuación, en otros territorios de Europa
Oriental; y que por este camino, mediante la obra de
evangelización, el cristianismo se extendió también más allá de
Europa, hasta los territorios septentrionales del continente
asiático. Por lo tanto, queremos, especialmente a lo largo de
este Año, unirnos en plegaria con cuantos celebran el Milenio de
este bautismo, ortodoxos y católicos, renovando y confirmando
con el Concilio aquellos sentimientos de gozo y de consolación
porque « los orientales ... corren parejos con nosotros por su
impulso fervoroso y ánimo en el culto de la Virgen Madre de Dios
».144
Aunque experimentamos todavía los dolorosos efectos de la
separación, acaecida algunas décadas más tarde (a. 1054),
podemos decir que ante la Madre de Cristo nos sentimos
verdaderos hermanos y hermanas en el ámbito de aquel pueblo
mesiánico, llamado a ser una única familia de Dios en la tierra,
como anunciaba ya al comienzo del Año Nuevo: « Deseamos
confirmar esta herencia universal de todos los hijos y las hijas
de la tierra ».145
Al
anunciar el año de María, precisaba además que su clausura se
realizará el año próximo en la solemnidad de la Asunción de
la Santísima Virgen a los cielos, para resaltar así « la
señal grandiosa en el cielo », de la que habla el
Apocalipsis. De este modo queremos cumplir también la
exhortación del Concilio, que mira a María como a un « signo de
esperanza segura y de consuelo para el pueblo de Dios
peregrinante ». Esta exhortación la expresa el Concilio con las
siguientes palabras: « Ofrezcan los fieles súplicas insistentes
a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que
estuvo presente en las primeras oraciones de la Iglesia, ahora
también, ensalzada en el cielo sobre todos los bienaventurados y
los ángeles, en la comunión de todos los santos, interceda ante
su Hijo, para que las familias de todos los pueblos, tanto los
que se honran con el nombre cristiano como los que aún ignoran
al Salvador, sean felizmente congregados con paz y concordia en
un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e individua
Trinidad ».146
CONCLUSIÓN
51. Al final de la
cotidiana liturgia de las Horas se eleva, entre otras, esta
invocación de la Iglesia a María: « Salve, Madre soberana del
Redentor, puerta del cielo siempre abierta, estrella del mar;
socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse, tú que
para asombro de la naturaleza has dado el ser humano a tu
Creador ».
« Para
asombro de la naturaleza ». Estas palabras de la antífona
expresan aquel asombro de la fe, que acompaña el misterio
de la maternidad divina de María. Lo acompaña, en cierto
sentido, en el corazón de todo lo creado y, directamente, en el
corazón de todo el Pueblo de Dios, en el corazón de la Iglesia.
Cuán admirablemente lejos ha ido Dios, creador y señor de todas
las cosas, en la « revelación de sí mismo » al hombre.147
Cuán claramente ha superado todos los espacios de la infinita «
distancia » que separa al creador de la criatura. Si en sí mismo
permanece inefable e inescrutable, más aún es inefable
e inescrutable en la realidad de la Encarnación del Verbo,
que se hizo hombre por medio de la Virgen de Nazaret.
Si El ha querido
llamar eternamente al hombre a participar de la naturaleza
divina (cf. 2 P 1, 4), se puede afirmar que ha
predispuesto la « divinización » del hombre según su condición
histórica, de suerte que, después del pecado, está dispuesto a
restablecer con gran precio el designio eterno de su amor
mediante la « humanización » del Hijo, consubstancial a El. Todo
lo creado y, más directamente, el hombre no puede menos de
quedar asombrado ante este don, del que ha llegado a ser
partícipe en el Espíritu Santo: « Porque tanto amó Dios al mundo
que dio a su Hijo único » (Jn 3, 16).
En el centro de este
misterio,
en lo más vivo de este asombro de la fe, se halla María, Madre
soberana del Redentor, que ha sido la primera en experimentar: «
tú que para asombro de la naturaleza has dado el ser humano a tu
Creador ».
