"la
misión la recibimos siempre de Cristo, que nos ha dado a conocer
lo que ha oído a su Padre"
Homilía en la misa multitudinaria presidida en Oporto
S.S. Benedicto XVI
Mayo 14, 2010
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Queridos hermanos y hermanas:
"En el libro de los Salmos está escrito: [...] 'que su cargo lo
ocupe otro'. Hace falta, por tanto, que uno se asocie a nosotros
como testigo de la resurrección" (Hechos 1, 20-22). Así habló
Pedro, leyendo e interpretando la palabra de Dios en medio de
sus hermanos, reunidos en el Cenáculo después de la Ascensión de
Jesús a los cielos. El elegido fue Matías, que había sido
testigo de la vida pública de Jesús y de su triunfo sobre la
muerte, permaneciendo fiel hasta el final, a pesar del abandono
de muchos. La "desproporción" de fuerzas en acción, que hoy nos
asusta, impresionaba ya hace dos mil años a los que veían y
escuchaban a Jesús. Desde las playas del lago de Galilea hasta
las plazas de Jerusalén, Jesús se encontraba prácticamente solo
en los momentos decisivos; eso sí, en unión con el Padre, guiado
por la fuerza del Espíritu. Y con todo, el mismo amor que un día
creó el mundo hizo que surgiese la novedad del Reino como una
pequeña semilla que brota en la tierra, como un destello de luz
que irrumpe en las tinieblas, como aurora de un día sin ocaso:
es Cristo resucitado. Y apareció a sus amigos mostrándoles la
necesidad de la cruz para llegar a la resurrección.
Aquel día Pedro buscaba un testigo de todas estas cosas. De los
dos que presentaron, y el cielo designó a Matías, y "lo
asociaron a los once apóstoles" (Hechos 1, 26). Hoy celebramos
su gloriosa memoria en esta "Ciudad invicta", que se ha vestido
de fiesta para acoger al Sucesor de Pedro. Doy gracias a Dios
por haberme traído hasta vosotros, y encontraros en torno al
altar. Os saludo cordialmente, hermanos y amigos de la ciudad y
diócesis de Oporto, así como a los que habéis venido de la
provincia eclesiástica del norte de Portugal y también de la
vecina España, y a cuantos se encuentran en comunión física o
espiritual con nuestra asamblea litúrgica. Saludo al obispo de
Oporto, monseñor Manuel Clemente, que deseaba con mucha
solicitud mi visita, y me ha recibido con gran afecto,
haciéndose intérprete de vuestros sentimientos al comienzo de
esta Eucaristía. Saludo a sus predecesores y a los demás
hermanos en el episcopado, a los sacerdotes, los consagrados y
las consagradas, y a los fieles laicos, especialmente a todos
aquellos que están comprometidos activamente en la Misión
diocesana y, más en concreto, en la preparación de mi visita. Sé
que han podido contar con la colaboración efectiva del alcalde
de Oporto y de otras autoridades públicas, muchas de las cuales
me honran hoy con su presencia; aprovecho este momento para
saludarles y asegurarles, a ellos y a cuantos representan y
sirven, los mejores éxitos para el bien de todos.
"Hace falta, por tanto, que uno se asocie a nosotros como
testigo de la resurrección de Jesús", decía Pedro. Y su Sucesor
actual repite a cada uno de vosotros: Hermanos y hermanas míos,
hace falta que os asociéis a mí como testigos de la resurrección
de Jesús. En efecto, si vosotros no sois sus testigos en
vuestros ambientes, ¿quién lo hará por vosotros? El cristiano
es, en la Iglesia y con la Iglesia, un misionero de Cristo
enviado al mundo. Ésta es la misión apremiante de toda comunidad
eclesial: recibir de Dios a Cristo resucitado y ofrecerlo al
mundo, para que todas las situaciones de desfallecimiento y
muerte se transformen, por el Espíritu, en ocasiones de
crecimiento y vida. Para eso debemos escuchar más atentamente la
Palabra de Cristo y saborear asiduamente el Pan de su presencia
en las celebraciones eucarísticas. Esto nos convertirá en
testigos y, aún más, en portadores de Jesús resucitado en el
mundo, haciéndolo presente en los diversos ámbitos de la
sociedad y a cuantos viven y trabajan en ellos, difundiendo esa
vida "abundante" (cf. Juan 10, 10) que ha ganado con su cruz y
resurrección y que sacia las más legítimas aspiraciones del
corazón humano.
