la virtud
de la continencia
Audiencia General 24 de
octubre de 1984
1. Conforme a lo que
había anunciado, emprendemos hoy el análisis de la virtud de la
continencia.
La «continencia», que forma parte de la virtud más general de la
templanza, consiste en la capacidad de dominar, controlar y orientar
los impulsos de carácter sexual (concupiscencia de la carne) y sus
consecuencias, en la subjetividad psicosomática del hombre. Esta
capacidad, en cuanto a disposición constante de la voluntad, merece
ser llamada virtud.
Sabemos por los análisis precedentes que la concupiscencia de la
carne, y el relativo «deseo» de carácter sexual que suscita, se
manifiesta con un específico impulso de la esfera de la reactivación
somática y, además, con una excitación psicoemotiva del impulso
sexual.
El sujeto personal, para llegar a adueñarse de tal impulso y
excitación, debe esforzarse con una; progresiva educación en el
autocontrol de la voluntad, de los sentimientos, de las emociones,
que tiene que desarrollarse a partir los gestos más sencillos, en
los cuales resulta relativamente fácil llevar a cabo la decisión
interior. Esto supone, como es obvio, la percepción clara de los
valores expresados en la norma y en la consiguiente maduración de
sólidas convicciones que, si van acompañadas por la perspectiva
disposición de la voluntad, dan origen a la correspondiente virtud.
Esta es precisamente la virtud de la continencia (dominio de sí),
que se manifiesta como condición fundamental tanto para que el
lenguaje recíproco del cuerpo permanezca en la verdad, como para que
los esposos «estén sujetos los unos a los otros en el temor de
Cristo», según palabras bíblicas (Ef 5, 21). Esta «sumisión
recíproca» significa la solicitud común por la verdad del «lenguaje
del cuerpo»; en cambio, la sumisión «en el temor de Cristo» indica
el don del temor de Dios (don del Espíritu Santo) que acompaña a la
virtud de la continencia.
2. Esto es muy importante para una comprensión adecuada de la virtud
de la continencia y, en particular, de la llamada «continencia
periódica», de la que trata la Encíclica «Humanæ vitæ». La
convicción de que la virtud de la continencia «se opone» a la
concupiscencia de la carne es justa, pero no es completa del todo.
No es completa, especialmente si tenemos en cuenta el hecho de que
esta virtud no aparece y no actúa de forma abstracta y, por lo tanto,
aisladamente, sino siempre en conexión con las otras (nexus virtum),
en conexión, pues, con la prudencia, justicia, fortaleza y sobre
todo con la caridad.
A la luz de estas consideraciones, es fácil entender que la
continencia no se limita a oponer resistencia a la concupiscencia de
la carne, sino que mediante esta resistencia, se abre igualmente a
los valores más profundos y más maduros, que son inherentes al
significado nupcial del cuerpo en su feminidad y masculinidad así
como la auténtica libertad del don en la relación recíproca de las
personas. La concupiscencia misma de la carne, en cuanto busca ante
todo el goce carnal y sensual, vuelve al hombre, en cierto sentido,
ciego e insensible a los valores más profundos que nacen del amor y
que al mismo tiempo constituyen el amor en la verdad interior que le
es propia.
3. De este modo se manifiesta también el carácter esencial de la
castidad conyugal en su vínculo orgánico con la «fuerza» del amor
que es derramado en los corazones de los esposos juntamente con la «consagración»
del sacramento del matrimonio. Además, se hace evidente que la
invitación dirigida a los cónyuges a fin de que estén «sometidos los
unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21), parece abrir el
espacio interior en que ambos se hacen cada vez más sensibles a los
valores más profundos y más maduros, que están en conexión con el
significado nupcial del cuerpo y con la verdadera libertad del don.
