1. La ciencia del
amor divino, que
el Padre de las misericordias derrama por Jesucristo en el
Espíritu Santo, es un don, concedido a los pequeños y a los
humildes, para que conozcan y proclamen los secretos del
Reino, ocultos a los sabios e inteligentes: por esto Jesús
se llenó de gozo en el Espíritu Santo, y bendijo al Padre,
que así lo había establecido (cf. Lc 10, 21-22; Mt
11, 25-26).
También se alegra la Madre Iglesia
al constatar que, en el decurso de la historia, el Señor
sigue revelándose a los pequeños y a los humildes,
capacitando a sus elegidos, por medio del Espíritu que «todo
lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (1 Co 2,
10), para hablar de las cosas «que Dios nos ha otorgado
(...), no con palabras aprendidas de sabiduría humana, sino
aprendidas del Espíritu, expresando realidades espirituales»
(1 Co 2, 12. 13). De este modo el Espíritu Santo guía
a la Iglesia hacia la verdad plena, la dota de diversos
dones, la embellece con sus frutos, la rejuvenece con la
fuerza del Evangelio y la hace capaz de escrutar los signos
de los tiempos, para responder cada vez mejor a la voluntad
de Dios (cf. Lumen gentium, 4 y 12; Gaudium et
spes, 4).
Entre los pequeños, a los que han
sido revelados de manera muy especial los secretos del Reino,
resplandece Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, monja
profesa de la orden de los Carmelitas Descalzos, de la que
este año se celebra el centenario de su ingreso en la patria
celestial.
Durante su vida, Teresa descubrió «luces
nuevas, significados ocultos y misteriosos» (Ms A 83
v) y recibió del Maestro divino la «ciencia del amor», que
luego manifestó con particular originalidad en sus escritos
(cf. Ms B 1 r). Esa ciencia es la expresión luminosa
de su conocimiento del misterio del Reino y de su
experiencia personal de la gracia. Se puede considerar como
un carisma particular de sabiduría evangélica que Teresa,
como otros santos y maestros de la fe, recibió en la oración
(cf. Ms C 36 r).
2. La acogida del ejemplo de su
vida y de su doctrina evangélica ha sido rápida, universal y
constante en nuestro siglo. Casi a imitación de su precoz
maduración espiritual, su santidad fue reconocida por la
Iglesia en el espacio de pocos años. En efecto, el 10 de
junio de 1914 Pío X firmó el decreto de incoación de la
causa de beatificación; el 14 de agosto de 1921 Benedicto XV
declaró la heroicidad de las virtudes de la sierva de Dios,
pronunciando en esa ocasión un discurso sobre el camino de
la infancia espiritual; y Pío XI la proclamó beata el 29 de
abril de 1923. Un poco más tarde, el 17 de mayo de 1925, el
mismo Papa, ante una inmensa multitud, la canonizó en la
basílica de San Pedro, poniendo de relieve el esplendor de
sus virtudes, así como la originalidad de su doctrina, y dos
años después, el 14 de diciembre de 1927, acogiendo la
petición de muchos obispos misioneros, la proclamó, junto
con san Francisco Javier, patrona de las misiones.
A partir de esos reconocimientos,
la irradiación espiritual de Teresa del Niño Jesús ha
aumentado en la Iglesia y se ha difundido por todo el mundo.
Muchos institutos de vida consagrada y movimientos
eclesiales, especialmente en las Iglesias jóvenes, la han
elegido como patrona y maestra, inspirándose en su doctrina
espiritual. Su mensaje, a menudo sintetizado en el así
llamado «caminito», que no es más que el camino evangélico
de la santidad para todos, ha sido objeto de estudio por
parte de teólogos y autores de espiritualidad. Se han
construido y dedicado al Señor, bajo el patrocinio de la
santa de Lisieux, catedrales, basílicas, santuarios e
iglesias en todo el mundo. La Iglesia católica en sus
diversos ritos, tanto de Oriente como de Occidente, celebra
su culto.
Numerosos fieles han podido
experimentar el poder de su intercesión. Muchos, llamados al
ministerio sacerdotal o a la vida consagrada, especialmente
en las misiones y en la vida contemplativa, atribuyen la
gracia divina de la vocación a su intercesión y a su
ejemplo.
3. Los pastores de la Iglesia,
comenzando por mis predecesores los Sumos Pontífices de este
siglo, que propusieron su santidad como ejemplo para todos,
también han puesto de relieve que Teresa es maestra de vida
espiritual con una doctrina sencilla y, a la vez, profunda
que ella tomó de los manantiales del Evangelio bajo la guía
del Maestro divino y luego comunicó a sus hermanos y
hermanas en la Iglesia con amplísima eficacia (cf. Ms B
2 v - 3 r).
