SAN JUAN EL
EVANGELISTA,
APÓSTOL
Hijo del Zebedeo, hermano del Apóstol Santiago
Etim: "El Señor ha dado su gracia"
Autor
del cuarto evangelio, de las tres cartas que llevan su nombre en el NT y del
Apocalipsis. Fiesta:
27 de diciembre.
Etim. Juan: "Dios es misericordioso" |
Emblemas:
El águila (por su visión mística elevada),
Un libro (por su escritos llenos
del Espíritu Santo).
Patrón de teólogos y escritores
Muerte: c.100 P.C. |
Ver también:
12 Apóstoles
|
El
amor de Dios según
San Juan
La misma vida se ha manifestado en la carne -San Agustín
sobre I Juan
El discípulo amado
SAN JUAN el Evangelista, a quien se distingue
como "el discípulo amado de Jesús" y a quien a menudo
le llaman "el divino" (es decir, el
"Teólogo") sobre todo entre los griegos y en Inglaterra, era un judío de
Galilea, hijo de Zebedeo y hermano
de Santiago el Mayor, con quien desempeñaba el oficio de pescador.
Junto con su hermano Santiago, se hallaba Juan
remendando las redes a la orilla del lago de Galilea, cuando Jesús, que acababa de llamar a su servicio a Pedro y a
Andrés,
los llamó también a ellos para que fuesen sus Apóstoles. El
propio Jesucristo les puso a Juan y a Santiago el sobrenombre de Boanerges, o sea "hijos del trueno" (Lucas 9, 54),
aunque no está aclarado si lo hizo como una recomendación o
bien a causa de la violencia de su temperamento.
Se dice que San Juan era el más joven de los
doce Apóstoles y que sobrevivió a todos los demás. Es el
único de los Apóstoles que no murió martirizado.
En el Evangelio que escribió se refiere a sí
mismo, como "el discípulo a quien Jesús amaba", y es
evidente que era de los mas íntimos de Jesús. El Señor quiso
que estuviese, junto con Pedro y Santiago, en el momento de Su transfiguración, así como durante Su agonía en el Huerto de
los Olivos. En muchas otras ocasiones, Jesús demostró a Juan su
predilección o su afecto especial. Por consiguiente, nada tiene
de extraño desde el punto de vista humano, que la esposa de
Zebedeo pidiese al Señor que sus dos hijos llegasen a sentarse
junto a Él, uno a la derecha y el otro a la izquierda, en Su Reino.
Juan
fue el elegido para acompañar a Pedro a la ciudad a fin de
preparar la cena de la última Pascua y, en el curso de
aquella última cena, Juan reclinó su cabeza
sobre el pecho de Jesús y fue a Juan a quien el Maestro indicó,
no obstante que Pedro formuló la pregunta, el nombre del
discípulo que habría de traicionarle. Es creencia general la de
que era Juan aquel "otro discípulo" que entró con
Jesús ante el tribunal de Caifás, mientras Pedro se quedaba afuera. Juan fue el único de los Apóstoles que estuvo al pie de
la cruz con la Virgen María y las otras piadosas mujeres y fue
él quien recibió el sublime encargo de tomar bajo su cuidado a
la Madre del Redentor. "Mujer, he ahí a tu hijo",
murmuró Jesús a su Madre desde la cruz. "He ahí a tu
madre", le dijo a Juan. Y desde aquel momento, el discípulo
la tomó como suya. El Señor nos llamó a todos hermanos y nos
encomendó el amoroso cuidado de Su propia Madre, pero entre
todos los hijos adoptivos de la Virgen María, San Juan fue el primero. Tan sólo a él le fue dado el privilegio de llevar
físicamente a María a su propia casa como una verdadera madre y honrarla, servirla y cuidarla en persona.
