Cristianos, que la sal no se vuelva sosa
Homilía en la Misa celebrada en Terreiro do Paço
S.S. Benedicto XVI
Mayo 11, 2010
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Queridísimos hermanos y hermanas,
jóvenes amigos.
“Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes [...]
enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí
que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo"
(Mt 28,19-20). Estas palabras de Cristo resucitado se revisten
de particular significado en esta ciudad de Lisboa, de donde
partieron en gran número generaciones y generaciones de
cristianos – obispos, sacerdotes, consagrados y laicos, hombres
y mujeres, jóvenes y no tan jóvenes –, obedeciendo a la llamada
del Señor y armados simplemente con esta certeza que Él les
dejó: “Yo estoy con vosotros todos los días”. Glorioso es el
lugar que Portugal se ha ganado en medio de las naciones por el
servicio ofrecido a la difusión de la fe: en las cinco partes
del mundo hay Iglesias locales que han tenido su origen en la
acción misionera portuguesa.
En el pasado, vuestra partida en búsqueda de otros pueblos no
impidió ni destruyó los vínculos con lo que erais y creíais, al
contrario, con sabiduría cristiana, conseguisteis trasplantar
experiencias y particularidades, abriéndoos a la contribución de
los demás para ser vosotros mismos, en una aparente debilidad
que es fuerza. Hoy, participando en la edificación de la
Comunidad Europea, lleváis la contribución de vuestra identidad
cultural y religiosa. De hecho Jesucristo, así como se unió a
los discípulos en el camino de Emaús, así camina también hoy con
nosotros según su promesa: “yo estoy con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo". Aunque diversa de la de los Apóstoles,
también nosotros tenemos una experiencia personal y verdadera
del Señor resucitado. La distancia de los siglos es superada, y
el Resucitado se ofrece vivo y operante, a través nuestro, en el
hoy de la Iglesia y del mundo. Esta es nuestra gran alegría. En
la corriente viva de la Tradición eclesial, Cristo no se
encuentra a dos mil años de distancia, sino que está realmente
presente entre nosotros y nos da la Verdad, nos da la luz que
nos hace vivir y encontrar el camino hacia el futuro.
Presente en su Palabra, en la asamblea del pueblo de Dios con
sus Pastores y, de forma eminente, en el sacramento de su Cuerpo
y de su Sangre, Jesús está aquí con nosotros. Saludo al señor
cardenal patriarca de Lisboa, a quien agradezco las afectuosas
palabras que me ha dirigido, al principio de la celebración, en
nombre de su comunidad que me acoge y a la que yo abrazo en sus
casi dos millones de hijos e hijas; a todos vosotros aquí
presentes – amados Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridísimas mujeres y hombres consagrados y fieles laicos
comprometidos, queridas familias y jóvenes, bautizados y
catecúmenos – dirijo mi saludo fraterno y amigo, que extiendo a
cuantos se encuentran unidos a nosotros a través de la radio y
de la televisión. Agradezco sentidamente al Señor Presidente de
la República por su presencia y a las demás Autoridades, en
particular al Alcalde de Lisboa, que ha tenido la cortesía de
entregarme las llaves de la ciudad.
Lisboa amiga, puerto y refugio de tantas esperanzas que te eran
confiadas por quienes partían, y que deseaban quienes te
visitaban, me gustaría hoy servirme de estas llaves que me has
entregado para que tu puedas fundar tus esperanzas humanas en la
Esperanza divina. En la lectura apenas proclamada, tomada de la
Primera Carta de San Pedro, hemos escuchado: “He aquí que coloco
en Sión una piedra angular, elegida, preciosa y el que crea en
ella no será confundido”. Y el Apóstol explica: Acercaos al
Señor, “piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida,
preciosa ante Dios” (1 Pe 2,6.4). Hermanos y hermanas, quien
cree en Jesús no quedará confundido: es Palabra de Dios, que no
se engaña ni puede engañarnos. Palabra confirmada por “una
muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación,
razas, pueblos y lenguas”, los cuales fueron contemplados por el
autor del Apocalipsis “vestidos con vestiduras blancas y con
palmas en sus manos” (Ap 7,9). En esta muchedumbre innumerable
no están solo los santos Verísimo, Máxima y Julia, martirizados
aquí en la persecución de Diocleciano, o san Vicente, diácono y
mártir, patrón principal del Patriarcado; san Antonio y san Juan
de Brito, que partieron de aquí para sembrar la buena semilla de
Dios en otras tierras y pueblos, o san Nuño de Santa María, a
quien hace poco más de un año inscribí en el libro de los
Santos. Sino que está formada por los “siervos de nuestro Dios”
de todo tiempo y lugar, sobre cuya frente ha sido trazado el
signo de la cruz con “el sello del Dios vivo” (Ap 7,2): el
Espíritu Santo. Se trata del rito inicial realizado sobre cada
uno de nosotros en el sacramento del Bautismo, por medio del
cual la Iglesia da a luz a los “santos”.