Esta doctrina espiritual nos ha
sido transmitida sobre todo en su autobiografía que, tomada
de los tres manuscritos redactados por ella en los últimos
años de su vida y publicada un año después de su muerte con
el título: Historia de un alma (Lisieux 1898), ha
despertado extraordinario interés hasta nuestros días. Esta
autobiografía, traducida, al igual que sus demás escritos, a
cerca de cincuenta lenguas, ha dado a conocer a Teresa en
todas las regiones del mundo, incluso fuera de la Iglesia
católica. A un siglo de distancia de su muerte, Teresa del
Niño Jesús sigue siendo considerada una de las grandes
maestras de vida espiritual de nuestro tiempo.
4. No es sorprendente, por tanto,
que hayan llegado a la Sede apostólica muchas peticiones
para que se le conceda el título de Doctora de la Iglesia
universal.
Desde hace algunos años, y
especialmente al acercarse la alegre celebración del primer
centenario de su muerte, esas peticiones han llegado cada
vez en mayor número, incluso de parte de Conferencias
episcopales. Además, se han realizado congresos de estudio y
abundan las publicaciones que ponen de relieve el hecho de
que Teresa del Niño Jesús posee una sabiduría extraordinaria
y, con su doctrina, ayuda a muchos hombres y mujeres de
cualquier condición a conocer y amar a Jesucristo y su
Evangelio.
A la luz de estos datos, decidí
encargar un atento estudio para saber si la santa de Lisieux
cumplía los requisitos para poder ser declarada Doctora de
la Iglesia universal.
5. En este marco, me complace
recordar brevemente algunos momentos de la vida de Teresa
del Niño Jesús. Nace en Alençon (Francia) el 2 de enero de
1873. Es bautizada dos días más tarde en la iglesia de Notre
Dame, recibiendo los nombres de María Francisca Teresa. Sus
padres son Louis Martín y Zélie Guérin, cuyas virtudes
heroicas he reconocido recientemente. Después de la muerte
de su madre, que acontece el 28 de agosto de 1877, Teresa se
traslada con toda la familia a la ciudad de Lisieux donde,
rodeada del afecto de su padre y sus hermanas, recibe una
formación exigente y, a la vez, llena de ternura.
Hacia fines de 1879 recibe por
primera vez el sacramento de la penitencia. En el día de
Pentecostés de 1883 recibe la gracia singular de curar de
una grave enfermedad, por intercesión de Nuestra Señora de
las Victorias. Educada por las benedictinas de Lisieux,
recibe la primera comunión el 8 de mayo de 1884, después de
una intensa preparación, coronada por una singular
experiencia de la gracia de la unión íntima con Jesús. Pocas
semanas más tarde, el 14 de junio del mismo año, recibe el
sacramento de la confirmación, con viva conciencia de lo que
implica el don del Espíritu Santo en la participación
personal en la gracia de Pentecostés. En la Navidad de 1886
vive una experiencia espiritual muy profunda, que describe
como una «conversión total». Gracias a ella, supera la
fragilidad emotiva derivada de la pérdida de su madre e
inicia «una carrera acelerada» por el camino de la
perfección (cf. Ms A 44 v - 45 v).
Teresa desea abrazar la vida
contemplativa, como sus hermanas Paulina y María, en el
Carmelo de Lisieux, pero se lo impide su corta edad. Con
ocasión de una peregrinación a Italia, después de visitar la
santa Casa de Loreto y los lugares de la ciudad eterna, en
la audiencia que el Papa concede a los fieles de la diócesis
de Lisieux, el 20 de noviembre de 1887, con filial audacia
pide a León XIII el permiso para entrar en el Carmelo a la
edad de 15 años.
El 9 de abril de 1888 entra en el
Carmelo de Lisieux, donde recibe el hábito de la orden de la
Virgen el 10 de enero del año siguiente, y emite su
profesión religiosa el 8 de septiembre de 1890, fiesta de la
Natividad de la Virgen María. En el Carmelo emprende el
camino de la perfección trazado por la madre fundadora,
Teresa de Jesús, con auténtico fervor y fidelidad,
cumpliendo los diversos oficios comunitarios que se le
confían. Iluminada por la palabra de Dios y probada de modo
particular por la enfermedad de su amadísimo padre, Louis
Martín, que muere el 29 de julio de 1894, Teresa se encamina
hacia la santidad, insistiendo en la centralidad del amor.
Descubre y comunica a las novicias encomendadas a su cuidado
el caminito de la infancia espiritual, progresando en el
cual ella penetra cada vez más en el misterio de la Iglesia
y, atraída por el amor de Cristo, siente crecer en sí misma
la vocación apostólica y misionera, que la impulsa a llevar
a todos hacia el encuentro con el Esposo divino.
