"¿QuÉ serÍa la Iglesia sin vosotras? Señor cardenal, Estoy contento de encontraros hoy y deseo saludar a cada una de vosotras, agradeciéndoos por lo que hacéis a fin de que la vida consagrada sea siempre una luz en el camino de la Iglesia. Queridas hermanas, ante todo agradezco al querido hermano cardenal João Braz de Aviz, por las palabras que me ha dirigido. Me complace también la presencia del secretario de la Congregación. El tema de vuestra Asamblea me parece especialmente importante para la tarea que se os ha confiado: «El servicio de la autoridad según el Evangelio». A la luz de esta expresión quisiera proponeros tres sencillos pensamientos, que dejo para vuestra profundización personal y comunitaria. Jesús, en la última Cena, se dirige a los Apóstoles con estas palabras: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido» (Jn 15, 16), que recuerdan a todos, no sólo a nosotros sacerdotes, que la vocación es siempre una iniciativa de Dios. Es Cristo que os ha llamado a seguirlo en la vida consagrada y esto significa realizar continuamente un «éxodo» de vosotras mismas para centrar vuestra existencia en Cristo y en su Evangelio, en la voluntad de Dios, despojándoos de vuestros proyectos, para poder decir con san Pablo: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). Este «éxodo» de sí mismo es ponerse en un camino de adoración y de servicio. Un éxodo que nos conduce a un camino de adoración al Señor y de servicio a Él en los hermanos y hermanas. Adorar y servir: dos actitudes que no se pueden separar, sino que deben ir siempre juntas. Adorar al Señor y servir a los demás, sin guardar nada para sí: esto es el «despojarse» de quien ejerce la autoridad. Vivid y recordad siempre la centralidad de Cristo, la identidad evangélica de la vida consagrada. Ayudad a vuestras comunidades a vivir el «éxodo» de sí en un camino de adoración y de servicio, ante todo a través de los tres pilares de vuestra existencia. La obediencia como escucha de la voluntad de Dios, en la moción interior del Espíritu Santo autenticada por la Iglesia, aceptando que la obediencia pase incluso a través de las mediaciones humanas. Recordad que la relación autoridad-obediencia se ubica en el contexto más amplio del misterio de la Iglesia y constituye en ella una actuación especial de su función mediadora (cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, El servicio de la autoridad y la obediencia, 12). La pobreza como superación de todo egoísmo en la lógica del Evangelio que enseña a confiar en la Providencia de Dios. Pobreza como indicación a toda la Iglesia que no somos nosotros quienes construimos el reino de Dios, no son los medios humanos los que lo hacen crecer, sino que es ante todo la potencia, la gracia del Señor, que obra a través de nuestra debilidad. «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad», afirma el apóstol de los gentiles (2 Co 12, 9). Pobreza que enseña la solidaridad, el compartir y la caridad, y que se expresa también en una sobriedad y alegría de lo esencial, para alertar sobre los ídolos materiales que ofuscan el sentido auténtico de la vida. Pobreza que se aprende con los humildes, los pobres, los enfermos y todos aquellos que están en las periferias existenciales de la vida. La pobreza teórica no nos sirve. La pobreza se aprende tocando la carne de Cristo pobre, en los humildes, en los pobres, en los enfermos, en los niños. Luego, la castidad como carisma precioso, que ensancha la libertad de entrega a Dios y a los demás, con la ternura, la misericordia, la cercanía de Cristo. La castidad por el reino de los cielos muestra cómo la afectividad tiene su lugar en la libertad madura y se convierte en un signo del mundo futuro, para hacer resplandecer siempre el primado de Dios. Pero, por favor, una castidad «fecunda», una castidad que genera hijos espirituales en la Iglesia. La consagrada es madre, debe ser madre y no «solterona». Disculpadme si hablo así, pero es importante esta maternidad de la vida consagrada, esta fecundidad. Que esta alegría de la fecundidad