Santa Francisca
Javier Cabrini
Madre de los emigrantes
Nacida
en 1850, última de 13 hijos.
Religiosa.
Fundadora
de las Misioneras del Sagrado Corazón.
Misionera a Estados Unidos
Muere
en 1917
Fiesta:
13
de noviembre
Fuente:
Butler, Vida de los Santos
Agustín
Cabrini era un cultivador muy acomodado, cuyas tierras estaban
situadas cerca de Sant' Angelo Lodigiano, entre Pavía y Lodi.
Su esposa, Estela Oldini, era milanesa.
Tuvieron trece hijos, de los que la menor, nacida el 15 de
julio de 1850, recibió en el bautismo los nombres de María
Francisca, a los que más tarde había de añadir el de Javier.
La
familia Cabrini era sólidamente piadosa, pues todo en la familia
era sólido. Rosa, una
de las hermanas de Francisca, que había sido maestra de escuela y
no había escapado a todos los defectos de su profesión, se encargó
especialmente de la educación de su hermanita en forma muy
estricta. Hay que
reconocer que Francisca aprendió mucho de Rosa y que el rigor con
que la trataba su hermana no le hizo ningún daño.
La piedad de Francisca fue un tanto precoz, pero no por ello
menos real. Oyendo en
su casa la lectura de los "Anales de la Propagación de la
Fe", Francisca determinó desde niña ir a trabajar en las
misiones extranjeras. China era su país predilecto.
Francisca vestía de religiosas a sus muñecas; solía también
hacer barquitos de papel, y los echaba al río cubiertos de
violetas, que representaban a los misioneros que iban a las
misiones. Sabiendo que
en China no había caramelos, renunció a ellos para irse
acostumbrando a esa privación.
Los padres de Francisca, que deseaban que fuese maestra de
escuela, la enviaron a estudiar en la escuela de las religiosas de
Arluno. La joven pasó con éxito los exámenes a los dieciocho años.
En 1870, tuvo la pena enorme de perder a sus padres.
Durante
los dos años siguientes, Francisca vivió apaciblemente con su
hermana Rosa. Su bondad
sin pretensiones impresionaba a cuantos la conocían.
Francisca quiso ingresar en la congregación en la que había
hecho sus estudios; pero no fue admitida a causa de su mala salud.
También otra congregación le negó la admisión por la
misma razón. Pero Don
Serrati, el sacerdote en cuya escuela enseñaba Francisca, no olvidó
las cualidades de la joven maestra.
En 1874, Don Serrati fue nombrado preboste de la colegiata de
Codogno. En su nueva
parroquia había un pequeño orfanato, llamado la Casa de la
Providencia, cuyo estado dejaba mucho que desear.
La fundadora, que se llamaba Antonia Tondini, y otras dos
mujeres, se encargaban de la administración, pero lo hacían muy
mal. El obispo de Lodi
y Mons. Serrati invitaron a Francisca a ir a ayudar en esa institución
y a fundar ahí una congregación religiosa.
La joven aceptó, no sin gran repugnancia.
Así
empezó Francisca lo que una religiosa benedictina califica de
noviciado muy especial. Aunque
Antonia Tondini había aceptado que Francisca trabajase en el
orfanato, en vez de ayudarla, se dedicó a obstaculizar su trabajo.
Pero Francisca no se desalentó, con sus compañeras
fundó la comunidad de las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón,
bajo la inspiración del gran misionero jesuita
San
Francisco Javier. Cuando
Francisca hizo los votos religiosos tomó el nombre del santo
y, en 1877, hizo los primeros votos con siete de
sus hermanas religiosas.
Al mismo tiempo, el obispo la nombró superiora.
Ello no hizo sino empeorar las cosas.
La conducta de la hermana Tondina, quien probablemente estaba
un tanto enferma de la cabeza, se convirtió en un escándalo público.
Francisca Cabrini y sus fieles colaboradoras lucharon tres años
más por sostener la obra de la Casa de la Providencia, en espera de
tiempos mejores; pero finalmente, el obispo renunció al proyecto y
cerró el orfanato, después de decir a Francisca: "Vos deseáis
ser misionera. Pues
bien, ha llegado el momento de que lo seáis.
Yo no conozco ningún instituto misional femenino.
Fundadlo vos misma".
Francisca salió decidida a seguir sencillamente ese consejo.
En
Codogno había un antiguo convento franciscano, vacío y olvidado.