El 9 de junio de 1895, en la fiesta
de la Santísima Trinidad, se ofrece como víctima de
holocausto al amor misericordioso de Dios. El 3 de abril del
año siguiente, en la noche entre el Jueves y el Viernes
santo, tiene una primera manifestación de la enfermedad que
la llevará a la muerte. Teresa la acoge como la misteriosa
visita del Esposo divino. Al mismo tiempo, entra en la
prueba de la fe, que durará hasta su muerte. Al empeorar su
salud, a partir del 8 de julio de 1897, es trasladada a la
enfermería. Sus hermanas y otras religiosas recogen sus
palabras, mientras los dolores y las pruebas, sufridos con
paciencia, se intensifican hasta culminar con la muerte, en
la tarde del 30 de septiembre de 1897. «Yo no muero; entro
en la vida», había escrito a uno de sus hermanos
espirituales, don Bellière (Carta 244). Sus últimas
palabras: «Dios mío, te amo», son el sello de su existencia.
6. Teresa del Niño Jesús nos ha
legado escritos que, con razón, le han merecido el título de
maestra de vida espiritual. Su obra principal es el relato
de su vida en los tres Manuscritos autobiográficos (A,
B y C), publicados inicialmente con el título,
que pronto se hizo célebre, de Historia de un alma.
En el Manuscrito A,
redactado a petición de la hermana Inés de Jesús, entonces
priora del monasterio, y entregado a ella el 21 de enero de
1896, Teresa describe las etapas de su experiencia
religiosa: su infancia, especialmente el acontecimiento de
su primera comunión y de la confirmación, y su adolescencia,
hasta el ingreso en el Carmelo y su primera profesión.
El Manuscrito B, redactado
durante el retiro espiritual de ese mismo año, a petición de
su hermana María del Sagrado Corazón, contiene algunas de
las páginas más hermosas, conocidas y citadas de la santa de
Lisieux. En ellas se manifiesta la plena madurez de la
santa, que habla de su vocación en la Iglesia, Esposa de
Cristo y Madre de las almas.
El Manuscrito C, redactado
en el mes de junio y en los primeros días de julio de 1897,
pocos meses antes de su muerte, y dedicado a la priora María
de Gonzaga, que se lo había pedido, completa los recuerdos
del Manuscrito A sobre su vida en el Carmelo. Estas
páginas revelan la sabiduría sobrenatural de la autora.
Teresa narra algunas experiencias elevadísimas de este
período final de su vida. Dedica páginas conmovedoras a la
prueba de la fe: una gracia de purificación que la sumerge
en una larga y dolorosa noche oscura, iluminada por su
confianza en el amor misericordioso y paternal de Dios. Una
vez más, y sin repetirse, Teresa hace brillar la
resplandeciente luz del Evangelio. Aquí encontramos las
páginas más hermosas, dedicadas al abandono confiado en las
manos de Dios, a la unidad entre el amor a Dios y el amor al
prójimo, y a su vocación misionera en la Iglesia.
Teresa, en estos tres manuscritos
diversos, que coinciden en una unidad temática y en una
progresiva descripción de su vida y de su camino espiritual,
nos ha entregado una original autobiografía, que es la
historia de su alma. En ella se pone claramente de
manifiesto que en su existencia Dios ofrece al mundo un
mensaje preciso, al señalar un camino evangélico, el
«caminito», que todos pueden recorrer, porque todos están
llamados a la santidad.
En sus 266 Cartas que
conservamos, dirigidas a familiares, a religiosas y a los
«hermanos» misioneros, Teresa comunica su sabiduría,
desarrollando una doctrina que constituye de hecho un
profundo ejercicio de dirección espiritual de almas.
Forman parte de sus escritos
también 54 Poesías, algunas de las cuales entrañan
gran profundidad teológica y espiritual, inspiradas en la
sagrada Escritura. Entre ellas merecen especial mención
«Vivir de amor» (Poesías, 17) y «Por qué te amo,
María» (Poesías, 54), síntesis original del camino de
la Virgen María según el Evangelio. A esta producción hay
que añadir 8 Recreaciones piadosas: composiciones
poéticas y teatrales, ideadas y representadas por la Santa
para su comunidad con ocasión de algunas fiestas, según la
tradición del Carmelo. Entre los demás escritos, conviene
recordar una serie de 21 Oraciones y la colección de
sus palabras pronunciadas durante los últimos meses de vida.
Esas palabras, de las que se conservan varias redacciones,
son conocidas como Novissima verba o Últimas
conversaciones.
7. El análisis esmerado de los
escritos de santa Teresa del Niño Jesús, y la resonancia que
han tenido en la Iglesia, permiten descubrir los aspectos
principales de la «doctrina eminente», que constituye el
elemento fundamental en el que se basa la atribución del
título de Doctora de la Iglesia.
Ante todo, se constata la
existencia de un particular carisma de sabiduría. En
efecto, esta joven carmelita, sin una especial preparación
teológica, pero iluminada por la luz del Evangelio, se
siente instruida por el Maestro divino que, como ella dice,
es «el Doctor de los doctores» (Ms A 83 v), el cual
le comunica las «enseñanzas divinas» (Ms B 1 r).
