G.K. Chesterton
1874. Gran
escritor inglés, converso al catolicismo
Libro:
El Hombre Eterno
Testimonio de su conversión
"La Iglesia
es la única cosa que salva al hombre de la degradante
esclavitud de ser hijo de su época"
-G. K. Chesterton
Ver:
forumlibertas.com
“Cuando la gente me pregunta
a mí o a cualquier otro ¿Por qué te uniste a la Iglesia de
Roma?, la primera respuesta esencial, aunque sea en parte
incompleta es: “para librarme de mis pecados”. Porque no hay
ningún otro sistema religioso que declare verdaderamente que
libra a la gente de los pecados. (…) El sacramento de la
penitencia da una vida nueva, y reconcilia al hombre con
todo lo que vive: pero no como lo hacen los optimistas y los
predicadores paganos de la felicidad. El don viene dado a un
precio y condicionado a la confesión. He encontrado una
religión que osa descender conmigo a las profundidades de mí
mismo”.
“Los poetas no se vuelven
locos; los jugadores de ajedrez, sí. Los matemáticos y los
empleados de caja también se vuelven locos; pero los
artistas creadores, rara vez. (…) El poeta sólo pretende
llegar con su cabeza hasta el cielo. En cambio, el lógico
pretende meter el cielo en su cabeza. Y lo que ocurre es que
la cabeza estalla”.
Porqué me convertí
al catolicismo.
Gilbert K.
Chesterton
Fuente:
interrogantes.net
¡Una catedral! A ella se parece todo el
edificio de mi fe; de esta fe mía que es demasiado grande para
una descripción detallada; y de la que, sólo con gran esfuerzo,
puedo determinar las edades de sus distintas piedras...
Recuerdo especialmente ahora estos dos casos: unos autores
serios lanzaban graves acusaciones contra el catolicismo, y,
cosa curiosa, lo que ellos condenaban me pareció algo precioso y
deseable.
En el primer caso —creo que se trataba de Horton y Hocking— se
mencionaba con estremecido pavor, una terrible blasfemia sobre
la Santísima Virgen de un místico católico que escribía: "Todas
las criaturas deben todo a Dios; pero a Ella, hasta Dios mismo
le debe algún agradecimiento". Esto me sobresaltó como un son de
trompeta y me dije casi en alta voz: "¡Qué maravillosamente
dicho!" Me parecía como si el inimaginable hecho de la
Encarnación pudiera con dificultad hallar expresión mejor y más
clara que la sugerida por aquel místico, siempre que se la sepa
entender.
En el segundo caso, alguien del diario "Daily News" (entonces yo
mismo era todavía alguien del "Daily News"), como ejemplo típico
del "formulismo muerto" de los oficios católicos, citó lo
siguiente: un obispo francés se había dirigido a unos soldados y
obreros cuyo cansancio físico les volvía dura la asistencia a
Misa, diciéndoles que Dios se contentaría con su sola presencia,
y que les perdonaría sin duda su cansancio y su distracción.
Entonces yo me dije otra vez a mi mismo: "¡Qué sensata es esa
gente! Si alguien corriera diez leguas para hacerme un gusto a
mi, yo le agradecería muchísimo, también, aunque se durmiera
enseguida en mi presencia".
Junto con estos dos ejemplos, podría citar aún muchos otros
procedentes de aquella primera época en que los inciertos amagos
de mi fe católica se nutrieron casi con exclusividad de
publicaciones anticatólicas.
... Podría añadir ahora cómo seguí
reconociendo después, que a todos los grandes imperios, una vez
que se apartaban de Roma, les sucedía precisamente lo mismo que
a todos aquellos seres que desprecian las leyes o la naturaleza:
tenían un leve éxito momentáneo, pero pronto experimentaban la
sensación de estar enlazados por un nudo corredizo, en una
situación de la que ellos mismos no podían librarse.
...Es cierto que todas las religiones
contienen algo bueno. Pero lo bueno, la quintaesencia de lo
bueno, la humildad, el amor y el fervoroso agradecimiento
"realmente existente" hacia Dios, no se hallan en ellas.