Gran testigo de la Gloria del Maestro
Cuando María Magdalena trajo la noticia de que
el sepulcro de Cristo se hallaba abierto y vacío, Pedro y Juan
acudieron inmediatamente y Juan, que era el más joven y el que
corría más de prisa, llegó primero. Sin embargo, esperó a que
llegase San Pedro y los dos juntos se acercaron al sepulcro y
los dos "vieron y creyeron" que Jesús había
resucitado.
A los pocos días, Jesús se les apareció por
tercera vez, a orillas del lago de Galilea, y vino a su encuentro
caminando por la playa. Fue entonces cuando interrogó a San
Pedro sobre la sinceridad de su amor, le puso al frente de Su
Iglesia y le vaticinó su martirio. San Pedro, al caer en la
cuenta de que San Juan se hallaba detrás de él, preguntó a su
Maestro sobre el futuro de su compañero:
«Señor, y éste, ¿qué?» (Jn 21,21)
Jesús le respondió: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te
importa? Tú, sígueme.» (Jn 21,22)
Debido a aquella respuesta, no es sorprendente que
entre los hermanos corriese el rumor de que Juan no iba a morir,
un rumor que el mismo Juan se encargó de desmentir al indicar
que el Señor nunca dijo: "No morirá". (Jn 21,23).
Después de la Ascensión de Jesucristo, volvemos
a encontrarnos con Pedro y Juan que subían juntos al templo y,
antes de entrar, curaron milagrosamente a un tullido. Los dos
fueron hechos prisioneros, pero se les dejó en libertad con la
orden de que se abstuviesen de predicar en nombre de Cristo, a lo
que Pedro y Juan respondieron: «Juzgad si es justo
delante de Dios obedeceros a vosotros más que a Dios. No podemos
nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído.»
(Hechos 4:19-20)
Después, los Apóstoles fueron enviados a
confirmar a los fieles que el diácono Felipe había convertido
en Samaria. Cuando San Pablo fue a Jerusalén tras de su
conversión se dirigió a aquellos que "parecían ser los
pilares" de la Iglesia, es decir a Santiago, Pedro y Juan,
quienes confirmaron su misión entre los gentiles y fue por
entonces cuando San Juan asistió al primer Concilio de
Apóstoles en Jerusalén. Tal vez concluido éste, San Juan
partió de Palestina para viajar al Asia Menor.
Efeso
San Ireneo, Padre de la Iglesia, quien fue
discípulo de San Policarpo, quién a su vez fue discípulo de
San Juan, es una segura fuente de información sobre el Apóstol. San Ireneo afirma que este se estableció en
Efeso después del martirio de San Pedro y San Pablo, pero es
imposible determinar la época precisa. De acuerdo con la Tradición, durante el reinado de
Domiciano, San Juan fue llevado
a Roma, donde quedó milagrosamente frustrado un intento para
quitarle la vida. La misma tradición afirma que posteriormente
fue desterrado a la isla de Patmos, donde recibió las
revelaciones celestiales que escribió en su libro del Apocalipsis.
Maravillosas revelaciones celestiales
Después de la muerte de Domiciano, en el año
96, San Juan pudo regresar a Efeso, y es creencia general que fue
entonces cuando escribió su Evangelio. El mismo nos revela el
objetivo que tenía presente al escribirlo. "Todas estas
cosas las escribo para que podáis creer que Jesús es el Cristo,
el Hijo de Dios y para que, al creer, tengáis la vida en Su
nombre". Su Evangelio tiene un carácter enteramente
distinto al de los otros tres y es una obra teológica tan
sublime que, como dice Teodoreto, "está más allá del
entendimiento humano el llegar a profundizarlo y comprenderlo
enteramente". La elevación de su espíritu y de su estilo y lenguaje, está debidamente representada por el águila que es el
símbolo de San Juan el Evangelista. También escribió el
Apóstol tres epístolas: a la primera se le llama Católica, ya
que está dirigida a todos los otros cristianos, particularmente
a los que él convirtió, a quienes insta a la pureza y santidad
de vida y a la precaución contra las artimañas de los seductores. Las otras dos son breves y están dirigidas a
determinadas personas: una probablemente a la Iglesia local, y la
otra a un tal Gayo, un comedido instructor de cristianos. A lo
largo de todos sus escritos, impera el mismo inimitable espíritu
de caridad. No es éste el lugar para hacer referencias a las
objeciones que se han hecho a la afirmación de que San Juan sea
el autor del cuarto Evangelio.