Siente que en ella se han cumplido las palabras de la
Escritura: «El que sea sencillo, venga a mí...; al pequeño
se le concede la misericordia» (Ms B 1 v; cf. Pr
9, 4; Sb 6, 6) y sabe que ha sido instruida en la
ciencia del amor, oculta a los sabios y a los inteligentes,
que el Maestro divino se ha dignado revelarle a ella, como a
los pequeños (cf. Ms A 49 r; Lc 10, 21-22).
Pío XI, que consideró a Teresa de
Lisieux como «estrella de su pontificado», no dudó en
afirmar en la homilía del día de su canonización, el 17 de
mayo del año 1925: «El Espíritu de la verdad le abrió y
manifestó las verdades que suele ocultar a los sabios e
inteligentes y revelar a los pequeños, pues ella, como
atestigua nuestro inmediato predecesor, destacó tanto en la
ciencia de las cosas sobrenaturales, que señaló a los demás
el camino cierto de la salvación» (AAS 17 [1925] p.
213).
Su enseñanza no sólo es acorde con
la Escritura y la fe católica, sino que también resalta por
la profundidad y la síntesis sapiencial lograda. Su
doctrina es, a la vez, una profesión de la fe de la Iglesia,
una experiencia del misterio cristiano y un camino hacia la
santidad. Teresa ofrece una síntesis madura de la
espiritualidad cristiana: une la teología y la vida
espiritual, se expresa con vigor y autoridad, con gran
capacidad de persuasión y de comunicación, como lo demuestra
la aceptación y la difusión de su mensaje en el pueblo de
Dios.
La enseñanza de Teresa manifiesta
con coherencia y une en un conjunto armonioso los dogmas de
la fe cristiana como doctrina de verdad y experiencia de
vida. A este respecto, no conviene olvidar que, como enseña
el concilio Vaticano II, la inteligencia del depósito de la
fe transmitido por los Apóstoles progresa en la Iglesia bajo
la asistencia del Espíritu Santo: «Crece la comprensión de
las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles
las contemplan y estudian repasándolas en su corazón (cf.
Lc 2, 19 y 51), y cuando comprenden internamente los
misterios que viven, cuando las proclaman los obispos,
sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad» (Dei
Verbum, 8).
Tal vez en los escritos de Teresa
de Lisieux no encontramos, como en otros Doctores, una
presentación científicamente elaborada de las cosas de Dios,
pero en ellos podemos descubrir un testimonio iluminado de
la fe que, mientras acoge con amor confiado la
condescendencia misericordiosa de Dios y la salvación en
Cristo, revela el misterio y la santidad de la Iglesia.
Así pues, con razón se puede
reconocer en la santa de Lisieux el carisma de Doctora de la
Iglesia, tanto por el don del Espíritu Santo, que recibió
para vivir y expresar su experiencia de fe, como por su
particular inteligencia del misterio de Cristo. En ella
confluyen los dones de la ley nueva, es decir, la gracia del
Espíritu Santo, que se manifiesta en la fe viva que actúa
por medio de la caridad (cf. santo Tomás de Aquino, Summa
Theol. I-II, q. 106, art. 1; q. 108, art. 1).
Podemos aplicar a Teresa de Lisieux
lo que dijo mi predecesor Pablo VI de otra joven santa,
Doctora de la Iglesia, Catalina de Siena: «Lo que más
impresiona en esta santa es la sabiduría infusa, es decir,
la lúcida, profunda y arrebatadora asimilación de las
verdades divinas y de los misterios de la fe (...): una
asimilación favorecida, ciertamente, por dotes naturales
singularísimas, pero evidentemente prodigiosa, debida a un
carisma de sabiduría del Espíritu Santo» (AAS 62
[1970] p. 675).
8. Con su peculiar doctrina y su
estilo inconfundible, Teresa se presenta como una
auténtica maestra de la fe y de la vida cristiana. Por
sus escritos, al igual que por las afirmaciones de los
Santos Padres, pasa la vivificante linfa de la tradición
católica, cuyas riquezas, como atestigua también el concilio
Vaticano II, «van pasando a la práctica y a la vida de la
Iglesia que cree y ora» (Dei Verbum, 8).
La doctrina de Teresa de Lisieux,
si se analiza en su género literario, correspondiente a su
educación y a su cultura, y si se estudia a la luz de las
particulares circunstancias de su época, coincide de modo
providencial con la más genuina tradición de la Iglesia,
tanto por la profesión de la fe católica como por la
promoción de la más auténtica vida espiritual, propuesta a
todos los fieles con un lenguaje vivo y accesible.
Ella ha hecho resplandecer en
nuestro tiempo el atractivo del Evangelio; ha cumplido la
misión de hacer conocer y amar a la Iglesia, Cuerpo místico
de Cristo; ha ayudado a curar las almas de los rigores y de
los temores de la doctrina jansenista, más propensa a
subrayar la justicia de Dios que su divina misericordia. Ha
contemplado y adorado en la misericordia de Dios todas las
perfecciones divinas, porque «incluso la justicia de Dios, y
tal vez más que cualquier otra perfección, me parece
revestida de amor» (Ms A 83 v). Así se ha convertido
en una imagen viva de aquel Dios que, como reza la oración
de la Iglesia, «manifiesta especialmente su poder con el
perdón y la misericordia» (cf. Misal romano,
oración colecta del domingo XXVI del tiempo ordinario).