espiritual anime vuestra existencia; sed madres, a imagen de María Madre y de la Iglesia Madre. No se puede comprender a María sin su maternidad, no se puede comprender a la Iglesia sin su maternidad, y vosotras sois iconos de María y de la Iglesia. Un segundo elemento que quisiera poner de relieve en el ejercicio de la autoridad es el servicio: no debemos olvidar nunca que el verdadero poder, en cualquier nivel, es el servicio, que tiene su vértice luminoso en la Cruz. Benedicto XVI, con gran sabiduría, ha recordado en más de una ocasión a la Iglesia que si para el hombre, a menudo, la autoridad es sinónimo de posesión, de dominio, de éxito, para Dios la autoridad es siempre sinónimo de servicio, de humildad, de amor; quiere decir entrar en la lógica de Jesús que se abaja a lavar los pies a los Apóstoles (cf. Ángelus, 29 de enero de 2012), y que dice a sus discípulos: «Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan... No será así entre vosotros —precisamente el lema de vuestra Asamblea, «entre vosotros no será así»—, el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo» (Mt 20, 25-27). Pensemos en el daño que causan al pueblo de Dios los hombres y las mujeres de Iglesia con afán de hacer carrera, trepadores, que «usan» al pueblo, a la Iglesia, a los hermanos y hermanas —aquellos a quienes deberían servir—, como trampolín para los propios intereses y ambiciones personales. Éstos hacen un daño grande a la Iglesia. Sabed ejercer siempre la autoridad acompañando, comprendiendo, ayudando, amando, abrazando a todos y a todas, especialmente a las personas que se sienten solas, excluidas, áridas, las periferias existenciales del corazón humano. Mantengamos la mirada dirigida a la Cruz: allí se coloca toda autoridad en la Iglesia, donde Aquel que es el Señor se hace siervo hasta la entrega total de sí. Por último, la eclesialidad como una de las dimensiones constitutivas de la vida consagrada, dimensión que se debe considerar y profundizar constantemente en la vida. Vuestra vocación es un carisma fundamental para el camino de la Iglesia, y no es posible que una consagrada y un consagrado no «sientan» con la Iglesia. Un «sentir» con la Iglesia, que nos ha generado en el Bautismo; un «sentir» con la Iglesia que encuentra su expresión filial en la fidelidad al Magisterio, en la comunión con los Pastores y con el Sucesor de Pedro, Obispo de Roma, signo visible de la unidad. El anuncio y el testimonio del Evangelio, para todo cristiano, nunca es un acto aislado. Esto es importante, el anuncio y el testimonio del Evangelio para todo cristiano nunca es un acto aislado o de grupo, y ningún evangelizador obra, como recordaba muy bien Pablo VI, «por inspiración personal, sino en unión con la misión de la Iglesia y en su nombre» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 80). Y proseguía Pablo VI: es una dicotomía absurda pensar en vivir con Jesús sin la Iglesia, en seguir a Jesús sin la Iglesia, en amar a Jesús al margen de la Iglesia, en amar a Jesús sin amar a la Iglesia (cf. ibid., 16). Sentid la responsabilidad que tenéis de cuidar la formación de vuestros Institutos en la sana doctrina de la Iglesia, según el amor a la Iglesia y el espíritu eclesial. En definitiva, centralidad de Cristo y de su Evangelio, autoridad como servicio de amor, «sentir» en y con la Madre Iglesia: tres indicaciones que deseo dejaros, a las cuales uno una vez más mi gratitud por vuestra obra no siempre fácil. ¿Qué sería la Iglesia sin vosotras? Le faltaría la maternidad, el afecto, la ternura, la intuición de madre. Queridas hermanas, estad seguras que os sigo con afecto. Rezo por vosotras, pero también vosotras rezad por mí. Saludad a vuestras comunidades de mi parte, sobre todo a las hermanas enfermas y a las jóvenes. A todas dirijo mi aliento a seguir con parresia y con alegría el Evangelio de Cristo. Sed alegres, porque es bello seguir a Jesús, es bello llegar a ser icono viviente de la Virgen y de nuestra Santa Madre la Iglesia jerárquica. Gracias.
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