Predicando la Verdad y el amor
Los más antiguos escritores hablan de la
decidida oposición de San Juan a las herejías de los
ebionitas y a los seguidores del gnóstico Cerinto. En
cierta ocasión, según San Ireneo, cuando Juan iba a los baños públicos, se enteró de que Cerinto estaba en ellos y entonces
se devolvió y comentó con algunos amigos que le acompañaban: "¡Vámonos hermanos y a toda
prisa, no
sea que los baños en donde está Cerinto, el enemigo de la verdad, caigan sobre su cabeza y nos
aplasten!".
Dice San Ireneo que fue informado de este
incidente por el propio San Policarpio el discípulo personal de
San Juan. Por su parte, Clemente de Alejandría relata que en
cierta ciudad cuyo nombre omite, San Juan vio a un apuesto joven
en la congregación y, con el íntimo sentimiento de que mucho de
bueno podría sacarse de él, lo llevó a presentar al obispo a
quien él mismo había consagrado. "En presencia de Cristo y
ante esta congregación, recomiendo este joven a tus
cuidados". De acuerdo con las recomendaciones de San Juan,
el joven se hospedó en la casa del obispo, quien le dio instrucciones, le mantuvo dentro de la disciplina y a la larga lo
bautizó y lo confirmó. Pero desde entonces, las atenciones del
obispo se enfriaron, el neófito frecuentó las malas compañías
y acabó por convertirse en un asaltante de caminos. Transcurrió
algún tiempo, y San Juan volvió a aquella ciudad y pidió al obispo: "Devuélveme ahora el cargo que Jesucristo y yo
encomendamos a tus cuidados en presencia de tu iglesia". El
obispo se sorprendió creyendo que se trataba de algún dinero
que se le había confiado, pero San Juan explicó que se refería
al joven que le había presentado y entonces el obispo exclamó:
"¡Pobre joven! Ha muerto". "¿De qué murió,
preguntó San Juan. "Ha muerto para Dios, puesto que es un
ladrón" , fue la respuesta. Al oír estas palabras, el
anciano Apóstol pidió un caballo y un guía para dirigirse
hacia las montañas donde los asaltantes de caminos tenían su guarida. Tan pronto como se adentró por los tortuosos senderos
de los montes, los ladrones le rodearon y le apresaron.
"¡Para esto he venido!", gritó San Juan.
"¡Llevadme con vosotros!" Al llegar a la guarida, el
joven renegado reconoció al prisionero y trató de huir, lleno
de vergüenza, pero Juan le gritó para detenerle:
"¡Muchacho! ¿Por qué huyes de mí, tu padre, un viejo y
sin armas? Siempre hay tiempo para el arrepentimiento. Yo
responderé por ti ante mi Señor Jesucristo y estoy dispuesto a
dar la vida por tu salvación. Es Cristo quien me envía".
El joven escuchó estas palabras inmóvil en su sitio; luego
bajó la cabeza y, de pronto, se echó a llorar y se acercó a
San Juan para implorarle, según dice Clemente de Alejandría,
una segunda oportunidad. Por su parte, el Apóstol no quiso
abandonar la guarida de los ladrones hasta que el pecador quedó
reconciliado con la Iglesia.
Aquella caridad que inflamaba su alma, deseaba
infundirla en los otros de una manera constante y afectuosa. Dice
San Jerónimo en sus escritos que, cuando San Juan era ya muy
anciano y estaba tan debilitado que no podía predicar al pueblo,
se hacía llevar en una silla a las asambleas de los fieles de Efeso y siempre les decía estas mismas palabras: "Hijitos míos, amaos entre vosotros . . ." Alguna vez le preguntaron
por qué repetía siempre la frase, respondió San Juan:
"Porque ése es el mandamiento del Señor y si lo cumplís
ya habréis hecho bastante".