Sin imponer nada, proponiendo siempre, como Pedro nos recomienda
en una de sus cartas: "Glorificad en vuestros corazones a Cristo
Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra
esperanza a todo el que os la pidiere" (1 Pedro 3, 15). Y todos,
al final, nos la piden, incluso los que parece que no lo hacen.
Por experiencia personal y común, sabemos bien que es a Jesús a
quien todos esperan. De hecho, los anhelos más profundos del
mundo y las grandes certezas del Evangelio se unen en la
inexcusable misión que nos compete, puesto que "sin Dios el
hombre no sabe adónde ir ni tampoco logra entender quién es.
Ante los grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que
nos impulsan casi al desasosiego y al abatimiento, viene en
nuestro auxilio la palabra de Jesucristo, que nos hace saber:
‘Sin mí no podéis hacer nada' (Jn 15, 5). Y nos anima: ‘Yo estoy
con vosotros todos los días, hasta el final del mundo' (Mateo
28, 20)" (encíclica Caritas in veritate, 78).
Aunque esta certeza nos conforte y nos dé paz, no nos exime de
salir al encuentro de los demás. Debemos vencer la tentación de
limitarnos a lo que ya tenemos, o creemos tener, como propio y
seguro: sería una muerte anunciada, por lo que se refiere a la
presencia de la Iglesia en el mundo, que por otra parte, no
puede dejar de ser misionera por el dinamismo difusivo del
Espíritu. Desde sus orígenes, el pueblo cristiano ha percibido
claramente la importancia de comunicar la Buena Noticia de Jesús
a cuantos todavía no lo conocen. En estos últimos años, ha
cambiado el panorama antropológico, cultural, social y religioso
de la humanidad; hoy la Iglesia está llamada a afrontar nuevos
retos y está preparada para dialogar con culturas y religiones
diversas, intentando construir, con todos los hombres de buena
voluntad, la convivencia pacífica de los pueblos. El campo de la
misión ad gentes se presenta hoy notablemente dilatado y no
definible solamente en base a consideraciones geográficas;
efectivamente, nos esperan no solamente los pueblos no
cristianos y las tierras lejanas, sino también los ámbitos
socio-culturales y sobre todo los corazones que son los
verdaderos destinatarios de la acción misionera del Pueblo de
Dios.
Se trata de un mandamiento, cuyo fiel cumplimiento "debe
caminar, por moción del Espíritu Santo, por el mismo camino que
Cristo siguió, es decir, por el camino de la pobreza, de la
obediencia, del servicio, y de la inmolación de sí mismo hasta
la muerte, de la que salió victorioso por su resurrección"
(decreto Ad gentes, 5). Sí, estamos llamados a servir a la
humanidad de nuestro tiempo, confiando únicamente en Jesús,
dejándonos iluminar por su Palabra: "No sois vosotros los que me
habéis elegido, soy yo quien os he elegido, y os he destinado
para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure" (Juan 15,
16). ¡Cuánto tiempo perdido, cuánto trabajo postergado, por
inadvertencia en este punto! En cuanto al origen y la eficacia
de la misión, todo se define a partir de Cristo: la misión la
recibimos siempre de Cristo, que nos ha dado a conocer lo que ha
oído a su Padre, y el Espíritu Santo nos capacita en la Iglesia
para ella. Como la misma Iglesia, que es obra de Cristo y de su
Espíritu, se trata de renovar la faz de la tierra partiendo de
Dios, siempre y sólo de Dios.
Queridos hermanos y amigos de Oporto, levantad los ojos a
aquella que habéis elegido como patrona de la ciudad, la
Inmaculada Concepción. El ángel de la anunciación saludó a María
como "llena de gracia", significando con esta expresión que su
corazón y su vida estaban totalmente abiertos a Dios y, por eso,
completamente desbordados por su gracia. Que ella os ayude a
hacer de vosotros mismos un "sí" libre y pleno a la gracia de
Dios, para que podáis ser renovados y renovar la humanidad a
través de la luz y la alegría del Espíritu Santo.
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