Aunque Teresa no tiene propiamente
un cuerpo doctrinal, sus escritos irradian particulares
fulgores de doctrina que, como por un carisma del
Espíritu Santo, captan el centro mismo del mensaje de la
Revelación en una visión original e inédita, presentando una
enseñanza cualitativamente eminente.
En efecto, el núcleo de su mensaje
es el misterio mismo de Dios Amor, de Dios Trinidad,
infinitamente perfecto en sí mismo. Si la genuina
experiencia espiritual cristiana debe coincidir con las
verdades reveladas, en las que Dios se revela a sí mismo y
manifiesta el misterio de su voluntad (cf. Dei Verbum,
2), es preciso afirmar que Teresa experimentó la revelación
divina, llegando a contemplar las realidades fundamentales
de nuestra fe encerradas en el misterio de la vida
trinitaria. En la cima, como manantial y término, el amor
misericordioso de las tres divinas Personas, como ella lo
expresa, especialmente en su Acto de consagración al Amor
misericordioso. Por parte del sujeto, en la base se
halla la experiencia de ser hijos adoptivos del Padre en
Jesús; ese es el sentido más auténtico de la infancia
espiritual, es decir, la experiencia de la filiación divina
bajo el impulso del Espíritu Santo. También en la base, y
ante nosotros, está el prójimo, los demás, en cuya salvación
debemos colaborar con Jesús y en él, con su mismo amor
misericordioso.
Con la infancia espiritual
experimentamos que todo viene de Dios, a él vuelve y en él
permanece, para la salvación de todos, en un misterio de
amor misericordioso. Ese es el mensaje doctrinal que enseñó
y vivió esta santa.
Como para los santos de la Iglesia
de todos los tiempos, también para ella, en su experiencia
espiritual, el centro y la plenitud de la revelación es
Cristo. Teresa conoció a Jesús, lo amó y lo hizo amar con la
pasión de una esposa. Penetró en los misterios de su
infancia, en las palabras de su Evangelio, en la pasión del
Siervo que sufre, esculpida en su santa Faz, en el esplendor
de su existencia gloriosa y en su presencia eucarística.
Cantó todas las expresiones de la caridad divina de Cristo,
como las presenta el Evangelio (cf. Poesías, 24
«Acuérdate, mi Amor»).
Teresa recibió una iluminación
particular sobre la realidad del Cuerpo místico de Cristo,
sobre la variedad de sus carismas, dones del Espíritu Santo,
sobre la fuerza eminente de la caridad, que es el corazón
mismo de la Iglesia, en la que ella encontró su vocación de
contemplativa y misionera (cf. Ms B 2 r - 3 v).
Por último, entre los capítulos más
originales de su ciencia espiritual conviene recordar la
sabia investigación que Teresa realizó sobre el misterio y
el camino de la Virgen María, llegando a resultados muy
cercanos a la doctrina del concilio Vaticano II en el
capítulo VIII de la constitución Lumen gentium y a lo
que yo mismo expuse en mi carta encíclica Redemptoris
Mater, del 25 de marzo de 1987.
9. La fuente principal de su
experiencia espiritual y de su enseñanza es la palabra de
Dios, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Ella misma lo
confiesa, especialmente poniendo de relieve su amor
apasionado al Evangelio (cf. Ms A 83 v). En sus
escritos se cuentan más de mil citas bíblicas: más de
cuatrocientas del Antiguo Testamento y más de seiscientas
del Nuevo.
A pesar de que no tenía preparación
y de que carecía de medios adecuados para el estudio y la
interpretación de los libros sagrados, Teresa se entregó a
la meditación de la palabra de Dios con una fe y un empeño
singulares. Bajo el influjo del Espíritu logró, para sí y
para los demás, un profundo conocimiento de la Revelación.
Concentrándose amorosamente en la Escritura -manifestó que
le hubiera gustado conocer el hebreo y el griego para
comprender mejor el espíritu y la letra de los libros
sagrados- puso de manifiesto la importancia que las fuentes
bíblicas tienen en la vida espiritual, destacó la
originalidad y la lozanía del Evangelio, cultivó con
sobriedad la exégesis espiritual de la palabra de Dios,
tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo. De esta forma,
descubrió tesoros ocultos, asumiendo palabras y episodios, a
veces con gran audacia sobrenatural, como cuando, leyendo
los textos de san Pablo (cf. 1 Co 12-13), intuyó su
vocación al amor (cf. Ms B 3 r - 3 v). Iluminada por
la palabra revelada, Teresa escribió páginas admirables
sobre la unidad entre el amor a Dios y el amor al prójimo
(cf. Ms C 11 v - 19 r) y se sumergió con la oración
de Jesús en la última Cena, como expresión de su intercesión
por la salvación de todos (cf. Ms C 34 r - 35 r).