San Juan murió pacíficamente
en Efeso hacia el tercer año del reinado de Trajano, es decir
hacia el año cien de la era cristiana, cuando tenía la edad de
noventa y cuatro años, de acuerdo con San Epifanio.
Según los datos que nos proporcionan San
Gregorio de Nissa, el Breviarium sirio de principios del siglo
quinto y el Calendario de Cartago, la práctica de celebrar la
fiesta de San Juan el Evangelista inmediatamente después de la
de San Esteban, es antiquísima. En el texto original del Hieronymianum,
(alrededor del año 600 P.C.), la conmemoración
parece haber sido anotada de esta manera: "La Asunción de
San Juan el Evangelista en Efeso y la ordenación al episcopado
de Santo Santiago, el hermano de Nuestro Señor y el primer
judío que fue ordenado obispo de Jerusalén por los Apóstoles y
que obtuvo la corona del martirio en el tiempo de la
Pascua". Era de esperarse que en una nota como la anterior,
se mencionaran juntos a Juan y a Santiago, los hijos de Zebedeo;
sin embargo, es evidente que el Santiago a quien se hace referencia, es el otro, el hijo de
Alfeo.
La frase "Asunción de San Juan",
resulta interesante puesto que se refiere claramente a la última
parte de las apócrifas "Actas de San Juan". La
errónea creencia de que San Juan, durante los últimos días de
su vida en Efeso, desapareció sencillamente, como si hubiese
ascendido al cielo en cuerpo y alma puesto que nunca se encontró
su cadáver, una idea que surgió sin duda de la afirmación de
que aquel discípulo de Cristo "no moriría", tuvo gran
difusión aceptación a fines del siglo II. Por otra parte, de
acuerdo con los griegos, el lugar de su sepultura en Efeso era
bien conocida y aun famosa por los milagro que se obraban allí.
El "Acta Johannis", que ha llegado
hasta nosotros en forma imperfecta y que ha sido condenada a
causa de sus tendencias heréticas, por autoridades en la materia
tan antiguas como Eusebio, Epifanio, Agustín y Toribio de Astorga, contribuyó grandemente a crear una
leyenda. De estas
fuentes o, en todo caso, del pseudo Abdías, procede la historia
en base a la cual se representa con frecuencia a San Juan con un
cáliz y una víbora. Se cuenta que Aristodemus, el sumo
sacerdote de Diana en Efeso, lanzó un reto a San Juan para que
bebiese de una copa que contenía un líquido envenenado. El
Apóstol tomó el veneno sin sufrir daño alguno y, a raíz de
aquel milagro, convirtió a muchos, incluso al sumo sacerdote. En
ese incidente se funda también sin duda la costumbre popular que
prevalece sobre todo en Alemania, de beber la Johannis-Minne, la
copa amable o poculum charitatis, con la que se brinda en honor
de San Juan. En la ritualia medieval hay numerosas fórmulas para
ese brindis y para que, al beber la Johannis-Minne, se evitaran
los peligros, se recuperara la salud y se llegara al cielo.
San Juan es sin duda un hombre de
extraordinaria y al mismo tiempo de profundidad mística. Al
amarlo tanto, Jesús nos enseña que esta combinación de
virtudes debe ser el ideal del hombre, es decir el requisito para
un hombre plenamente hombre. Esto choca contra el modelo de
hombre machista que es objeto de falsa adulación en la cultura,
un hombre preso de sus instintos bajos. Por eso el arte tiende a
representar a San Juan como una persona suave, y, a diferencia de
los demás Apóstoles, sin barba. Es necesario recuperar a
San Juan como modelo: El hombre capaz de recostar su cabeza sobre
el corazón de Jesús, y precisamente por eso ser valiente para
estar al pie de la cruz como ningún otro. Por algo Jesús
le llamaba "hijo del trueno". Quizás antes para mal,
pero una vez transformado en Cristo, para mayor gloria de Dios.