Sabemos que no le faltan hijos poco dóciles e incluso rebeldes,
pero es en los Santos donde la Iglesia reconoce sus propios
rasgos característicos y, precisamente en ellos, saborea su
alegría más profunda. Les une a todos la voluntad de encarnar el
Evangelio en su propia existencia, bajo el empuje del eterno
animador del Pueblo de Dios que es el Espíritu Santo. Fijando la
mirada en sus propios santos, esta Iglesia local ha concluido
justamente que hoy la prioridad pastoral es hacer de cada hombre
y cada mujer cristianos una presencia radiante de la perspectiva
evangélica en medio del mundo, en la familia, en la cultura, en
la economía, en la política. A menudo nos preocupamos
afanosamente por las consecuencias sociales, culturales y
políticas de la fe, dando por descontado que esta fe exista, lo
que por desgracia es cada vez menos realista. Se ha puesto una
confianza excesiva en las estructuras y en los programas
eclesiales, en la distribución de poderes y funciones; pero ¿qué
sucederá si la sal si vuelve sosa?
Para que esto no suceda, es necesario anunciar de nuevo con
vigor y alegría el acontecimiento de la muerte y resurrección de
Cristo, corazón del cristianismo, fundamento y apoyo de nuestra
fe, palanca poderosa de nuestras certezas, viento impetuoso que
barre todo miedo e indecisión, toda duda y cálculo humano. La
resurrección de Cristo nos asegura que ningún poder adverso
podrá nunca destruir a la Iglesia. Por tanto nuestra fe tiene
fundamento, pero es necesario que esta fe se convierta en vida
en cada uno de nosotros. Hay por tanto un vasto esfuerzo capilar
que llevar a cabo para que cada cristiano se transforme en un
testigo en grado de dar cuentas a todos y siempre de la
esperanza que le anima (cfr 1Pe 3,15): sólo Cristo puede
satisfacer plenamente los profundos anhelos de todo corazón
humano y dar respuestas a sus interrogantes más inquietantes
sobre el sufrimiento, la injusticia y el mal, sobre la muerte y
la vida del Más Allá.
Queridísimos hermanos y jóvenes amigos, Cristo está siempre con
nosotros y camina siempre con su Iglesia, la acompaña y la
custodia, como Él nos dijo: “yo estoy con vosotros todos los
días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). ¡No dudéis nunca de su
presencia! Buscad siempre al Señor Jesús, creced en la amistad
con él, recibidlo en la comunión. Aprended a escuchar su palabra
y también a reconocerlo en los pobres. Vivid vuestra existencia
con alegría y entusiasmo, seguros de su presencia y de su
amistad gratuita, generosa, fiel hasta la muerte de cruz. Dad
testimonio a todos de la alegría por esta presencia suya fuerte
y suave, comenzando por vuestros coetáneos. Decidles que es
hermoso ser amigo de Jesús y que vale la pena seguirlo. Con
vuestro entusiasmo mostrad que, entre las muchas formas de vivir
que el mundo hoy parece ofrecernos - aparentemente todas al
mismo nivel –, la única en la que se encuentra el verdadero
sentido de la vida y por tanto la alegría verdadera y duradera
es siguiendo a Jesús.
Buscad cada día la protección de María, Madre del Señor y espejo
de toda santidad. Ella, la Toda Santa, os ayudará a ser fieles
discípulos de su Hijo Jesucristo.
[Traducción del original portugués por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
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