Su doctrina coincide, como ya he
dicho, con la enseñanza de la Iglesia. Ya desde niña, sus
familiares le enseñaron a participar en la oración y en el
culto litúrgico. Al prepararse para su primera confesión,
para su primera Comunión y para el sacramento de la
confirmación, mostró un amor extraordinario a las verdades
de la fe, y se aprendió casi al pie de la letra el
Catecismo (cf. Ms A 37 r - 37 v). Al final de su
vida, escribió con su propia sangre el Símbolo de los
Apóstoles, como expresión de su adhesión sin reservas a la
profesión de fe.
Teresa no sólo se alimentó con las
palabras de la Escritura y la doctrina de la Iglesia, sino
también, desde su niñez, con la enseñanza de la Imitación
de Cristo, que, como confiesa ella misma, se sabía casi
de memoria (cf. Ms A 47 r). En la realización de su
vocación carmelita fueron decisivos los textos espirituales
de la madre fundadora, santa Teresa de Jesús, especialmente
los que explican el sentido contemplativo y eclesial del
carisma del Carmelo teresiano (cf. Ms C 33 v). Pero
de modo muy especial Teresa se alimentó de la doctrina
mística de san Juan de la Cruz, que fue su verdadero maestro
espiritual (cf. Ms A 83 r). Así pues, no es
sorprendente que, siguiendo la escuela de estos dos santos,
declarados posteriormente Doctores de la Iglesia, también
ella, óptima discípula, se haya convertido en maestra de
vida espiritual.
10. La doctrina espiritual de
Teresa de Lisieux ha contribuido a la extensión del reino de
Dios. Con su ejemplo de santidad, de perfecta fidelidad
a la Madre Iglesia, de plena comunión con la Sede de Pedro,
así como con las particulares gracias que ha obtenido para
muchos hermanos y hermanas misioneros, ha prestado un
servicio particular a la renovada proclamación y experiencia
del Evangelio de Cristo y a la difusión de la fe católica en
todas las naciones de la tierra.
No es necesario insistir mucho en
la universalidad de la doctrina teresiana y la amplia
aceptación de su mensaje durante el siglo que ha
transcurrido desde su muerte, pues están muy bien
documentadas en los estudios realizados con vistas a la
concesión del título de Doctora de la Iglesia a esta santa.
Reviste particular importancia, a
este respecto, el hecho de que el Magisterio de la Iglesia
no sólo ha reconocido la santidad de Teresa, sino que
también ha puesto de relieve su sabiduría y su doctrina. Ya
Pío X dijo de ella que era «la santa más grande de los
tiempos modernos». Acogiendo con alegría la primera edición
italiana de la Historia de un alma, quiso destacar
los frutos que se obtenían de la espiritualidad teresiana.
Benedicto XV, con ocasión de la proclamación de la
heroicidad de las virtudes de la sierva de Dios, ilustró el
camino de la infancia espiritual y alabó la ciencia de las
realidades divinas, concedida por Dios a Teresa, para
enseñar a los demás los caminos de la salvación (cf. AAS
13 [1921] pp. 449-452).
Pío XI, tanto con motivo de su
beatificación como de su canonización, quiso exponer y
recomendar la doctrina de la santa, subrayando la particular
iluminación divina (Discorsi di Pio XI, vol. I,
Torino 1959, p. 91) y definiéndola maestra de vida (cf.
AAS 17 [1925] pp. 211-214). Pío XII, con ocasión de la
consagración de la basílica de Lisieux en el año 1954,
afirmó, entre otras cosas, que Teresa había penetrado con su
doctrina en el corazón mismo del Evangelio (cf. AAS
46 [1954] pp. 404-408). El cardenal Angelo Roncalli, futuro
Papa Juan XXIII, visitó varias veces Lisieux, especialmente
cuando era nuncio en París. Durante su pontificado manifestó
en diversas circunstancias su devoción por la santa e
ilustró las relaciones entre la doctrina de la santa de
Ávila y la de su hija, Teresa de Lisieux (Discorsi,
Messaggi, Colloqui, vol. II [1959-1960] pp. 771-772).
Durante la celebración del concilio
Vaticano II, varias veces los padres evocaron su ejemplo y
su doctrina. Pablo VI, con motivo del centenario de su
nacimiento, el 2 de enero de 1973, dirigió una carta al
obispo de Bayeux y Lisieux, en la que destacaba el ejemplo
de Teresa en la búsqueda de Dios, la proponía como maestra
de oración y de esperanza teologal, y modelo de comunión con
la Iglesia, recomendando el estudio de su doctrina a los
maestros, a los educadores, a los pastores e incluso a los
teólogos (cf. AAS 65 [1973] pp. 12-15).