A él se trasladó la madre Cabrini con sus siete
fieles compañeras. En
cuanto la comunidad quedó establecida, la santa se dedicó a
redactar las reglas. El
fin principal de las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón era la
educación de las jóvenes. Ese
mismo año el obispo de Lodi aprobó las constituciones.
Dos años más tarde, se inauguró la primera filial en
Gruello, a la que siguió pronto la casa de Milán.
Todo
esto se escribe pronto, pero la realidad fue cosa muy seria. En efecto,
algunos alegaron que el título de misioneras no convenía a las
mujeres, y una madre se quejó de que su hija había sido engañada
para que entrase en la congregación.
A pesar de ello, la congregación empezó a crecer, y la
madre Cabrini demostró ampliamente su capacidad.
En 1887, fue a Roma a pedir a la Santa Sede que aprobase su
pequeña congregación y le diese permiso de abrir una casa en la
Ciudad Eterna. Algunas
personas influyentes trataron de disuadir a la santa del proyecto,
pues juzgaban que siete años de prueba no bastaban para la aprobación
de la congregación. El
cardenal Parocchi, vicario de Roma, repitió el mismo argumento en
su primera entrevista con la madre Francisca; pero solo en la
primera entrevista, porque la santa se lo ganó muy pronto.
Al poco tiempo, se pidió a la madre Cabrini que abriese no
una sino dos casas en Roma: una escuela gratuita y un orfanato.
Algunos meses más tarde, se publicó el decreto de la
primera aprobación de las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón.
Como
hemos dicho, la madre Cabrini había soñado en China desde la niñez.
Pero no faltaban quienes querían convencerla de que volviese
los ojos hacia otro continente. Mons. Scalabrini, obispo de Piacenza, había fundado la
sociedad de San Carlos para trabajar entre los italianos que partían
a los Estados Unidos, y rogó a la madre Cabrini que enviase algunas
de sus religiosas a colaborar con los sacerdotes de la sociedad.
La santa no se dejó convencer.
Entonces, el arzobispo de Nueva York, Mons. Corrigan, insistió
personalmente. La santa
estaba indecisa, porque todos, excepto Mons. Serrati, apuntaban en
la misma dirección. La
madre Francisca tuvo por entonces un sueño que la impresionó mucho
y determinó consultar al Sumo Pontífice.
León XIII le dijo: "No al oriente sino al
occidente". Siendo
niña, Francisca Cabrini se había caído al río, y desde entonces
tenía horror al agua. A
pesar de ello, cruzó el Atlántico por primera vez, con seis de sus
religiosas, y desembarcó en Nueva York el 31 de marzo de 1889.
Misionera a Estados
Unidos
Entre
1901 y 1913 inmigraron a Estados Unidos 4.711.000 italianos.
Muchos los definían como una auténtica enfermedad social. |
Una
multitud de europeos pobres, italianos, polacos, ucranios, checos,
croatas, eslovacos, Etc., emigraban a los Estados Unidos.
Cuando llegó la madre Cabrini, había unos 50,000 italianos
solo en Nueva York y sus alrededores.
La mayoría de ellos no sabían siquiera los rudimentos de la
doctrina cristiana; apenas unos 1,200 habían asistido alguna vez en
su vida a la misa. El clero tenía sus dificultades, pues de cada
doce sacerdotes italianos en los Estados Unidos, diez habían tenido
que salir de su patria por mala conducta.
Y las condiciones económicas y sociales de la mayoría de
los inmigrantes estaban a la altura de las condiciones religiosas. Nada tiene, pues, de extraño que en el tercer concilio
plenario de Baltimore, Mons. Corrigan y León XIII hayan estado muy
inquietos.
La
acogida que se dio a las religiosas en Nueva York, no fue
precisamente entusiasta. Se
les había pedido que organizaran un orfanato para niños italianos
y que tomaran a su cargo una escuela primaria; pero, al llegar a
Nueva York, donde se les dio cordialmente la bienvenida, se
encontraron con que no tenían casa, de suerte que por lo menos la
primera noche tuvieron que pasarla en una posada sucia y repugnante.
Cuando la madre Cabrini fue a ver a Mons. Corrigan, se enteró
de que, debido a ciertas dificultades entre el arzobispo y las
bienhechoras, se había renunciado al proyecto del orfanato.
Por otra parte, aunque abundaban los alumnos, no había
edificio para la escuela. El
arzobispo terminó diciendo que, en vista de las circunstancias, lo
mejor era que la madre Cabrini y sus religiosas regresasen a Italia.