Por
más que las penetremos, por más respeto que les demostremos, con
mayor claridad aún reconoceremos también esto: en lo más hondo
de ellas hay algo distinto de lo puramente bueno; hay a
veces dudas metafísicas sobre la materia, a veces habla en ellas
la voz fuerte de la naturaleza; otras, y esto en el mejor de los
casos, existe un miedo a la Ley y al Señor.
Si se exagera todo esto, nace en las
religiones una deformación que llega hasta el diabolismo. Sólo
pueden soportarse mientras se mantengan razonables y medidas.
Mientras se estén tranquilas, pueden llegar a ser estimadas,
como sucedió con el protestantismo victoriano. Por el
contrario, la más alta exaltación por la Santísima Virgen o la
más extraña imitación de San Francisco de Asís, seguirían
siendo, en su quintaesencia, una cosa sana y sólida. Nadie negará por ello su humanismo, ni despreciará a su prójimo.
Lo que es bueno, jamás podrá llegar a ser demasiado bueno. Esta
es una de las características del catolicismo que me parece
singular y universal a la vez.
La experiencia de los siglos
Sólo la Iglesia Católica puede salvar al hombre ante la
destructora y humillante esclavitud de ser hijo de su tiempo.
El otro día, Bernard Shaw expresó
el nostálgico deseo de que todos los hombres vivieran
trescientos años en civilizaciones más felices. Tal frase nos
demuestra cómo los santurrones sólo desean —como ellos mismos
dicen— reformas prácticas y objetivas. Ahora bien: esto se dice
con facilidad; pero estoy absolutamente convencido de lo
siguiente: si Bernard Shaw hubiera vivido durante los últimos
trescientos años, se habría convertido hace ya mucho tiempo al
catolicismo. Habría comprendido que el mundo gira siempre en la
misma órbita y que poco se puede confiar en su así llamado
progreso. Habría visto también cómo la Iglesia fue sacrificada
por una superstición bíblica, y la Biblia por una superstición
darwinista. Y uno de los primeros en combatir estos hechos
hubiera sido él. Sea como fuere, Bernard Shaw deseaba para cada
uno una experiencia de trescientos años. Y los católicos, muy al
contrario de todos los otros hombres, tienen una experiencia de
diecinueve siglos. Una persona que se convierte al catolicismo,
llega, pues, a tener de repente dos mil años.
Esto significa, si lo precisamos todavía más, que
una persona, al convertirse, crece y se eleva hacia el pleno
humanismo. Juzga las cosas del modo como ellas conmueven a la
humanidad, y a todos los países y en todos los tiempos; y no
sólo según las últimas noticias de los diarios. Si un hombre
moderno dice que su religión es el espiritualismo o el
socialismo, ese hombre vive íntegramente en el mundo más moderno
posible, es decir, en el mundo de los partidos. El socialismo es
la reacción contra el capitalismo, contra la insana acumulación
de riquezas en la propia nación. Su política resultaría del todo
distinta si se viviera en Esparta o en el Tíbet. El
espiritualismo no atraería tampoco tanto la atención si no
estuviese en contradicción deslumbrante con el materialismo
extendido en todas partes. Tampoco tendría tanto poder si se
reconocieran más los valores sobrenaturales. Jamás la
superstición ha revolucionado tanto el mundo como ahora. Sólo
después que toda una generación declaró dogmáticamente y una vez
por todas la imposibilidad de que haya espíritus, la misma
generación se dejó asustar por un pobre, pequeño espíritu. Estas
supersticiones son invenciones de su tiempo —podría decirse en
su excusa—.
Hace ya mucho, sin embargo,
que la Iglesia Católica probó no ser ella una invención de su
tiempo: es la obra de su Creador, y sigue siendo capaz de vivir
lo mismo en su vejez que en su primera juventud: y sus enemigos,
en lo más profundo de sus almas, han perdido ya la esperanza de
verla morir algún día.