52. En las palabras
de esta antífona litúrgica se expresa también la verdad del
« gran cambio », que se ha verificado en el hombre
mediante el misterio de la Encarnación. Es un cambio que
pertenece a toda su historia, desde aquel comienzo que se ha
revelado en los primeros capítulos del Génesis hasta el
término último, en la perspectiva del fin del mundo, del que
Jesús no nos ha revelado « ni el día ni la hora » (Mt 25,
13). Es un cambio incesante y continuo entre el caer y el
levantarse, entre el hombre del pecado y el hombre de la gracia
y de la justicia. La liturgia, especialmente en Adviento, se
coloca en el centro neurálgico de este cambio, y toca su
incesante « hoy y ahora », mientras exclama: « Socorre al pueblo
que sucumbe y lucha por levantarse ».
Estas palabras se
refieren a todo hombre, a las comunidades, a las naciones y a
los pueblos, a las generaciones y a las épocas de la historia
humana, a nuestros días, a estos años del Milenio que está por
concluir: « Socorre, si, socorre al pueblo que sucumbe ».
Esta es la invocación
dirigida a María, « santa Madre del Redentor », es la invocación
dirigida a Cristo, que por medio de María ha entrado en la
historia de la humanidad. Año tras año, la antífona se eleva a
María, evocando el momento en el que se ha realizado este
esencial cambio histórico, que perdura irreversiblemente: el
cambio entre el « caer » y el « levantarse ».
La humanidad ha hecho
admirables descubrimientos y ha alcanzado resultados prodigiosos
en el campo de la ciencia y de la técnica, ha llevado a cabo
grandes obras en la vía del progreso y de la civilización, y en
épocas recientes se diría que ha conseguido acelerar el curso de
la historia. Pero el cambio fundamental, cambio que se puede
definir « original », acompaña siempre el camino del hombre y, a
través de los diversos acontecimientos históricos, acompaña a
todos y a cada uno. Es el cambio entre el « caer » y el «
levantarse », entre la muerte y la vida. Es también un
constante desafío a las conciencias humanas, un desafío a
toda la conciencia histórica del hombre: el desafío a seguir la
vía del « no caer » en los modos siempre antiguos y siempre
nuevos, y del « levantarse », si ha caído.
Mientras con toda la
humanidad se acerca al confín de los dos Milenios, la Iglesia,
por su parte, con toda la comunidad de los creyentes y en unión
con todo hombre de buena voluntad, recoge el gran desafío
contenido en las palabras de la antífona sobre el « pueblo que
sucumbe y lucha por levantarse » y se dirige conjuntamente al
Redentor y a su Madre con la invocación « Socorre ». En efecto,
la Iglesia ve —y lo confirma esta plegaria— a la Bienaventurada
Madre de Dios en el misterio salvífico de Cristo y en su propio
misterio; la ve profundamente arraigada en la historia de la
humanidad, en la eterna vocación del hombre según el designio
providencial que Dios ha predispuesto eternamente para él; la ve
maternalmente presente y partícipe en los múltiples y complejos
problemas que acompañan hoy la vida de los individuos, de las
familias y de las naciones; la ve socorriendo al pueblo
cristiano en la lucha incesante entre el bien y el mal, para que
« no caiga » o, si cae, « se levante ».
Deseo fervientemente
que las reflexiones contenidas en esta Encíclica ayuden también
a la renovación de esta visión en el corazón de todos los
creyentes.
Como Obispo de Roma,
envío a todos, a los que están destinadas las presentes
consideraciones, el beso de la paz, el saludo y la bendición en
nuestro Señor Jesucristo. Así sea.
Dado
en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la
Anunciación del Señor del año 1987, noveno de mi Pontificado.
1
Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 52 y todo el
cap. VIII, titulado « La bienaventurada Virgen María, Madre de
Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia ».
2
La expresión « plenitud de los tiempos » (pléroma tou jrónou) es
paralela a locuciones afines del judaísmo tanto bíblico (cf. Gn
29, 2l, 1 S 7, 12; Tb l4, 5) como extrabíblico, y sobre todo del
N.T. (cf. Mc 1, l5; Lc 21, 24; Jn 7, 8; Ef l, 10). Desde el
punto de vista formal, esta expresión indica no sólo la
conclusión de un proceso cronológico, sino sobre todo la madurez
o el cumplimiento de un período particularmente importante,
porque está orientado hacia la actuación de una espera, que
adquiere, por tanto, una dimensión escatológica. Según Ga 4, 4 y
su contexto, es el acontecimiento del Hijo de Dios quien revela
que el tiempo ha colmado, por asi decir, la medida; o sea, el
período indicado por la promesa hecha a Abraham, así como por la
ley interpuesta por Moisés, ha alcanzado su culmen, en el
sentido de que Cristo cumple la promesa divina y supera la
antigua ley.