Yo mismo, en varias circunstancias,
me he referido a la figura y a la doctrina de la santa, de
modo especial con ocasión de mi inolvidable visita a
Lisieux, el 2 de junio de 1980, cuando quise recordar a
todos: «De Teresa de Lisieux se puede decir con seguridad
que el Espíritu de Dios permitió a su corazón revelar
directamente a los hombres de nuestro tiempo el misterio
fundamental, la realidad del Evangelio (...). El
"caminito" es el itinerario de la "infancia espiritual". Hay
en él algo único, un carácter propio de santa Teresa de
Lisieux. En él se encuentra, al mismo tiempo, la
confirmación y la renovación de la verdad más fundamental
y más universal. ¿Qué verdad hay en el mensaje
evangélico más fundamental y más universal que ésta: Dios es
nuestro Padre y nosotros somos sus hijos?» (L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 15 de junio de 1980,
p. 15).
Estas breves referencias a una
ininterrumpida serie de testimonios de los Papas de este
siglo sobre la santidad y la doctrina de santa Teresa del
Niño Jesús y a la difusión universal de su mensaje, expresan
claramente hasta qué punto la Iglesia ha acogido, en sus
pastores y en sus fieles, la doctrina espiritual de esta
joven santa.
Signo de la aceptación eclesial de
la enseñanza de la Santa es el hecho de que el Magisterio
ordinario de la Iglesia en muchos documentos ha recurrido a
esa doctrina, especialmente al tratar de la vocación
contemplativa y misionera, de la confianza en Dios justo y
misericordioso, de la alegría cristiana y de la vocación a
la santidad. Lo atestigua la presencia de su doctrina en el
reciente Catecismo de la Iglesia católica (nn. 127,
826, 956, 1.011, 2.011 y 2.558). Ella, que tanto se esforzó
por aprender en el catecismo las verdades de la fe, ha
merecido ser incluida entre los autores más destacados de la
doctrina católica.
Teresa tiene una universalidad
singular. Su persona y el mensaje evangélico del
«caminito» de la confianza y de la infancia espiritual han
encontrado y siguen encontrando una acogida sorprendente en
todo el mundo.
El influjo de su mensaje abarca
ante todo a los hombres y mujeres cuya santidad o virtudes
heroicas la Iglesia ha reconocido, pastores de la Iglesia,
teólogos y autores de espiritualidad, sacerdotes y
seminaristas, religiosos y religiosas, movimientos
eclesiales y comunidades nuevas, hombres y mujeres de
cualquier condición y de todos los continentes. A todos
Teresa les ofrece su personal confirmación de que el
misterio cristiano, del que es testigo y apóstol mediante la
oración al convertirse, como ella afirma con audacia, en
«apóstol de los apóstoles» (Ms A 56 r), debe tomarse
al pie de la letra, con el mayor realismo posible, porque
tiene un valor universal en el tiempo y en el espacio. La
fuerza de su mensaje radica en que explica de modo concreto
cómo todas las promesas de Jesús se cumplen plenamente en el
creyente que acoge con confianza en su vida la presencia
salvadora del Redentor.
11. Todas estas razones constituyen
un claro testimonio de la actualidad de la doctrina
de la santa de Lisieux y del particular influjo de su
mensaje en los hombres y mujeres de nuestro siglo. Además,
concurren algunas circunstancias que hacen aún más
significativa su designación como maestra para la Iglesia en
nuestro tiempo.
Ante todo, Teresa es una mujer
que, leyendo el Evangelio, supo captar sus riquezas
escondidas con la forma concreta y la profunda resonancia
vital y sapiencial propia del genio femenino. Entre las
innumerables mujeres santas que resplandecen por la
sabiduría del Evangelio ella destaca por su universalidad.
Teresa es, además, una
contemplativa. En el ocultamiento de su Carmelo vivió de
tal modo la gran aventura de la experiencia cristiana, que
llegó a conocer la anchura y la longitud, la altura y la
profundidad del amor de Cristo (cf. Ef 3, 18-19).
Dios quiso que no permanecieran ocultos sus secretos, por
eso capacitó a Teresa para proclamar los secretos del Rey
(cf. Ms C 2 v). Con su vida, Teresa da un testimonio
y una ilustración teológica de la belleza de la vida
contemplativa, como total entrega a Cristo, Esposo de la
Iglesia, y como afirmación viva del primado de Dios sobre
todas las cosas. Su vida, a pesar de ser oculta, posee una
fecundidad escondida para la difusión del Evangelio e inunda
a la Iglesia y al mundo del buen olor de Cristo (cf.
Carta 169, 2 v).
Por último, Teresa de Lisieux es
una joven. Alcanzó la madurez de la santidad en plena
juventud (cf. Ms C 4 r). Como tal se presenta como
maestra de vida evangélica, particularmente eficaz a la hora
de iluminar las sendas de los jóvenes, a los que corresponde
ser protagonistas y testigos del Evangelio entre las nuevas
generaciones.