Santa Francisca replicó con su firmeza y decisión
habituales: "No, monseñor.
El Papa me envió aquí, y aquí me voy a quedar".
El arzobispo quedó impresionado al ver la firmeza de aquella
pequeña lombarda y el apoyo que le prestaban en Roma.
Por lo demás, hay que confesar que era un hombre que
cambiaba fácilmente de idea. Así
pues, no se opuso a que las religiosas se quedasen en New York y
consiguió que por el momento se alojasen con las hermanas de la
Caridad. A las pocas
semanas, Santa Francisca había ya hecho buenas migas con la condesa
Cesnola, bienhechora del orfanato proyectado, la había reconciliado
con Mons. Corrigan, había conseguido una casa para sus religiosas y
había inaugurado un pequeño orfanato.
En julio de 1889, fue a hacer una visita a Italia, y llevó
consigo a las dos primeras religiosas italo-americanas de su
congregación.
Nueve
meses después, regresó a los Estados Unidos con más religiosas
para tomar posesión de la casa de West Park, sobre el río Hudson,
que hasta entonces había pertenecido a los jesuitas.
La santa trasladó allá el orfanato, que ya había crecido
mucho, y estableció ahí mismo la casa madre y el noviciado de los
Estados Unidos. La
congregación prosperaba, tanto entre los inmigrantes a los Estados
Unidos como en Italia. Al poco tiempo, la madre Cabrini hizo un penoso viaje a
Managua de Nicaragua; a pesar de que las circunstancias eran muy difíciles
y aun peligrosas, aceptó la dirección de un orfanato y abrió un
internado. En el viaje
de vuelta, pasó por Nueva Orleans, como se lo había pedido el
santo arzobispo de la ciudad, Francisco Janssens.
Los italianos de Nueva Orleans, que procedían en gran parte
del sur de Italia y de Sicilia vivían en condiciones especialmente
amargas. Había entre
ellos algunos criminales indeseables, y poco antes una chusma
enfurecida de americanos, no menos criminal, había linchado a once
de ellos. El resultado
de la visita de Santa Francisca fue que fundó una casa en Nueva
Orleáns.
No
hace falta demostrar que Francisca Cabrini fue una mujer
extraordinaria, pues sus obras hablan por ella.
Como había sucedido a la beata Filipina Duchesne, Santa
Francisca aprendió el inglés con dificultad y conservó siempre el
acento extranjero muy marcado.
Pero ello no le impidió tener gran éxito en el trato con
gentes de todas clases. En
particular, aquellos con quienes tuvo que tratar asuntos
financieros, que fueron muchos y de mucha importancia, la admiraban
enormemente. El único
punto en el que falló el tacto de la madre Cabrini fue en las
relaciones con los cristianos no católicos.
Ello se debió a que entró por primera vez en contacto con
ellos en los Estados Unidos, de suerte que pasó largo tiempo antes
de que reconociese su buena fe y apreciarse su vida ejemplar. Los
comentarios desagradables que hizo la santa sobre este punto, se
explican por su ignorancia, que era la raíz de su incomprensión.
En efecto, como lo demuestran sus ideas sobre la educación
de los niños, era una mujer de visión amplia y capaz de aprender,
que no cerraba a una idea simplemente porque era nueva.
La madre Cabrini había nacido para gobernar.
Era muy estricta, pero poseía al mismo tiempo un gran
sentido de justicia. En ciertas ocasiones era tal vez demasiado estricta y no caía
en la cuenta de las consecuencias de su inflexibilidad. Por ejemplo, no parece que haya favorecido a la causa de la
moral cristiana negándose a recibir a los hijos ilegítimos en su
escuela gratuita; tal actitud no hacía más que castigar a los
inocentes. Pero el amor
gobernaba todos los actos de la santa, de suerte que su
inflexibilidad no le impedía amar y ser muy amada.
A este propósito, solía decir a sus religiosas: “Amáos
unas a otras. Sacrificaos
constantemente y de buen grado por vuestras hermanas.
Sed bondadosas; no seáis duras ni bruscas, no abriguéis
resentimientos; sed mansas y pacíficas.”