3
Cf. Misal Romano, Prefacio del 8 de diciembre, en la Inmaculada
Concepión de Santa María Virgen; S. Ambrosio, De Institutione
Virginis, V, 93-94; PL 16, 342; Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 68.
4
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 58.
5
Pablo VI, Carta Enc. Christi Matri (15 de septiembre de 1966):
AAS 58 (1966) 745–749; Exhort. Apost. Signum magnum (13 de mayo
de 1967): AAS 59 (1967) 465-475; Exhort. Apost. Marialis cultus
(2 de febrero de 1974): AAS 66 (1974) 113-168.
6
El Antiguo Testamento ha anunciado de muchas maneras el misterio
de María: cf. S. Juan Damasceno, Hom. in Dormitionem I, 8-9: S.
Ch. 80, 103-107.
7
Cf. Enseñanzas, VI/2 (1983), 225 s., Pío IX, Carta Apost.
Ineffabilis Deus (8 de diciembre de 1854): Pii IX P. M. Acta ,
pars I, 597-599.
8
Cf. Const. past. sobre la
Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 22.
9
Conc. Ecum. Ephes.: Conciliorum Oecumenicorum Decreto, Bologna
1973 (3), 41-44; 59-61 (DS 250-264), cf. Conc. Ecum. Calcedon.:
o.c., 84-87 (DS 300-303).
10
Conc. Ecum. Vat II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 22.
11
Const dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 52.
12
Cf. ibid., 58.
13
Ibid., 63; cf. S. Ambrosio, Expos. Evang. sec. Luc., II, 7:CSEL,
32/4, 45; De Institutione Virginis, XIV, 88-89: PL 16, 341.
14
Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 64.
15
Ibid., 65.
16
« Elimina este astro del sol que ilumina el mundo y ¿dónde va el
día? Elimina a María, esta estrella del mar, sí, del mar grande
e inmenso ¿qué permanece sino una vasta niebla y la sombra de
muerte y densas nieblas?: S. Bernardo, In Nativitate B. Mariae
Sermo-De aquaeductu, 6: S. Bernardi Opera, V, 1968, 279; cf. In
laudibus Virginis Matris Homilia II, 17: Ed. cit., IV, 1966, 34
s.
17
Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 63.
18
Ibid., 63.
19
Sobre la predestinación de Maria, cf. S. Juan Damasceno, Hom. in
Nativitatem, 7; 10: S. Ch. 80, 65; 73; Hom. in Dormitionem I, 3:
S. Ch. 80, 85: « Es ella, en efecto, que, elegida desde las
generaciones antiguas, en virtud de la predestinación y de la
benevolencia del Dios y Padre que te ha engendrado a ti (oh
Verbo de Dios) fuera del tiempo sin salir de sí mismo y sin
alteración alguna, es ella que te ha dado a luz, alimentado con
su carne, en los últimos tiempos ... ».
20
Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 55.
21
Sobre esta expresión hay en la tradición patrística una
interpretación amplia y variada: cf. Orígenes, In Lucam
homiliae, VI, 7: S. Ch. 87, 148; Severiano De Gabala, In mundi
creationem, Oratio VI, 10: PG 56, 497 s.; S. Juan Crisóstomo
(pseudo), In Annuntiationem Deiparae et contra Arium impium, PG
62, 765 s.; Basilio De Seleucia, Oratio 39, In Sanctissimaé
Deiparae Annuntiationem, 5: PG 85, 441-446; Antipatro De Ostra,
Hom. II, In Sanctissimae Deiparae Annuntiationem, 3-11: PG,
1777-1783; S. Sofronio de Jerusalén, Oratio II, In Sanctissimae
Deiparae Annnuntiationem, 17-19: PG 87/3, 3235-3240; S. Juan
Damasceno, Hom. in Dormitionem, I, 7: S. Ch. 80, 96-101; S.
Jerónimo, Epistola 65, 9: PL 22, 628; S. Ambrosio, Expos. Evang.
sec. Lucam, II, 9: CSEL 34/4, 45 s.; S. Agustín, Sermo 291, 4-6:
PL 38, 1318 s.; Enchiridion, 36, 11: PL 40, 250; S. Pedro
Crisólogo, Sermo 142: PL 52, 579 s.; Sermo 143: PL 52, 583; S.
Fulgencio De Ruspe, Epistola 17, VI, 12: PL 65, 458; S.