Santa Teresa del Niño Jesús no sólo
es, por su edad, la Doctora más joven de la Iglesia, sino
también la más cercana a nosotros en el tiempo; así se
subraya la continuidad con la que el Espíritu del Señor
envía a la Iglesia sus mensajeros, hombres y mujeres, como
maestros y testigos de la fe. En efecto, a pesar de los
cambios que se producen en el decurso de la historia y de
las repercusiones que suelen tener en la vida y en el
pensamiento de los hombres de las diversas épocas, no
debemos perder de vista la continuidad que une entre sí a
los Doctores de la Iglesia: en cualquier contexto histórico,
siguen siendo testigos del Evangelio que no cambia y, con la
luz y la fuerza que les viene del Espíritu, se hacen sus
mensajeros, volviendo a anunciarlo en su integridad a sus
contemporáneos. Teresa es maestra para nuestro tiempo,
sediento de palabras vivas y esenciales, de testimonios
heroicos y creíbles. Por eso, es amada y aceptada también
por hermanos y hermanas de otras comunidades cristianas e
incluso por muchos no cristianos.
12. En este año, en que se
conmemora el centenario de la gloriosa muerte de Teresa del
Niño Jesús y de la Santa Faz, mientras nos preparamos para
la celebración del gran jubileo del año 2000, habiendo
recibido numerosas y autorizadas peticiones, especialmente
de muchas Conferencias episcopales de todo el mundo, y
habiendo acogido la petición oficial, o Supplex Libellus,
que me dirigieron el 8 de marzo de 1997 el obispo de Bayeux
y Lisieux, el prepósito general de la orden de los
Carmelitas Descalzos de la Bienaventurada Virgen María del
Monte Carmelo, y el postulador general de la misma orden,
decidí encomendar a la Congregación para las causas de los
santos, competente en esta materia, «después de haber
obtenido el parecer de la Congregación para la doctrina de
la fe, por lo que se refiere a la doctrina eminente» (constitución
apostólica Pastor bonus, 73), el peculiar estudio de
la causa para conceder el título de Doctora a esta santa.
Reunida la documentación necesaria,
las dos citadas Congregaciones abordaron la cuestión en sus
respectivas Consultas: la de la Congregación para la
doctrina de la fe el 5 de mayo de 1997, por lo que atañe a
la «doctrina eminente», y la de la Congregación para las
causas de los santos el 29 de mayo del mismo año, para
examinar la especial «Positio». El 17 de junio sucesivo, los
cardenales y los obispos miembros de esas Congregaciones,
siguiendo un procedimiento aprobado por mí para esa ocasión,
se reunieron en una Asamblea interdicasterial plenaria y
discutieron la Causa, expresando por unanimidad un parecer
favorable a la concesión a santa Teresa del Niño Jesús y de
la Santa Faz del título de Doctora de la Iglesia universal.
Dicho parecer me fue notificado personalmente por el señor
cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para
la doctrina de la fe, y por monseñor Alberto Bovone,
arzobispo titular de Cesarea de Numidia, pro-prefecto de la
Congregación para las causas de los santos.
Teniendo todo eso en cuenta, el
pasado 24 de agosto, durante la plegaria del Ángelus, en
presencia de centenares de obispos y ante una inmensa
multitud de jóvenes de todo el mundo, reunida en París para
la XII Jornada mundial de la juventud, quise anunciar
personalmente mi intención de proclamar a Teresa del Niño
Jesús y de la Santa Faz Doctora de la Iglesia universal con
ocasión de la celebración de la Jornada mundial de las
misiones (en Roma).
Hoy, 19 de octubre de 1997, en la
plaza de San Pedro, llena de fieles procedentes de todo el
mundo, y en presencia de numerosos cardenales, arzobispos y
obispos, durante la solemne celebración eucarística, he
proclamado Doctora de la Iglesia universal a Teresa del Niño
Jesús y de la Santa Faz, con estas palabras: «Acogiendo los
deseos de gran número de hermanos en el episcopado y de
muchísimos fieles de todo el mundo, tras haber escuchado el
parecer de la Congregación para las causas de los santos y
obtenido el voto de la Congregación para la doctrina de la
fe en lo que se refiere a la doctrina eminente, con
conocimiento cierto y madura deliberación, en virtud de la
plena autoridad apostólica, declaramos a santa Teresa del
Niño Jesús y de la Santa Faz, virgen, Doctora de la Iglesia
universal. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo».
Realizado ese acto del modo debido,
establecemos que esta carta apostólica sea religiosamente
conservada y produzca pleno efecto tanto ahora como en el
futuro; y que, además, según sus disposiciones se juzgue y
se defina justamente, y que sea vano y sin fundamento cuanto
alguien pueda atentar contra las mismas, con cualquier tipo
de autoridad, tanto conscientemente como por ignorancia.
Dado en Roma, junto a San Pedro,
bajo el anillo del Pescador, el día 19 del mes de octubre
del año del Señor 1997, vigésimo de mi pontificado.