entre la
inmortalidad y la muerte
Audiencia General del 31 de octubre de 1979
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1. Nos conviene volver hoy una vez más sobre el significado de la
soledad original del hombre, que surge sobre todo del análisis del
llamado texto yahvista del Génesis 2. El texto bíblico nos permite,
como ya hemos comprobado en las reflexiones precedentes, poner de
relieve no sólo la conciencia que se tiene del cuerpo humano (el
hombre es creado en el mundo visible como «cuerpo entre los
cuerpos»), sino también la de su significado propio.
Teniendo en cuenta la gran concisión del texto bíblico, no se puede,
desde luego, ampliar demasiado esta implicación. Pero es cierto que
tocamos aquí el problema central de la antropología. La conciencia
del cuerpo parece identificarse en este caso con el descubrimiento
de la complejidad de la propia estructura, que, basada en una
antropología filosófica, consiste, en definitiva, en la relación
entre alma y cuerpo. El relato yahvista, con su lenguaje
característico (esto es, con su propia terminología), lo expresa
diciendo: «Formó Yahvé-Dios al hombre del polvo de la tierra y le
inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser
animado» (Gén 2, 7) (1). Y precisamente este hombre «ser animado»,
se distingue a continuación de todos los otros seres vivientes del
mundo visible. La premisa de este distinguirse el hombre es
precisamente de que sólo él es capaz de «cultivar la tierra» (cf.
Gén 2, 5) y de «someterla» (cf. Gén 1, 28). Se puede decir que la
conciencia de la «superioridad», inscrita en la definición de
humanidad, nace desde el principio a base de una praxis o
comportamiento típicamente humano. Esta conciencia comporta una
percepción especial del significado del propio cuerpo, que emerge
precisamente del hecho de que el hombre está para «cultivar la
tierra» y «someterla». Todo esto sería imposible sin una intuición
típicamente humana del significado del propio cuerpo.
2. Parece, pues, que conviene hablar ante todo de este aspecto, más
bien que del problema de la complejidad antropológica en sentido
metafísico. Si la descripción originaria de la conciencia humana,
sacada del texto yahvista, comprende en el conjunto del relato
también al cuerpo, si encierra como primer testimonio del
descubrimiento de la propia corporeidad (e incluso, como se ha
dicho, la percepción del significado del propio cuerpo), todo esto
se revela, basándose no en algún análisis primordial metafísico,
sino en una concreta subjetividad bastante clara del hombre. El
hombre es sujeto no sólo por su autoconciencia y autodeterminación,
sino también a base del propio cuerpo. La estructura de este cuerpo
es tal, que le permite ser el autor de una actividad puramente
humana. En esta actividad el cuerpo expresa la persona. Es, pues, en
toda su materialidad («formó al hombre del polvo de la tierra»),
como penetrable y transparente, de modo que deja claro quién aro
quién es el hombre (y quién debería ser) gracias a la estructura de
su conciencia y de su autodeterminación. Sobre esto se apoya la
percepción fundamental del significado del propio cuerpo, que no
puede menos de descubrirse analizando la soledad originaria del
hombre.
3. Y he aquí que, con esta comprensión fundamental del significado
del propio cuerpo, el hombre, como sujeto de la Antigua Alianza con
el Creador, es colocado ante el misterio del árbol de la ciencia.
«De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la
ciencia del bien y del mal no comas, porque el día de que él
comieres, ciertamente morirás» (Gén 2, 16-17). El significado
originario de la soledad del hombre se basa sobre la experiencia de
la existencia que le ha dado el Creador. Esta existencia humana está
caracterizada precisamente por la subjetividad que comprende también
el significado del cuerpo. Pero el hombre, que en su conciencia
originaria conoce exclusivamente la experiencia del existir y, por
lo tanto de la vida, ¿habría podido entender lo que significaba la
palabra «morirás»? ¿Sería capaz de llegar a comprender el sentido de
esta palabra a través de la compleja estructura de la vida, que le
fue dada cuando el «Señor Dios... le inspiró en el rostro aliento de
vida»? Es necesario admitir que esta palabra, completamente nueva,
se presenta en el horizonte de la conciencia del hombre sin que él
haya experimentado nunca la realidad, y que al mismo tiempo esta
palabra se presenta ante él como una antítesis radical de todo
aquello de lo que el hombre había sido dotado.
El hombre oía por vez primera la palabra «morirás», sin haber tenido
familiaridad con ella en su experiencia hasta entonces; pero, por
otra parte, no podía menos que asociar el significado de la muerte a
esa dimensión de la vida de la que había disfrutado hasta el
momento. Las palabras de Dios-Yahvé dirigidas al hombre confirmaban
una dependencia tal en el existir, que hacía del hombre un ser
limitado y, por su naturaleza, susceptible de no-existencia. Estas
palabras plantearon el problema de la muerte en sentido condicional:
«El día que de él comieres... morirás». El hombre, que había oído
estas palabras, debía sacar de ellas la verdad en la misma
estructura interior de la propia soledad. Y, en definitiva, dependía
de él, de su decisión y libre elección, si con su soledad hubiese
entrado también en su humanidad. Además, debería haber entendido que
ese árbol misterioso escondía en sí una dimensión de soledad
desconocida hasta entonces, de la que le había sido dotado el
Creador en medio del mundo de los seres vivientes, a los que el
hombre -delante de su mismo Creador- «había puesto nombre», para
llegar a comprender que ninguno de ellos era semejante a él.
4. Por lo tanto, cuando el significado fundamental de su cuerpo ya
había sido establecido a través de la distinción del resto de las
criaturas, cuando por esto mismo se había hecho evidente que «lo
invisible» determina al hombre más que «lo visible», entonces se
presentó ante él la alternativa vinculada estrecha y directamente
por Dios-Yahvé al árbol de la ciencia del bien y del mal. La
alternativa entre la muerte y la inmortalidad que surge del Génesis
2, 17, va más allá del significado escatológico no sólo del cuerpo,
sino de la humanidad misma, distinta de todos los seres vivientes,
de los «cuerpos». Pero esta alternativa afecta de un modo totalmente
especial al cuerpo creado del «polvo de la tierra».
Para no prolongar más este análisis nos limitamos a constatar que la
alternativa entre la muerte y la inmortalidad entra, desde el
comienzo, en la definición del hombre y que pertenece «por
principio» al significado de su soledad frente a Dios mismo. Este
significado originario de soledad, penetrado por la alternativa
entre la muerte y la inmortalidad, tiene también un significado
fundamental para toda la teología del cuerpo.
Con esta constatación concluimos por ahora nuestras reflexiones
sobre el significado de la soledad originaria del hombre. Esta
constatación, que surge de modo claro e incisivo de los textos del
libro del Génesis, induce también a reflexionar tanto sobre los
textos como sobre el hombre, que acaso tiene demasiado escasa
conciencia de la verdad que le atañe y que está encerrada ya en los
primeros capítulos de la Biblia.
Notas
(1) La antropología bíblica distingue en el hombre no tanto «el
cuerpo» y «el alma», cuanto «cuerpo» y «vida».
El autor bíblico presenta aquí la concesión del don de la vida
mediante el «soplo», que no deja de ser propiedad de Dios: cuando
Dios lo quita, el hombre vuelve al polvo del que ha sido sacado.
(cf. Job 34, 14-15; Sal 104, 29, s.).
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