Fuente Bibliográfica: Vidas de los Santos de
Butler, Vol. IV.
Juan,
hijo del Zebedeo
Benedicto XVI,
audiencia general, 5 de julio, 2006
Zenit.org
Queridos hermanos y hermanas:
Dedicamos el encuentro de hoy a recordar a otro miembro muy importante del
colegio apostólico: Juan, hijo de Zebedeo, y hermano de Santiago. Su
nombre, típicamente hebreo, significa «el Señor ha dado su gracia».
Estaba arreglando las redes a orillas del lago de Tiberíades, cuando Jesús le
llamó junto a su hermano (Cf. Mateo 4, 21; Marcos 1,19). Juan forma siempre
parte del grupo restringido que Jesús lleva consigo en determinadas ocasiones.
Está junto a Pedro y Santiago cuando Jesús, en Cafarnaúm, entra en casa de Pedro
para curar a su suegra (Cf. Marcos 1, 29); con los otros dos sigue al Maestro en
la casa del jefe de la sinagoga, Jairo, cuya hija volverá a ser llamada a la
vida (Cf. Marcos 5, 37); le sigue cuando sube a la montaña para ser
transfigurado (Cf. Marcos 9, 2); está a su lado en el Monte de los Olivos cuando
ante el imponente Templo de Jerusalén pronuncia el discurso sobre el fin de la
ciudad y del mundo (Cf. Marcos 13, 3); y, por último, está cerca de él cuando en
el Huerto de Getsemaní se retira para orar con el Padre, antes de la Pasión (Cf.
Marcos 14, 33). Poco antes de Pascua, cuando Jesús escoge a dos discípulos para
preparar la sala para la Cena, les confía a él y a Pedro esta tarea (Cf. Lucas
22,8).
Esta posición de relieve en el grupo de los doce hace en cierto sentido
comprensible la iniciativa que un día tomó su madre: se acercó a Jesús para
pedirle que sus dos hijos, Juan y Santiago, pudieran sentarse uno a su derecha y
el otro a su izquierda en el Reino (Cf. Mateo 20, 20-21). Como sabemos, Jesús
respondió planteando a su vez un interrogante: preguntó si estaban dispuestos a
beber el cáliz que él mismo estaba a punto de beber (Cf. Mateo 20, 22). Con
estas palabras quería abrirles los ojos a los dos discípulos, introducirles en
el conocimiento del misterio de su persona y esbozarles la futura llamada a ser
sus testigos hasta la prueba suprema de la sangre. Poco después, de hecho, Jesús
aclaró que no había venido a ser servido sino a servir y a dar la vida en
rescate de la multitud (Cf. Mateo 20, 28). En los días sucesivos a la
resurrección, encontramos a los «hijos del Zebedeo» pescando junto a Pedro y a
otros más en una noche sin resultados. Tras la intervención del Resucitado, vino
la pesca milagrosa: «el discípulo a quien Jesús amaba» será el primero en
reconocer al «Señor» y a indicárselo a Pedro (Cf. Juan 21, 1-13).
Dentro de la Iglesia de Jerusalén, Juan ocupó un puesto importante en la
dirección del primer grupo de cristianos. Pablo, de hecho, le coloca entre
quienes llama las «columnas» de esa comunidad (Cf. Gálatas 2, 9). Lucas, en los
Hechos de los Apóstoles, le presenta junto a Pedro mientras van a rezar al
Templo (Hechos 3, 1-4.11) o cuando se presentan ante el Sanedrín para
testimoniar su fe en Jesucristo (Cf. Hechos 4, 13.19). Junto con Pedro recibe la
invitación de la Iglesia de Jerusalén a confirmar a los que acogieron el
Evangelio en Samaria, rezando sobre ellos para que recibieran el Espíritu Santo
(Cf. Hechos 8, 14-15). En particular, hay que recordar lo que dice, junto a
Pedro, ante el Sanedrín, durante el proceso: «No podemos dejar de hablar de lo
que hemos visto y oído» (Hechos 4, 20). Esta franqueza para confesar su propia
fe queda como un ejemplo y una advertencia para todos nosotros para que estemos
dispuestos a declarar con decisión nuestra inquebrantable adhesión a Cristo,
anteponiendo la fe a todo cálculo humano o interés.