Bernardo, In laudibus Virginis Matris, Homilía III , 2-3: S.
Bernardi Opera, IV, 1966, 36-38.
22
Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 55.
23
ibid., 53.
24
Cf. Pío IX, Carta Apost. Ineffabilis Deus (8 de diciembre de
1856): Pii IX P. M. Acta, pars I, 616; Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm. sobre la Iglesía Lumen gentium, 53.
25
Cf. S. Germán. Cost., In Anntiationem SS. Deiparae Hom.: PG 98,
327 s.; S. Andrés Cret., Canon in B. Mariae Natalem, 4: PG 97,
1321 s.; In Nativitatem B. Mariae, I: PG 97, 811 s.; Hom. in
Dormitionem S. Mariae 1: PG 97, 1067 s.
26
Liturgia de las Horas, del 15 de Agosto, en la Asunción de la
Bienaventurada Virgen María, Himno de las I y II Vísperas; S.
Pedro Damián, Carmina et preces, XLVII: PL 145, 934.
27
Divina Comedia, Paraíso XXXIII, 1; cf. Liturgia de las Horas,
Memoria de Santa María en sábado, Himno II en el Officio de
Lectura.
28
Cf. S. Agustín, De Sancta Virginitate, III, 3: PL 40, 398; Sermo
25, 7: PL 16, 937 s.
29
Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 5.
30
Este es un tema clásico, ya expuesto por S. Ireneo: « Y como por
obra de la virgen desobediente el hombre fue herido y,
precipitado, murió, así también por obra de la Virgen obediente
a la palabra de Dios, el hombre regenerado recibió, por medio de
la vida, la vida ... Ya que era conveniente y justo ... que Eva
fuera « recapitulada » en María, con el fin de que la Virgen,
convertida en abogada de la virgen, disolviera y destruyera la
desobediencia virginal por obra de la obediencia virginal »;
Expositio doctrinae apostolicae, 33: S. Ch. 62, 83-86; cf.
también Adversus Haereses, V, 19, 1: S. Ch. 153, 248-250.
31
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación Dei
Verbum, 5.
32
Ibid., 5; cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium , 56.
33
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 56.
34
Ibid., 56.
35
Cf. ibid., 53; S. Agustín, De Sancta Virginitate, III, 3: PL 40,
398; Sermo 215, 4: PL 38, 1074; Sermo 196, I: PL 38, 1019; De
peccatorum meritis et remissione, I, 29, 57: PL 44, 142; Sermo
25, 7: PL 46, 937 s.; S. León Magno, Tractatus 21; De natale
Domini, I: CCL 138, 86.
36
Cf. Subida del Monte Carmelo, L. II, cap. 3, 4-6.
37
Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 58.
38
Ibid., 58.
39
Cf. Conc. Ecum. Vat.
II,
Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 5.
40
Sobre la participación o « compasión » de María en la muerte de
Cristo, cf. S. Bernardo, In Dominica infra octavam Assumptionis
Sermo, 14: S. Bernardi Opera, V, 1968, 273.
41
S. Ireneo, Adversus Haereses, III, 22, 4: S. Ch. 211, 438-444;
cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 56, nota 6.
42
Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 56 y los Padres
citados en las notas 8 y 9.
43
« Cristo es verdad, Cristo es carne, Cristo verdad en la mente
de María, Cristo carne en el seno de María »: S. Agustín, Sermo
25 (Sermones inediti), 7: PL 46, 938.
44
Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 60.
45
Ibid., 61.
46
Ibid., 62.
47
Es conocido lo que escribe Orígenes sobre la presencia de María
y de Juan en el Calvario: « Los Evangelios son las primicias de
toda la Escritura, y el Evangelio de Juan es el primero de los
Evangelios; ninguno puede percibir el significado si antes no ha
posado la cabeza sobre el pecho de Jesús y no ha recibido de
Jesús a María como Madre »: Comm. in Ioan., 1, 6: PG 14, 31; cf.
S. Ambrosio, Expos. Evang. sec. Luc., X, 129-131: CSEL, 32/4,
504 s.
48
Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 54 y 53; este
último texto conciliar cita a S. Agustín, De Sancta
Virgintitate, VI, 6: PL 40, 399.
49
Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 55.
50
Cf. S. León Magno, Tractatus 26, de natale Domini, 2: CCL 138,
126.
51
Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 59.
52
S. Agustín, De Civitate Dei, XVIII, 51: CCL 48, 650.
53
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 8.