En
1892, año del cuarto descubrimiento del Nuevo Mundo, la santa fundó
en Nueva York una de sus obras más conocidas: el “Columbus
Hospital”. En
realidad, dicha obra había sido emprendida poco antes por la
Sociedad de San Carlos. Desgraciadamente, la cesión del hospital a las Misioneras de
Sagrado Corazón, que no fue fácil, creó ciertos resentimientos
contra la madre Francisca. La
santa hizo poco después un viaje a Italia, donde asistió a la
inauguración de una casa de vacaciones cerca de Roma y de una casa
de estudiantes en Génova. En seguida, fue a Costa Rica, Panamá, Chile, Brasil y Buenos
Aires. Naturalmente, en
1895, ese viaje era mucho más difícil que en la actualidad; pero
la madre Cabrini gozaba enormemente con los paisajes, y ello le
aligeró un tanto las molestias del viaje.
En Buenos Aires inauguró una escuela secundaria para
jovencitas. Como
algunas personas le advirtiesen que la empresa era muy difícil y
pesada, la santa respondió: “¿Quién la va a llevar a cabo:
nosotras, o Dios? ” Después
de otro viaje a Italia, donde tuvo que encargarse de un largo
proceso en los tribunales eclesiásticos y hacer frente a la turba
en Milán, fue a Francia, e hizo ahí su primera fundación europea
fuera de Italia. En el
verano de 1898, estuvo en Inglaterra.
El obispo de Southwark, Mons. Bourne, que fue más tarde
cardenal y había conocido en Codogno a la madre Francisca, le pidió
que fundase en su diócesis una casa de su congregación; pero el
proyecto no se llevó a cabo por entonces.
La
santa desplegó la misma actividad en los doce años siguientes.
Si hubiese que nombrar a un santo patrono de los viajeros, más
reciente y menos nebuloso que San Cristóbal, la madre Cabrini
encabezaría ciertamente la lista de candidatos. Su amor por todos los hijos de Dios la llevó de un sitio a
otro del hemisferio occidental: de Río de Janeiro a Roma, de
Sydenham a Seattle. Las
constituciones de la Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón fueron
finalmente aprobadas en 1907. Para
entonces, la congregación, que había comenzado en 1880 con ocho
religiosas, tenía ya más de 1000 y se hallaba establecida en ocho
países. Santa
Francisca había hecho más de cincuenta fundaciones, entre las que
se contaban escuelas gratuitas, escuelas secundarias, hospitales y
otras instituciones. Las
religiosas no se limitaban en los Estados Unidos a trabajar entre
los inmigrantes italianos. En
efecto, el día del jubileo de la congregación, los presos de Sing-Sing
enviaron a la santa una conmovedora carta de gratitud.
Entre las grandes fundaciones, nos limitaremos a mencionar
dos: el “Columbus Hospital” de Chicago, y la escuela de Brockley
(1902), que actualmente se halla en Honor Oak.
Es imposible hablar aquí de todas las pruebas y
dificultades, tales como la oposición del obispo de Vitoria (la
reina María Cristina había llamado a España a Santa Francisca), y
la oposición de ciertos partidos en Chicago, Seattle y Nueva Orleáns.
En esta última ciudad las hijas de Santa Francisca pagaron
el mal con bien, ya que se condujeron en forma heroica en la
epidemia de fiebre amarilla de 1905.
En
1911, la salud de la fundadora comenzó a decaer. Tenía entonces sesenta y un años, y estaba físicamente agotada.
Pero todavía pudo trabajar seis años más.
El fin llegó súbitamente.
La madre Francisca Javier Cabrini murió durante
uno de sus viajes a Chicago, el 22 de diciembre de 1917.
Fue
canonizada en 1946. Su
cuerpo se halla en la capilla de la “Cabrini Memorial School” de
Fort Washington, en el estado de Nueva York.
Sin duda, que antes de Santa Francisca hubo muchos santos en
los Estados Unidos y que seguirá habiéndolos en el futuro; pero
ella fue la primera ciudadana americana cuya santidad fue públicamente
reconocida por la Iglesia mediante la canonización.
Francisca Javier Cabrini es una gloria de los Estados Unidos,
de Italia, de la Iglesia y de toda la humanidad.
Nadie que no fuese un santo como ella hubiese podido hacer lo
que ella hizo y en la forma en que lo hizo.
Así lo reconoció León XIII, casi cuarenta años antes de
la canonización de la santa, cuando dijo: “La madre Cabrini es
una mujer muy inteligente y de gran virtud . . . Es una santa”.
Bibliografía
Butler,
Vida de los Santos
Sgarbossa,
Mario; Luigi
Giovannini: Un
santo para cada día
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