Según la tradición, Juan es «el discípulo predilecto», que en el cuarto
Evangelio coloca la cabeza sobre el pecho del Maestro durante la Última Cena
(Cf. Juan 13, 21), se encuentra a los pies de la Cruz junto a la Madre de Jesús
(Cf. Juan 19, 25) y, por último, es testigo tanto de la tumba vacía como de la
misma presencia del Resucitado (Cf. Juan 20, 2; 21, 7). Sabemos que esta
identificación hoy es discutida por los expertos, pues algunos de ellos ven en
él al prototipo del discípulo de Jesús. Dejando que los exegetas aclaren la
cuestión, nosotros nos contentamos con sacar una lección importante para nuestra
vida: el Señor desea hacer de cada uno de nosotros un
discípulo que vive una amistad personal con Él. Para realizar esto
no es suficiente seguirle y escucharle exteriormente; es necesario también vivir
con Él y como Él. Esto sólo es posible en el contexto de una relación de gran
familiaridad, penetrada por el calor de una confianza total. Es lo que
sucede entre amigos: por este motivo, Jesús dijo un día: «Nadie tiene mayor amor
que el que da su vida por sus amigos… No os llamo ya siervos, porque el siervo
no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que
he oído a mi Padre os lo he dado a conocer». (Juan 15, 13. 15).
En los apócrifos «Hechos de Juan» el apóstol, no se le presenta como fundador de
Iglesias, ni siquiera como guía de una comunidad constituida, sino como un
itinerante continuo, un comunicador de la fe en el encuentro con «almas capaces
de esperar y de ser salvadas» (18, 10; 23, 8). Le empuja el deseo paradójico de
hacer ver lo invisible. De hecho, la Iglesia oriental le llama simplemente «el
Teólogo», es decir, el que es capaz de hablar en términos accesibles de las
cosas divinas, revelando un arcano acceso a Dios a través de la adhesión a
Jesús.
El culto de Juan apóstol se afirmó a partir de la ciudad de Éfeso, donde
según una antigua tradición, habría vivido durante un largo tiempo, muriendo en
una edad extraordinariamente avanzada, bajo el emperador Trajano. En Éfeso, el
emperador Justiniano, en el siglo VI, construyó en su honor una gran basílica,
de la que todavía quedan imponentes ruinas. Precisamente en Oriente gozó y goza
de gran veneración. En los iconos bizantinos se le representa como muy anciano,
según la tradición murió bajo el emperador Trajano-- y en intensa contemplación,
con la actitud de quien invita al silencio.
De hecho, sin un adecuado recogimiento no es posible
acercarse al misterio supremo de Dios y a su revelación. Esto explica
por qué, hace años, el patriarca ecuménico de Constantinopla, Atenágoras, a
quien el Papa Pablo VI abrazó en un memorable encuentro, afirmó: «Juan se
encuentra en el origen de nuestra más elevada espiritualidad. Como él, los
"silenciosos" conocen ese misterioso intercambio de corazones, invocan la
presencia de Juan y su corazón se enciende» (O. Clément, «Dialoghi con Atenagora»,
Torino 1972, p. 159). Que el Señor nos ayude a ponernos en la escuela de Juan
para aprender la gran lección del amor de manera que nos sintamos amados por
Cristo «hasta el final» (Juan 13, 1) y gastemos nuestra vida por Él.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]