54
Ibid., 9.
55
Ibid., 9.
56
Ibid., 8.
57
Ibid., 9.
58
Ibid., 65.
59
Ibid., 59.
60
Cf. Conc. Ecum. Vat.
II,
Const. dogm. sobre la divina revelacion Dei Verbum,5.
61
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 63.
62
Cf. ibid., 9.
63
Cf. ibid., 65.
64
Ibid., 65.
65
Ibid., 65.
66
Cf. ibid., 13.
67
Cf. ibid., 13.
68
Cf. ibid., 13.
69
Cfr. Misal Romano, fórmula de la consagración del cáliz en las
Plegarias Eucarísticas.
70
Conc. Ecum. Vat. II. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 1.
71
Ibid., 13.
72
Ibid., 15.
73
Cf. Conc. Ecum. Vat.
II,
Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 1.
74
Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 68, 69. Sobre la
Santísima Virgen María, promotora de la unidad de los cristianos
y sobre el culto de María en Oriente, cf. León XIII, Carta Enc.
Adiutricem populi (5 de septiembre de 1895): Acta Leonis, XV,
300-312.
75
Cf. Conc Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis
redintegratio, 20.
76
Ibid., 19.
77
Ibid., 14.
78
Ibid., 15.
79
Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm., sobre la Iglesia Lumen
gentium, 66.
80
Conc. Ecum. Calced., Definitio fidei: Conciliorum Oecumenicorum
Decreta, Bologna 1973 (3), 86 (DS 301)
81
Cf. el Weddâsê Mâryâm (Alabanzas de María), que está a
continuación del Salterio etíope y contiene himnos y plegarias a
María para cada día de la semana. Cf. también el Matshafa Kidâna
Mehrat (Libro del Pacto de Misericordia); es de destacar la
importancia reservada a María en los Himnos así como en la
liturgia etíope.
82
Cf. S. Efrén, Hymn. de Nativitate: Scriptores Syri, 82: CSCO,
186.
83
Cf.. S. Gregorio De Narek, Le livre des prières: S. Ch. 78,
160-163; 428-432.
84
Conc. Ecum. Niceno II: Conciliorum Oecumenicorum Decreta,
Bologna 1973 (3), 135-138 (DS 600-609).
85
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 59.
86
Cf Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis
redintegratio, 19.
87
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 8.
88
Ibid., 9.
89
Como es sabido, las palabras del Magníficat contienen o evocan
numerosos pasajes del Antiguo Testamento.
90
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación Dei
Verbum, 2.
91
Cf. por ejemplo S. Justino, Dialogus cum Tryphone Iudaeo, 100:
Otto II, 358; S. Ireneo, Adversus Haereses III, 22, 4: S. Ch.
211, 439-449; Tertuliano, De carne Christi, 17, 4-6: CCL 2, 904
s.
92
Cf. S. Epifanio, Panarion, III, 2;Haer. 78, 18: PG 42, 727-730
93
Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre
Libertad cristiana y liberación (22 de marzo de 1986), 97.
94
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 60.
95
Ibid., 60.
96
Cf. Ia fómula de mediadora « ad Mediatorem » de S. Bernardo, In
Dominica infra oct. Assumptionis Sermo, 2: S. Bernardi Opera, V,
1968, 263. María como puro espejo remite al Hijo toda gloria y
honor que recibe: Id., In Nativitate B. Mariae Sermo-De
aquaeductu, 12: ed. cit. , 283.
97
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 62.
98
Ibid., 62.
99
Ibid., 61.
100
Ibid., 62.
101
Ibid., 61
102
Ibid., 61
103
Ibid., 62.
104
Ibid., 62.
105
Ibid., 62; también en su oración la Iglesia reconoce y celebra
la « función materna » de María, función « de intercesión y
perdón, de impetración y gracia, de reconciliación y paz » (cf.
prefacio de la Misa de la Bienaventurada Virgen María, Madre y
Mediadora de gracia, en Collectio Missarum de Beata Maria
Virgine, ed. typ. 1987, I, 120.
106
Ibid., 62.
107
Ibid., 62; S. Juan Damasceno, Hom. in Dormitionem, I, 11; II, 2,
14: S. Ch. 80, 111 s.; 127-131; 157-161; 181-185; S. Bernardo,
In Assumptione Beatae Mariae Sermo, 1-2: S Bernardi Opera, V,
1968, 228-238.