Si la castidad conyugal (y la castidad en general) se manifiesta, en
primer lugar, como capacidad de resistir a la concupiscencia de la
carne, luego gradualmente se revela como capacidad singular de
percibir, amar y realizar esos significados del «lenguaje del cuerpo»,
que permanecen totalmente desconocidos para la concupiscencia misma
y que progresivamente enriquecen el diálogo nupcial de los cónyuges,
purificándolo y, a la vez, simplificándolo.
Por esto, la ascesis de la continencia, de la que habla la Encíclica
(Humanæ vitæ, 21) no comporta el empobrecimiento de las «manifestaciones
afectivas», sin que más bien las hace más intensas espiritualmente,
y, por lo mismo, comporta su enriquecimiento.
4. Al analizar de este modo la continencia, en la dinámica propia de
esta virtud (antropológica, ética y teológica), nos damos cuenta de
que desaparece la aparente «contradicción» que se objeta
frecuentemente a la Encíclica «Humanæ vitæ» y a la doctrina de la
Iglesia sobre la moral conyugal. Es decir, existiría «contradicción»
(según los que plantean tal objeción) entre los dos significados del
acto conyugal, el significado unitivo y el procreador (cf. Humanæ
vitæ), de tal modo que si no fuera lícito disociarlos, los cónyuges
se verían privados del derecho a la unión conyugal, cuando no
pudieran responsablemente permitirse procrear.
La Encíclica «Humanæ vitæ» da respuesta a esta aparente «contradicción»,
si se la estudia profundamente. El Papa Pablo VI, en efecto,
confirma que no existe tal «contradicción», sino sólo una «dificultad»
vinculada a toda la situación interior del «hombre de la
concupiscencia». En cambio, precisamente por razón de esta «dificultad»,
se asigna al compromiso interior y ascético de los esposos el
verdadero orden de la convivencia conyugal, mirando al cual son «corroborados
y como consagrados» (Humanæ vitæ, 25) por el sacramento del
matrimonio.
El orden de la convivencia conyugal significa, además, la armonía
subjetiva entre la paternidad (responsable) y la comunión personal,
armonía creada por la castidad conyugal. De hecho, con ella maduran
los frutos interiores de la continencia. Por medio de esta
maduración interior el mismo acto conyugal adquiere la importancia y
dignidad que le son propias en su significado potencialmente
procreador; simultáneamente adquieren un adecuado significado todas
las «manifestaciones afectivas» (Humanæ vitæ, 21), que sirven para
expresar la comunión personal de los esposos proporcionalmente con
la riqueza subjetiva de la feminidad y masculinidad.
6. Conforme a la experiencia y a la tradición, la Encíclica pone de
relieve que el acto conyugal es también una «manifestación de afecto»
(Humanæ vitæ, 16), pero una «manifestación de afecto» especial,
porque, al mismo tiempo tiene un significado potencialmente
procreador. En consecuencia, está orientado a expresar la unión
personal, pero no sólo esa. La Encíclica, a la vez, aunque de modo
indirecto, indica múltiples «manifestaciones de afecto», eficaces
exclusivamente para expresar la unión personal de los cónyuges.
La finalidad de la castidad conyugal, y, más precisamente aún, la de
la continencia, no está sólo en proteger la importancia y la
dignidad del acto conyugal en relación con su significado
potencialmente procreador, sino también en tutelar la importancia y
la dignidad propias del acto conyugal en cuanto que es expresivo de
la unión interpersonal, descubriendo en la conciencia y en la
experiencia de los esposos todas las otras posibles «manifestaciones
de afecto», que expresan su profunda comunión.
Efectivamente, se trata de no causar daño a la comunión de los
cónyuges en el caso en que, por justas razones, deban abstenerse del
acto conyugal. Y, todavía más, de que esta comunión, construida
continuamente, día tras día, mediante conformes «manifestaciones
afectivas», constituya, por decirlo así, un amplio terreno, en el
que, con las condiciones oportunas, madura la decisión de un acto
conyugal moralmente recto.
Esta página es obra
de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
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