108
Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 59; cf. Pío XII,
Const. Apost. Munificentissimus Deus (1 de noviembre de 1950):
AAS 42 (1950) 769-771; S. Bernardo presenta a María inmersa en
el esplendor de la gloria del Hijo: In Dominica infra oct.
Assumptionis Sermo, 3: S. Bernardi Opera, V, 1968, 263 s.
109
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 53.
110
Sobre este aspecto particular de la mediación de María como
impetradora de clemencia ante el Hijo Juez, cf. S. Bernardo, In
Dominica infra oct. Assumptionis Sermo, 1-2: S. Bernardi Opera,
V, 1968, 262 s.; León XIII, Cart. Enc. Octobri mense (22 de
septiembre de 1891): Acta Leonis, XI, 299-315.
111
Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 55.
112
Ibid., 59.
113
Ibid., 36.
114
Ibid., 36.
115
A propósito de María Reina, cf. S. Juan Damasceno, Hom. in
Nativitatem, 6, 12; Hom. in Dormitionem, I, 2, 12, 14; II, 11;
III, 4: S. Ch. 80, 59 s.; 77 s.; 83 s.; 113 s.; 117; 151 s.;
189-193.
116
Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la Iglesia Lumen gentium, 62
117
Ibid., 63.
118
Ibid., 63.
119
Ibid., 66.
120
Cf. S. Ambrosio, De Institutione Virginis, XIV, 88-89: PL 16,
341; S. Agustín, Sermo 215, 4: PL 38, 1074; De Sancta
Virginitate, II, 2; V, 5; VI, 6: PL 40, 397; 398 s.; 399; Sermo
191, II, 3: PL 38, 1010 s.
121
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
Gentium, 63.
122
Ibid., 64.
123
Ibid., 64.
124
Ibid., 64.
125
Ibid., 64.
126
Cf. Conc.
Ecum.
Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 8;
S. Buenaventura, Comment. in Evang. Lucae, Ad Claras Aquas, VII,
53, n. 40; 68, n. 109.
127
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 64.
128
Ibid., 63.
129
Ibid., 63.
130
Como es bien sabido, en el texto griego la expresión «eis ta
ídia» supera el límite de una acogida de María por parte del
discípulo, en el sentido del mero alojamiento material y de la
hospitalidad en su casa; quiere indicar más bien una comunión de
vida que se establece entre los dos en base a las palabras de
Cristo agonizante. Cf. S. Agustín, In Ioan. Evang. tract. 119,
3: CCL 36, 659: « La tomó consigo, no en sus heredades, porque
no poseía nada propio, sino entre sus obligaciones que atendía
con premura ».
131
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 62.
132
Ibid., 63.
133
Conc. Ecum. Vat II, Const past. sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et Spes, 22.
134
Cf. Pablo VI, Discurso del 21 de noviembre de 1964: AAS 56
(1964) 1015.
135
Pablo VI, Solemne Profesión de Fe (30 de junio de 1968), 15: AAS
60 (1968) 438 s.
136
Pablo VI, Discurso del 21 de noviembre de 1964: AAS 56 (1964)
1015.
137
Ibid., 1016.
138
Cf. Conc. Ecum. Vat.
II,
Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et
spes, 37.
139
Cf. S. Bernardo, In Dominica infra oct. Assumptionis Sermo: S.
Bernardi Opera, V, 1968, 262-274.
140
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 65.
141
Cf. Cart. Enc. Fulgens corona (8 de septiembre de 1953): AAS 45
(1953) 577-592. Pío X con la Cart. Enc. Ad diem illum (2 de
febrero de 1904), con ocasión del 50 aniversario de la
definición dogmática de la Inmaculada Concepción de la
Bienaventurada Virgen María, había proclamado un Jubileo
extraordinario de algunos meses de duración: Pii X P. M. Acta,
I, 147-166.
142
Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 66-67.
143
Cf. S. Luis María Grignion de Montfort, Traité de la vraie
dévotion á la sainte Vierge. Junto a este Santo se puede colocar
también la figura de S. Alfonso María de Ligorio, cuyo segundo
contenario de su muerte se conmemora este año: cf. entre sus
obras, Las glorias de María.
144
Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium , 69.
145
Homilía del 1 de enero de 1987.
146
Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium, 69.
147
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación
Dei Verbum, 2: « Por esta revelación Dios invisible habla a los
hombres como amigo, movido por su gran amor y mora con ellos
para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su
compañía ».
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